"El Cebo" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)

19

Cuando abrí los ojos solo había oscuridad.

Te llamas Eduardo. Ahora te reirás, devochka.

Entonces supe lo que me había despertado: el insistente sonido del teléfono.

Alargué la mano, una luz se encendió. Vi la silla de enea, reconocí mi dormitorio. Las sábanas estaban arrugadas a mis pies, como si me hubiese pasado la noche peleando. En el reloj digital era jueves, 6.50 de la mañana. Dije en voz alta: «Contestar».

Y me preparé para oír una mala noticia.


Más tarde recordé lo que había soñado aquella noche. Había visto a papá y mamá; a Vera, a sus cinco años; a Aída Domínguez, la última víctima conocida del Espectador; a Claudia Cabildo, la última víctima de Renard. Y a muchas más. Todos observándome con esa clase de mirada sin vida que dedicamos cuando, por azar, contemplamos a alguien desde un espejo, o como esas muñecas sucias y mutiladas que colgaba Renard junto a los cuerpos de las personas a las que asesinaba. Pensé que me exigían… ¿qué? No justicia, tampoco venganza. Quizá entrega. O ni siquiera: actuación.

Todas las víctimas de aquella guerra infinita clamando que actuara para ellas, que me cubriese con una máscara sin rasgos y accediese a interpretarles el olvido.


La mañana anterior, la del miércoles, un día después de mi conversación con Gens, la había pasado en la cama con mi notebook en el regazo, dedicada a revisar la máscara de Exhibición mientras tomaba sorbos de café. Gens había dicho que podía realizarla en casa mientras hacía mi «vida normal» durante uno o dos días, y yo seguiría sus instrucciones. Saldría, iría al supermercado y al gimnasio, vería algo de televisión.

Y dejaría la temida visita a la granja para el jueves.

La máscara de Exhibición había sido descubierta por el psicólogo franco-argelino Didier Kora, pero Gens creía hallar sus claves en esa sátira feroz de la guerra de Troya titulada Troilo y Crésida, que Shakespeare había llenado de guerreros pervertidos, alcahuetes vulgares y amantes infieles, donde el valor de la vida y la dignidad dependen de la opinión de otros. «El hombre aprecia más lo que aún no ha obtenido», dice Crésida, y los gestos de la máscara consistían, precisamente, en exhibir el cuerpo activando el inconsciente pero reprimiendo el deseo y la expresión, «como una joya e una vitrina: expuesta pero protegida», decía Gens.

Cuando estuve lista, puse manos a la obra. El disfraz de la máscara era sencillo y lo encontré enseguida: zapatos negros de tacón, un fino tanga negro. Me desnudé, me peiné el cabello recién lavado y lo até en una cola. Luego me coloqué el disfraz. Gens sugería que activáramos el inconsciente mediante un recuerdo, un suceso desagradable, traumático. Los cebos no carecíamos de tales experiencias, y en mi caso utilicé mi propia tragedia. Intenté concentrarme en lo que había recordado en casa de Gens el día anterior: lo que nos hicieron a mi familia y a mí Hombre Caballo, Oksana y la otra mujer. Luego cerré las cortinas del salón y encendí las lámparas, iluminando la pared vacía que necesitaba como escenario. Todo eso eran cosas típicas del teatro de la Exhibición.

Lo único que jamás había hecho era interpretar sin público.

Mientras me movía de cara a la pared, las piernas separadas, recitando a ratos pasajes del Troilo y dedicada a activar mi memoria manteniendo percepciones y emociones al mínimo, me preguntaba si aquello estaría sirviendo de algo. «¿Estás ahí? ¿Me sientes?», interrogaba al silencio. Imaginaba a mi amor secreto, a mi objetivo, a mi hijo de puta, sentado en la oscuridad, contemplando mis gestos, oyendo mi voz…

El teléfono sonó al cabo de media hora, interrumpiéndome. Me reproché no haberlo desconectado. Pero cuando el visor me informó que se trataba de mi hermana llamándome por un canal seguro, me alegré. No habíamos vuelto a hablar desde la pelea que habíamos tenido en casa una semana antes, y el solo hecho de que me llamara constituyó para mí un gran alivio. Detuve el ensayo jadeando, volví a colocarme el tanga que había deslizado por las piernas y acepté contestar imaginando que todo era posible: Vera me insultaría, lloraría, me pediría perdón. O quizá -temía pensarlo- se trataba de algo más serio. Pero fue eso lo primero que me dijo: aún no había ni rastro de Elisa.

– Lleva una semana perdida… -Su voz nasal, trémula, llenaba el salón-. Una semana… Si hubiese tenido éxito, ya sabríamos algo, ¿verdad?

– Quizá sí, quizá no.

– ¿Tú crees que todavía puede eliminarlo?

– Elisa es buena. Cualquier cosa podría ocurrir.

Ambas sabíamos que si era el Espectador quien la había capturado, Elisa ya estaría muerta o jodida para siempre, pero Vera había llamado en son de paz y yo no quería estropear ese momento por nada del mundo.

Aproveché el descanso para dirigirme al baño, secarme un poco el sudor y orinar mientras escuchaba a Vera por los altavoces.

– Padilla está de los nervios… Nos ha colocado controles subcutáneos a todas las nuevas… Sistema de posición, nano-micros, ya sabes…

– Eso es… -dije, y frené a tiempo. Las opciones que barajaba eran «capullada», «inútil», «absurdo». Pero de nuevo pensé que Vera solo quería que yo refrendara sus acciones-. Eso es aceptable -concluí.

– Sé que no servirá de mucho, pero al menos demuestra que le importamos…

– Por supuesto.

«Demuestra que quiere mantenerte pura, gilipollas -pensaba-. Si llevas aparatos encima, te creerás más segura y actuarás con naturalidad.» No era cuestión, sin embargo, de explicárselo a Vera, aunque seguía sintiendo la necesidad de protegerla.

Regresé al salón, donde brillaban las cegadoras lámparas, y aguardé de pie con los brazos cruzados a que Vera colgase para reanudar el ensayo.

– Padilla me llamó al teatro todas las noches del fin de semana, ¿sabes? Estuve entrenándome, y ya me siento preparada…

– ¿Vas a salir esta noche? -pregunté, intentando no mostrar mi ansiedad.

– Salgo todas desde el lunes, Diana. Quiero ser yo quien salve a Elisa.

Tuve que morderme el labio para no suplicarle que se quedara en casa. Fue tan difícil como evitar un vómito.

– ¿Y qué estás haciendo tú? -indagó.


– Nada. Descansar. -Me ajusté la banda elástica del tanga, enrollada sobre mis caderas.

– Por aquí dicen que has regresado al trabajo…

– No. Lo he dejado.

Aún me hizo otro par de preguntas que me intrigaron, como si quisiera curiosear en mi vida. Entonces añadió:

– Quería llamarte para disculparme por lo del otro día. Me sentía fatal…

En ese momento sí que la corté.

– No tienes que disculparte por nada. Mejor lo olvidamos. -Mientras hablaba, el visor de mi teléfono parpadeó con otra llamada en espera: el nombre era «Dr. Valle»-. Debo colgar. Cuídate -agregué, deseando que mi voz fuese mágica y realmente la protegiera. «O ella o yo -pensé con absoluta seguridad-: elegirá a una de nosotras dos.»

– Y tú también -respondió-. Un beso.

Colgamos tras aquellas palabras banales. Supuse que, para concluir en paz una conversación con mi hermana, ambas teníamos que fingir.


– Gracias por querer verme -le dije a Valle nada más llegar, esa misma tarde.

– ¿Por qué no iba a querer verte?

Valle me miraba de hito en hito. Parecía receloso.

– No sé -contesté-. Creí que, a estas alturas, usted ya habría hecho las maletas y estaría oculto en algún país remoto con otra identidad… Es broma. Realmente me agrada que me haya llamado -agregué.

– Y yo lamento haber sido tan brusco el otro día. -Entonces se burló también-. Eres muy rara, pero si no me gustasen los raros, ¿qué haría trabajando en esto?

– En parte, yo me hago la misma pregunta.

Tras aquel preámbulo de suaves sonrisas, Valle retornó a la seriedad.

– Yo también me alegro de que hayas venido. Quisiera que charláramos un rato.

– Adelante.

– Pero, me preguntaba… ¿Qué te parece si nos vamos a otro sitio? Es tarde, mi último paciente se ha marchado ya… Podría invitarte a un café o… a cenar.

Su tono de voz había ido perdiendo gas conforme hablaba hasta acabar en un susurro. De pronto pensé que me apetecía mucho que Valle me acompañara esa noche. Pareció más sorprendido que yo cuando acepté, se echó una elegante chaqueta negra sobre su camisa blanca y rechazó mis protestas por ir tan desaliñada en comparación, con mi cazadora, camiseta y vaqueros. El sitio que propuso quedaba al doblar la esquina, se llamaba Cassandra y en su interior refulgían budas, máscaras doradas, yelmos griegos y fotos del Dalai Lama en misteriosa convivencia, acorde con la fusión entre cocina griega e hindú que prometía la carta. Una gran pantalla de televisión sin voz, situada en el salón del horno tandoor y sintonizada con un canal de noticias, ponía la nota europea al conjunto. Apenas había nadie salvo extranjeros a esa hora temprana.

Mientras las cartas volaban ante nuestros ojos, entregadas por una camarera de apropiado aire exótico, volví a agradecerle a Valle la invitación.

– Por favor, tutéame -dijo desplegando su servilleta-. Y llámame Mario.

– Creí que te llamabas Arístides.

– Arístides Mario. Si tienes valor, puedes usar mi primer nombre.

– Mario me gusta.

Decidimos saltarnos el bufet y pasar directamente a un pollo deshuesado con curry y una botella de vino. Cuando la camarera se marchó con el pedido, Valle miró a su alrededor, asegurándose de que estábamos lo bastante solos. Entonces se inclinó hacia mí y supe que había llegado la hora de hablar. Respondí afirmativamente cuando me preguntó si me sentía capaz de charlar «de lo mío».

– He estado meditando sobre tu curiosa profesión, Diana -dijo-. Debo admitir que he visto muchos sacrificios a lo largo de mi vida, gente dándolo todo por los demás… Pero el tuyo es enorme. Eres una persona muy especial.

Negué con la cabeza.

– No soy especial, y tampoco estoy de acuerdo con lo del sacrificio. Todos obedecemos a nuestro psinoma. Todos hacemos lo que nos gusta, aunque no entendamos por qué nos gusta. Sencillamente, es lo único que podemos hacer.

– Eres demasiado dura contigo misma. Ver las cosas desde ese punto de vista debe de ser terrible… ¿Por qué te ríes?

– Me hace gracia que un psicólogo diga eso.

Valle se encogió de hombros.

– Que admita la existencia del psinoma no significa que piense que carecemos de libertad para decidir. En eso he basado siempre mis terapias, en mostrar los caminos aceptables y ofrecer a mis pacientes la oportunidad de cambiar. Todos podemos cambiar. Y hay caminos más y menos aceptables.

– ¿Cómo es el mío?

– Inaceptable.

– Lo suponía. -Sonreí.

– Entregarte, siendo inocente, para castigar a los culpables es inaceptable, Diana.

– Yo veo las cosas de manera más simple, doctor… Mario. -Unté un poco de lo que parecía ser crema de yogur en una pequeña tostada-. Todos necesitamos comer: algunos, verduras; otros, animales; otros, personas. Mi trabajo consiste en evitar que los últimos se alimenten. ¿Culpables? ¿Inocentes? Hasta ahí no llego.

Valle me miraba con mucha seriedad.

– Pues yo sí llego. Tú y tus compañeros sois inocentes. Los únicos culpables son los hijos de perra que te han hecho trabajar en esto. Tu profesión debería ser ilegal.

– Mi profesión es tan «ilegal» como matar, y ahí tienes las guerras.

– Soy el primer pacifista del mundo, Diana, pero no dejo de reconocer que hay guerras inevitables.

– ¿Y esta no lo es? Mira.

Cabeceé hacia la pantalla de televisión, donde desfilaban gente encapuchada, víctimas de atentados, rehenes en manos de grupos internacionales.

– ¿Quién puede parar todo eso? ¿Cómo vamos a pararlo?

– ¿Sin cebos, quieres decir?

– Sí, qué otra cosa podemos hacer. Policías y ejércitos dejaron de servir hace tiempo debido a la tecnología, y la tecnología dejó de servir hace tiempo debido a que todo el mundo puede acceder a ella. ¿Cómo vamos a impedir ahora cosas como el 9-N?

– Por Dios, Diana, ya basta de usar el 11-S, el 11-M o el 9-N para todo… No podemos inmolar a un inocente para aplacar al monstruo. Eso es bárbaro e inhumano.

La llegada de nuestro tandoori alivió el empeño que poníamos en discutir: nunca se agradecen lo bastante las interrupciones tontas. Hicimos entrechocar las copas -«por ti», quiso brindar Valle- y al empezar a comer toda tensión parecía haberse evaporado.

– Por cierto, también he estado leyendo cosas sobre el psinoma -dijo en otro tono-. Nada que haga referencia a la psicología criminal…

– No lo encontrarás. Todo eso va por otra vía.

– Ya lo supuse. Y revisé algunos de los textos «oficiales» de Víctor Gens. Menciona mucho a Shakespeare, en efecto. ¿Por qué crees que le concedía tanta importancia? Dijiste que sus obras poseían la clave de los psinomas, pero ¿por qué? Me refiero a que… Bueno, ya sé que fue un genio, pero Homero, Cervantes y Kafka también lo fueron… ¿Por qué él, precisamente?

– ¿Sabes quién fue John Dee?

– Me suena a marca de maquinaria pesada.

Casi escupí el sorbo de vino debido a la risa. Precisé que era «Dee», no «Deere».

– Ah, creo que era un astrólogo isabelino, ¿no?

– Sí, un supuesto mago y astrólogo de la corte de la reina Elizabeth. En aquella época había mucha gente descontenta con la religión oficial, la anglicana, impuesta por el padre de la reina, Enrique VIII. Pretendían que el pueblo se rebelara y regresara a la supuesta pureza de la religión medieval. Algunos eran papistas, pero otros querían implantar su propia visión del cristianismo, y John Dee era uno de ellos. Fundó una secta clandestina a la que llamó Círculo Gnóstico de Londres. Se reunían en casas de nobles y representaban teatros con los que Dee pretendía cambiar a la sociedad…

– ¿Teatros?

Yo había conectado ya el piloto automático. Conocía la teoría de Gens al dedillo, e intenté resumirla. Que Dee había visto en Europa algunos rituales que producían efectos en el psinoma, pero que los atribuía a causas mágicas. Que al regresar a Inglaterra desarrolló esos rituales en el Círculo, y comprobó su eficacia para producir emociones. Que necesitaban que los rituales fuesen contemplados, en clave, por el pueblo, para que se produjera la rebelión. Que por eso decidieron usar el teatro oficial y educar a autores jóvenes en dichas claves. Que Shakespeare no fue el único autor que perteneció al Círculo:

Marlowe, Jonson, Wilkins y Middleton también pertenecían, si bien Shakespeare fue el más ilustre. Que sus obras serían, entonces, rituales camuflados.

– ¿Y qué lograron? -preguntó Valle, atento.

– Nada. Gens dice que solo consiguieron emociones desordenadas, porque el psinoma no había sido bien entendido ni estaba clasificado como ahora. Dee murió años después que la reina, y el nuevo rey apartó a Shakespeare de los escenarios. El teatro volvió a sus cauces oficiales y perdió toda la magia. Fin de la historia.

– Curiosa teoría… ¿Está demostrada?

– No. -Nos reímos-. Todo sobre Shakespeare es misterioso. Gens decía que es el escritor más enigmático de todos. Pero resulta muy útil a la hora de nuestro trabajo.

Hubo otra pausa, y de repente ambos hablamos a la vez. Volvimos a reírnos.

– ¿Qué? -dije, sintiéndome algo achispada.

– No, di tú primero lo que ibas a decir, perdona.

– Iba a decir que ya sé qué piensas sobre «nuestro trabajo»…

– ¿Qué pienso?

– Que soy una pervertida. -Ante tal afirmación creí que me encontraría con el caballero ruborizado que niega tal indignidad, pero la sonrisa de Valle me sorprendió.

– ¿Acaso no tendría razón? Pero, mira, tú estabas pensando como una psicóloga, y yo, en cambio, trataba de pensar como un cebo…

– ¿ Ah, sí? ¿Y qué pensabas?

Valle cortó otro trozo de jugoso pollo y lo hundió en el curry.

– Que si yo tuviera esa especie de… de poder para provocar reacciones en los demás, estoy seguro de que nunca podría dejar mi trabajo. Sería una droga.

De repente mi risa finalizó. Me quedé mirándolo. Valle siguió hablando con la vista fija en el plato.

– ¿Sabes? La gente tiende a considerar como «droga» solo lo que suele llamarse así, pero un coche, una ideología o un deporte pueden llegar a ser drogas. Desde mi niñez en Bogotá, y a lo largo de mi vida, me he ido encontrando con muchos tipos de drogadictos, Diana: hombres drogados con la crueldad, mujeres drogadas con la violencia, niños drogados con el amor, ancianos drogados con el miedo… Tú lo llamarías «complacer el psinoma», supongo. Sea como fuere, mi trabajo ha consistido siempre en liberar a otros de sus drogas. -Se llevó la servilleta a los labios; luego añadió, aún mirando hacia su plato-: Creo que me has pedido ayuda para que te libere de tu droga. Quieres dejar de trabajar en esta cosa horrible. Quieres dejar de sufrir.

– Quiero vivir con un hombre al que amo -dije, inmóvil-. Yo no lo llamaría «dejar de sufrir», sino cambiar de droga. -Por un instante percibí algo distinto en la expresión de Valle, una emoción súbita-. ¿Qué te pasa?

– No, nada… -Sonrió torpemente, y, esta vez sí, ruborizándose-. Ya me contaste que… que quieres a alguien… Me alegro por ti.

Hubo un silencio.

– ¿Y tú? -Decidí cambiar de tema-. ¿Quieres a alguien?

– Mi pareja me dejó hace dos años; odiaba que la analizara durante la cena.

En coincidencia con nuestras risas distinguí en la pantalla de noticias, a espaldas de Valle, las fotos de varias víctimas del Espectador. El corazón me dio un brinco, y pensé que se trataba de un nuevo secuestro o el hallazgo de otro cuerpo, pero al parecer era una especie de reportaje de los casos ya conocidos.

– Me pregunto qué te impide dejarlo… -dijo Valle-. Qué te obliga a continuar, si todo tu ser odia lo que haces…

– Tengo trabajo pendiente -murmuré, y no me importó que Valle captara mi tensión y se volviera siguiendo la dirección de mi mirada.

El reportaje acabó en ese instante, pero de súbito Valle parecía muy nervioso.

– Diana, déjalo de una vez… -No respondí. Él se inclinaba mucho hacia mí y su voz era suplicante-. Me contaste cómo te reclutaron… Fue espantoso. ¿Para ti fue «complacer tu psinoma»? Eras una niña de apenas doce o trece años… Habías vivido una tragedia horrible de la cual otros se aprovecharon para convertirte… ¿en qué? ¿En una especie de arma? -Sus labios se fruncían con desprecio-. Merecen morir quienes te hicieron eso, Diana. Déjame ayudarte. Me importas. Me importas mucho…

Y, de improviso, yo ya no estaba allí, en el restaurante, sino en algún lugar oscuro, con el rostro de Valle -aquel óvalo de mirada tranquilizadora tras unas gafas sin montura- como única luz.

– ¿Sabes? -dije-. Lo recordé ayer. Aquello que no podía recordar. Lo que nos hicieron a mis padres, mi hermana y a mí. Lo que me hicieron.

Oksa: ve a por las niñas.

Me parecía que, con cada palabra que nacía de mi memoria, me acercaba un poco más a esa luz que era Arístides Mario Valle.

– Subí gateando a la habitación de Vera, que estaba dormida. La desperté como pude y la hice esconderse bajo la cama, pero Oksa nos encontró enseguida. Intenté defenderme, pero amenazó a Vera y supe que solo la salvaría si obedecía. Me dejé llevar. Oksana nos arrastró hasta el salón de la planta baja, y allí ataron y amordazaron a Vera, igual que a mis padres, pero cuando iban a atarme a mí, el… el hombre al que yo llamaba «Hombre Caballo» dijo que se le había ocurrido algo divertido. «Pareces fuerte, devochka», dijo. Me llamaba así. «Vamos a ver si lo eres de verdad.» Y me ordenó que hiciera todo lo que ellos me dijeran. «Te reirás. O toserás. O ladrarás como un perro. O me darás un beso en la boca, a mí o a Oksa. O te bajarás las bragas y bailarás…» Si no me esforzaba en fingir bien, me dijo, golpearían por turno a alguien de mi familia…

Hice una pausa. Las lágrimas me brotaban como palabras, hirvientes, costosas.

– Lo intenté. Entré en el juego. Tenía doce años, pensaba que era lo único que podía hacer para ayudar a mis padres y a Vera… «Ahora te reirás, devochka», ordenaba el hombre, y si yo no me reía como él quería, golpeaba a mamá. Me obligó a bailar. A cantar. «Se nota que finges», decía, y golpeaba a Vera en la cabeza. «Estás fingiendo. Hazlo otra vez.» Cuando a papá le falló el corazón y murió, mamá, pese a la mordaza, se puso a chillar, histérica. El hombre le colocó un cuchillo en la garganta y le dijo que se callara o la mataría. Yo le dije: «!Mamá, finge también, por favor, mamá!». Pero mamá gritaba sin parar, y el hombre la degolló… -Tras otra pausa, agregué-: Un vecino oyó jaleo y llamó a la policía. Eso nos salvó a Vera y a mí… A ellos los arrestaron días después. Creo que siguen en la cárcel, no lo sé. No me importa.

Sentí una mano sobre la mía como arrastrándome a la realidad. Abrí los ojos y allí estaban el mantel, las copas y los platos. Valle me miraba sin dejar de acariciarme. Cuando pensé que me dedicaría palabras compasivas, volvió a sorprenderme.

– Ese hombre tenía razón -dijo-. Fingías muy mal.

Un hormigueo me recorrió el cuerpo. Comprendí que era eso lo que necesitaba escuchar, lo que había estado esperando escuchar durante todos aquellos años.

– Nunca has querido fingir, Diana. Lo haces por el recuerdo de tus padres y tu hermana, pero eres una mala actriz. Lo tuyo no es el teatro. Ahora comprendo qué quieres de mí: quieres que te ayude a dejar de fingir. Quieres recuperar tu sinceridad.

Lloré de nuevo, pero esa vez me sentía mejor. No quisimos postre.

Lo estaba esperando, y sucedió por fin en la puerta, cuando el último de los camareros había terminado de inclinarse apartando la hoja de cristal para que saliéramos. La noche era fría, lloviznaba. Mario Valle se entretuvo más de lo debido poniéndose la chaqueta y percibí que por primera vez sus ojos se concedían un descanso y bajaban hacia mi camiseta, apretada sobre mis pechos sin sujetador -yo había decidido salir con el disfraz de Exhibición bajo la ropa: el fino tanga negro y los zapatos-, se detenían un instante y volvían a mirarme. Pero al contemplar su rostro y verlo enrojecer, supe que no era mi aspecto lo que más le perturbaba sino la «droga», el recuerdo de lo que yo le había provocado el último día con mis gestos.

– Me encantaría que nos viéramos otra vez -dijo.

– A mí también -reconocí-. Gracias por… todo.

Busqué su mejilla con los labios. El movió la cabeza en coincidencia y nuestras bocas se rozaron por azar. Sonreímos, incómodos, y de repente nos miramos y volvimos a besarnos. Cada beso que nos dábamos parecía nuevo, y el último fue como si no nos hubiésemos besado nunca.

De repente pensé que no podía quedarme un segundo más junto a él.

No podía permitirme ninguna debilidad. No todavía, mientras mi hermana siguiera en peligro.

El Espectador esperaba; yo tenía que seguir siendo actriz.

– Debo irme -dije, pero Valle me detuvo con un gesto.

– Diana… Sea lo que sea aquello que estés haciendo, por favor, cuídate.

Dejé a Valle preocupado y gozoso, moviendo la mano en la acera para despedirme, y me alejé hacia una parada de autobús. Llegué al portal de casa casi a las once de la noche, pero aún había gente caminando presurosa por las calles. «¿Estás ahí? ¿Me sientes?» Miré alrededor, y pulsé el código de acceso. Desactivé las alarmas de mi apartamento, me desnudé hasta quedar en tanga y zapatos y reanudé la Exhibición. «Deséame. Finjo ser tuya. Ven a mí. Quiero engañarte.» Era lo que Gens me había recomendado: «Admite que eres un cebo, no te lo calles a ti misma, no intentes ocultarlo». Sin embargo, cuando acabé, dos horas después, me había desanimado. ¿Cómo iba a poder atraerlo así? Gens chocheaba.

Caí dormida enseguida, en contra de lo que esperaba. Pero no soñé con Mario Valle, ni con su beso, ni con aquella cena tan especial en la que había contado lo que nunca contaba a nadie y me habían dicho lo que jamás me decían. Tampoco con el Espectador. Soñé con todas las víctimas que había conocido, el público lleno de dolor para el cual trabajaba. Aquellos que aún reclamaban mi actuación.

Y cuando el teléfono me despertó a las 6.50 de la mañana del jueves, me preparé para la mala noticia.


– ¿Diana…? -La voz de Miguel. Yo lo escuchaba desde la cama, a oscuras-. Quería… quería que lo supieras cuanto antes… -Rogué por que se tratara tan solo del hallazgo de Elisa Monasterio, pero incluso antes de oírlo supe que no se trataba de eso.

«Es Vera -pensé, con absoluta, horrenda certeza-. La ha elegido a ella.»