"El Cebo" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)

3

– No ha presentado una denuncia.

Aguardé sin decir nada. Álvarez continuó:

– Despertó, se fue a urgencias y dijo que se había golpeado con una puerta.

– Está bien que, de vez en cuando, sean los tíos quienes den esa excusa -comenté.

Álvarez hizo algo que creí que no haría en toda la entrevista: dejó de mirar el parabrisas y volvió el rostro hacia mí. Hasta ese momento se había limitado a contemplar cómo se estrellaba la rabia de aquella mañana de lunes de Madrid en forma de dardos de lluvia. Por supuesto, el gesto duró solo un instante. El coche estaba estacionado junto al parque Veronés, un pequeño jardín al norte de Madrid, supuestamente colocado para embellecer una no tan reciente parada de metro. Era un Opel y su interior olía a cuero nuevo, gabardina húmeda y loción para después del afeitado. Flotaba igualmente el recuerdo de un perfume femenino de los caros, y pensé que era más probable que fuese de su mujer que de ninguna amante secreta: Álvarez parecía monógamo vocacional.

– No quiero saber por qué le rompió la nariz a un falso positivo, Blanco -dijo Álvarez tras la pausa-. Sé que lo contó en su informe. Yo no quiero saberlo.

– Disrupcionó con un cuchillo de caza en la mano. Tuve que dejarlo inconsciente antes de irme.

– Le dije que no quería saberlo.

– Pero yo quería decírselo.

– Al menos, no ha presentado una denuncia.

– La verdad, me importa una mierda lo que haga ese capullo… -repuse-, si me perdona el lenguaje.

Álvarez hinchó el pecho y expelió el aire con un prolongado suspiro.

– Ese «capullo» era un ciudadano con derechos constitucionales. Si hubiese denunciado a la chica que le rompió la nariz, probablemente a estas alturas yo habría recibido ya un mensaje de Interior preguntándome cuánto tiempo lleva Diana Blanco Bermúdez trabajando en esto y sondeándome para saber si podíamos prescindir de usted sin indemnizarla. No cuide su lenguaje, Blanco: cuide sus ideas.

– Si quiere, me da la dirección de su correo electrónico y le envío una disculpa.

– No estoy de humor para bromas.

– Puedo poner: «Siento haberme confundido de anormal. Usted solo quería que lo ataran y lo pincharan con un cuchillo de caza, claro, filia de Repulsión, no de Holocausto, tonta de mí. Está usted como un puto cencerro, pero al menos no hace daño a nadie».

– He dicho que basta, Blanco.

– Y yo le he dicho que disrupcionó, ¿vale? Y que sostenía un cuchillo tan largo como su brazo. ¿Qué prefería? ¿Un falso positivo con la nariz rota o uno degollado?

– Yo no prefiero nada -dijo Álvarez mirando fijamente hacia el parabrisas-. Y no me hable de «disrupciones», «erupciones», «psinoma» o «máscaras»… Yo no entiendo nada de eso, y no tengo por qué entenderlo. Lo único que sé es que el viernes un inocente resultó lesionado. Y, para bien o para mal, la persona que lo lesionó trabaja en un departamento de mi competencia.

Álvarez nunca me miraba, pero yo a él sí, y a placer, entre otras cosas para ponerlo nervioso: su calvicie, el veteado gris plata en las sienes, la expresión siempre irritada de enfermo biliar, la tupida red de venillas en las aletas de la nariz, las arrugas de hombre de cincuenta y pico, el traje oscuro de dos mil euros, la camisa turquesa con corbata a juego, las uñas recortadas y el anillo de boda en la mano derecha. Alberto Álvarez Correa, Comisionado de Enlace entre Interior y Psicología Criminal. Un hombre comprensible de un solo vistazo, transparente dentro de su propio laberinto retorcido. Y quizá por eso lo necesitaba ahora más que nunca.

Tras removerse incómodo en el asiento agregó:

– Quería oírla disculparse. He supuesto que ha solicitado esta cita por eso, ¿no?

Seguí mirándolo un instante en silencio. Imaginé que, para un hipotético observador que nos espiara desde la calle, no podíamos ofrecer mayor contraste: el hombre maduro y atildado y la chica de cabello chorreante, pantalón de chándal y cazadora empapados y zapatillas llenas de barro ofendiendo el felpudo de su Opel dorado.

– ¿Sabe de lo que tengo ganas? -siseé-. ¿Quiere saberlo?

– Adelante.

– Tengo ganas de cazar a ese hijo de puta. Pero no de cazarlo, tan solo. Tengo ganas de mearme en su cara mientras se desangra. Me sentiría como una niña en Disneylandia si lo viera retorcerse de dolor rogándome que lo matara. Pienso en eso cuando quiero descansar. Me divierte y me relaja como nada en este mundo; ríase del taichí.

– Un momento, no sé adónde quiere ir a parar… ¿Está insinuando que nadie, salvo usted, quiere atrapar al Espectador? ¿Que yo no quiero?

– No sé lo que usted quiere. Solo le digo lo que quiero yo.

– Todos queremos cazar a ese bicho, Blanco.

– Pero con diferentes ganas. Somos cinco cubriendo un radio que se extiende por los alrededores de Madrid. Empezamos siendo quince, y ahora somos cinco. Recortes de presupuesto, lo llaman. Eso sin contar que los perfis no nos ofrecen nueva información sobre los cambios en su modus operandi, ni sobre el rumor de que su filia puede no ser de Holocausto. Esas son las «ganas» de la gente cuyos intereses defiende usted. Cinco cebos ignorantes para Madrid y sus alrededores. Tardamos casi un día entero en recorrer las áreas de caza, y, por supuesto, cometemos más falsos positivos al final de la jornada. ¿Y sabe por qué no hay presupuesto? Supongo que sí lo sabe, pero yo se lo diré. Porque está matando putas. No solo las mata: las envía al infierno un par de semanas y luego deja los restos en el campo como quien se limpia una mierda pegada a la suela del zapato. Mujeres entre quince y treinta años, sí, pero en su mayoría inmigrantes y putas. Es mejor destinar el presupuesto de Psicología Criminal a proteger el culo de aquellos a quienes les gusta pincharse con cuchillos de caza. Pero, en fin, ¿de qué me sorprendo? Los cebos somos como las putas, ¿no suele decirse eso? Fingimos los sentimientos para complacer a gente indeseable. Así que supongo que disminuir a la vez el número de cebos y putas es todo un logro para el nuevo Madrid de su amigo el alcalde y su amigo el obispo. «Un Madrid sin cebos ni putas» será el eslogan de la próxima campaña de…

– Ya basta, Blanco.

– Quizá tendríamos que agradecerle públicamente al Espectador que limpie la ciudad de desechos. ¿Qué le parece una misa en la Almudena?

– Blanco.

Cuando acabé, me quedé como siempre cuando digo lo que siento: llena. No como si hubiese expulsado algo, sino como si me hubiese dado un banquete frenético que solo pudiera permitirme en raras ocasiones. Álvarez, en cambio, arrugó la nariz en un gesto de leve repugnancia, como si la sinceridad fuera para él un plato vulgar.

– Si quería discutir la logística del caso, podría haberse ahorrado las ofensas. Su queja queda archivada en el disco duro. Hablaré con Padilla. Y ahora…

– No quería verle para quejarme de nada.

– Por Dios, dígame entonces qué quiere de una vez, y acabemos. Tengo una reunión en el ministerio dentro de una hora.

Miré su rostro de perfil un instante más a través de los barrotes de mi cabello húmedo pegado a la frente, tomé aire y solté lo que había estado pensando casi veinticuatro horas al día durante todo aquel horrible fin de semana.

– Quiero presentarle mi dimisión.


La última vez que Álvarez Correa me había mirado yo estaba desnuda.

Había ocurrido dos años antes, un día de abril, poco después de que se celebraran las exequias por la muerte de Gens. Me hallaba en el escenario de uno de los teatros del departamento, frente a un decorado que imitaba una ducha de azulejos blancos, y me movía constantemente con el grifo de la ducha en la mano en un ensayo didáctico de máscara de lo Ambiguo para entrenar a cebos principiantes. Álvarez había bajado a los escenarios a entrevistarse urgentemente con Padilla. Y resultó que era fílico de lo Ambiguo, y nada más verme quedó enganchado.

Los escenarios de los teatros de cebos son parecidos a platós de televisión: decorados abiertos, luces y hasta cámaras, y los ensayos se realizan a la vista de todos. Esto es así porque los cebos somos muy peligrosos y no es aconsejable que nadie, ni siquiera un preparador, se encierre a trabajar con uno de nosotros en una habitación. Pero, por lo mismo, el acceso a los sótanos donde se encuentran los escenarios está prohibido para el personal ajeno a Psicología Criminal.

El caso de Álvarez, sin embargo, era como su propia filia: ambiguo. Se trataba de nuestro enlace con Interior, y en teoría nadie podía bloquearle el paso en un teatro. Era cierto, además, que ya había visitado los escenarios en anteriores ocasiones y conocía los riesgos de mirar a un cebo fijamente durante un ensayo. Se trató, pues, de un simple azar. Los pescadores, a veces, sacan latas o zapatos en lugar de peces, y los cebos enganchamos sin pretenderlo.

El fílico de lo Ambiguo obtiene placer viendo un cuerpo moverse contra un fondo que cambia constantemente. Paulo Elazian, el psicólogo brasileño que descubrió la filia, hacía que sus cebos fueran de un lugar a otro en un decorado con tres fondos distintos. Las nuevas técnicas permiten que el propio cebo utilice su cuerpo como decorado mudable. En la antigua mitología, Proteo era un dios marino capaz de cambiar de forma a voluntad, y no en vano uno de los personajes de Los dos caballeros de Verona de Shakespeare se llama así, y su transformación constante de amigo a traidor, de amante de una dama a amante de otra, de buen chico a violador perverso, evoca las claves simbólicas de esta máscara. Gens nos hacía representar partes de la obra en cuartos de baño, donde el cuerpo y el agua forman un tapiz de imágenes móviles y cambiantes.

Supongo que, mientras bajaba, Álvarez miró distraídamente hacia el único escenario iluminado, donde yo me movía desnuda interpretando la máscara de su filia, y en aquel preciso instante realicé un gesto que le enganchó. Fue una mirada fugaz en el segundo preciso. Quizá puedas pasar veinte veces frente a un blanco mientras el tirador recarga la pistola, pero Álvarez pasó justo cuando yo disparaba.

Por supuesto, yo sabía quién era él. Llevábamos años viéndonos en el departamento y Álvarez nos había dado ya numerosas charlas e instrucciones, aunque nunca habíamos hablado personalmente. Pero bastó ese segundo para que nuestra relación cambiara de forma drástica y para siempre.

Me percaté de lo que ocurría de inmediato, debido a la inmovilidad en que lo vi sumirse al pie de la escalera. Estaba a punto de interrumpir el ensayo para evitar perjudicarlo más, cuando, por fortuna, Padilla llegó y lo cogió del brazo haciéndolo reaccionar. Por supuesto, el enganche persistió, y cuando acabé el trabajo me puse un albornoz y le pedí a un preparador que me presentase a Álvarez. Lo desenganché tras unos cuantos gestos desprovistos de la ambigüedad neblinosa que tanto placer proporciona a los de su filia: le di la mano, sonreí, charlamos banalmente.

Sin embargo, desde aquella experiencia Álvarez nunca me miraba. Desviaba la vista con rapidez cuando por casualidad nos topábamos en el pasillo de un teatro o una sala de reuniones. No le culpaba: era padre de familia, católico, tres hijos. Su trabajo le obligaba a entrar en contacto con nuestro mundo, pero no entendía nada sobre psinomas, máscaras, filias o la razón por la que Shakespeare es tan perverso y tan útil. Era un Ambiguo y ejercía su ambigüedad en las reuniones políticas, pero en su vida privada se ilusionaba pensando que mantenía convicciones sólidas.

Incluso aquel lluvioso lunes, cuando le comuniqué la noticia de mi dimisión, titubeó y parpadeó, pero no apartó los ojos del parabrisas.

– ¿Su… dimisión? Acaba de decirme que quiere cazar a ese tipo…

– Acabo de decirle lo que me gustaría hacer. Pero no puedo seguir con esto.

Álvarez respiró hondo y, por primera vez en la entrevista, habló con suavidad.

– ¿Qué edad tiene, Diana?

– Veinticinco. -No me pasó desapercibido el hecho de que también era la primera vez que me llamaba por mi nombre de pila.

– ¿Y cuándo empezó con esto?

– A los quince.

Álvarez meditó un instante.

– Según los cánones al uso en su profesión, desde luego, ya es usted veterana. Muchos cebos se retiran antes. Pero conozco un poco su historial, y me consta que a usted se la considera extraordinaria… -Era el tiempo de darme coba. Aguardé-. No soy proclive a exagerar las virtudes y defectos de nadie, solo señalo lo que todo el mundo sabe. Además, tengo entendido que el profesor Víctor Gens la preparó personalmente, lo cual no puede decir la mayoría de sus compañeros… Ello me hace pensar que perderla será… será… -Resopló-. En fin, será costoso para el departamento, pero en su profesión, más que en ninguna otra, todo depende de usted. De modo que, si su decisión es esta, nadie puede discutirla. ¿Conoce los cauces oficiales?

– Sí.

– Se lo ha dicho a Padilla, supongo.

– No, aún no.

– ¿Soy el… primero que lo sabe?

– Sí.

Hubo una pausa. Me abracé a mí misma, las piernas juntas, la ropa aún chorreante. Sabía que realizar ciertos gestos con el cabello y la ropa húmedos podía resultar peligroso para mi interlocutor, y procuraba moverme lo menos posible. Hacerme caminar bajo la lluvia había sido sin duda otra medida de precaución: así impedían que yo llevara un aspecto preparado de antemano. La seguridad era extrema a la hora de entrevistarse con un cebo «a solas». El cebo que solicitaba ver a Álvarez debía marcar un PIN secreto junto al número de móvil del que disponía; luego devolvía la llamada que un operador realizaba y se identificaba con otra clave. Nunca se le informaba con antelación del decorado donde tendría lugar la entrevista, y el día acordado seguía unas instrucciones, que en mi caso consistieron en llegar al parque Veronés, aparcar en un extremo y cruzarlo a pie hasta el coche de Álvarez. Por si esto fuera poco, un visor de conductas situado en el salpicadero del Opel registraba cada uno de mis gestos y tonos de voz y un ordenador cuántico central los procesaba. Si el conjunto formaba una máscara cualquiera, el ordenador lo sabría, y los guardaespaldas, apostados en otro coche tras el nuestro, intervendrían de inmediato. A los cebos no se nos dejaba ni respirar sin vigilancia.

– Escuche, Diana -dijo Álvarez con el tono de quien tiene treinta espaldas y quiere cubrírselas todas-, quizá he estado un poco brusco con usted, pero no le dé tanta importancia al falso positivo del viernes. Esas cosas ocurren y…

– No ha sido lo del viernes. -Traté de ser lo más sincera posible-. Llevo pensándolo mucho tiempo. Cuando apareció el Espectador, me concedí un plazo, porque juro que me hubiese gustado cazar a ese cabrón antes de irme, pero noto que no puedo. Quiero llevar una vida normal, todo lo normal que la administración me permita… -Solté una risita amarga-. Sé que no lo será tanto como a mí me gustaría, pero al menos dejaré de hacer teatro. -Me pregunté si Álvarez sabría que Miguel era el otro gran motivo de mi decisión, y supuse que, si había revisado todo mi historial, no tenía sentido ocultar nada-. Además, me gusta un hombre… Un compañero, Miguel Laredo… Planeamos retirarnos y vivir juntos. -Vi que Álvarez asentía ligeramente-. Y luego está lo de mi hermana…

– ¿Lo de su hermana? -El cambio de tono me sorprendió.

– Sí, Vera Blanco. Siempre ha seguido mis pasos, y ahora mismo se entrena en los teatros. Sé que tiene dieciocho años y puede hacer lo que le dé la gana, pero en cierto modo me siento responsable de ella y… Bueno, nunca me gustó que quisiera ser cebo. He pensado que quizá decida dejarlo también cuando yo lo haga.

– Ya. -Álvarez asintió, pensativo-. La comprendo, Diana, y le deseo suerte.

Tras otra breve pausa, añadí:

– Gracias por escucharme. Quería que usted fuese el primero en saberlo. Ahora iré al teatro a hablar con Padilla, pero antes… Antes me gustaría decirle otra cosa.

No prolongué demasiado la pausa: el visor de conducta seguía vigilándome y no era prudente «dramatizar» ninguna situación. No puse un énfasis especial al continuar.

– Aquel día, en el teatro, lo enganché por accidente.

No se movió ni dijo nada. Siguió mirando hacia delante mientras yo hablaba, mis pausas marcadas por el repiqueteo de la lluvia sobre el coche.

– Yo ensayaba su filia, y por pura casualidad usted me miró. No debe darle más importancia. Puede que haya pensado mucho sobre lo que sintió al verme, y, probablemente, sus pensamientos tomaron un curso muy extraño… Pero no se preocupe más. Fue mi máscara, no usted. Es como si se equivoca y toma LSD en vez de aspirina. Ni siquiera tuvo nada que ver el hecho de que yo estuviera desnuda o fuese mujer.


Un cebo masculino lo habría enganchado también, y usted lo atribuiría a otras causas. Olvídelo. Era puro teatro.

Álvarez Correa suspiró y giró la cabeza. Sus ojos se detuvieron un instante antes de llegar a los míos, pero quise creer que en aquel esfuerzo había gratitud y sonreí.

– ¿Puedo hacerle una pregunta? -inquirió.

– Claro.

– ¿Por qué quería decirme a mí primero lo de su dimisión?

– Porque… -Pensé en acicalar la respuesta, pero de nuevo opté por la verdad-. Porque usted es uno de mis jefes, pero no pertenece al teatro. Necesitaba decírselo antes a alguien como usted. Usted es toda la sinceridad que tengo a mi alrededor -añadí.

Intenté que sonara a elogio, pero mientras abandonaba el coche caí en la cuenta de que Álvarez era un político, y quizá se había ofendido de que lo acusara de sincero.