"El Cebo" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)21Una cosa era cierta: jamás habría vuelto a la granja de no haber sido por Vera. Pero la llamada de Miguel hizo polvo todas mis dudas al respecto. Fue como una ducha helada: me renovó, me puso en marcha, me dejó insensible. «Desaparición» era justo la palabra que yo no quería escuchar asociada al nombre de Vera, pero en este caso no había otra manera de expresarlo. Sencillamente, un minuto antes estaba en su apartamento preparándose para salir a cazar, y un minuto después fue como si la tierra se la hubiese tragado. Incluso se perdió la señal de su transmisor subcutáneo. A los imbéciles de turno que vigilaban desde Los Guardeses no les llamó la atención esto último, pues suponían que Vera había «probado el cacharro», y que volvería a activarlo al llegar al área de caza. Pero ni siquiera había constancia de que hubiese llegado al Circo. Las llamadas a sus varios teléfonos resultaron infructuosas. Un registro urgente también; la puerta no había sido forzada, las alarmas funcionaban, no había signos de lucha. A lo largo de la mañana se buscarían huellas y se interrogaría discretamente a los vecinos. – Padilla ha montado un dispositivo de búsqueda monumental -había añadido Miguel. Recalcó-: Mo-nu-men-tal, cielo… Solo esperan la luz verde de Álvarez para ponerlo en marcha, pero se encuentra de viaje… Me refiero a Álvarez. Están intentando localizarlo. ¿Sigues ahí? – Sí. -Yo lo escuchaba desde la cama, con la vista fija en el techo. – Nos preguntábamos si… si Vera te dijo algo acerca de… Bueno, de marcharse a algún sitio, no sé. Es tan impulsiva… ¿Recuerdas algo? – No, no me dijo nada. Silencio. – Cielo, ¿estás bien? ¿Quieres que vaya a verte? – Estoy bien, gracias. Y no, no vengas. Ya te llamaré. Miguel no había renunciado a su desesperado intento de animarme. – Los perfis dicen que es posible que no haya sido el Espectador. El apartamento de cobertura de Vera no es un área de caza, ya sabes. «Pero puede haberla seguido hasta allí, si la vio en el Circo la noche anterior», pensé. También podía haber cambiado de estrategia o de áreas, debido a la colaboración con aquel «empleado» que Gens suponía que era su hijo. Fuera como fuese, sabía que Miguel intentaba darme falsas esperanzas, igual que yo había hecho con Vera aquella misma mañana. Me limité a seguir inmóvil, oyéndolo. – Además, en el peor de los casos, Vera podría ser el cebo ideal para eliminarlo… Créeme, cielo, todo saldrá bien. – Vale. Gracias. A lo largo de mi entrenamiento, algunas pruebas por las que había pasado no requerían de mi inteligencia, mi memoria, mi destreza, mi fuerza física o siquiera de mi voluntad para superarlas. Solo me exigían aguantar. Lisa, llanamente, que el tiempo transcurriese, tictac, tictac, y ese dolor o placer insoportables -no pocas veces una mezcla de ambos- cediera al fin. Mientras Miguel trataba de consolarme hice igual. No especulé con lo sucedido. No me desahogué. No apreté los dientes ni contraje los músculos del cuerpo. Tan solo aguanté, la vista fija en el techo. ¿Y ahora, devochka? Ahora sí que te vas a reír. Mi viaje a la granja formó parte del mismo ejercicio: pisar el acelerador y aguantar. Salí al mediodía, tras realizar otra extenuante exhibición en casa. Me di una ducha, preparé todo lo que pensaba llevarme, bajé al aparcamiento de mi bloque, cogí el coche, pisé el acelerador y me dio la impresión de que no lo solté hasta llegar a mi destino. Fue un trayecto poco memorable. El cielo gris descargaba a ratos, como sin ganas, pequeñas ráfagas de lluvia. Mientras conducía, pensaba en Vera. Estuve pensando en ella durante la hora aproximada que duró el viaje. La granja se hallaba a unos ochenta kilómetros al suroeste de Madrid, en una zona despoblada tras la bomba atómica del 9-N. El lugar no había sufrido los efectos directos de la explosión nuclear, pero el gobierno decidió evacuarlo debido al riesgo de radiación. Suburbios, industrias y parcelas agrícolas quedaron abandonados. Y cuando el peligro pasó, los propietarios se mostraron renuentes a regresar. Hubo indemnizaciones, y hasta un ambicioso plan de reconstrucción con ayuda de la Unión Europea, postergado una y otra vez por interminables debates y vaivenes electorales. El resultado de todo ello fue que, varios años después, aquellas tierras se habían convertido en una especie de gran pueblo fantasma con casas y fábricas en ruinas, lugar más que apropiado para instalar el recinto a la vez clausurado y abierto que Gens requería, el monasterio perfecto para sus jóvenes novicios. Aún hoy me cuesta hablar de la granja. Supongo que he acabado aceptando que se trató de un período indispensable de mi trabajo, y el hecho cierto es que me gustaba mi trabajo. Supongo, igualmente, que los cebos profesionales aprendemos a separar la razón de los deseos, y que en la brecha que se abre entre ambos solo la fuerza de voluntad puede tender un puente. Pero mi ser racional, todo lo que no constituía mi psinoma, se rebelaba indignado ante los recuerdos de las experiencias pasadas allí durante mi formación. Siempre agradecí que el entrenamiento se moderara tras la ausencia de Gens, y que mi hermana no hubiese tenido que vivir aquella indignidad. Gens despreciaba los teatros oficiales. Muchas máscaras, afirmaba, debían ser aprendidas en aislamiento absoluto y con cierta sensación de indefensión. No pocas veces nos hacía ensayar en alta mar, a bordo de su velero, durante inhóspitas travesías; o en su casa de Barcelona, en la que solo él dictaba las normas. Pero añoraba un ambiente único, apartado y a la vez cercano, donde «sus cebos» se sintieran realmente vulnerables. De modo que cuando eligió aquella granja en ruinas en la zona «fantasma», varios espinazos se doblaron en rápidas reverencias y varias manos se apresuraron a firmar documentos. Eran otras épocas, claro; tiempos de asombro y pánico ante lo que el odio y la locura del «enemigo común» podían llegar a provocar. Entregar una casa apartada y un puñado de adolescentes al doctor Gens para proteger el país no tuvo que costar más a los altos cargos para quienes Álvarez trabajaba que a las autoridades nazis la decisión de ceder laboratorios y niños judíos al doctor Mengele. A fin de cuentas, unos y otros quedaban exculpados, pues eran tan solo rostros anónimos de burócratas que se turnaban con los sucesivos cambios de administración. Si alguna culpa había, sería de Gens; el resto se llamaban «responsabilidades políticas», siempre fáciles de asumir mediante dimisiones. En cuanto a las vejaciones que sufrimos en aquel lugar los jovencitos imberbes a quienes Gens seleccionó para el entrenamiento especial, supongo que lo calificarían de «daño colateral». El ordenador se ocupó de guiarme a través de la carretera de Extremadura, salida tal, desviación tal, comarcal, vereda. Y al divisarla en medio de los desolados campos manchegos, como tantas otras veces me había ocurrido en los autocares donde nos llevaban a ella, al final de un camino lleno de barro por las lluvias recientes que discurría entre matorrales y promesas urbanísticas, sentí una punzada de angustia pero también un subidón de adrenalina pura; después de todo, aquel era el decorado de las superproducciones de muchas de mis pesadillas. Tras el bailoteo incesante de los neumáticos sobre el barro, paré el motor en el terreno de acceso y, todavía dentro del coche, contemplé el panorama. Dos cobertizos de tejado ondulado, paredes de piedra con ventanas sin cristales, un viejo molino reconvertido en una especie de torre desmochada para servir de decorado. No diré que eso era todo lo que quedaba, porque eso era lo que había sido siempre. En verano, o cuando Gens lo decidía aunque fuese pleno invierno, ensayábamos en aquel lugar pavoroso que se ofrecía a mi vista. Las demás ocasiones bajábamos a los sótanos, construidos aprovechando una vieja bodega, donde la atmósfera estaba caldeada con climatizadores, pero donde los ejercicios resultaban bastante más duros. Mientras miraba todo aquello con una especie de estúpida curiosidad, me preguntaba qué hubiese dicho Gens de haber venido conmigo. Quizá: «Alégrate, Diana Blanco, alégrate: este lugar te convirtió en uno de los mejores cebos del país». Puede que fuese cierto, pero no experimentaba la menor alegría por ello. Y en cualquier caso, no había regresado a la granja por nostalgia. «¿Es aquí donde tengo que esperarte? -le dije mentalmente a mi objetivo, mi presa, mi pasión secreta-. ¿Vendrás a mí babeando, estés donde estés, con tu niño o sin él?» No lo creía, pero no me quedaban más opciones que confiar en Gens. Y de repente pensé que si aquel montón de sufrimientos elaborados con viejos pedruscos me servía ahora para salvar a mi hermana, entonces, oh, por supuesto que sí, profesor… «Claro que me alegro. Siento una alegría de la hostia.» Eché un vistazo al reloj del salpicadero y comprobé que faltaban menos de tres horas para que oscureciera. Tenía que ponerme en marcha. La portezuela de mi Toyota sonó a disparo mortal cuando la cerré tras bajarme; fue eso lo que me hizo percibir el inmenso silencio. Hacía más frío que en la ciudad, pero eso ya lo sabía. Y olores: a tierra húmeda, a madera podrida. Saqué del asiento trasero la bolsa de deporte que traía y me dirigí a la entrada. El cobertizo principal contaba con una puerta cerrada con un grueso candado, pero aquel detalle parecía ridículo, dada la facilidad con que podía accederse saltando por el hueco de una ventana. Tras sacudir el polvo de mis gastados vaqueros recorrí aquella planta. Se trataba de una sola habitación con algunos recodos. La luz penetraba todavía, aunque ya moribunda, formando cuadriláteros grises bajo las aberturas. En el centro, unas escaleras conducían a la zona subterránea. Pasé frente a ellas, pero por supuesto no quise bajar. Se oían ruidos remotos como de correteos, y pensé que no sería la primera vez que veía ratas en aquel recinto, sobre todo cuando llegábamos tras una larga ausencia. Me estremecí al recordar que, a veces, Gens las utilizaba en los ensayos. Escombros, paredes desconchadas, hasta algunos de los colchones que usábamos (ahora de pie y apoyados en la pared) y bultos de mohosas cortinas en un rincón: todo estaba más o menos como lo recordaba, aunque con mayores signos de deterioro. Comprendí que dos años de abandono perjudicaban incluso a unas ruinas. Entonces, al llegar al final del salón, miré casualmente por la ventana hacia una de las ventanas del segundo cobertizo, y vi a un hombre. Asomaba medio cuerpo por la abertura y apoyaba la pierna en el vano formando un ángulo imposible con el torso ladeado. El conjunto resultaba aterrador, o cuanto menos inquietante, pero también me lo esperaba. Era uno de los maniquíes. Gens los usaba como figurantes mudos en mascaradas o en escenas de Shakespeare. Solíamos disfrazarlos y colocarles nombres de personajes escritos en carteles cuando la escena requería la presencia de varios. Este en concreto estaba desnudo y calvo, y sus ojos pintados aparentaban asombro. Detrás de él, en la penumbra del segundo cobertizo, atisba brazos, piernas y cabezas arramblados en un desorden de fosa común. Maldije a quienquiera que fuese el que hubiera colocado aquel muñeco en la ventana con el fin de dar un susto de muerte al visitante. Sabía que había grupos de gamberros incordiando en la zona «fantasma» del 9-N, y rogué (por el bien de ellos) que no se les ocurriera molestarme. En todo caso, ni ratas ni gamberros constituían mi principal preocupación. Regresé junto a los colchones, dejé la bolsa de deporte en el suelo y la abrí. No quería ocultar que había venido a esperar. «Hazlo todo sin disimulo, como si tu propia realidad fuese también un teatro», había aconsejado Gens. Saqué un par de bocadillos envueltos en celofán, un termo de café, una botella de agua mineral, una manta y una linterna plana de larga duración. Tumbé uno de los colchones y lo sacudí para apartar el polvo. Mohoso, pero apropiado. Me senté en el colchón, saqué de la bolsa mi notebook, abrí los archivos con la máscara de Holocausto diseñada por los perfiladores y le eché un vistazo mientras comía y tomaba sorbos de agua. Cuando me sentí preparada, comencé. Me quité la cazadora y las zapatillas de deporte por comodidad, pero no la camiseta amarilla de tirantes ni los vaqueros ni los calcetines. «Nada de disfraces, y no te desnudes. Haz la máscara como si lo tuvieras delante de ti», había dicho Gens. Primero ejecuté la versión clásica de Holocausto y luego la nueva de los perfis. Gens había asegurado que daba igual la que eligiera. «Solo importa que no seas sutil. Hazla toda, con los gestos y voces que suprimirías en un ensayo. Utiliza los recuerdos del lugar donde estás, piensa que haces teatro para atraerlo. Ante todo: sé completamente impura.» Aquello significaba que no debía ocultar por qué y para quién lo hacía. «No disimules tus propias dudas», había añadido, y eso sí que me salía bien. De hecho, al tiempo que me contorsionaba y gemía sobre el colchón no podía dejar de pensar que todo aquello era una estupidez. No era posible atraerlo encerrada a kilómetros de las áreas de caza. Aunque en teoría una máscara podía llegar a ser percibida a distancia por el psinoma de la presa sin que esta fuera consciente de ello, solo funcionaba con objetivos inespecíficos. Lo llamábamos «red de arrastre»: capturabas peces inocentes también. Una presa concreta exigía una distancia concreta. Gens estaba pirado. Sin embargo, seguí adelante. Mi tarea no era entender sino persistir, sin destino, sin voluntad. Ser cebo era ser nada, o menos que nada. Ni siquiera tenía que «obedecer» como un soldado a su superior. «Yo tenía» o «yo hacía» eran erróneos. Solo dejando de ser «yo», siendo «eso» que se retorcía sobre aquel asqueroso colchón entre jadeos, sudor y mejillas rojas, me perdería a mí misma. Y solo perdiéndome a mí misma podría confiar en que la bestia me encontrara y se agachara a morderme. Y cuando lo hiciera, mi cepo se cerraría implacable sobre su garganta. Al acabar, volví a ponerme la cazadora y me calcé y, aún sentada en el colchón, devoré el segundo bocadillo empujando los trozos con sorbos de café. Luego extendí la manta, me arrebujé en ella y me preparé a pasar varias horas de espera. Te olfateará, irá hacia ti. Pensé que ya había seguido todas las instrucciones de Gens. Sin entenderlas, sin asumirlas, pero al pie de la letra. Fueran o no una locura, las había ejecutado fielmente, como de costumbre. Ya no podía hacer más. Vendrá hacia ti aunque tenga que arrastrarse por todo Madrid babeando. La trampa estaba montada, y ahora solo era preciso esperar a que la pieza la olfatease y se acercara a ella. La trampa era yo. No recuerdo con exactitud cuándo supe que sucedía algo. La noche había comenzado a levantarse en las ventanas, eso sí lo sé, porque la atmósfera tenía esa borrosa cualidad azul de las horas tardías en pleno campo. Los rincones del salón ya eran solo nidos de tiniebla. Yo me hallaba en cuclillas sobre el colchón envuelta en la manta, mirando hacia la creciente oscuridad y oyendo el vagabundeo de las ratas, cuando me percaté. Fue como esas veces en que decimos: «¿Cómo es posible? Lo tenía todo el tiempo junto a mí, y no lo veía…». Todo el tiempo. Las ratas. De repente no estaba segura de que fueran ellas quienes producían aquel ruido. Escuché. Se repitió. Silencio. Se repitió. No había cesado, que yo supiera, desde que había llegado a la granja, pero no parecía un simple rebullir de roedores. Era como cuando respiramos sobre un cristal y oímos nuestro propio aliento: una crepitación sorda, ondulante. ¿De dónde procedía? Intrigada, salí de la manta y me asomé por el hueco de la ventana más próxima, pero el campo, ya negro, y la torre en ruinas del molino no se oían; solo rachas de viento frío al agitar los matorrales. También había silencio al otro lado, en el segundo cobertizo, donde yacían los maniquíes. Quedaba una tercera posibilidad. Tras unos cuantos segundos de búsqueda torpe debido a la oscuridad, hallé la lámina delgada de la linterna y la sostuve como una placa de policía contra mi mano. La luz, enorme y pura, convocó sombras en las paredes. Me dirigí a la angosta escalera del centro de la sala y bajé despacio, pensando que la puerta de acceso al sótano estaría cerrada, pero no era así. El gancho del candado se hallaba vacío. La empujé con la mano izquierda alzando la linterna con la derecha y haciendo crujir la vieja madera, como en las clásicas películas de terror. Detrás, solo tinieblas. Tanteé, recordando las luces, pero, por supuesto, lo único que hicieron los interruptores fue ruido; el gobierno no iba a pagar la electricidad de un recinto inútil. Entonces apunté al interior con la linterna. Fue como recibir un golpe. Me detuve, aturdida, ante la mareante invasión de imágenes. «Junto a esa pared, a Lilian le… En aquella esquina, Claudia y yo… Dios mío, ese era el alto taburete de metal… y el diván rojizo, apolillado, donde…» Ninguna persona ajena a la granja habría visto lo que yo, desde luego, sino tan solo un espacio de negrura húmeda y gélida, sin salida al exterior, con algunos muebles viejos. Quizá le habrían llamado la atención los maniquíes apoyados en las esquinas y la sorprendente presencia de una cabina de ducha en un rincón. Pero no hubiese podido imaginar la perenne orgía de cuerpos adolescentes, las escenas teatrales gritadas por nuestras jóvenes gargantas, las idas y venidas de Gens señalando, dirigiendo. Era difícil para mí avanzar por aquel campo minado de mi memoria. No bien daba un paso cuando otra vergüenza me saltaba a la cara. Allí había dejado de ser una niña para siempre. Allí, Cecé y yo, como tantos otros, nos habíamos convertido en pura rabia y pura mentira. Allí el teatro nos había estallado dentro. Pero no eran las horas de crueldades fingidas o reales que soportábamos lo que más humillación me causaba recordar, sino la vacua mirada de Gens detenida en nuestros cuerpos con minuciosa concentración, como el armero experto observa la pistola que fabrica día a día. Por supuesto, ni la oscuridad ni el estado del lugar suponían un obstáculo a la hora de explorarlo; albergaba un plano mental como grabado a fuego de la disposición de aquel antro, y tras escuchar el ruido de nuevo, más cerca, y superar la primera impresión, me moví con soltura. Sabía que el sótano constaba de dos grandes escenarios a cada lado de un pasillo que conducía a otras habitaciones: un almacén para props y disfraces, un comedor y una cámara al fondo, amplia, que nos servía de dormitorio. Todo dispuesto para pasar varios días olvidados de Dios y los hombres. El ruido provenía de más allá del pasillo. Tac tac, clop clop. Salí del primer escenario y dirigí la luz hacia las habitaciones, negras como boca de lobo. Sorteando algunas tablas, penetré en el siguiente escenario. Reconocí el gran espejo de cuerpo entero con marco de metal colgado de la pared de la entrada y el enorme telón rojo del fondo sobre la tarima de madera. También había dos o tres personas de pie, en la oscuridad. Mi impresión no fue muy grande, pero aun así sentí como si toda mi sangre fuese refresco y alguien me agitara antes de abrirme. Hallar un maniquí en una extraña postura era una cosa, y otra muy distinta encontrarlos vestidos con gorgueras, jubones, botas y faldas, como en los viejos tiempos. Los demás -una buena docena- seguían desnudos y sucios en el suelo. Era como si alguien hubiese escogido precisamente aquellas tres figuras y las hubiese desempolvado y arreglado solo para la ocasión. Los dos maniquíes masculinos se apoyaban en la pared frente al espejo, el femenino se recostaba contra el telón. Me acerqué a los primeros y comprobé con cierto asombro que portaban pequeños letreros prendidos de la ropa, semejantes a los que les colgábamos en los ensayos: «Angelo», «El Duque». El primero con jubón negro y capa, el «Duque» con una especie de brocado. Un ojo del «Duque» había sido raspado por el tiempo o las ratas, «Angelo» era calvo. Ambos alzaban las manos como pidiendo clemencia. Era perturbador imaginarlos así, quietos en la oscuridad. Recordaba la obra a la que aludían, Medida por medida, una de las comedias más perversas de Shakespeare. Angelo, hombre de rígida moral a quien el Duque deja el gobierno durante su aparente ausencia, siente de pronto el deseo lujurioso de poseer a una monja que le ruega por la vida de su hermano, pero el Duque lo descubre y castiga. Según Gens, aquella pieza, que hablaba de la justicia implacable -«medida por medida»-, contenía también las claves ocultas de la máscara de Castidad. Lo más llamativo, sin embargo, eran los carteles; me fijé en que la tinta de rotulador brillaba bajo la linterna, como si alguien los hubiera escrito recientemente. Estaba valorando aquel hallazgo cuando, de repente, el ruido se repitió a mi izquierda, muy próximo esta vez. Apenas necesité mirar para saber qué lo producía. El viejo telón que ocultaba toda la pared del fondo, desde el techo al suelo de madera de la tarima, se agitaba parsimoniosamente, y el maniquí femenino, apoyado en él, oscilaba sin llegar a caerse. El ruido lo formaban la ondulación del cortinaje y el repiqueteo de los pies de plástico contra la tarima. Se repetía. Cesaba. Se repetía. Pensé en las ráfagas de viento que removían los matorrales. Pero era absurdo: sabía que detrás de aquel telón no había aberturas, solo una pared de lona y ladrillos. Se trataba de un trampantojo que usábamos para ciertas máscaras. Se repetía. Tac tac, clop clop. Cesaba. El maniquí parecía asentir con su rubia cabeza. Llevaba peluca en vez de una toca religiosa, y por tanto no representaba a Isabela, la monja de Medida. En realidad, no portaba cartel alguno. Vestía un ajado ropaje estampado con flores rojas, y sus manos alzadas mostraban el dorso, como invitándome a acercarme. Sintiendo como si viviera un sueño, puse un pie en la tarima, que emitió un sonido quejumbroso, aparté el maniquí con suavidad y lo dejé acostado sobre la madera. Me concentré en el telón. Lo movía el viento, sin duda, y al apartarlo descubrí por qué. Era una puerta. En la pared. El hecho de que siempre hubiese estado allí podía no resultar obvio, pero así me lo pareció, ya que el trabajo era detallado: la hoja, abierta hacia el lateral de mi derecha, estaba forrada de trozos de ladrillo. Cerrada, resultaría difícil de descubrir. A ello se unía que aquella pared siempre se hallaba cubierta por una lona de color crudo, que ahora alguien había descolgado y dejado caer bajo el telón. Más allá, un angosto pasillo parecido a la entrada a una mina abandonada. El aire llegaba desde su densa tiniebla, por lo que debía poseer una salida al exterior, pero durante el trayecto se impregnaba de fetidez. Era como si algo muerto me soplara en la cabeza, desordenando los cabellos que no había sujetado con la goma y borrando como a lametones el sudor de mi rostro. Moví la linterna en el umbral para examinar la construcción. El suelo era de tierra, pero las paredes estaban cubiertas de finas tablas, como las entrañas de un viejo barco. ¿Qué era aquello? Desde luego, no parecía un trabajo reciente, pero yo no lo recordaba. Había pasado años entrenándome a escasos centímetros de aquel tabique, y todo lo que había visto siempre era una lona sobre unos ladrillos. Nadie me había revelado nunca la existencia de aquel túnel, o lo que fuese. Me pregunté un instante si tendría que sentirme mal por ello o, por el contrario, agradecida. ¿Y cómo era que estaba ahora al descubierto, y con aquellos maniquíes señalándolo? ¿Quién lo había preparado todo? Quizá había sido Gens, y entonces se trataría de otra de sus pistas o desafíos, pero si era así, ¿qué significaba? Di un paso, luego otro. Incluso antes de decidirlo racionalmente, ya estaba recorriéndolo. Al pisar la tierra miré hacia arriba, temiendo que algo pudiera desmoronarse sobre mí, pero el techo, aunque fuera de mi alcance, no era muy alto y revelaba una cuidada labor de mampostería, con tablas cruzadas en aspa. En algunas de estas había números y letras escritos con tiza, misteriosamente preservados del deterioro: «2A», «2B», «3C», «4D»… Advertir aquel orden arquitectónico me provocó un extraño escalofrío. El pasillo era un camino recto, pero en un momento dado las tablas a mi izquierda se esfumaron, formando una abertura. Lo que aparentaba ser un nuevo ramal no era sino una pequeña cámara sin salida con las paredes de madera forradas de anaqueles metálicos vacíos. Retorné al pasillo y me detuve. Crujidos. Golpes remotos. Pasos. – ¿Hola? -dije en voz alta -. ¿Quién hay? Silencio, ruidos de nuevo, y terminé suponiendo que, después de todo, sí que podía haber ratas. O quizá el maniquí que falta. Quizá Isabela, caminando bajo su toca blanca. Me sentí estúpida ante aquella brusca fantasía, pues sabía que los fantasmas existen, pero son siempre personas vivas. ¿Acaso era mi amor secreto? Pero ¿cómo había descubierto el Espectador aquel túnel? Hallé otra cámara algo mayor a la derecha, con una mesa y una silla plegable metálicas y tomas de corriente instaladas en el suelo. En las tablas de la pared, ganchos clavados a alturas variables. Pasillo abajo había otras dos cámaras. Todas las puertas se hallaban abiertas, aunque todas poseían cerrojos, pero las puertas de aquellas dos cámaras tenían los cerrojos por fuera. Y si la primera me había parecido un almacén y la segunda un pequeño despacho, el fin concreto de estas últimas se me escapaba: más ganchos en paredes y suelo, cadenas colgadas del techo, más enchufes… No era que no comprendiese para qué podían servir algunas de esas cosas. Mi curriculum quizá no resultaba útil a la hora de obtener un trabajo honrado, pero estaba repleto de experiencias reales o fingidas en decorados así. La memoria de los cebos profesionales tiene un cuarto de Barbazul que procuramos no abrir nunca, y hubo momentos durante mi exploración en que las bisagras del mío hicieron ñic y vislumbré ciertas escenas que prefería no recordar: el psico que me había tenido colgada de los brazos durante horas antes de que yo pudiese engancharlo, los sádicos que me encadenaron a la pared y se divirtieron apagando cigarrillos en mi piel hasta que logré que uno de ellos eliminara al otro… Recintos sin aire, mordazas, oscuridad y cadenas formaban parte de mi vida. Mi cuerpo albergaba pequeñas cicatrices, como rúbricas, de comienzos de torturas que, por fortuna, siempre había logrado detener a tiempo. Pero, incluso en sus comienzos, la tortura es de esa clase de aprendizajes que nunca olvidas, como montar en bici. Creía saber para qué podía servir aquel reducto clausurado, pero no por qué ni para quién. A fin de cuentas, nuestro entrenamiento en la granja ya contaba con ejercicios donde te dejaban atada y encerrada durante horas y solo te visitaban para vapulearte. No comprendía la existencia de una zona «censurada»; era como ocultar un solo quirófano en todo el sangriento hospital. ¿Qué había ocurrido allí? Unos metros más allá, el suelo del corredor empezaba a ascender. Tenía que haber una salida al otro extremo, y debía de estar abierta, a juzgar por el aire que recorría el pasadizo. Quizá había respiraderos a la entrada en los que no me había fijado, y que le daban fuerza a la corriente. En aquel punto había otra cámara, un reducto asfixiante con una letrina mohosa en el suelo donde -esta vez sí- distinguí una rata de verdad escabullándose. Retrocedí asqueada y me fijé en que había una cámara más en la pared de enfrente, que me había pasado desapercibida antes debido a que tenía la puerta cerrada, aunque el cerrojo no estaba echado. La empujé con la punta de la zapatilla de deporte y oí un golpe. Algo había chocado contra ella, un obstáculo. Hice presión con la mano libre, pero la puerta no acababa de abrirse, de modo que me asomé por la abertura. El terror convirtió la luz de mi linterna en un foco teatral manejado por un loco. No grité, o no recuerdo haberlo hecho, pero tampoco sé cuánto tiempo estuve mirando aquello, intentando asimilarlo. Como siempre me sucedía cuando me arrojaba de cabeza a la piscina helada del pánico, no logré hilvanar luego un solo pensamiento coherente acerca de mí misma en aquel momento; mi organismo tomó el relevo, y todo lo que yo era se disolvió en todo lo que veía. En realidad, aquella cámara no tenía mucho de especial en comparación con las demás. Había mantas en un rincón, maderas podridas, humedad. Lo diferente estaba en el techo. Se trataba de cuatro muñecos colgados del cuello a las tablas superiores por sendas cuerdas. Tres eran más bien muñecas calvas, sin brazos, sucias y desnudas. El cuarto muñeco era grande, de tamaño natural, y su presencia constituía el obstáculo que la puerta no lograba salvar. También estaba desnudo, y, aunque no le faltaba ningún miembro, la expresión de su rostro de ojos saltones mostraba mucho más sufrimiento que el de sus compañeras. Se balanceaba suave, pesadamente, y a sus pies había una silla volcada y ropas elegantes de caballero. Era Álvarez. – No acudió al trabajo en toda la mañana -me explicó Miguel cuando lo llamé por segunda vez esa noche, su voz tranquilizadora resonando en el interior de mi coche mientras yo conducía a toda velocidad de regreso a Madrid-. Al principio pensaron que estaba de viaje, pero ni en su casa ni en el ministerio sabían nada… A mediodía se le dio oficialmente por desaparecido… ¿Y dices que encontraste su coche? – Sí, al salir de ese… túnel. Hay una trampilla que da a la parte de atrás de la torre, y estaba abierta. Álvarez aparcó en ese lugar, por eso no lo vi cuando llegué. – Ya. -Miguel hacía pausas, como si tomara notas-. Tuvo que ser horrible descubrirlo, cielo. Lo siento. – No fue un espectáculo agradable. -Me mordí el labio mientras adelantaba vehículos que parecían inmóviles en la autopista-. Miguel, ¿estás seguro de que no tienes ni idea de lo que es ese túnel? – Ni idea. Pero si ya estaba allí cuando ensayábamos, entonces es lógico que no lo sepa… Yo era cebo también en aquella época, ¿recuerdas? Y, por cierto, había leído la letra pequeña de mi contrato, donde se menciona lo del material clasificado… Yo no disponía de mucha paciencia para soportar el clásico afán legalista de Miguel, pero intenté controlarme. – Ya sé que no nos contaban cosas. Lo que me pregunto es qué era… – No lo sé. ¿Lo recorriste todo? Supongo que no tocarías nada… Ahora mismo hay un verdadero ejército de sabios de chaleco fosforescente examinando el lugar. – No, no toqué nada… Obviamente, Álvarez sí lo conocía. – Obviamente -repitió Miguel y escuché su titubeo-. Supongo que sabes que querrán hablar contigo. Tengo ahora mismo como una docena de llamadas perdidas y cinco en espera, dos de ellas de Padilla… Se las arregla para llamar a la vez desde dos teléfonos distintos, ya sabes -añadió, hallando espacio para una pequeña broma que me hizo sonreír-. Lo que quiero decir es… ¿realmente fuiste a la granja a… a reflexionar? Yo le había contado aquella idiotez para evitar hablarle de mis planes con Gens. Aun cuando Miguel sabía que Gens seguía vivo, ignoraba que yo había acudido a él, y desde luego yo no estaba dispuesta a revelar nada en aquel momento. De modo que repetí mi versión, añadiendo que me sentía nerviosa por la desaparición de Vera y necesitaba meditar regresando al sitio donde me había convertido en cebo. Pero de repente se me ocurrió que la pregunta de Miguel implicaba otras cosas. – Oye, lo de Álvarez ha sido un suicidio, ¿no? -dije mientras el primer semáforo que encontraba a la entrada de Madrid me hacía detenerme. Los oídos me zumbaban. – Desde luego. -Miguel parecía sorprendido de que yo fuese quien lo dudara-. Cuando llamé a Padilla para informarle, me dijo que acababan de descubrir una nota de despedida en su despacho… Y, a decir verdad, era de esperar: últimamente andaba muy quemado con el trabajo. Seguro que eligió la granja por su aislamiento… «Oh pobre. Muy quemado. No quieras ver cómo estamos nosotros, los cebos», pensé con cierta furia, recordando la última vez que había visto a Álvarez, casi dos semanas antes, para presentarle mi dimisión. Sentía, en verdad, pena por él (ese rostro espantoso, como si ahorcarse hubiese sido una lenta tortura), pero no tanta. Había detalles que seguían chocándome. Quise comentarlos con Miguel. – Esos maniquíes que preparó, con personajes de Medida por medida… Es raro. Creo recordar que Álvarez no sentía ningún interés por nuestro trabajo… – Últimamente había leído algunas cosas sobre filias y teatro. Padilla me lo dijo. – Pero ¿por qué atar esas muñecas al techo, Miguel…? Tan parecidas a… -Me detuve, dejando que intuyera lo que no me atrevía a decir. Renard. – Comprendo lo que insinúas, cielo -murmuró Miguel-, pero debo recordarte que Renard murió hace casi tres años, cuando iba a ser arrestado… – Ya lo sé, pero ¿por qué Álvarez haría algo así? – ¿Por qué hacen las cosas que hacen los que se vuelven chalados? -repuso Miguel-. Supongo que tuvo sus razones, aunque nunca las sabremos… Cielo, debo colgar o Padilla enviará a los GEO a derribar la puerta de mi casa… – De acuerdo. ¿Seguro que podrás contener la avalancha hasta mañana? Estoy agotada, Miguelín, no quiero hablar con nadie… Yo misma hablaré con Padilla mañana a primera hora, te lo juro. Y haré un informe. – No hay problema. Espero que no. -Emitió una risita-. Son casi las once. Les diré que necesitas dormir y que podrán hacerte las preguntas mañana. Lo que importa es que descanses… Primero lo de Vera, y ahora esto… Necesitas reponer fuerzas, cielo… «Necesitaría haber capturado ya», pensé. Pero ningún Espectador había venido babeando hacia mí en la granja. Me reprochaba haber hecho caso a un viejo demente. De pronto, mientras llegaba a mi calle y bajaba al aparcamiento, me asaltó otra imagen: me vi acostada en la cama vacía que me aguardaba, ese nido de sábanas donde incubaría mi insomnio, y deseé pedirle a Miguel que viniera, de rogárselo casi. Quería abrazarlo, sentir su cuerpo tibio contra el mío. Pero sabía que no era posible. Él tendría que dar la cara por mí hasta el día siguiente. – Te amo, cielo, no lo olvides -dijo Miguel, y la comunicación se cortó. – Te amo -dije en voz alta, venciendo el nudo en la garganta que me oprimía-. Te amo, te amo… Aparqué y apagué el motor, pero no me bajé. Aguantar, ¿no era eso lo que mejor sabía hacer? Soportar en silencio. Pasé un rato viendo mis lágrimas caer sobre el volante. Pensaba en Miguel, en Vera, en mi fracaso como cebo, en Gens y en aquel túnel oscuro al final del cual Álvarez había decidido poner fin a su propio fracaso, fuera el que fuese. Pero sobre todo en Miguel, en mi deseo de hallar consuelo en su presencia tranquilizadora. Instantes después, cuando logré serenarme, la Diana que montaba guardia en mi conciencia sentenció: «Estás agotada, gilipollas. Vete a la cama. Mañana verás las cosas de otra forma». Acepté el consejo y salí del coche. A medio camino por el solitario aparcamiento, atestado de vehículos, recordé que había olvidado la bolsa de deporte en el asiento de atrás, maldije entre dientes, di media vuelta y casi choqué contra alguien. Cazadora color púrpura, larga visera de gorra de béisbol, rastas hasta los hombros, rostro mortalmente hermoso cuando lo alzó hacia mí. Era un niño. – ¿Sabes lo que eres? -me dijo sin énfasis. En ese instante algo cruzó ante mi cara con gran violencia, y fue como si un telón cayera sobre mis ojos. |
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