"El Cebo" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)5Resulta difícil moverse libremente por Los Guardeses, como por cualquier otro teatro de la policía. No es que haya una vigilancia sofisticada, con agentes armados y complejos aparatos electrónicos, que por otra parte son inútiles, ya que la tecnología más avanzada puede ser superada por otra nueva y los hombres mejor entrenados son fácilmente abatidos por hombres aún mejores. El edificio en sí tampoco tiene nada de especial: es una finca rústica a unos cincuenta kilómetros al noroeste de Madrid, de paredes de piedra, dos plantas y un extenso sótano. Cuando hay ensayos se llena de coches y varios camiones que aparcan a la entrada, y al acabar el trabajo todo el mundo se larga y no queda ni rastro de lo que han hecho, salvo quizá los objetos de la «habitación de la sinceridad» y algún mobiliario disperso. Un visitante casual pensaría que se está rodando una película. A la entrada, en el aparcamiento, un simple vigilante de seguridad pide algún tipo de identificación tras un saludo ceremonioso, nada más. Ni perros guardianes, ni francotiradores, ni alambradas. Y sin embargo, como en el cuento de Cortázar, pobre del desgraciado que quiera entrar en la «casa tomada» de un teatro durante un ensayo con cebos. Pese a todo, cuando Miguel terminó de hablar, apreté los dientes, di media vuelta y salí de la «habitación de la sinceridad» sin decir media palabra, ignorando sus llamadas y el paso de colegas y técnicos a mi alrededor. Manteniendo la vista en el suelo, como solemos movernos en los teatros, sin mirar a nadie ni hablar con nadie, crucé el vestíbulo y antes de llegar al salón de ocio (un cuarto grande con una mesa de ping-pong, algunos aparatos para hacer deporte y un dispensador portátil de bebidas no alcohólicas), torcí hacia la escalera que llevaba a los escenarios del sótano. En la pizarra de la puerta, al pie de la escalera, estaba escrita la máscara que en aquel momento se ensayaba: Orgía. «Suena bien», había añadido algún gracioso con letra apresurada debajo. Yo no era fílica de Orgía, pero ciertos gestos de aquella máscara podían perturbarme, de modo que agradecí el aviso. Empujé la puerta y entré en la oscuridad. Había cuatro escenarios iluminados con un par o tres de cebos en cada uno. Los menores de edad ocupaban uno, y en los otros tres había adultos jóvenes. En todos se ensayaba Orgía, y la atmósfera era densa, casi pegajosa. Podían escucharse en el aire jadeos y breves textos de Shakespeare, mezclados con las escuetas instrucciones de los preparadores. Avancé sorteando figuras en penumbra hasta detenerme frente al último escenario de la sala. Allí estaba mi hermana. El decorado eran unos cuantos cubos de madera iluminados por focos, y Vera rodaba por el suelo junto a ellos. Mientras yo la observaba se le unió Elisa Monasterio. Ambas estaban desnudas, y se enzarzaron en una coreografía de caricias no consumadas, como si algo les impidiera tocarse. Elisa lo hacía muy bien, profesionalmente, pero observé con pena que Vera se equivocaba porque pretendía hacerlo bien. Ponía voluntad, lo cual era un error de novato. Todavía ignoraba que el trabajo del cebo no consistía tanto en engañar a otros como a nosotros mismos. Nuestra mayor fuerza residía en no ser conscientes de la fuerza que poseíamos. Elisa también era novata, pero no albergué ninguna duda sobre que llegaría a ser un cebo muy valioso. En cambio, Vera seguía aún muy verde. Cuando llegó el momento de interpretar la escena de la máscara -el diálogo entre Gloucester y Ana en Ricardo III-, Elisa lo hizo de manera maravillosamente simple: – «Que la negra noche ensombrezca tu día, y la muerte tu vida…» Vera le daba la réplica: – «No te maldigas a ti misma, bella criatura, porque eres ambas cosas…» El ensayo era un ejercicio casi inofensivo basado en los estudios del grupo FOX. Normalmente no me hubiese afectado, pero mientras las observaba empecé a sentirme como si hubiese bebido un vasito de licor fuerte. Pensé entonces en algo que no se me había ocurrido antes: la máscara de Orgía precisaba que el cebo fuese rechazado por la conciencia de la presa para conseguir el enganche, de igual manera que el personaje de Ana se dejaba tentar por el deforme Gloucester pese a aborrecerlo, y el hecho de que uno de los participantes fuera mi hermana, sin duda, me provocaba aquel rechazo con más facilidad, y por tanto aquel deseo creciente en mi psinoma. Decidí interrumpirlas. No quería correr el riesgo de quedar enganchada con mi propia hermana. Varias caras se volvieron hacia mí cuando intervine. El entrenador, un tipo musculoso y calvo con fuerte acento alemán, puso cara de fastidio pero me dio permiso para hablar «urgentemente» con Vera. Nos dirigimos al camerino, y me desagradó que Elisa nos siguiera, como si formara una parte indivisible con Vera o quisiera protegerla de mi mala influencia. El camerino era una habitación estrecha con anaqueles negros, el clásico espejo con bombillas y una cómoda. Había albornoces colgados, pero ninguna de las dos hizo ademán de vestirse. Elisa, quizá con el fin de tener una excusa para quedarse, comenzó a calzarse unas medias de retícula. Vera sacó un echarpe de seda brillante y lo alisó. Ambas se lanzaban sonrisas cómplices, como colegialas. – Eli me dijo que te había visto en el teatro con Miguel. -Vera semejaba estar muy contenta-. ¿Te ha gustado nuestra «función»? – ¿Podemos hablar tú y yo a solas, por favor? -pregunté descaradamente. – Oh, ¿así que es confidencial? -Vera jugaba con el echarpe cubriéndose los pechos-. ¿De hermana a hermana? Yo sabía que intentaba provocarme, pero no la complací. – Es igual -dijo Elisa con suavidad gatuna, acariciando lánguidamente una lámpara alta junto a la pared-. Ya me voy. Posó el índice en sus labios, lo besó y rozó con él los labios de Vera. Al pasar junto a mí me lanzó una sonrisa picara. Se la devolví. No estaba enfadada con ella, y a decir verdad tampoco con Vera. Ambas eran muy jóvenes y gozaban de ser cebos, como todos nosotros. Yo había pasado por ese período y lo conocía bien: la sensación de tener a otros en tu poder, de conseguir lo que quieras de los demás solo con moverte y hablar. El sueño de que, hasta el final, eres dueña de tu propio destino y del de aquellos que te rodean, como cree el malvado rey Ricardo III en la tragedia de Shakespeare. A solas, Vera cambió de actitud y se mostró impaciente. Se arrolló el echarpe al cuello y me dio la espalda para elegir un albornoz. – Acaba cuanto antes, hermanita -dijo-. Tengo que seguir ensayando. Me quedé mirándola un instante. Casi me afectó su extrema juventud, reflejada en aquella piel tersa y brillante. Vera no era tan alta como yo, pero estaba muy bien formada. Su cabello, a diferencia del mío, que llevo por los hombros y es trigueño, era muy largo y de color casi negro, y la humedad de una ducha reciente lo oscurecía aún más. De espaldas parecía más adulta, porque sus pechos pequeños y el resplandor de su sonrisa revelaban ingenuidad, pero su entrenamiento físico se notaba en los músculos. Me gustaba verla. La amaba con todas mis fuerzas. Era mi hermana, lo único que me quedaba en el mundo. Habíamos vivido juntas hasta que ella había cumplido la edad en la que yo me había convertido en cebo -los quince-, pero había decidido no dejarla sola jamás. Y protegerla. – Ya sabes lo que quiero -afirmé. Había descolgado el albornoz, pero no se lo puso. Cuando se volvió hacia mí, parte del cabello le caía sobre el rostro. – Así que ya te has enterado. Sabía que el bueno de Miguel no se callaría… – Y ahora que ya lo sé, he venido a decirte que no puedes. – Para su información, le comunicamos que Vera tiene dieciocho años y el mes que viene cumplirá diecinueve -replicó, acentuando las cifras-. Déjame vivir mi vida. – Eso es exactamente lo que quiero: que vivas. Por eso no vas a participar en la cacería del Espectador. Solo quería decirte eso. Nos vemos luego. Sus palabras, pronunciadas entre dientes, me detuvieron cuando me giré. – ¡Vete a tomar por el culo, hermanita! – Voy a hablar con Padilla, que es más o menos lo mismo. – ¡No tienes ningún derecho a decirme lo que debo o no debo hacer! – Soy, precisamente, la persona que tiene todo el derecho del mundo a decírtelo. Y sé de qué va esto, además. – ¡Yo también sé de qué va esto! – Tú no tienes ni puta idea. El Espectador es caza mayor, Vera. – ¿Y qué? – Que no estás preparada, sencillamente. – ¡Padilla cree que sí lo estoy! -Su aparente control se agrietaba. Yo buscaba eso: indignarla, hacerle pasar una rabieta, mostrarle lo infantil que todavía seguía siendo. – No grites, por favor. A Padilla solo le interesa justificar su sueldo a fin de mes y moderar los gastos. Han recortado el presupuesto para cebos con experiencia y están usando a estudiantes. Muy bien, allá él. Pero tú no jugarás en el equipo. – ¿Y cómo lo vas a impedir, Diana? -Compuso una mueca que me dolió, por lo mucho que me recordaba a mamá cuando se encrespaba-. ¿Te acostarás con él a cambio de que me deje fuera? ¿Le harás una Orgía, como las que hacías para Gens en la granja? No me importó su ataque. Sabía que Vera envidiaba mi aprendizaje con Gens. – Padilla hará lo que yo le diga. Aquella simple respuesta la detuvo. Su rostro semejó un estanque helado sobre el que de repente yo hubiese apoyado la bota. Me dio pena comprobar cómo suavizaba el tono y presionaba otros resortes. – Escucha, he estado preparándome y sé que puedo hacerlo… Elisa me ha visto y también lo cree. A ella la han elegido para esta noche. Hemos practicado juntas… Pensé en decirle que Elisa Monasterio tampoco serviría, que usarla para cazar al Espectador era como enviarla a un barranco con los ojos vendados, pero decidí concederle una tregua. A mi hermana le costaba rogarme: era fílica de Petición, y no se le daba bien implorar. Siempre había imaginado que, si tenía suerte, Vera se uniría a un hombre (o a una mujer, pues sabía que Elisa y ella eran más que amigas) a quien miraría como me estaba mirando a mí, obligándolo a comportarse como un corderito. – Solamente te pido una oportunidad, Diana. Confía en mí, por favor. Toda la vida me has visto como a una niña pequeña que se toma el trabajo como una diversión… No lo haces con mala intención, lo sé… Quieres cuidarme, protegerme, y te lo agradezco. Pero ya no soy una niña -añadió con toda la seriedad que pudo, y se apartó del cuerpo el albornoz que aún sostenía, quizá para mostrarme lo mujer que creía ser-. Y este trabajo es mi vida. Me pasa como a ti… Tú lo has dado todo por esto, ¿no? Has hecho cosas… terribles… por papá y mamá, ¿verdad? Por su memoria… Eres el mejor cebo del mundo, y jamás lo dejarás… No me pidas que lo deje yo. Era el momento que esperaba. No cambié de expresión al hablar. – Voy a dejarlo, Vera. Me miró como si yo fuese una alucinación. – ¿Qué? – Vine al teatro a presentar mi dimisión a Padilla. Ya hablé con Álvarez. – ¿Hablas… hablas en serio? – Totalmente. – ¿Cuándo lo decidiste? -Lo decía como si se tratara de algo espantoso. – He estado pensándolo desde hace meses. Pero fue este fin de semana. – No… no sabía nada… – No quería que lo supieras hasta que no se hiciera oficial. Ahora ya lo sabes. Además de Vera y Padilla, había pensado en decírselo a otras dos personas más. Una de ellas sería Claudia Cabildo. Y también se lo contaría al señor Peoples, pero por teléfono. Jamás iría a ver al señor Peoples, ni siquiera para esto. Solo la posibilidad de verlo me hacía estremecer de pies a cabeza y un sudor frío bajaba por mi espalda. Se lo diría por teléfono. Una llamada muy breve. Vera movía la cabeza, aturdida. – Pero… ¿por qué? Me encogí de hombros. – Quiero vivir una vida normal junto a Miguel. Creo que tengo derecho, ¿no? – ¿Y vas a abandonar al Espectador? -Su tono era el de quien pregunta si iba a abandonar al hombre al que amaba-. ¿Vas a dejarle que siga haciendo lo que hace? ¿Qué… qué coño te pasa? – Cuida tu lenguaje -le reproché-. Y para contestarte, te diré que estoy harta de vivir odiando. Ahora quiero saber lo que se siente cuando amas a alguien. Solo para variar. Por cierto, te animo a que hagas lo mismo, Vera. La vida tiene otras cosas, y deberías probarlas. Directora de cine era otro de tus sueños, ¿recuerdas? ¿Por qué no lo intentas? Puedo ayudarte, tengo dinero… – No quiero tu asqueroso dinero -dijo, poniéndose el albornoz lentamente. En el espejo, a su espalda, vi cómo sus manos sacaban su larga mata de pelo por fuera del cuello de la prenda. – Vera -musité-. Podemos intentar llevar una vida normal… las dos. Sonaron unos golpecitos y la puerta se abrió. Me hallaba tan cerca que casi me dio en la espalda. El rostro alargado de Elisa Monasterio asomó por la abertura. – Perdonad. ¿Os falta mucho? Hermann dice que tenemos que seguir, Vera. Ambas le dijimos «enseguida», y ella nos miró con suspicacia y, en mi opinión, con un poco de descaro. Yo sabía que Vera no iba ni al baño sin contárselo antes a «Eli», y esa intimidad me indignaba. Sin embargo, cuando la puerta se cerró, mi hermana parecía más tranquila. – Hagamos una cosa -dijo-. Déjame seguir con el Espectador. Cuando lo cacen, te juro que pensaré en serio en dejar esto. Traté de reunir paciencia. – Vera: el Espectador es lo más peligroso que hemos tenido desde hace mucho tiempo. Los perfis todavía no lo comprenden… – No va a pasarme nada, y lo sabes. Nunca picará con una inexperta. Tú misma lo dices: Padilla nos usa para justificarse. Caerá con una de vosotras… -Se interrumpió-. O con una de tus compañeras, si tú lo dejas… Yo solo quiero participar. ¡Sabes bien que no voy a lograr atraerlo! -Parecía decepcionada, como si se quejara de que un guapo actor de cine no se fijase en ella entre la multitud de admiradores. Pero se equivocaba, por supuesto. El Espectador era un lobo entre corderos. Podía elegir a cualquiera. Solo tenía que apuntar con el dedo para devorar a otra. – Te pido solo esto -insistió-. Llevo cuatro años preparándome para ser cebo… – Yo nunca quise que lo fueras. Pero tú tenías que hacer todo lo que yo hacía. – Pero ya lo soy, es lo que importa. Déjame intentarlo, Diana, por favor… «Una droga.» Así decía Gens que se volvía aquel horrendo trabajo. «Cuando descubres la pasión y la perversión de servir de veneno a quien odias, ya no puedes dejarlo.» Vera tenía inoculada aquella droga en los ojos. Yo sabía que jamás abandonaría. La miré en silencio un instante: sus dieciocho años contenidos en un cuerpo pequeño y terso con una voluntad de fuego, tan deseosa de justicia como yo lo había estado a su edad. ¿Acaso iban a frenarla mis palabras? – De acuerdo. Pero cuando lo capturen, pensarás seriamente en dejarlo -le dije. – ¡Claro que sí! -Su rostro se iluminó-. ¡Te lo juro! De improviso se arrojó sobre mí. Sentí su juventud palpitando en mi hombro mientras su voz repetía «gracias» y sus brazos me estrujaban, casi ahogándome. Así era Vera de emocional, de apasionada. – ¿Sabes una cosa? -Se apartó para mirarme con ojos brillantes-. A veces pienso que no lo hago por papá y mamá, sino por mí… Para sentirme bien del todo. Sabía que tenía razón. En realidad, nunca nos sacrificábamos. Hacíamos lo que queríamos hacer, lo que siempre habíamos querido. Nos elegían porque gozábamos destruyendo a quienes destruían, y nos entregábamos por completo al hacerlo. Éramos bombas repletas de venganza, y no nos importaba reventar junto a los crueles. Le despejé el cabello del rostro. Sonreí. – Muy bien. Hablaré con Padilla sobre mi dimisión pero no te mencionaré. – ¿Y si él te habla de mí? -preguntó indecisa. – Le diré que puedes hacer lo que quieras. Ya eres mayor, ¿no? Ahora debes regresar al ensayo. Luego hablamos. Su sonrisa emocionada me acompañó como un guardaespaldas mientras abandonaba el camerino. En los primeros tres escenarios seguían progresando en la escena de Ricardo III: hombres con hombres, hombres con mujeres, niños entre sí. En el último, Elisa Monasterio aguardaba la llegada de mi hermana y me dirigió una mirada implacable al verme. La ignoré: no nos caíamos bien, pero no me importaba. Esperé hasta que Vera se incorporó y me acerqué a Olga Campos, la coordinadora de entrenamiento, que las observaba mientras bebía una infusión. – Olga, perdona que te moleste, pero me gustaría ver a Padilla. Tú sabes siempre dónde está. ¿Puedes llamarlo? Olga también había sido cebo, y bastante buena, hasta que un ascenso -debido, según las habladurías, al rollo sentimental que mantenía con Padilla- la había colocado en aquel puesto. Llevaba un albornoz de un negro tan denso como su rizado cabello, y en la sombría atmósfera del sótano parecía un rostro flotante adosado a un vaso de papel. Elevó las negras cejas apenas mirándome por encima del borde del vaso. – ¿Es urgente, Diana? Estoy hasta el culo de… – Es muy urgente. Quiero pedirle que expulse a mi hermana del departamento con efecto inmediato. Sin indemnización. Solo quiero que la expulse. Por fin había conseguido que me prestara atención. Apartó el vaso de los labios y me miró con desfachatez. Olga era algo basta, de dientes tan grandes como sus palabras. Se creía la reina de la fiesta en aquel mundo de novatos. – Eh, ¿qué te has fumado? -Rió-. ¿Crees que Padilla te va a hacer caso, pendeja? – Si no lo hace -proseguí suavemente-, o no lo hace con bastante rapidez, puede que hable con los medios. Les encantará oírme, te lo aseguro. Les contaré sobre los teatros, los sótanos como este donde ensayan menores de edad para el gobierno, los chicos y chicas que se entrenan para tentar a los locos y todas y cada una de las operaciones en las que he participado. Quizá hasta me lleve fotos. Les parecerá fascinante. No creía que nadie más me estuviese oyendo. Gestos y frases se sucedían sin interrupción en los escenarios. En cuanto a Olga, seguía mostrando toda su caballuna dentadura. Sabía que no me creía: ser chivato no entraba en la lógica de nuestra profesión, sencillamente. Pero confiaba en que mi amenaza la espabilara. Me señaló con el índice. – Eso no ha estado bien ni como broma, capulla. Me encargaré de que Padilla te dé una patada en el culo. Perderás el trabajo. – Ya lo he perdido -repliqué-. Tú, limítate a llamarlo. La dejé y me aparté a un lado. Vera y Elisa habían hecho otra pausa y escuchaban las instrucciones del entrenador, pero Elisa aprovechó para volver a mirarme, desafiante, como si sospechara lo que me disponía a hacer. |
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