"El Cebo" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)

18

El hombre se disponía a regresar a casa, pero lo pensó mejor y empezó a dar vueltas con el coche.

Tenía calor en el interior de su confortable Jaguar Windsor, el vehículo que usaba en la ciudad. Notaba la piel de la cara ardiendo. Pero el niño le había pedido que no encendiera el aire acondicionado, y el hombre lo aceptaba: estaban en pleno octubre, a fin de cuentas, y la tarde era fría. De modo que soportaba el calor con una sonrisa, aunque su mano derecha, sudorosa, la única que apoyaba en el volante de piel, resbalaba sobre el cuero. Había comenzado a anochecer, se encendían los escaparates, brillaban los anuncios de mujeres altas y estilizadas con botas de látex. ¿Cuánto tiempo llevaban recorriendo Madrid sin un destino concreto?, se preguntaba. Por lo menos dos horas, porque había recogido al niño en el colegio a las seis, y ya eran algo más de las ocho. Y desde luego, no había sido el estúpido incidente con aquella profesora lo que había provocado su vagabundeo. Ni lo de Demi, ni su cita cancelada con Cristina, ni la reunión programada para el día siguiente con esa analista de sistemas, Rebeca No sé quién, de intrigantes ojos verdes. Ninguna mujer le hacía cambiar sus hábitos. Había decidido dar un paseo antes de cenar, tan solo.

El colegio no estaba lejos del ático del barrio de Salamanca donde vivían cuando no podían marcharse al campo. Se trataba de un moderno centro internacional. Al hombre le gustaba su ambiente sofisticado y elitista, permisivo y a la vez estricto, sin lastre religioso alguno. Educación neutra, respetuosa con la intimidad, no solo con el piercing y las rastas largas y sucias de Pablo. Se limitaban a enseñar, no escudriñaban en la vida de los chavales. Era muy caro, pero el hombre lo pagaba a tocateja y aportaba además generosas donaciones que lo convertían en persona grata para la dirección: no era cuestión de descuidar el único sitio donde el niño pasaba el tiempo cuando no estaba con él.

Aquel miércoles, el hombre había llegado diez minutos antes, como de costumbre. Pocos, aunque lujosos, coches, casi siempre con chóferes, aguardaban ya en el aparcamiento de terrizo, y el hombre había estacionado el suyo cerca de la salida. Los chavales habían empezado a aparecer por la puerta a las seis en punto, sonriendo vivarachos en la gris tarde otoñal, pero el hombre se hallaba absorto pensando en las varias tareas que le aguardaban mientras comía almendras en el interior del coche, y al principio no se enteró. Siempre rellenaba uno de los platillos del minibar del vehículo con aquellas almendras. Se deleitaba con su carnosa suavidad, su color de piel bronceada, las formas redondeadas que se dejaban morder con…

– ¿Señor Leman?

Una sombra delante de su ventanilla.

– Hola, Demi, qué tal. -El hombre dejó de comer, hizo descender el cristal y sonrió afable bajo sus gafas de espejo. La intromisión le irritaba, pero nada en su expresión hacía suponerlo. Recordó que la chica era una de las nuevas profesoras de Pablo, muy dispuesta, muy entusiasta. De origen norteamericano, pero criada en Londres y Madrid. Al hombre le parecía poco peligrosa; una más del rebaño, al menos hasta entonces.

– Me gustaría hablarle. ¿Tiene un minuto?

– Oh. ¿Qué ocurre?

– No se preocupe, no pasa nada… -Demi se expresaba en correcto castellano, con fuerte acento-. Pablo es muy inteligente y va muy bien… Es solo que… ¿Podríamos ir un momento a mi despacho?

– Ahora no, voy corto de tiempo. Tengo una reunión muy importante.

– ¿Mañana, entonces?

A unos metros a la izquierda de la joven se hallaba el niño, los ojos bajos, aguardando dócilmente el final de la sagrada conversación. El hombre sonrió aún más.

– Por Dios, Demi, ¿qué pasa? No me tengas en ascuas hasta mañana…

– No, no pasa nada, de verdad… -Ella se ruborizó y se inclinó más hacia él en la ventanilla para hablar en tono discreto, mientras jugaba con su collar de cuentas étnico y se despejaba el flequillo de la cara. El hombre pensó que intentaba resultar atractiva-. Verá, ayer le pregunté a Pablo qué había hecho el fin de semana, y me dijo que había ido al cine con un compañero de clase… Por casualidad, yo había visto la misma película, así que le comenté cosas sobre ella, pero no supo decirme nada… Y hoy le pregunté al compañero… No había estado con Pablo en ningún momento. Su madre lo confirmó. Cuando volví a interrogarlo, Pablo confesó que me había mentido…

El hombre se echó a reír.

– ¿Eso es todo? Por favor, Demi, me habías asustado… Pablo estuvo en casa el fin de semana, en efecto. No le apetecía salir.

– Lo sé. Lo que quiero decir, señor Leman…

– ¡Fue solo una pequeña mentira entre chavales!

– No, señor Leman, no «entre chavales»… Me mintió a mí. Y, con toda honestidad, lo que menos me gustó fue que, al preguntarle por qué lo había hecho, contestara que había querido hacerlo, así, tan solo. No pareció afectado, ni antes ni después. Pablo tiene solo once años, y las mentiras a esa edad no…

– Demi -cortó el hombre con su mejor sonrisa-, creo que le das demasiada importancia a algo banal…

– Perdone, señor Leman, pero creo que…

– Pablo es un chico muy inteligente, tú misma lo dices…

– Nadie discute eso, yo…

– Pero se ha educado sin madre, y eso ha agudizado su timidez. Mi papel ha consistido en brindarle todo el apoyo y la compañía que he podido, pero nunca seré el sustituto de una madre. Nunca. Debes comprenderlo.

– Me consta que Pablo le quiere mucho, señor Leman. Usted es todo su mundo. Precisamente por eso…

– Precisamente por eso, Demi -dijo el hombre repitiendo la palabra con cierta brusquedad, pero sin elevar la voz-, precisamente por eso… -Hizo una pausa mientras tamborileaba con el índice en el volante-… creo que tienes toda la razón. Debemos vigilar esa conducta.

El cambio de expresión de la chica reflejó un alivio notorio.

– Exacto, señor Leman, era lo que yo quería que usted entendiera, tan solo…

– Sí, definitivamente, debemos ocuparnos cuanto antes de eso. Hablaremos mañana. Gracias por todo, Demi…

– Gracias a usted, señor Leman. Lo único que quiero es que Pablo sea feliz…

– Lo sé, Demi, muchas gracias. -El hombre se preguntaba cómo serían los pezones de la chica. Sus pechos eran pequeños, pero estaba seguro de que sus pezones eran oscuros y grandes como las almendras que aún sostenía, y quizá se endurecieran mucho al contacto con el agua. Se la imaginó metida en una bañera, alzando los pechos. Una bellísima holandesa pelirroja con la que su padre había estado liado tras divorciarse de su madre tenía los pechos pequeños, pero el hombre recordaba muy bien sus puntiagudos pezones. La joven solía llamarlo cuando se bañaba para que él la contemplase-. Ahora debo irme… Pablo, al coche. ¿Aceptarías una almendra, Demi? -Ella denegó sonriendo, no quería engordar-. Gracias por todo, de verdad.

Al salir del colegio empezó a recorrer las calles al azar, sin ser apenas consciente de ello. El sonsonete guiri de la chica daba vueltas en su cabeza una y otra vez. «Grasias a usted. Grasias.» En un momento dado se volvió hacia el niño.

– La próxima vez que cuentes una mentira tan elaborada, no digas después que has mentido.

– ¿Qué es una «mentira tan elaborada»? -preguntó el niño.

– Complicada.

El niño se limitó a ajustarse el cinturón de seguridad y mirar por la ventanilla. El hombre observaba de reojo su gorra de béisbol en dos tonos de azul y sus largas rastas castañas. El perfil del niño era muy semejante al de Jessie, su madre, que había sido muy hermosa: hasta el mismo piercing en los labios. El hombre se preguntó, no por primera vez, qué habría dicho Jessie de haber vivido lo suficiente para ver a la criatura que había procreado para él.

Le había costado mucho convencerla. Aparte de ser una de sus aventajadas alumnas de informática en Bruselas, Jessie era bailarina aficionada de ballet, y al principio rechazaba la sola idea de deformar su silueta con un embarazo. El hombre había fingido aceptar su decisión, pero días después había empacado las cosas de Jessie y le había dicho que, puesto que aquella relación no tenía futuro, se veía obligado a decirle adiós y echarla del apartamento que compartían. Ella era muy dependiente -él se había cuidado de elegirla así- y al final había cedido, entre lágrimas, reconciliaciones y una borrachera de champán y porros. «Tengamos un hijo, Juan, te daré un hijo, Juan…» A Jessie le encantaba emborracharse, y el hombre había aprovechado esa bendita costumbre a la hora de montar el supuesto accidente de coche que acabó con la vida de la joven madre exactamente dos meses y tres días después de parir a Pablo. Desde luego, ella no podía seguir viva, ya que lo de tener un hijo no había sido un capricho sino una necesidad perentoria. El niño era su defensa frente a las trampas: el hombre lo había calculado meticulosamente. Podía admitir la cárcel, y sabía que algún día acabaría en ella (también sabía que saldría), pero no podía pensar siquiera en la posibilidad de caer en una de esas trampas. Eso no. Cualquier cosa, excepto que una chica lo engañara.

Mientras conducía, para olvidar el banal incidente con Demi, se dedicó a hacer un repaso mental de todo lo que debía comprar cuanto antes. «Una nueva alfombra de pelo. Sacos de hule. Cuerda. Un par de linternas nuevas. Otro taladro. Anestésico. Borrador biológico. Cinta aislante.» En un momento dado movió la mano frente al sensor de sonido y estalló un techno-rap a todo volumen. Ni el niño ni él dieron muestras de estar escuchando la ensordecedora música. Lo más urgente eran los sacos de hule y la cuerda. Se quitó las gafas de sol, porque la noche caía deprisa y las oscuras nubes parecían descender sobre Madrid, y las guardó en el bolsillo superior de su chaqueta morada de Valentino. Le gustaba el color morado, y a Pablo también. Con otro vaivén apagó la música. Recordó de improviso una imagen curiosa: los pechos de un cadáver, un pezón endurecido y el otro hundido en la areola. Seguía sudando, a saber por qué.

– Papá -dijo el niño.

– Qué.

– ¿No puedes dejar la música puesta un rato más?

– No.

El niño se encogió de hombros, metió la mano en su cazadora y sacó una consola portátil. Al tiempo que hacía girar el volante introduciendo el coche en una bocacalle, el hombre se distrajo contemplando uno de tantos anuncios referentes a la cercana fiesta de Halloween: una calabaza con la que una chica cubría sus genitales. Solo se veían las manos, el vientre, las curvas caderas. Había leído en algún sitio que Halloween era una fiesta muy antigua, pagana, orgiástica, deformada como tantas otras por la sociedad moderna. Hombres disfrazados con astas de ciervo, burlados por la diosa Diana. «Diosas y cornudos», pensó. Mientras lo pensaba, activó el teléfono del coche con un gesto. «Colegio. Director», dijo. Oyó dos tonos de llamada antes de escuchar la voz de la secretaria, y luego la del señor Brooke. La conversación fue breve, pero aun así el hombre tuvo tiempo de pensar en otras cosas mientras el director del colegio ejercitaba, ansioso, su castellano para padres influyentes.

– Desde luego, señor Leman, si ese es su deseo, nosotros estamos…

– Gracias.

– Debo hacerle notar, no obstante, que Demi es nueva, y aún no conoce…

El hombre seguía pensando en todo lo que le faltaba por hacer. Llamaría a Cristina para sugerirle otra cita. Haría que le enviaran un ramo de flores. La cita con Rebeca, la analista de sistemas que buscaba trabajar para su selecta compañía, era a las once de la mañana del jueves, es decir, al día siguiente. No había planeado almorzar con ella porque quizá vendría acompañada, y no le apetecía que nadie lo mirara a él mientras él miraba los ojos verdes de Rebeca. Además, esa mañana tenía que recoger el Mercedes del taller, donde lo había llevado el lunes para que arreglaran el arañazo en la carrocería que aquellos dos ladronzuelos habían…

Recordar eso fue un error. Sus nudillos emblanquecieron aferrando el volante.

– … es una buena profesora, aunque todavía está muy verde en relaciones…

– Comprendo, señor Brooke -cortó el hombre, impaciente-. Pero no voy a hablar más del asunto. Sencillamente, no quiero que esa chica vuelva a dar clases a mi hijo. De hecho, no quiero volver a verla. No quiero ni cruzármela por casualidad. Me da igual lo verde o amarilla que esté. Si la veo, señor Brooke, si tan solo vuelvo a verla, aunque sea de lejos y sonriendo, o incluso de espaldas, señor Brooke, si vuelvo a verla en su colegio, hablaré con su jefe, señor Brooke, y me llevaré a mi hijo. Pero antes hablaré con su jefe para que quede claro quién es el responsable… Usted elige.

– Por supuesto, señor Leman, por supuesto… Solamente quería…

– Usted elige, señor Brooke.

– Ya… Ya he elegido, señor Leman.

– Gracias, señor Brooke. Adiós, señor Brooke.

Cortó la comunicación mientras apretaba los dientes. Había mujeres que creían que todos los hombres eran masoquistas, se dijo. Él, desde luego, podía serlo hasta cierto punto. Recordó que existía una de esas cosas… (los nombres técnicos le inquietaban)…una «filia» llamada de Leopold, relacionada con Sacher-Masoch y con su propia «filia», así como con la obra teatral Las alegres comadres de Windsor en que las mujeres se reían a mansalva de los hombres obligándolos a llevar astas de ciervo en la cabeza. Pensar que una mujer se riera de él le provocaba una erección, pero no lo atribuía a ninguna «filia» sino a un afán de sinceridad: cuando la mujer se burla del hombre está siendo sincera, opinaba. Él, a veces, las obligaba a reírse por el mismo motivo. Las hacía sentarse en un retrete y mirarle y reírse. De niño solía espiar a su madre en el cuarto de baño, y luego a las chicas que habían vivido con su padre, y siempre que lo descubrían se reían. «¿Sabes lo que eres?», le increpaba su madre. Las mujeres eran expertas en burlas: las aprendían de niñas, las ensayaban de adolescentes y al llegar a una madurez de comadres ya no practicaban otra cosa.

Descubrió que había salido a la autopista, vio una desviación, la tomó y regresó a Madrid. Estaba seguro de que había pillado una gripe: seguía sudando profusamente.

– ¿Puedes apagar la consola, por favor? -dijo-. Me pone nervioso ese ruido.

El niño la apagó pero no la guardó. El hombre añadió:

– Al llegar a casa, quiero que te duches antes que nada. Apestas a barro.

– Entonces, ¿vamos a casa? -preguntó el niño.

– Claro que vamos a casa. Solo estoy dando un rodeo.

– ¿Podré ver holovídeos antes de ducharme?

– No.

– ¿Y después? -Ya veremos.

Se dio cuenta de que no había encendido las luces de posición y lo hizo en ese instante. El coche las encendía automáticamente, pero el hombre había desconectado todos los mecanismos automáticos porque le molestaba que una máquina pensara por él. Además, de esa forma ahorraba dinero.

– ¿Qué has dicho?

– «Vagina» -repitió el niño-. Naru dice que es igual que «coño».

El hombre rió, y se dio cuenta de que se le había pasado el mal humor.

– Dile a tu amigo hindú que, a diferencia de ti, no ha visto un coño de verdad en toda su vida… No, mejor no se lo digas. Es una broma.

– ¿Lo de Naru es una mentira «laborada»?

– No. Solo es un error. Y es «mentira elaborada».

– Ya -aceptó el niño-. ¿Estamos eligiendo? -preguntó entonces desviando la cabeza para mirar por la ventanilla a un grupo de chicas que se reían en la acera.

– No. Estamos dando una vuelta, tan solo.

– ¿No teníamos que ir esta noche a la otra casa?

– Sí, es decir, no. Iré yo solo.

El hombre se mordió el labio intentando capturar un pequeño pellejo. La pregunta del niño le había hecho recordar que, en efecto, tenía que ir a la casa de la sierra a sacar el cuerpo. El climatizador del segundo sótano lo conservaría un tiempo, pero no quería esperar. Aquella última fase se estaba volviendo cada vez más complicada, y el hecho de que a la chica le hubiese fallado el corazón durante la sesión de torno le había cogido por sorpresa: había confiado en mantenerla con vida por lo menos tres…

– Papá.

– Sí.

– ¿Has oído lo que te pregunté?

– No -dijo el hombre.

Hubo una pausa, y cuando el niño hizo la pregunta el hombre no pudo saber si se trataba de la que él no había oído o de otra nueva.

– ¿Sigo siendo tu ayudante, papá?

Sonrió levemente. Sabía el motivo de aquella duda. Llevaban desde la noche del domingo intentándolo sin resultados apreciables -él rechazaba a todas las que el niño escogía: por demasiado jóvenes, o demasiado bajitas o demasiado maduras-, y eso mermaba la confianza de su hijo, por mucho que él le explicase que la elegida tenía que gustarles a ambos. Ya había cedido en un par de ocasiones a los gustos infantiles de Pablo, incluso a sus caprichos, pero no podía seguir doblegándose.

Sin embargo, era preciso animarlo de algún modo, porque Pablo era su seguro de vida. Si el niño influía en la elección, él estaría a salvo de las trampas.

Y de súbito se sintió bastante mejor. Seguía sudando pero ya no pensaba que estuviese enfermo. Echó un vistazo a la hora en el tablero iluminado -las ocho y treinta y cinco de aquella noche de miércoles- y se dijo que por qué no, al fin y al cabo, necesitaban otra, así que por qué no probar otra vez. Quizá esa noche tuvieran suerte.

– Por supuesto que sigues siendo mi ayudante -dijo, girando en otra bocacalle-. El mejor que he tenido nunca. Y ¿sabes qué? He cambiado de opinión… Abre los ojos, ayudante, porque te aseguro que esta noche elegimos.