"El Cebo" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)10Yo era un monstruo, y lo sabía. Mi trabajo consistía en serlo. Hacía tiempo que había dejado de engañarme a mí misma con espejismos de virtud y justicia: no era mejor que aquellos a quienes debía destruir. «Hay que tratar, tan solo, de no ser peor», recordaba que me había dicho alguna vez la buena de Claudia. Siempre que me preparaba en casa para convertirme en el deseo de un monstruo, como ocurría en aquel momento, no podía evitar pensar eso. Como si el propio acto de prepararme para ellos me acusara. Mírate, Diana, vas a transformarte en lo que más le gusta a esa bestia. Y en ese «más» estaba el problema. No bastaba con resultarle apetecible: para gustarle por encima de cualquier otro cuerpo, para que me eligiera precisamente a mí, tenía que llegar a ser lo que él más quería. Desde la piel a las entrañas, yo debía ser eso que el monstruo deseaba obtener cuando mordía. «Y, sin embargo, siempre guardando cierto equilibrio, ¿correcto, doctor Gens?», pensé, al tiempo que cerraba las anticuadas cortinas manuales de mi modesto salón. «Si me desea en exceso, se lanzará sobre mí y me tragará de un bocado antes de que pueda empezar a trabajarlo… ¿Cómo decía usted, doctor?» Me esforcé en recordar las palabras exactas mientras pronunciaba «luces» en voz alta, y las dos lámparas de pie y cuello de jirafa colocadas en esquinas opuestas se encendían obedientes, apuntando hacia el centro del salón. «¿Hay que saber ser agua y combustible para el mismo fuego?» Quizá no era la frase textual, pero si no lo era, el sentido se conservaba. Hice girar el respaldo sin aberturas de la silla hacia mí. Había elegido aquel mueble porque la curvatura sólida del respaldo era, de entre todos los objetos que tenía en casa, lo que más se parecía a la superficie de la columna contra la cual Gens hacía que nos frotáramos para ensayar la máscara de Enigma. Me aseguré de que el portátil estuviese encendido y colocado sobre un puf, con los ejercicios de los perfis y el texto anotado de Gens del Sueño de una noche de verano en la pantalla. A los pies del puf tenía una botella de agua mineral. Todas las puertas estaban cerradas. Eran las ocho y media de la tarde del viernes y disponía de tres horas para ensayar. Haría Enigma primero, luego Holocausto. Los perfis afirmaban que una máscara de Enigma rápida podía protegerme de los accesos de violencia grave durante las cruciales primeras horas de secuestro. «Te atará y te mantendrá accesible. Estarás, valga la expresión, en pelotas bajo la tormenta, de modo que intenta fabricar un paraguas», habían dicho. La máscara de Enigma era un arte poderoso. Se basaba en provocar un modesto derrumbe de la realidad con gestos, texto y decorados mínimos, con lo cual resultaba útil si tenías que estar confinada en un pequeño espacio, atada y amordazada. Se suponía que la sensación de extrañeza que provocaba en el psinoma podía frenar las agresiones salvajes y prematuras que dejan completamente fuera de juego a un cebo. Mientras me situaba en el centro del improvisado escenario y me quitaba las sandalias, recordé que Claudia Cabildo estaba considerada una experta en aquella máscara, y que ella y yo la habíamos practicado juntas, tanto en exteriores alrededor de la granja como en la augusta casa de Víctor Gens en Barcelona. «Claudia», pensé, y me detuve antes de quitarme el pantalón del chándal. Casualmente, o no, había visitado a Claudia Cabildo aquella misma tarde del viernes y acababa de regresar de su casa. «Claudia: otro monstruo, como yo. Recorríamos juntas los laberintos de oscuridad, ¿no? Dos monstruos caminando de la mano por la noche sin luna de los locos.» Super-woman. Lo harás. Claudia, mi guía, mi señal en la oscuridad, el monstruo más perfecto jamás creado para complacer a otros. Hasta que fue devorada por un monstruo mucho peor. Claudia Cabildo estaba enterrada. Aunque en ocasiones me hablara, siempre lo hacía desde las profundidades de una tumba. Cuando decidía visitarla me obligaba a mí misma a no perder de vista tal perspectiva: me disponía a ver a alguien, a pasar el rato con alguien, que ya no habitaba en la superficie de la vida. Sin embargo, necesitaba verla. Había días en que aquella necesidad era casi física, como el deseo de morder una fruta y llenarte la boca con su zumo o recibir la lluvia directamente sobre el cuerpo. En otras ocasiones, me ilusionaba creer que era una decisión racional, como apoyarme en el siguiente peldaño para subir una escalera. Sea como fuere, a lo largo de aquellos últimos años la había ido a ver siempre que se producía un acontecimiento en mi vida: cuando cobraba una presa difícil, cuando fracasaba, cuando supe que estaba enamorada de Miguel Laredo o cuando discutía con Vera. Se lo contaba todo, aunque dudaba de que Claudia me escuchara. La mañana del viernes, después de salir de Los Guardeses tras la entrevista con los perfis, sentí de nuevo aquella necesidad. Marqué su número en mi móvil y la voz ronca de Nely Ramos contestó casi de inmediato. Sí, desde luego, podía ir esa misma tarde si quería, a «Clau» le encantaría verme, las cinco y media sería la hora ideal. Cuando colgué, pensé que había estado planeando ir los días previos para contarle lo de mi dimisión, pero que ahora mis motivos eran muy distintos. La tarde era fría y gris. Al bajar del coche en la calle Teseo en Las Rozas, miré al cielo y lo vi taponado de nubes como sacos. Esa noche -la primera de mi intensa cacería del Espectador- no habría luna. Mal encuentro a la luz de la luna, orgullosa Titania. Al mismo tiempo llegó hasta mi nariz el perfume de las flores que adornaban el pequeño jardín de la casa. El departamento había accedido a contratar a un jardinero, y Nely me contaba cuánto disfrutaba Claudia viendo cortar el césped y podar setos y rosales. Claudia y sus plantas. «Un vegetal protegiendo a otros.» El chiste era horrendo y estúpido, pero acudía siempre a mi cabeza. Y los nervios, también inevitables. Un hormigueo en el estómago, una sensación de inseguridad ante el encuentro. Mal encuentro a la luz de la luna. De nuevo, la misma pregunta que me hacía siempre: ¿acaso Claudia Cabildo y yo éramos amigas? Y, por enésima vez, la misma respuesta: no puedes ser amiga de la persona con quien has hecho de todo. No puedes amar por completo a quien te ha vejado y hecho gozar en el mismo grado en que te ha ignorado; a quien conoce ese lunar que tienes junto al sexo, tus pesadillas de medianoche o la manera en que gritas en el dolor o el orgasmo, pero ignora qué películas te gustan o si te agrada contemplar un ocaso. Claudia y yo, compañeras desde los quince años, no éramos amigas ni nos amábamos. Pero había algo que nos unía, más fuerte, más carnal, que el trozo de piel que comparten ciertos gemelos. Nely me aguardaba en la entrada tras abrir la cancela. Llevaba un puñado de uvas y las hacía desaparecer en la boca. Me ofreció, pero negué con una sonrisa. – Hola -saludó con su voz rasposa y a un tiempo musical, que parecía contener en sí misma la historia de sus veintiún años de vida desde que naciera en Las Palmas. – Hola, Nely. ¿He llegado demasiado pronto? – No, está bien. Pasa. Nely tenía el cabello ondulado color azabache, la piel tostada, maneras gatunas y una figura muscular. Había sido cebo, y bastante bueno, hasta los diecinueve, en que decidió dejarlo. No por nada especial, explicaba, nadie le había hecho mucho daño, pero «las cosas hay que hacerlas hasta un punto, y luego dejar de hacerlas», decía. A veces uno tenía la impresión de que había algo más que no contaba, pero si lo había, se trataba de sus propias y privadas pesadillas. Como todavía era muy joven, el departamento había seguido ofreciéndole pequeños trabajos, entre los que se incluyó cuidar por horas a una ex cebo «caída en el foso» (y, por tanto, potencialmente peligrosa para ser cuidada por simples enfermeras) como Claudia. A Nely le gustó tanto el trabajo que pidió quedarse todos los días, e incluso empleaba sus vacaciones reglamentarias de verano en acompañarla al balneario. Cocinaba, la bañaba, la atendía como una niña a su mejor muñeca. A mí me gustaba que fuese Nely quien lo hiciera, porque parecía una chica tan dura como su aspecto, y a la vez amable y abnegada. Atravesamos el silencioso vestíbulo de aquel chalet sin personalidad, de paredes blancas y lisas y muebles escasos y obvios. La típica casa del gobierno, tan semejante a aquella otra en que nos vimos por primera vez Claudia y yo, habitáculos como peceras con visores de conducta ocultos, creados para albergar a criaturas como nosotras. – ¿Qué tal está? -pregunté. – Tiene días. -Nely se volvía apenas para mirarme mientras devoraba la última uva y me guiaba por el salón. Sus zapatillas deportivas no hacían ruido al pisar el brillante parquet-. Hoy la veo muy baja. Pero ayer vino el hombre ese que arregla el jardín, fíjate, y se animó bastante. No sé, depende… -Se encogió de hombros y se detuvo ante una puerta cerrada-. Yo creo que a veces se pone más boba de lo que está para que le haga caso… Es una mala, la pobrecita, una mala tremenda, pobre mía… Abrió aquella puerta y entré en una habitación que, en mi recuerdo, estaba situada diez años atrás, en el chalet al que me llevaron para que conociera a Víctor Gens, tras mi etapa de formación en la casa de la sierra. En aquel entonces, una figura esquelética vestida con un camisón y un sombrero de paja esperaba allí también para ser presentada al Gran Doctor. Estaba agazapada en una silla con una rodilla levantada, y yo miré aquella rodilla y pensé que era el objeto más flaco y huesudo que jamás había visto en una persona. Luego supe que su propietaria se llamaba Claudia, que en su rápido lenguaje sonaba «Ciada», porque ella nunca se molestaba en hablar despacio salvo cuando hacía teatro. Y supe asimismo que el sombrero no era suyo, sino prop de vestuario que Gens nos hacía llevar (solo eso, y una finísima correa en la cintura) cuando interpretábamos al personaje de Bottom en las escenas finales del Sueño de una noche de verano. Usábamos tanto aquel sombrero que terminó rompiéndose, y recordé que Claudia comentó: «Vaya, ahora me dará vergüenza salir desnuda con ese sombrero roto», y yo me reí ante su ironía. Pero no era la habitación de diez años atrás. Ni la misma Claudia. – Hola, Cecé -dije. – Uau, mira quién es. ¿De vacaciones? ¿Vamos? – Cree que te la vas a llevar al balneario -explicó Nely riéndose-. ¡La pobre! – Ya fuiste a la playa este verano, Cecé. -Sonreí-. ¿Quieres ir otra vez? – Guau, guau, guau -dijo Claudia moviendo el perrito de peluche que abrazaba. Era un peluche muy feo. La etiqueta le brotaba del trasero. – ¿Sabes quién soy? -pregunté. – La super-woman. Desde luego. – Es Diana Blanco, boba. -Mientras hablaba, Nely descorrió los estores de las ventanas con un botón-. No te hagas la nena pequeña, por favor. Ya sabes quién es. – Claro -dijo Claudia y susurró al peluche-: es la Jira fa, Guau. -Me eché a reír: Claudia seguía recordando el primer apodo que me puso, debido a mi estatura. Inundada por la luz gris de la tarde y repleta del olor a plantas húmedas, la habitación parecía la más viva de la casa. Paradójicamente, ya que era la tumba de Claudia. Y allí estaba ella, en el sarcófago del enorme sofá, siempre tan poderosa y tan débil. – Jirafa -dijo en un ronco susurro-. Esa jodida lluvia en el escenario. A cuatro patas. Y otra vez la jodida lluvia. -Sabía que se refería a nuestros ensayos en los teatros de la policía, que poseían aspersores en el techo del escenario para imitar la lluvia. Los ejercicios con el cuerpo empapado eran fundamentales para ciertas máscaras, pero yo los odiaba especialmente-. «Ah, otra vez, la jodida lluvia…» -Me imitó. – Sí, Cecé. -Me reí ante las sorpresas de su memoria-. La jodida lluvia. Claudia Cabildo tenía mi edad, pero parecía treinta años mayor. Seguía siendo delgada, casi ascética. En su rostro semejaba haber solo ojos: azules, remotos, dos imanes, dos cielos vacíos. El cariño de Nely la había embellecido para la ocasión. Su cabello rubio y corto estaba brillante y recién peinado, la blusa y la falda se hallaban limpias y planchadas y un suave perfume a lavanda la rodeaba como un halo. Me dio por pensar de repente que comprendía el amor que Vera profesaba por la pobre Elisa. Pero no creí que fuese realmente amor, sino la necesidad de hallar un reflejo de nosotras en nuestra compañera, y decirnos: «Ella hace lo mismo que yo. No estoy sola en esta locura». No, no la amaba. Y, en realidad, solo había fingido desearla. Pero no se me ocurría nadie más -ni siquiera Miguel- con quien poder confesarme sin tapujos. Salvo el señor Peoples, por supuesto, a quien aún no había llamado, y en quien no quería pensar. – Tienes un aspecto estupendo, Cecé. La playa te sienta bien. – Sí, Jirafa. Muy bien. – Te he traído algo. Nely nos había dejado solas «hasta la hora del zumo», de modo que ocupé un escabel a los pies de Claudia y extraje un visor de «holos» del bolsillo de mi cazadora. – ¿Sabes quién es? El niño de Tere Obrador… Cumplió cinco años el mes pasado y estuve en la fiesta… Hice estas fotos para ti… Y esta es Tere… ¿La reconoces? -Yo confiaba en que reconociese el nombre antes que las imágenes tridimensionales que aparecían como humo de colores frente a su rostro. – La Mandona. Reí, emocionada. – Sí, es la Mandona… Quería que vieras a su chico… Es la misma cara de Tere… Claudia y yo habíamos hablado mucho de Tere, y era obvio que seguía recordándola porque había mencionado el mote que le habíamos puesto por el papel dominante que Gens le hacía interpretar en los ensayos. Teresa Obrador había comenzado los estudios con nosotras pero los había abandonado cuando su madre cambió de opinión respecto de ella y amenazó con acudir a los tribunales si no se le devolvía a su hija. Todo se arregló al final con una indemnización, y aunque Teresa casi enfermó por haber dejado el trabajo que tanto le gustaba, estudió otra cosa y se casó. Yo había ido a su boda y procuraba asistir a casi todos los cumpleaños del pequeño Víctor (no deseaba saber por qué le habían puesto precisamente ese nombre). Era un niño de carita redonda, como su madre, un pequeño duende de manos gorditas. A mí me encantaba verlo. – Puedo descargar estas imágenes en tu ordenador cuando quieras -le dije. Claudia no respondió, y de repente me sentí como una idiota, apagué el visor y volví a guardarlo en la cazadora-. En realidad, Cecé, había venido a contarte otra cosa… Entonces empecé. Se lo conté todo, a ella y a su perrito de peluche. Ya le había hablado en otras ocasiones del Espectador, de modo que pasé con rapidez a la desaparición de Elisa y a la impulsiva decisión de Vera, que había motivado la mía. Ella solo escuchaba, o parecía hacerlo, con sus grandes ojos abiertos como pozos hacia mí. – Tengo miedo, Cecé… Estoy cagada… No solo por Vera, también por mí… Ese tío es peligroso… Una pieza grande… No puedo dejar que Vera lo haga… – Anda, bah, Jirafa… -decía Claudia sin énfasis. ¿Me comprendía? No me importaba. Seguí confesándome. – No sé si cazaré esta vez. Es un hijo de puta muy listo. Tiene a los perfis confundidos. Solo sé que debo intentarlo… Hasta ahora van veinte, ¿te imaginas? Una bestia de las grandes, Cecé. ¡Tengo tres noches antes de que Vera salga! Debo hacerlo… Debo ser yo, y cuanto antes, pero me da tanto miedo… No se lo digo a nadie, pero tengo mucho miedo, Cecé… -Pensé que iba a llorar, pero entonces sucedió algo. De repente cinco gélidos objetos atraparon mi mano. – Lo harás -dijo Claudia-. Eres la super-woman. Las manos de Claudia eran como ella misma: nervudas, flacas, tensas. En la muñeca se apreciaban las cicatrices de los grilletes con que el monstruo de Renard la había tenido encadenada durante un mes en aquel zulo al sur de Francia «de paredes de tierra y techo de vigas en aspa», como lo describía una y otra vez la pobre Claudia durante el período inmediatamente posterior a su rescate, hacía ya casi tres años. Por extraño que pudiese parecer, aunque había soportado una inconcebible serie de tormentos, Claudia no había sufrido grandes lesiones físicas. El único destrozo había sido el de su cordura: en el interior de su mente, Renard había arrasado. – Lo harás -repitió Claudia, aunque yo ni siquiera sabía si ella misma comprendía lo que estaba diciendo-. Eres la super-woman, Jirafa. Permanecimos así, cogidas de la mano, hasta que apareció Nely con el zumo de frutas. Me despedí en ese instante y durante el trayecto de regreso a casa las frases de Claudia seguían sonando en mi cabeza: – Eres la super-woman… Lo harás. Lo harás. El Sueño de una noche de verano, una de las obras de juventud que, según Víctor Gens, Shakespeare habría escrito por orden del clandestino Círculo Gnóstico de Londres, es una pieza sorprendente: un mundo de hadas, duendes, nobles y actores aficionados transformados en asnos, donde una hierba mágica exprimida sobre los ojos puede incitar a la víctima a enamorarse del primer ser que contemple, por horrendo que sea, lo cual constituye, en palabras de Gens, «la clave de la filia de Enigma». La máscara de Enigma pertenecía al grupo de Rechazo, es decir, aquellas en las que la presa se enganchaba precisamente porque no le gustaba lo que veía. Los movimientos, actitudes y tonos de voz del cebo producían una inquietud expectante, ansiosa, en el objetivo, así como la represión temporal de sus deseos de daño. Gens me había hecho ensayar aquella máscara por primera vez en exteriores -una carretera de campo como decorado-, disfrazada solo con unas botas y un pareo enrollado en forma de cuerda, abierta de piernas en el suelo. Años después, encontró una manera más «elegante» de practicarla, sin disfraz ni vestuario alguno, usando solo un objeto para frotar contra el cuerpo, como una de las columnas de mármol de su casa de Barcelona. No había columnas ni carreteras en mi apartamento, pero no las necesitaba si podía utilizar el respaldo de la silla. Apoyándome en esta, me despojé del pantalón del chándal, y estaba a punto de quitarme la camiseta cuando uno de los canales permitidos de mi teléfono me hizo pasar una llamada al altavoz. Decidí escuchar sin contestar. – Sé que estás ahí, cielo, ensayando, y sé que si discutimos voy a joder todo tu teatro, y no quiero, de verdad… Te diré lo que te dije ayer, cuando me contaste que querías seguir cazando: eres una maldita tozuda, pero es lo que me gusta de ti… -Sonreí, de pie e inmóvil ante las lámparas encendidas, las manos aferradas a la camiseta en el gesto de quitármela. Pensé que lo echaba de menos, que deseaba sentir sus brazos alrededor de mi cuerpo y su boca contra la mía. Y mientras lo pensaba, la voz suave de Miguel seguía sonando, como si él también se confesara ante una Claudia remota y vacía-: ¿Sabes? Desde que empezó nuestra relación, vivo en un temor constante a que te pase algo… Supongo que es comprensible, ya que debo decirle, señorita, que estoy como loco por el mejor cebo de la policía española… -Volví a sonreír-. Pero, por comprensible que sea, uno nunca se acostumbra a esto… No obstante, repito, eres una tozuda, y me esperaba algo así… Tus cartas siempre tienen posdata, como decía mi abuela. Todo lo que comienzas lo acabas. -Se detuvo un instante y agregó-: Ese hábito no es malo en ciertas situaciones, claro, pero confío en que no lo hagas extensivo al conjunto de nuestra relación. No quiero que lo nuestro acabe nunca… Había susurrado esto último de una manera que me hizo intervenir. Dije en voz alta «contestar», y cuando supe que Miguel me escuchaba repliqué: – Déjame empezar contigo sin trabajo pendiente antes de pensar en acabar. Hubo una breve pausa. – Comprendo -admitió Miguel-. Tan solo quiero saber esto… Padilla te ha dado tres noches. ¿Qué harás si no lo cazas el domingo? – No lo sé -respondí con sinceridad. Hizo otra pausa y al final optó por respetarme. «Te amo», agregó. – Yo también te amo -contesté y colgué. Recordaba de repente algo que los perfis me habían dicho aquella mañana: «Si quieres que te elija, hazte suya del todo, conscientemente. Intenta amarlo»-. Te amo, te amo, te amo… -seguí diciendo en voz alta, como una Titania ante un Bottom con cara de monstruo, dirigiéndome al Espectador-. Y voy a joderte vivo, amor mío… Mientras me dejaba arrastrar por la furia, me quité la camiseta. |
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