"El Cebo" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)

4

Miguel y yo la llamábamos la «habitación de la sinceridad». Teníamos una en cada teatro, y aquella era la de Los Guardeses, el lugar adónde me dirigí después de mi entrevista con Álvarez.

– He estado pensando en ti toda la mañana -me dijo Miguel en los labios.

– Mentiroso.

– En la «habitación de la sinceridad» no podemos mentir, señorita.

Sonreímos. Volvimos a besarnos y apoyó las manos en mi húmeda cazadora apretándome contra su pecho. Tenía las manos bonitas, sin dejar de ser masculinas, muy suaves y a la vez poderosas. Me gustaba sentirlas sobre mi cuerpo.

Nuestras bocas se apartaron lo justo para poder mirarnos a los ojos.

– ¿Cómo ha ido todo? -susurró Miguel.

– Bien. Sin sorpresas.

– ¿Cómo se lo tomó?

– Supongo que normal. Álvarez no es un hombre de muchas palabras, ya sabes.

– A ti esa clase de hombres te va.

– Capullo. -Lo besé.

Nunca recordaba quién de los dos había comenzado a llamar así a nuestras «habitaciones de la sinceridad». Imagino que surgió cuando nos percatamos de que en los demás sitios de los teatros estábamos casi siempre fingiendo. La habitación de Los Guardeses carecía de ventanas y se hallaba iluminada por una sola bombilla desnuda colgada del techo. Su espacio era tan reducido que si me hubiese plantado en medio y separado los brazos, habría tocado los anaqueles de metal que se alzaban a cada lado, llenos de props de teatro: collares, brazaletes, sombreros, relojes de pulsera, gafas, ropa interior de ambos sexos; incluso grandes orquídeas y pequeñas violetas artificiales rebosando de un cajón. Había hasta un retrete en el suelo, por supuesto también teatral, sobre el que todo el mundo bromeaba. Empezaba a resultar aburrido bromear sobre él.

En cualquier caso, por pequeña y cutre que fuese, era nuestro refugio, el lugar donde nos reuníamos para hablar de nosotros, a salvo de visores de conducta o técnicos. Miguel y yo teníamos poco tiempo, y últimamente solo coincidíamos en los teatros.

– ¿Le has contado lo nuestro? -preguntó despejándome la frente con gesto de maquillador.

«Lo nuestro» sonaba bien en su voz. Sonreí.

– Le dije que quería a un compañero. El ya sabe el resto. Iba a decirle que quiero a «un chico», pero tratándose de un hombre de cuarenta y pico, barbudo, con canas prematuras, lo vi un poco exagerado…

– Te gustan mis canas prematuras.

– Eso es verdad, papá.

Miguel seguía sonriendo de forma encantadora, pero advertí una pizca de seriedad en su expresión. Sabía que le afectaba nuestra diferencia de edad.

– Todo lo bueno necesita años para desarrollarse plenamente, señorita -replicó.

Me adentré en sus ojos un instante antes de hablar. -Me estaba burlando de ti. Eres el hombre más joven que conozco.

– No intentes arreglarlo, niñita. -Rozó mi nariz con el dedo índice. Volví a besarlo. Estaba arrebatador-. De todas formas -añadió-, cuando se lo digas a Padilla lo sabrá todo el mundo.

– Seremos famosos dentro de unas horas.

– Lo dirán en los telediarios…

– «Cebo de la policía española abandona su trabajo para vivir junto a un ex cebo madurito» -improvisé, queriendo provocarlo.

– No: «El célebre profesor de preparación psicológica técnica y ex cebo de la policía nacional, Miguel Laredo, decide unir su destino al de una joven y desconocida cebo madrileña».

– Demasiado largo.

– Entonces… «El célebre y atractivo preparador Miguel Laredo se casa.»

– No vamos a casarnos. -Reí.

– Pues no se me ocurren más titulares. Y sin titulares, no hay noticia.

– Entonces no habrá noticia.

Nos quedamos mirándonos, y aproveché para gozar de su sonrisa. Miguel era un hombre alto, más que yo, que no soy nada bajita, y se hallaba en buena forma. Su barba estaba tan recortada que era preciso pasarle el dedo por las mejillas para saber que seguía ahí, pero era tan blanca como la nieve, más aún que su melena espesa y revuelta, lo cual contrastaba casi siempre con el color negro de la ropa que le gustaba vestir: aquel día, camisa de cuello Mao y pantalones italianos, ambos de un negro sin matices. Sin embargo, era la sonrisa lo que otorgaba al conjunto un sentido, como si toda su belleza hubiese sido creada para alegría de otros. Aquella expresión perenne de «podría hacerte reventar de risa si quisiera» me fascinaba. Mirándolo, me daba por pensar cuánto nos gustan a las mujeres los hombres que no han dejado del todo de ser niños.

Nuestra relación había comenzado aquel último año. Hasta entonces Miguel había sido para mí el «profesor Laredo»: una leyenda viva del mundo de los cebos en España, y resulté tan sorprendida como el resto de mis compañeros cuando supe que el célebre y atractivo ex cebo y preparador se fijaba en mí. «¿Cómo lo conseguiste?», me había preguntado burlona mi hermana Vera al enterarse. Me hice la importante entonces, pero la respuesta más sincera que hubiese podido darle era: «Porque no lo pretendía». Había surgido, tan solo. Y era real. Si había algo verdaderamente real en mi vida en aquella época, era que nos amábamos.

– Bueno, ¿y cómo te sientes en el gran día? -dijo al fin.

– La verdad, no lo sé. Todo ha ido muy deprisa. Tendré que acostumbrarme.

– Claro, es lógico.

– Y sigue disgustándome dejar el trabajo a la mitad.

– Pueden sustituirte en las cacerías que llevas, ya te expliqué…

– Sí, ya.

– Pero no es eso, ¿verdad?

Sacudí la cabeza y me aparté el cabello húmedo de la cara. -Se me pasará.

– Es el Espectador -dijo Miguel.

Titubeé sin acertar a responder. Habíamos hablado del tema millones de veces, yo lo había consultado con millones de almohadas y preguntado a millones de espejos. Y sin embargo, allí estaba, otra vez, inevitable. El Espectador. Un nombre cuya sola mención hacía que la bilis acudiera a mi garganta y el asco llenara mi cuerpo como si recibiera una transfusión de mierda por las venas.

«Pero ya basta. Has dimitido. Kaput. The end.»

– Terminaremos cazándolo, cielo, te lo aseguro.

– Lo sé -dije-. Siempre terminamos cazándolos. Es solo que… No sé explicarlo.

– Es solo que pones todo de tu parte, lo das todo para convertirte en lo que tu presa más desea… y luego te cuesta abandonar. A mí me ocurrió igual cuando decidí que había llegado la hora de cerrar la tienda.

– Sí, creo que es eso -repuse con desgana. A Miguel, como a casi todos los hombres, le gustaba pensar que conocía muy bien a su pareja, y yo no dudaba de que en muchas ocasiones captara mis motivos más íntimos, pero algo en mí se rebelaba siempre en contra de aquel escrutinio.

La puerta se abrió en ese instante y se asomó una chica muy joven, de baja estatura, rubia, ojos levemente azules, el pelo recogido en una cola corta y abierta. Vestía el albornoz blanco que llevamos los cebos durante las pausas entre ensayos y llevaba colgada del cuello la tarjeta roja que la identificaba como tal. Pero yo no necesitaba leer su nombre en la tarjeta para saber que era Elisa Monasterio. Venía acompañada de un niño de unos diez u once años, muy guapo, que vestía de igual forma.

– Oh, perdonad, pensé que no había nadie -dijo Elisa enrojeciendo-. Quería buscar props para él. Es un «Arthur» nuevo y está un poco confuso. -Le revolvió el pelo al niño-. No sé si interrumpo algo…

– No, adelante -dijo Miguel.

– Hola, Diana. -Elisa sonrió hacia mí. Una hebra de pelo le cayó sobre un ojo.

– Hola, Elisa.

Elisa Monasterio compartía el piso de cobertura con mi hermana, y era su mejor amiga. Interesada como siempre en indagar todo lo que afectaba a Vera, yo ya había recabado información sobre ella. En el departamento consideraban a Elisa buena chica, aunque deseosa de trepar.

– ¿Cómo estás, Diana? -preguntó mientras sacaba cajas llenas de props.

– Bien, gracias. ¿Y tú?

– Mucho trabajo, pero bien.

Surgió un instante de incómodo silencio. Pensé que era muy curioso lo que nos ocurría a los cebos: Miguel y yo habíamos hecho, o dejado que nos hicieran, cosas impensables, grotescas, perversas. Cosas que, solo con contarlas, hubiesen quitado el sueño a un capo del narcotráfico. Y sin embargo allí estábamos, como ex alcohólicos en una terapia de grupo, sometidos a los titubeos sociales de una pausa embarazosa.

– Acabaremos pronto. -Elisa atrajo al niño hacia sí y se puso a revisar las cajas-. Veamos: necesitamos unas cuantas flores…

El verdadero nombre del niño no era Arthur. Gens denominaba así a los cebos menores de edad, por el personaje infantil de una de las primeras obras de Shakespeare, Rey Juan. Arthur es el heredero de la corona, pero el actual rey ordena asesinarlo tras intentar cegarlo con hierros al rojo. La escena de la tortura contenía consejos en clave sobre la máscara de Inocencia, según Gens. El apodo se había hecho popular.

Me pregunté, viéndolo alzarse de puntillas sobre sus zapatillas de algodón para mirar el interior de la caja, de qué rincón de la vida habría salido aquel «Arthur», qué clase de trauma habría empujado a sus padres -si los tenía- a aceptar tal destino para su hijo. Porque, aunque salvar a muchos niños poniendo a unos pocos en peligro pueda resultar admisible, no conocía a ningún padre normal que aceptara ese canje. Gens, sin embargo, consideraba a los «Arthur» tan solo como parte del censo de personajes. Su punto de vista al respecto había sido siempre teatral.

– Creo que con esto nos apañaremos -dijo Elisa sosteniendo varias flores artificiales y algunas cintas de goma-. Perdonad otra vez. -Dejó una sonrisa ruborizada en el aire al marcharse.

– No sabía que hoy hubiese clases teóricas -comenté, una vez a solas con Miguel.

– No son teóricas. Los perfis están diseñando nuevas técnicas con el Espectador. Padilla quiere resultados cuanto antes.

Me quedé de una pieza al oírlo.

– ¿Padilla va a usar a cebos inexpertos con ese monstruo?

– No, no -repuso Miguel con rapidez-. El «Arthur» está en otro ensayo…

– No me refería al niño.

– Bueno, Elisa no es exactamente menor de edad…

– Hablo de inexpertos, no de menores, Miguel. Sé que Elisa tiene dieciocho años, como Vera. Es una de sus grandes amigas. Pero ¿cuántas cacerías de verdad ha realizado? ¿Dos? ¿Tres? ¿Y qué habrá capturado? ¿A un falsificador de tarjetas de crédito? ¡No está a la altura de alguien como el Espectador!

– Cielo, ese tema se lo dejo a los perfis. Mi trabajo consiste en…

– Lo único que me gustaría saber -corté- es por qué nadie me ha dicho que los parámetros del perfil del Espectador han cambiado tanto como para usar a inexpertos.

– Cambian constantemente, cielo. Ese tipo no se parece a nada que hayamos tenido aquí en mucho tiempo… Y todo se hace a nivel confidencial. Yo mismo me enteré ayer de que tenía que entrenar a Elisa y soltarla en las áreas de caza esta noche…

– Dios mío.

– Padilla y Álvarez están obsesionados con ese bicho.

– Yo también -repuse.

– Y ahí es donde te equivocas. -Miguel alzó la voz, pero volvió a suavizarla de inmediato-. Te he dicho mil veces que esta profesión no es cuestión de obsesiones, ni siquiera de emociones…

– Esta profesión ya no es mi profesión. Y no te hagas el maestro conmigo.

Nos callamos, y me arrepentí de mi dureza.

– Lo siento -dije.

– No, no pasa nada.

– No quería hablarte así.

– No, no, de veras, no pasa nada, cielo. Lo que ocurre es que tengo la impresión de que… Bueno, de que has dejado el teatro demasiado pronto.

Hubo un silencio. Miguel agregó:

– Le diré a Padilla que te asigne solo la cacería del Espectador… Cuando lo atrapemos, podrás retirarte a gusto.

Aquella inesperada propuesta reavivó mi enojo.

– Eso es absurdo. Tú has sido el que más ha insistido para que lo deje todo. Partir desde cero, vivir con tu sueldo un tiempo… ¿No era esa toda la historia?

– Y lo sigue siendo.

– ¿Pero?

– Pero no quiero que te pases el resto de la vida con esa espina clavada… Está claro que sigues dándole vueltas al tema, quieres cazarlo… Bien, adelante. No me gusta, pero menos aún que lo dejes después de hacer un falso positivo…

– El falso positivo no ha tenido nada que ver. -Apreté los dientes-. Lo he dejado porque tú me lo pedías. ¿No querías mantenerme?

Todo rastro de dulzura se borró por completo de su semblante. «Otra vez la has cagado, Diana», me reproché.

– No, no quiero mantenerte, y me ofende que digas eso -repuso Miguel-. Quiero que dejes el trabajo, sí, pero si tuvieras cualquier otra profesión, no te lo pediría.

Sabía a qué se refería, y no dije nada. Pese a ello, no me gustaba que me protegiera tanto. Su preocupación por mí era como el roce de algo suave contra una zona muy sensible de mi cuerpo: al mismo tiempo agradable y molesto.

– ¿Sabes? -prosiguió-. Padilla visitó hace poco a Claudia Cabildo… Me contó cómo estaba… -Bajó la cabeza y durante un instante solo contemplé su cabello grisáceo-. Yo pensé que… que no quería que te convirtieras en eso por nada del mundo, si es que tienes la mala suerte de sobrevivir a algo así… No quiero que sigas, Diana. Y ahora menos que nunca…

A Claudia Cabildo la había capturado un psico llamado Renard tres años atrás. Yo también la visitaba de vez en cuando, y sabía lo que Renard le había hecho. En aquel momento no quería recordarlo.

Respiré hondo en la pausa que siguió y suavicé la voz.

– No voy seguir, Miguel. Tomé una decisión. He dicho que lo dejo, y eso es lo que haré. Supongo que lo que me ocurre es que necesito tiempo para asumirlo…

– Hablas como si se tratara de una ruptura amorosa -ironizó.

Pensé un instante en aquello. No se me había ocurrido verlo de esa forma.

– Creo que era Víctor Gens quien decía que abandonar a alguien a quien odias es como abandonar a quien amas -repuse-: ambas cosas te crean un vacío.

– Víctor Gens era un guarro.

Me eché a reír.

– Tú no te quedas atrás -dije, pensando que era imposible no amar al hombre que te hace reír cuando te sientes tan mal-. Creo que podré vivir sin ser cebo, si me ayudas.


A veces tenía la sensación de que protagonizaba una obra romántica, muy ingenua, muy vacua. Cuando nos abrazamos en ese instante me ocurrió así, incluso imaginé que podía sonar alguna clase de música. Me sentía amada y confortada, a resguardo en aquel pecho fuerte, envuelta por sus brazos como por un manto de seda, pero a la vez tonta y débil, como si una parte de mí no estuviera conforme con aquella entrega. Un perro que se dejaba acariciar el vientre, pero que también tenía ganas de morder.

Cuando dejamos de abrazarnos, Miguel pareció sufrir un ataque de timidez. Fingió observar la cubierta de un holovídeo que había dejado en la estantería cuando entramos en la «habitación de la sinceridad», un ensayo de Altea, uno de los más atroces sobre máscara de Inocencia que se habían hecho jamás, con el uso de cebos involuntarios y auspiciado por el FBI. Recordé que Gens añadía: «Lo hicieron cuando el FBI era una institución seria». Me pregunté, no por primera vez, si el cambio de trabajo de Miguel lo había convertido a él también en una «institución seria». Llevaba ya más de dos años en su actual puesto, tras retirarse como cebo a una edad, los cuarenta, en que la mayoría de nosotros estábamos muertos o habíamos «caído al foso», si no nos habíamos retirado antes. Sin embargo, Miguel no parecía afectado por sus experiencias.

Entonces dejó de mirar el holovídeo y se volvió hacia mí.

– Hay… algo más, Diana. Padilla no ha querido contártelo… -Lo que vi en sus ojos hizo que me estremeciera. Agregó, tragando saliva-: Es sobre tu hermana.