"El Cebo" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)11El hombre entró en el pequeño sótano descalzo, con un albornoz atado a la cintura, saludó a su ayudante y dejó sobre la única mesa libre su pesada carga. Se trataba de dos bolsas con casi todos los productos que había logrado conseguir aquel domingo, ya que lo más grande lo había dejado un par de plantas más arriba, en el garaje. Metió las manos en la primera bolsa y sacó dos clavadoras-grapadoras neumáticas y un taladro con batería recargable, así como un juego completo de brocas finas que venían dispuestas en una bonita caja. Al sacar esta última vio el resguardo del tíquet de compra adherido a ella, lo cogió, abrió la incineradora instalada en la pared y lo arrojó dentro, junto con la bolsa ya vacía. Comprobó que había varias etiquetas de ropa todavía sin quemar. Cerró la incineradora y decidió que lo quemaría todo más tarde. De la segunda bolsa extrajo dos enormes tijeras de sastre guardadas en material reciclable, así como -muy importante, menos mal que se acordó- una bomba de engrase neumática de tamaño manejable. Había tenido problemas últimamente con la máquina del segundo sótano, que chirriaba cada vez que la utilizaba hasta el punto de que ya le resultaba insoportable, y los botes de aceite lubricante no surtían efecto. Por último colocó sobre la mesa los frascos de Betadine y las cajas con ampollas de Disodol, que había comprado en la farmacia de guardia. Se deshizo igualmente de la bolsa y el segundo tíquet. Con todos los objetos ya sobre la mesa, encontró un momento para respirar hondo y serenarse. Estaba algo enojado, porque era domingo y había tenido que salir apresuradamente en busca de un centro comercial abierto. Por regla general, se tomaba su tiempo para comprar, y obtenía notables descuentos en las viejas tiendas especializadas del centro de Madrid, o en los contactos que tenía en la red. Pero aquella semana el trabajo había sido de locura, sin permitirle apenas un descanso, por lo que el sábado por la noche se percató de que debía reponer una serie de herramientas con urgencia, y ya no podría hacerlo hasta el domingo. Se decidió por Leroy-Merlin, pese a que odiaba aquellas grandes superficies repletas de falsas ofertas, en las que nunca podías regatear el precio, a diferencia de lo que ocurría con los pequeños comerciantes o en las webs. Además, estaba el arañazo. Se fijó de nuevo en él, observándolo a la luz de los fluorescentes azulados que iluminaban la habitación: formaba una línea casi recta y rojiza de cuatro centímetros y medio de longitud justo encima del nacimiento del pulgar, en el dorso. Había leído que los arañazos y mordeduras de seres humanos eran muy peligrosos, por eso nada más llegar a casa se lo había lavado seis veces, tres con jabón normal y otras tantas con Hiposán, un desinfectante quirúrgico. Había dejado de sangrar, e incluso la irritación de la piel era menor. Desde luego, aquel arañazo no le irritaba tanto como el otro. Pero había decidido olvidar el asunto, y para ello tenía un método infalible: recordarlo por última vez y arrojarlo a la incineradora de su memoria. El arañazo de la mano se lo había hecho la chica. Puede que el otro también, pero no estaba seguro. En parte el primero era culpa suya, porque incluso antes del forcejeo se había percatado de que las uñas de la chica eran largas y afiladas, con el esmalte raspado hasta la mitad, lo cual indicaba probablemente que no eran postizas y que las usaba para todo. Una gata menor de edad con malas pulgas. Sin duda, llevaría uno de esos estúpidos tatuajes de guerra en el lomo o el pubis, representando cualquier tontería falsamente esotérica, y puede que hasta varios piercings en lugares delicados. A primera vista le había parecido hindú por las facciones y el bronceado, pero luego resultó que era sudaca, quién sabía de qué país con exactitud, entre aquel mosaico de acentos. Al chico que la acompañaba no lo había visto bien, pero casi podía imaginarse las largas greñas y los bíceps desnudos mostrando más tatuajes. Pese a todo, admitía haber tenido suerte. Acababa de efectuar la compra en Leroy-Merlin y decidió dejar la pequeña carretilla hidráulica de repuesto en el almacén y bajar solo las dos bolsas al coche. De haberse entretenido más intentando bajarlo todo al aparcamiento subterráneo, puede que a esas horas estuviese todavía declarando en la comisaría de policía. Pero el destino lo quiso de otra forma, y a ello contribuyó que fuese domingo y el aparcamiento estuviera bastante despejado, solo con un coche estorbando la visión de su nuevo Mercedes Bluefire ranchera, por lo que advirtió enseguida, incluso desde lejos, las sombras que se movían junto a él. De inmediato supo lo que sucedía. Dejó las bolsas de la compra en el suelo y se acercó todo lo sigilosamente que pudo, pero no lo bastante como para impedir que la chica -que era la que montaba guardia- lo viera y avisara a su compañero. – ¡Eh! -exclamó él al verlos correr-. ¡Eh! El chaval se alejaba a toda pastilla, ya inaccesible, pero a ella sí pudo alcanzarla. Y mientras lo hacía, el primer pensamiento que se le vino a la cabeza, curiosamente, fue: «Vaya, tiene el pelo de Jessie». Porque Jessie lo tenía de la misma forma, era fácil verlo pese al gorro de lana negro que cubría la coronilla de la chica: largo, castaño oscuro, lacio como una bufanda. Y por cierto, Jessie había sido tan delgada y de tan baja estatura también. Se acordaba perfectamente de Jessie, por mucho que hubiesen pasado más de diez años de su muerte. Sea como fuere, alargó la zancada y logró atrapar el delgado brazo bajo la astrosa cazadora negra. – ¡Eh, eh! -repitió. – ¡Suéltame! -gritó la chica. Él dijo: «Vale, vale». Pero no la soltó. En cambio, aprovechó que ella se entretenía en gritar para aferraría de los brazos. No fue muy difícil. La hizo girar hacia él, y hubo un forcejeo durante el cual, sin duda, ella le arañó. – Chis -le indicó él, arrastrándola como si ella fuese ingrávida hasta la pared junto a su coche y atajando el ataque de nervios con una mano en su boca-. Calma, oye… No voy a hacerte nada… Si sigues gritando, el vigilante del aparcamiento acabará asomando la cabeza por la ventanilla, te oirá, y tendrás un problema. Vendrá la policía. Te arrestarán, ¿comprendes? Así que cálmate. Retiró las manos con suma lentitud, pero no la suficiente. Nada más soltarla, la escurridiza figura se apartó de la pared y se movió ante él como una estrella del fútbol, haciendo una finta. Sin embargo, estaba preparado. Volvió a atraparla en el último segundo y ahogó su grito con el mismo gesto. – He visto chicas de tu edad arrestadas -le dijo-. Es un rato muy jodido, aunque te suelten pronto. Te obligan a ducharte delante de otros. A veces delante de hombres, ¿lo sabías? -Le gustó contarle aquella idiotez y ver cómo ella fruncía el espeso ceño negro sobre la mano que la amordazaba-. Quizá te suelten pronto, pero te aseguro que jode… – Yo… no he hecho nada… -gimió ella cuando él le dejó hablar. – Estabais intentando robarme el coche. Yo diría que eso es algo. – No… Yo no… Ahora que la chica parecía más sumisa, se apartó para mirarla. Detectó enseguida los temblores que le hacían entrechocar los dientes y el brillo de sudor que cubría su rostro. Recordó que no debía juzgarse a nadie por las apariencias: sabía que no existían solo lo blanco y lo negro, sino una infinitud de grises de ligerísimas diferencias tonales. Sin embargo, muy a su pesar, admitía que comportamientos como el de aquella chica daban la razón a la ideología de derechas, que siempre parecía pensar que toda medida de seguridad y represión en Madrid se quedaba corta. Eso le hizo recordar el liberalismo progresista de Cristina, su última compañera sentimental, de veintitrés bonitos años. – ¿Sabes lo que eres? -preguntó con afable tono de voz. – Deje… que me vaya… por favor… -rogó la chica, apretándose contra la pared. – ¿Sabes lo que eres? -insistió él. – Me… me llamo… -Le dijo un nombre, incluso una edad, ambos falsos, sin duda. Él le sonrió con tranquilidad. – No te pregunto quién eres. Te pregunto si sabes lo que eres. Te diré algo: tienes «mono», ¿verdad? ¿Desde cuándo hace que te pones? No estarás comprando ese último derivado que te hace polvo el cerebro, ¿verdad? ¿Ves ese programa de Canal Joven, «Sé tú»? ¿El de Michelle, la doctora rubia alemana? Hablaron hace un par de semanas de esa droga y entrevistaron a chicos que se la inyectan. Dios, ¿no lo viste? Michelle los defiende, pero… ¿cómo se puede defender ese estado espantoso en el que quedan? Eran momias. Peor aún: las chicas de tu edad parecían machos. Borrachos de tasca jurando y escupiendo. ¿No lo viste…? Mira, espera… Tengo algo para ti. -Ella no lo escuchaba: miraba angustiada a un lado y a otro con sus grandes canicas color carbón que, al moverse, dejaban una medialuna marfil en el lado opuesto de los ojos, pero fijó la vista en la mano del hombre cuando este la sacó del bolsillo. El hombre hizo crujir frente a ella los billetes. Entonces sacó la otra mano. – Y aquí tengo una tarjeta con un número de teléfono. Es una clínica privada. Puedes llamar y pedir cita diciendo que vas en mi nombre. Nada de listas de espera, ni cinco minutos para cada paciente, ni pastillas para que aguantes a solas. Te tratarán como a una reina, te quitarán la abstinencia, te curarán. Puedes llevarte una de las dos cosas. -Movió ambas manos, mostrando los euros en una y la tarjeta en la otra, como un mago-. Tú eliges: seguir comprando porquería y arruinándote la vida, o acabar con el vicio y darle un nuevo rumbo a tu existencia, desmentir a esos vecinos «respetables» que afirman que sois ganado, miseria humana… La chica se había quedado mirándolo, totalmente absorta. Los mechones de su cabello oscuro rebosaban fuera de la gorra de lana como una capucha, y la quincallería que colgaba de su cuello destellaba cuando movía el delgado pecho con los jadeos. – ¿Por… por qué hace esto? -preguntó. El se limitó a encogerse de hombros. La chica lo miró una vez más, y de improviso, con un veloz gesto de culebra, cogió el dinero y se alejó corriendo. Fue un visto y no visto. El hombre sonrió, guardó la tarjeta -que no era de ninguna clínica sino de un salón de fitness- y tuvo que reprimir un acceso de hilaridad al pensar que el dinero que la chica se había llevado era de ella misma: un par de billetes arrugados de cinco euros que él le había quitado del bolsillo de la cazadora durante el forcejeo. «Tú robas, yo robo», pensó. Se dijo que tenía futuro como carterista. Pero, tras la diversión de la pequeña broma, dedicó un instante a reflexionar, meneando la cabeza. Por supuesto, había sabido desde el principio lo que ella iba a elegir. ¿Acaso podía esperarse que aquella ladronzuela colgada optara por mejorar su suerte? Así eran las cosas, y así habían sido siempre: oro antes que plomo, apariencia antes que sinceridad, los cofres de Porcia. «Madrid, a la altura del resto de metrópolis hipócritas», se dijo. Percibió primero el arañazo de la mano, que ya sangraba, y trató de calmarse recordando que en casa tenía todo lo necesario para la desinfección. Regresó a por las bolsas, volvió al coche, las guardó en el maletero, y, antes de dirigirse al almacén a recoger la carretilla hidráulica sintió la tentación de comprobar si todo estaba en orden en su magnífico vehículo. Y entonces lo vio. El otro arañazo, esta vez en la carrocería de azul cromado, junto al manillar de la portezuela, oblicuo, no muy largo pero visible, sin duda la huella de alguna herramienta utilizada por manos torpes y nerviosas de toxicómano. La casa se hallaba en la sierra, rodeada de bosque. «Soledad y naturaleza cerca de la capital», decía el anuncio de la agencia que hizo que se fijara en ella. Era un antiguo pabellón de caza que había pertenecido a una familia aristocrática, y lo único que el hombre conservaba de la vieja decoración era un taburete que tenía en el primer sótano. A veces colocaba sobre él la ropa desgarrada. El hombre condujo en meditabundo silencio, solo distraído por el continuo ronroneo del motor. Aquel silencio le hizo recordar su propia biblioteca, cuyas estanterías llegaban hasta el techo, y, por pura asociación de ideas, a una estudiante de filología con gafas redondas que había conocido dos meses atrás. Se fijó en que el cielo estaba lleno de nubes grises otra vez -todo el fin de semana había sido igual- y esa noche también llovería. La luz poseía cierta sucia cualidad, como si pasara a través de un fondo de botella. Un suelo de hojas otoñales crepitó mientras aparcaba frente a la amplia entrada. A la izquierda se hallaba la puerta del garaje, que albergaba otros dos coches y varias máquinas de pintura automática y manipuladores de carrocería, pero, tras sacar las bolsas y dejar la carretilla nueva cerca de dicha puerta, el hombre utilizó la entrada principal y encendió las luces del comedor moviendo la mano en el aire. En el interior reinaba un silencio pulcro con olor a diversas mezclas de abrillantadores de madera y ambientadores. La nueva chica de la limpieza, que era de Ciempozuelos y cobraba por horas, estaba resultando bastante eficiente. La anterior, una señora mayor, rumana, contratada desde que el hombre tenía la casa, lo había llamado un par de semanas antes, llorando, para decirle que un hijo suyo estaba gravemente enfermo y que sentía mucho tener que ausentarse unos días para marchar a su país. «Serán solo dos días», dijo. La pobre mujer parecía tan afectada por interrumpir el trabajo como por lo sucedido con su hijo, y el hombre intentó tranquilizarla. No había ningún problema, podía tomarse el tiempo que quisiera, lo importante era la salud de su hijo. En cuanto colgó, el hombre bloqueó las llamadas de los teléfonos de aquella mujer, borró sus números y habló con una agencia para conseguir una chica nueva que se incorporase al día siguiente. Cuando la rumana logró localizarle, tras una semana de infructuosos intentos en varios teléfonos, él le dijo que estaba despedida. La nueva chica era muy buena, lo bastante tonta para carecer de curiosidad, lo bastante lista como para no joderlo con hijos enfermos. – ¿Hola? -dijo el hombre en voz alta-. Estoy aquí. ¿Hola? ¿Ayudante? Pero no recibió respuesta. Su «ayudante», como él lo había bautizado -el nombre gustaba a ambos-, no se encontraba en aquella planta. «Estará abajo», pensó. Silbando la tonada de una vieja película, entró en su dormitorio, dejó las bolsas en el suelo y pasó al cuarto de baño. Allí se lavó cuidadosamente el arañazo con dos clases de jabón. Luego orinó y estuvo un rato jugando con el pene: lo estiró entre el índice y el pulgar frotando el glande con el primero hasta sentir que se endurecía. Con el miembro aún fuera del pantalón, regresó al dormitorio y se desnudó íntegramente, arrojando toda la ropa al suelo: chaqueta de esquiador, jersey, camiseta, pantalones de lana, botas, calcetines, hasta el reloj con ordenador de pulsera. Entonces comenzó a gritar. Abrió mucho la boca y arrojó saliva. Las venas del cuello se le hincharon y la cara se le enrojeció. Lo hizo frente a la pared, adoptando la actitud de quien desafía a su oponente a un duelo salvaje donde todo está permitido. Sin dejar de aullar, alzó los puños y los descargó una, dos, tres, cuatro veces contra el tabique. Sintió dolor, pero no el suficiente. La chica, el arañazo de la mano, el de la carrocería… imágenes que daban vueltas ante sus ojos. ¿Sabes lo que eres? ¿Sabes lo que eres? Los gritos y puñetazos cesaron, pero aún se sentía furioso. Giró hacia la cama, cuidadosamente hecha, como él exigía, arrancó el cobertor y las sábanas, quitó la funda de las almohadas y empezó a rasgar la tela. A sus pies cayeron algo así como pétalos gigantescos de diversos colores. Eso le hizo recordar que tenía que inventar un sistema más fácil para deshacerse de la ropa tras pasarla por el escáner de limpieza, ya que le costaba llevarla a la incineradora desde el primer sótano, con el consiguiente riesgo de dejar atrás cualquier pequeña prenda o etiqueta o trozo de retal. También afloró otro recuerdo súbito: un día, cuando contaba doce años de edad, en que un compañero de clase le pintarrajeó un cuaderno. De repente se sintió bastante bien. Le dolían las manos, pero comprobó que no se había hecho daño con los puñetazos. Abrió el armario, cogió un albornoz de baño color habichuela y se lo puso. La cama estaba hecha un desastre, y no podía dejarla así para que la chica de la limpieza la viera al día siguiente, pero decidió arreglarla luego. Volvió a cargar con las bolsas y salió descalzo y en albornoz del dormitorio. Antes de proseguir su recorrido se detuvo un instante en la puerta del otro dormitorio. Se trataba de un cuarto cuya decoración era incluso más minimalista que la del suyo. Se aseguró de que se hallaba vacío. «Está abajo», pensó, ya con seguridad. Atravesó el salón y la cocina y accedió al garaje. Le gustó realizar descalzo y desnudo bajo el albornoz toda la operación de abrir la gran puerta electrónica, introducir la carretilla hidráulica y volver a cerrarlo todo. Luego se detuvo frente a los tres ordenadores en línea que controlaban los accesos por carretera vía satélite, los bloqueos de la casa, las alarmas y el rastreo de noticias. Abrió las ventanas de este último y leyó lo más reciente acaecido en Madrid: las pesquisas sobre el supuesto «Envenenador» y su supuesta sustancia tóxica no identificada, que no le interesaron, así como las noticias sobre el «asesino de prostitutas», que repasó con cuidado. Se dijo que necesitaba conseguir un multiordenador que le ahorrase el engorro de tener aquellos tres obsoletos portátiles en línea. Pero prefería esperar y encargarlo por piezas para construirlo él mismo: era más barato y dejaba menos rastros. En la vida todo era cuestión de esperar, se dijo, recordando cómo logró emboscar al chico que le había pintado el cuaderno tras una semana entera espiando sus costumbres, y le había roto el cráneo con una barra de acero robada de un taller. No creía ser un Shylock, pero no perdonaba la libra de carne. Al pensar esto último recordó también que aquella semana le tocaba releer El mercader de Venecia. Trataba sobre la Filia de Aspecto, que podía resumirse afirmando que «no es oro todo lo que reluce», como en la elección de cofres de Porcia. Era importante conocer bien al enemigo. Sosteniendo las bolsas de la compra con una sola mano, desbloqueó la entrada a los sótanos y accedió a la escalera por la que a veces las obligaba a bajar, desnudas, a golpes de correa. Tras recobrar la calma en el pequeño sótano, el hombre se volvió hacia su ayudante. Le dijo que se detuviera, tendió la mano y tomó el pulso de la chica en la garganta. Aún era fuerte, y con los analgésicos y el Betadine las heridas de pechos y muslos no representarían una amenaza inmediata para su vida. Observó que había bebido suficiente agua. Calculó que podían mantenerla un par de días más. Se agachó frente a ella y le sonrió, despejándole los cabellos de la cara. La chica, atada con los brazos sobre la cabeza y arrodillada, había dejado de gritar y gemía débilmente, mordiendo las cuerdas que ceñían su rostro. – ¿Sabes lo que eres? -susurró. Un sonido ronco brotó de la joven garganta. Al hombre le recordó un poco a la sudaca ladronzuela del centro comercial-. ¿Sabes lo que eres? – insistió y señaló, divertido, hacia su pecho-. Elige: ¿libra de carne o dinero? No obtenía ninguna reacción. Era obvio que necesitaban material nuevo. Se incorporó, y su ayudante se arrodilló de nuevo y siguió con el taladro. Lo manejaba con parsimonia. Parecía aburrido. El hombre miró la hora en la pantalla del portátil del sótano, que controlaba la máquina de torno. Siete y diez, tiempo de sobra para bajar a Madrid. A por otra. – Dúchate y cámbiate de ropa -ordenó a su ayudante-. Nos vamos. |
||
|