"El Cebo" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)

20

La noche del miércoles, Vera Blanco repasaba sus labios frente al espejo del cuarto de baño cuando creyó escuchar algo.

– Stop -dijo en voz alta, y la minigrabadora que repetía monótonamente los versos grabados por ella misma de Bien está lo que bien acaba se detuvo.

Escuchó. Nada. Había creído oír el sonido de una cerradura. Algún vecino quizá. Desde que Elisa faltaba, sus nervios saltaban como resortes ante los sucesos más banales. Recordó que, minutos antes, había sonado el teléfono y le había provocado otro sobresalto. No escuchó nada al contestar, y dedujo que se había tratado de una equivocación, pero eso no había impedido que se sintiera estúpidamente nerviosa.

No estaba acostumbrada a encontrarse sola en su casa, era eso lo que le ocurría.

Pese a todo, se asomó por la puerta abierta del baño. Era un gesto absurdo, ya que lo único que podía ver desde allí era el dormitorio, pequeño como el resto del apartamento. Sobre la cama sin hacer, en la que una semana antes había dormido junto a Elisa, estaban esparcidas prendas de disfraz: medias, guantes exóticos, pantalones de malla abiertos, tops transparentes. La luz de la mesilla estaba encendida, y más allá el pequeño salón también se hallaba iluminado. «Qué capulla eres», pensó. Meneó la cabeza sintiendo que sus juveniles mejillas ardían de vergüenza. Acababa de estudiar un artículo de König sobre la importancia del control de la emoción para anular la servidumbre del instinto de placer durante la técnica de Víctima, y ahora, ante el menor ruido, se dejaba llevar por la ansiedad. Una reacción de novata.

Con un suspiro de resignación ante su bochornosa falta de práctica, volvió a repasarse los labios de azul oscuro. Uñas de color verde, labios azules: lo artificioso incrementaba la posibilidad de que la máscara de Víctima saliera bien. Vestía un top hasta el inicio del vientre en un color naranja con reflejos y una malla desde la mitad de las caderas en azul celeste. Ambos colores habían sido escogidos por los ordenadores para facilitar el teatro de Víctima. Luego se cubriría con una cazadora de neolátex con múltiples hebillas para que el Holocausto resaltara por encima. Al inclinarse ante el espejo, el top la hacía parpadear con chispazos de luz reflejada.

Había sido idea suya sumar al disfraz de Holocausto los colores y formas de la Víctima, para que el conjunto fuese más atractivo. Olga Campos había aprobado aquella ocurrencia, lo cual la hacía sentirse orgullosa. Sin embargo, en ella era bastante natural: le encantaba combinar colores, llamar la atención vistiendo de manera exótica, incluso desde niña. Su tío Javier, el hermano de su padre, con quien Diana y ella habían vivido tras quedarse huérfanas, la había apodado «la gitana» debido a su gusto por adornarse con todo lo que encontraba en los baúles de la vieja casa zaragozana donde sus tíos vivían. La casa tenía un bonito jardín por el cual Vera solía pasear con Fantomas, el gato atigrado de su tío, fingiendo ser una princesa de algún planeta lejano. Intentó recordar qué había ocurrido con Fantomas, y cayó en la cuenta de que su tía -la única de su familia que aún alentaba en una residencia, Diana y ella la visitaban por Navidad- le había dicho que había muerto.

Cerró los labios y aprobó el resultado en el espejo. Luego miró el reloj de pulsera insertado en un grillete de cuero en su muñeca: 9.22 de la noche, tiempo de sobra. Cuando acabara con el maquillaje, vestiría ropas menos llamativas para no dañar su cobertura entre el vecindario, se trasladaría al Circo en metro y se prepararía en el cuarto de baño de la estación, donde escondería la mochila con la ropa «normal». Aún no sabía si tomaría alguna droga antes de recorrer el área de caza. Olga Campos no las prohibía ni las recomendaba, pero Elisa solía usarlas cuando…

El recuerdo de Elisa la paralizó un instante. Sus dedos temblaron sosteniendo la barra de labios. «No. Ahora no pienses en ella. Controla tu emoción.»

Pero no podía evitarlo. ¿Cómo evitar pensar en su mejor amiga? Había vivido con ella, estudiado con ella, gozado con ella. La había llevado incluso a la antigua casa de su pueblo durante una tarde inolvidable, dos años atrás, lo cual no había hecho con ninguna otra amiga. Era casi como invitarla a conocer su alma, porque el pueblo de Zaragoza donde Diana y ella habían vivido con sus tíos antes de que Diana fuese reclutada por Víctor Gens, era su lugar, no Madrid. En Madrid solo quedaba una infancia arrasada y un férreo deseo de justicia, primero por sus padres, y ahora por Elisa.

«Para que ese cabrón pague por lo que le esté haciendo. O le haya hecho.»

«No pienses.»

Giró frente al espejo, estirándose el top y estudiando minuciosamente la altura del pantalón sobre la cadera, así como la forma en que la luz descubría su vientre blanco, con un piercing destellante en el ombligo.

Iba a joder a ese cerdo. Lo había jurado. Jamás volvería a hacerle daño a nadie.

Necesitaba un poco de sombra de ojos. Buscó el aplicador y escogió un color muy oscuro. Después de pensarlo, decidió no encender la grabadora de nuevo: ya había oído bastantes veces las mismas frases, y podía acudir a ellas cuando hiciera la máscara. La idea de grabar las frases de la obra relacionadas con la máscara que tocara realizar era de Elisa, y Vera recordó el día en que su amiga se la había contado y le había pedido su opinión. Elisa tenía una fuerte personalidad, pero cuando se dirigía a ella siempre aguardaba su asentimiento. No la presionaba, solo preguntaba y esperaba. Eso complacía mucho a Vera, y la propia Vera sabía que era debido a ser fílica de Petición. Sea como fuere, a diferencia de su hermana, Elisa siempre la tenía muy en cuenta.

Su hermana. Su universo. Su cielo e infierno privados. A veces pensaba que toda su vida se centraba en Diana. Hiciera lo que hiciese, no podía escapar de su inmensa influencia, para bien o para mal. ¿Por qué Diana no se daba cuenta de que ella estaba entregada? ¿Cómo es que no veía que ella la adoraba? Precisamente por eso, por esa adoración ciega que le profesaba, Vera pensaba que habría sido capaz de matarla la semana anterior, cuando supo que Elisa había desaparecido y que la gran Diana, Diana la Cazadora, había influido para que a ella la dejaran fuera de juego. Aunque había llamado a su hermana para disculparse, Dios sabía que seguía hirviendo de rabia.

Acabó de aplicarse sombra en los párpados. Nada en su aspecto era definitivo, desde luego. En un cebo, el disfraz resultaba secundario. «Cómo actúes, y cómo no actúes: eso es lo que importa en una máscara», le había dicho Diana en cierta ocasión. A Dianita le había resultado muy duro que ella quisiera ser cebo también, pero, claro, había acabado cediendo. Recordaba el día en que su hermana se marchó a estudiar a un «colegio especial»: ella solo tenía diez años, y lloró mucho al quedarse sola con sus tíos. Cinco años después, le hicieron las mismas pruebas, y pudo enterarse de qué clase de «colegio» era aquel. Diana, ya profesional, presionó lo que pudo para impedirle seguir el mismo camino, pero solo consiguió que pusiera más voluntad en ello.

Acentuó las sombras mientras daba vueltas a sus pensamientos sobre Diana.

Desde luego, no era de extrañar que fuese una de los mejores cebos del mundo: Diana había nacido para llevar máscaras. Nunca sabías lo que pensaba realmente, ¡era tan astuta! «Es un dios para ti, te dejas influir demasiado por ella», le decía Elisa. Sabía que Elisa y Diana no habían hecho buenas migas, pero en este caso admitía que Elisa tenía razón. En su opinión, ni siquiera la inmensa experiencia de Claudia Cabildo podía compararse con la de su hermana.

Tanto más asombrada se había quedado cuando Diana le dijo que abandonaba.

«Y todo por vivir con un tío como Miguel Laredo», pensó, tensando la mandíbula. El gigoló de los teatros, el guaperas que había dejado la profesión para -oh, por favor- proteger su lindo cutis de las cicatrices. No es que a ella le importase lo que Laredo había hecho, y tampoco estaba celosa -como Elisa había insinuado venenosamente un día- de que su hermana se acostara con él; lo que no lograba concebir era que prefiriese vivir con aquel hombre antes que continuar en la brecha. ¿En eso consistía madurar, en preferir la vulgaridad, la cobardía? ¿En retirarse «a tiempo» antes de que alguien -oh, por favor- pudiese hacerte daño de verdad, como a Claudia Cabildo (o como a Elisa, pero mejor no pienses) Entonces, si tanto miedo tenías, ¿por qué aceptaste ser cebo? ¿Por qué dijiste que sí, hermanita? ¿No habría sido preferible dejar el hábito antes de hacer los votos? ¿A quién tienes realmente miedo? ¿Al Espectador? Quizá su hermana debería haber pedido consejo a Elisa: «¿Qué se hace para ser como tú, Elisa, para salir al ruedo y atraer al toro en vez de meter la cabeza en un agujero como una cobarde de…».

Descubrió que los ojos se le habían humedecido, amenazando todo su laborioso maquillaje. Tomó aire y decidió finalizar los preparativos. Se peinó una vez más el largo pelo castaño oscuro con raya central. Se colgó de los lóbulos pendientes plateados. Cerró las barras de labios y pinturas, hizo acopio de ellas y las introdujo en un bolsillo lateral de la mochila que había dejado en el dormitorio. Regresó al baño y apretó la tecla «Delete», eliminando la grabación con las frases de Bien está lo que bien acaba, una de las obras menos representadas y leídas de Shakespeare, aunque a ella le gustaba la historia de Helena, la protagonista, una «cenicienta» que se lanzaba en pos de su verdadero amor a pesar de la diferencia de clases, e incluso de la oposición del mismo hombre al que ama. En su profesión, las conductas de Helena se relacionaban con la máscara de Víctima, pero a Vera le apasionaba por sí misma la fuerza y el arrojo de la heroína: «¿ Qué poder es este, que eleva mi amor tan alto…?».

Volvió al dormitorio y dejó la minigrabadora en un cajón de la mesilla sin mirar los demás objetos de su interior, que tantos recuerdos le traían de Elisa.

Su portátil estaba en la cama, aún encendido. Cerró el texto anotado de Bien está y abrió el mapa de distribución de cebos en las áreas de caza del Espectador.

Mientras aguardaba a que la página se cargase, sonrió. Dios, cuánto le gustaba aquel trabajo. No podía evitarlo; le daba miedo y le excitaba a un tiempo. La noche anterior había logrado enganchar en el Circo a un joven borracho que había cruzado la fina línea entre la simple molestia y la agresión. Todavía le daba risa recordar lo fácil que había sido: una simple fantasía de Vaughn para liberar su inconsciente y moderar su deseo, mientras adoptaba una postura de Ulrich. Tan solo. Fue guai ver la cara del chico babeante de…

Quedó petrificada.

Esta vez lo había oído muy claro: era el chirrido de una puerta.

Dentro de su apartamento.

La ansiedad le secó la boca. Se dirigió al salón. Con el rabillo del ojo distinguió una figura demencialmente provocativa moviéndose en la pared, y demoró más de lo admisible en percatarse de que se trataba de ella misma reflejada en el espejo de la sala.

A primera vista, el salón estaba como lo había dejado: la pequeña mesa de centro, las butacas, los pósters de sus cantantes favoritos, los restos de una cena apresurada sobre la mesa grande. Más allá, el breve pasillo de entrada y, a la izquierda, la cocina, cuyo interior no podía vislumbrar desde donde se encontraba.

Recordó que la puerta de la cocina chirriaba; Elisa le había dicho más de una vez que tenían que avisar a un técnico, porque no se solucionaba con lubricantes.

La cocina.

No podía haber sido el viento, todas las ventanas de la casa se hallaban cerradas.

Había alguien. Incluso se creía capaz de trazar un plano mental de su recorrido: «Entró en casa cuando me estaba maquillando… Ese fue el primer ruido que oí. Se escondió en la cocina, y al querer cerrar la puerta…».

El corazón le latía fuertemente mientras debatía consigo misma sobre qué hacer.

Al pronto pensó en llamar a la policía, pero enseguida descartó la idea. Qué caramba, ella era un cebo. Ni todo un destacamento de policías era tan peligroso como ella, menos aún si se encontraba disfrazada. Unos gestos de Víctima dejarían clavado a un supuesto ladrón el tiempo suficiente como para intentar engancharlo.

No tenía nada que temer: era el intruso quien debía cuidarse.

Se obligó a avanzar. El silencio era enorme. Cruzó el salón y advirtió que la puerta de la cocina estaba abierta. Recordaba haberla dejado así, pero una alarma recién nacida de su joven instinto empezó a aullar en su cabeza advirtiéndole que, pese a la apariencia, el individuo que sin duda aguardaba oculto allí dentro quería que ella creyese que no había nadie.

«El Espectador», pensó de repente, y sintió como si un reguero de agua helada bajara por su espalda. Pero aquel asesino jamás capturaba en las casas, los ordenadores no las ofrecían como áreas posibles, que ella supiera. Era absurdo suponer que…

Entonces cayó en la cuenta de que no había reparado en lo más banal.

Echó un rápido vistazo al teclado de alarmas de la puerta. No habían sido desactivadas. No había ningún intruso. Se engañaba.

Respiró con alivio. Sin duda, se había confundido con algún ruido procedente del apartamento contiguo. «Dios, realmente estoy nerviosa…»

Más tranquila, recorrió el trecho que le quedaba hasta la cocina, y su sombra se proyectó en el umbral. No vio a nadie. Bien era verdad que la cocina formaba una ele, con un recodo aún oculto donde se hallaba la lavadora, un espacio muy reducido, pero suficiente para albergar a una persona. El último escondrijo posible. Movió un poco la puerta y oyó el típico chirrido. Antes no podía haberse movido por sí sola. Volvió a asustarse.

– ¿Quién es? -preguntó al vacío. Se sintió estúpida hablando allí de pie, sin atreverse a entrar en su propia cocina.


«No entres -le dijo su instinto-. Huye. Vete de aquí.»

Pero era absurdo. ¿Cómo podía haber alguien allí escondido? ¿Cómo había accedido a su casa sin desactivar las alarmas? ¡Por Dios, no había nadie, estaba segura!

O casi.

Decidió entrar. Antes, como buen cebo, se preparó mentalmente para ejecutar el teatro que la salvaría de cualquier improbable agresión.

Con la máscara de Víctima lista, alargó la mano, encendió la luz y entró.