"El consuelo" - читать интересную книгу автора (Gavalda Anna)

8

El vuelo pasó a novecientos kilómetros por hora. Charles apenas tuvo tiempo de encender el ordenador porque enseguida el comandante anunció que la temperatura en tierra era de dos grados, les deseó una buena estancia a todos y les soltó el rollo habitual de la alianza Sky Team.


Se reencontró con Viktor, su chófer de sonrisa dulce (un agujero, un diente, un agujero, dos dientes), el cual, había comprendido por fin Charles después de decenas de horas de atascos (en ningún otro país del mundo había pasado tanto tiempo en el asiento de atrás de un coche. Al principio perplejo, luego inquieto, después irritado, luego furioso, y por fin… resignado. ¡Ah!, ¿era pues eso el legendario fatalismo ruso? ¿Mirar por una ventanilla cubierta de vaho cómo se diluye tu buena voluntad en el caos que te rodea?), en otra vida había sido ingeniero de sonido.

Era locuaz, contaba un montón de historias maravillosas de las que su pasajero no comprendía nada, fumando cigarrillos apestosos que sacaba de preciosas cajetillas.

Y cuando sonaba el móvil de Charles, cuando su cuente arqueaba una vez más la espalda, se apresuraba a poner la música a todo volumen. Por discreción. Nada de balalaica o de Chostakovich, no, rock local, el suyo. Y los ecualizadores al rojo vivo.

Un horror.


Una noche se quitó la camisa para enseñarle lo que había sido su vida. Ahí palpitaban todas las etapas: bien tatuadas. Apartó los brazos y giró sobre sí mismo como una bailarina, delante de una gasolinera, ante los ojos como platos de Charles.

Era… pasmoso…


Se reencontró con sus compañeros franceses, alemanes y rusos. Encajó varias reuniones, unos cuantos suspiros, una tanda de marrones, otra de preparaciones coñazo y un almuerzo demasiado largo, antes de volver a ponerse el casco y las botas. Le hablaron mucho, lo confundieron, le dieron palmaditas en la espalda y terminó por reírse de todo con los currantes de Hamburgo. (Los que habían venido para instalar el aire acondicionado.) (Pero ¿dónde?)

Sí, al final terminó por reírse de todo. Con una mano en la cintura, la otra a modo de visera sobre los ojos, y los pies en el fango.

Luego se dirigió hacia las casetas prefabricadas de los jefes, donde lo esperaban dos tipos salidos directamente de una película de los Hermanos Marx. Más reales que la vida misma, con sus gruesos habanos y sus aires de cow-boys de tres al cuarto. Nerviosos, pálidos y ansiosos. Tan entregados a la causa…

Militsia, le anunciaron.

Por supuesto.


Todos los demás a los que habían citado como testigos, obreros la mayoría, no hablaban más que ruso. A Balanda le extrañó que no estuviera allí su intérprete habitual. Llamó a la oficina de Pavlovich. Allí le aseguraron que estaba de camino un joven que hablaba muy bien francés. Bien. Y ahí llegaba, precisamente, llamó a la puerta, colorado y jadeante.

Empezó la charla. El interrogatorio, más bien.

Pero cuando le tocó declarar a él, pronto se dio cuenta de que Starsky y Hutchov movían las cejas de extraña manera.

Se volvió hacia su traductor.

– ¿Comprenden lo que les está usted diciendo?

– No -contestó éste-, dicen que beber el Tadjik no.

¿Mande?

– No, pero es lo que le he dicho antes… En los contratos del señor Korolev…

Asintió, volvió a empezar, y las pupilas de la militsia se agrandaron otra vez.

¿Y bien?

– Ellos dicen que usted garantiza.

¿?¡?

– Perdone que se lo pregunte, pero ¿hace cuánto tiempo que habla usted mi idioma?

– En Grenoble -contestó, con una sonrisa angelical.

Joder, estamos apañados…

Charles se frotó los párpados.

– Sigaryèt? -le preguntó al menor de los dos sheriffs, dándose golpecitos en los labios con los dedos índice y corazón.

Spasiba.

Exhaló una larga bocanada, una deliciosa bocanada de monóxido de carbono y de puro desánimo, contemplando el techo de donde colgaba un neón roto entre dos dardos.

Y entonces, pensó en Napoleón… Ese técnico genial que, lo había leído unos capítulos atrás, no había ganado la batalla de Borodino porque tenía un simple resfriado.

Y vaya usted a saber por qué, de repente se sintió muy solidario con Napoleón. No, chaval, nadie te guarda rencor… Esa historia tuya estaba perdida de antemano… Estos tíos son mucho más listos que nosotros.

Mucho, mucho más listos…

Por fin llegó Pavlovich, en su Fiat Lux, acompañado de un «oficial». Un amigo del cuñado de la hermana de la suegra del brazo derecho de Lujkov, o algo así.

– ¿Lujkov? -preguntó Charles asombrado-. You mean… the… the mayor?

El otro no se molestó en contestarle, enfrascado como estaba en las presentaciones.

Charles salió de la sala. En esos casos, siempre salía de la sala y todo el mundo se lo agradecía.

Enseguida se reunió con él su Assimil andante, y Charles sintió la necesidad de entregarse él también a la causa.

– Bueno, y entonces, ¿estuvo usted en Grenoble?

– ¡No, no! -le corrigió éste-. ¡Yo me vivo aquí de por el día!

En fin.


Había anochecido. Los motores callaron. Algunos obreros lo saludaron, mientras otros les daban empujones en la espalda para que avanzaran más deprisa. Viktor lo llevó hasta su hotel.

De nuevo le tocó lección de ruso. Siempre la misma.

Rublos se dice rubli, euros, yevram, dólar, pues… pues dollar, imbécil en el sentido de «Venga, hombre, avanza, tío…» es kaziol, imbécil en el sentido de «¡Déjame pasar, gilipollas!» es mudak y «¡Mueve el culo!» es Cheveli zadam.

(Entre otras cosas…)


Charles revisaba sus papeles distraídamente, hipnotizado como estaba por los kilómetros y kilómetros y más kilómetros de bloques de apartamentos miserables. Era lo que más le había llamado la atención durante su primer viaje al Este cuando era estudiante. Como si lo peor de nuestros suburbios, lo más deprimente de nuestros edificios de viviendas de protección oficial no dejara nunca de propagarse.

Y sin embargo, la arquitectura rusa… Sí, la Arquitectura Rusa era algo serio…

Recordaba una monografía de Leonidov que le había regalado Jacques Madelain…


Todo el mundo conocía bien la Historia… Lo bello había sido destruido porque era bello, y por lo tanto burgués, y luego se había amontonado a todo un pueblo en el interior de… de eso, y en lo poco bello que quedaba se había instalado la nomenklatura.

Sí, todo el mundo conoce la Historia… No hace falta que nos suelten ninguna charla sobre la miseria en el asiento de atrás de un Mercedes con tapicería de cuero y la calefacción ajustada a veinte grados más que en las escaleras de esos bloques de apartamentos.

¿Eh, Balanda?

Sí, ¿pero…?

Hala, hala… Cheveli zadam.


* * *

Mientras dejaba correr el agua del baño, llamó al estudio y le resumió el día a Philippe, el más concernido de sus socios. Le habían reenviado unos correos electrónicos que debía leer enseguida para dar sus instrucciones. También tenía que llamar al despacho de estudios e investigación de materiales.

– ¿Por qué?

– Pues… por esa historia de revestimiento… ¿De qué te ríes? -preguntaban preocupados en París.

– Perdón. Es una risa nerviosa.

Hablaron después de otros proyectos, otros presupuestos, otros márgenes, otros marrones, otros decretos, otros rumores de su mundillo y, antes de colgar, Philippe le anunció que quienes habían ganado el concurso de Singapur habían sido Maresquin y su camarilla.

¿Ah, sí?

Charles ya no sabía si tenía que entristecerse o alegrarse.

Singapur… 10.000 kilómetros y siete horas de desfase horario…

Y de pronto, en ese preciso instante, se dio cuenta de que estaba extremadamente cansado, que no había dormido lo que necesitaba desde hacía… meses, años, y que el agua de la bañera estaba a punto de desbordarse.


Al volver del baño, buscó enchufes para recargar sus distintas baterías, tiró la chaqueta sobre la cama de cualquier manera, se desabrochó los primeros botones de la camisa, se acuclilló, permaneció un momento perplejo en la claridad fría del minibar y volvió a sentarse junto a su chaqueta.

Sacó su agenda.

Fingió interesarse por sus citas del día siguiente. Fingió hojearla antes de guardarla.

Así. Como toquetea uno un objeto muy suyo cuando está lejos de su gente.

Y entonces, anda…

Cayó por casualidad sobre el número de Alexis Le Men.

Caramba…

Su móvil seguía sobre la mesilla de noche.

Se lo quedó mirando.


Apenas le había dado tiempo a pulsar el prefijo y las dos primeras cifras de su número cuando la tripa lo trai… Cerró el puño y se precipitó al cuarto de baño.

Al levantar la cabeza, se topó con su reflejo.

Pantalón por los tobillos, pantorrillas blancuzcas, rodillas huesudas y feas, los brazos como en una camisa de fuerza, el rostro contraído y una mirada miserable.

Un anciano…

Cerró los ojos.

Y se vació.


Encontró tibia el agua del baño. Sentía escalofríos. ¿A quién más podía llamar? A Sylvie… La única amiga de verdad que le había conocido nunca… Pero… ¿cómo dar con ella? ¿Cómo se apellidaba? ¿Brémand? ¿Brémont? ¿Habrían seguido en contacto? ¿Al menos al final? ¿Y sabría ella informarle?

Y… ¿acaso tenía ganas de saber nada?

Estaba muerta.

Muerta.

Ya nunca oiría el sonido de su voz.

El sonido de su voz.

Ni su risa.

Ni sus enfados.

Ya nunca vería contraerse sus labios, nunca los vería temblar o estirarse hasta el infinito. Ya nunca miraría sus manos. La cara interna de su muñeca, el mapa de sus venas, el surco de sus ojeras. Ya nunca sabría lo que ocultaba, tan bien, tan mal, tan lejos, detrás de sus sonrisas cansadas o sus muecas tontas. Ya no la miraría de reojo sin que ella lo supiera. Ya no le cogería el brazo de improviso. Ya no…

¿De qué le serviría sustituir todo eso por una causa de fallecimiento? ¿Qué ganaría con ello? ¿Una fecha? ¿Detalles? ¿El nombre de una enfermedad? ¿Una ventana recalcitrante? ¿Un último traspié?

Francamente…

¿Valía la pena ese lado sórdido?

Charles Balanda se puso ropa limpia y se ató los cordones rechinando los dientes.

Lo sabía. Sabía que temía conocer la verdad.

Y el fanfarrón que había en él le ponía la mano en el hombro tratando de engatusarlo: Anda… Déjalo… Quédate con tus recuerdos… Consérvala tal y como la conociste… No la estropees más… Es el mejor homenaje que puedes hacerle, lo sabes muy bien… Conservarla así de esa manera… Absolutamente viva.

Pero, por el contrario, el cobarde que había en él le pesaba como una losa y le susurraba al oído: Y además te lo imaginas, ¿verdad?, que se ha marchado tal y como vivió, ¿eh?

Sola. Sola y en desorden.

Completamente abandonada en este mundo demasiado pequeño para ella. ¿Qué la habrá matado? Pero si no es difícil de adivinar… Sus ceniceros. O esas copas que nunca la apaciguaban. O esa cama que ya no abría. O… ¿Y tú? ¿A santo de qué cono vienes tú ahora con el incensario? ¿Dónde estabas antes? Si hubieras estado allí, ahora no te estarías yendo por la pata abajo…

Vamos, un poco de dignidad, jovencito. ¿Sabes lo que haría ella de tu compasión?

– Callaos de una puñetera vez -rechinó-, callaos de una puñetera vez los dos.

Y porque era tan orgulloso, fue el cobarde quien volvió a marcar el número de su peor enemigo.

¿Qué iba a decirle? ¿«Balanda al aparato» o «Soy Charles…» o «Soy yo»?

Al tercer timbrazo, sintió que se le pegaba la camisa a la espalda. Al cuarto, cerró la boca para fabricarse un poco de saliva. Al quinto…

Al quinto, oyó el chasquido metálico de un contestador y una voz femenina que decía: «Hola, éste es el teléfono de Corinne y Alexis Le Men, si quiere dejar un mensaje, le llamaremos en cuanto…»

Carraspeó, dejó pasar unos segundos de silencio, una máquina grabó su respiración a miles de kilómetros, y luego colgó.


Alexis…

Se puso la gabardina.

Casado…

Cerró dando un portazo.

Con una mujer…

Llamó al ascensor.

Una mujer que se llamaba Corinne…

Se metió dentro.

Y que vive con él en una casa…

Bajó seis pisos.

Una casa en la que había un contestador…

Cruzó el vestíbulo.

Y…

Ya se dirigía hacia las corrientes de aire.

Y… entonces ¿también zapatillas de fieltro?


– Please, sir!

Se dio la vuelta. El recepcionista sacudía algo encima del mostrador. Charles volvió dándose una palmada en la frente, recuperó su manojo de llaves de manos del recepcionista y a cambio le entregó la llave de su habitación.


Lo esperaba otro chófer distinto. Mucho menos exótico y con un coche francés. La invitación prometía, pero Charles no se hacía ilusiones: el soldadito obediente volvía al frente… Y cuando cruzaron la verja de la embajada se decidió por fin a soltar el móvil que llevaba aún en la mano.


Comió poco, esta vez no admiró el sublime mal gusto de la casa Igumnov, sede de la embajada francesa, respondió a las preguntas que le hicieron y contó las anécdotas que querían oír. Interpretó su papel a la perfección, se mantuvo erguido, agarrándose a los mangos de sus cubiertos, subió a la red, devolvió bromas e indirectas, se encogió de hombros cuando era necesario, asintió con la cabeza e incluso se rió en los momentos oportunos, pero se fue deshaciendo, desmoronando y agrietando a un ritmo constante.

Observaba palidecer y contraerse las falanges de sus dedos aferrados al vaso.

Romperlo, sangrar quizá y abandonar la mesa…


Anouk había vuelto. Anouk recuperaba su espacio. Todo el espacio. Como antes. Como siempre.

Dondequiera que esté, dondequiera que estuviera, lo miraba. Se burlaba de él con cariño, comentaba los modales de sus vecinos de mesa, la altanería de esa gente, las joyas de esas señoras, la pertinencia de todo aquello y le preguntaba qué hacía allí, con ellos.

– ¿Qué haces ahí, Charles mío?

– Estoy trabajando.

– ¿En serio?

– Sí.

– Anouk… Por favor…

– ¿Te acuerdas de mi nombre entonces?

– Me acuerdo de todo. Y su rostro se ensombreció.

– No, no digas eso… Hay cosas… momentos que… me… me gustaría que los hubieses olvidado…

– No. No lo creo. Pero…

– Pero ¿qué?

– Quizá no nos referimos a los mismos momentos…

– Eso espero -sonrió ella.

– Anouk, tú… -Yo ¿qué?

– Sigues igual de guapa…

– Calla, tonto. Y levántate. Mira… vuelven todos al salón…

– ¿Anouk?

– ¿Qué, cariño?

– ¿Dónde estabas?

– ¿Que dónde estaba? Pero si eso me lo tendrías que decir tú a mí… Anda, ve con ellos. Todo el mundo te espera.


– ¿Se encuentra bien? -le preguntó su anfitriona, mostrándole su asiento.

– Sí, gracias.

– ¿Está usted seguro?

– Cansado…


Pues anda que…

Siempre el mismo pretexto, el cansancio. ¿Cuántos años hacía que recurría al cansancio para explicar las cosas, bien escondido en la vaguedad de sus repliegues? Esa pantalla tan respetable y tan, pero tan práctica…

Es cierto, queda muy bien el cansancio como complemento de una buena carrera profesional. Halagador, incluso. Una bonita medalla prendida sobre un corazón ocioso.


Se acostó pensando en ella, asombrado, una vez más, por la pertinencia de los lugares más comunes. Esas frases anonadadas que se pronuncian cuando se ajustan los tornillos de la tapa: «No he tenido tiempo de decirle adiós…» o «De haberlo sabido, me habría despedido mejor…» o «Todavía tenía tantas cosas que decirle…».


Yo ni siquiera te dije adiós.

Esta vez no esperó ningún eco. Era de noche y, de noche, Anouk no estaba. O bien estaba trabajando, o bien se estaba contando su historia o sus grandes planes de batalla dejando a Johnny Walker y a Peter Stuyvesant la tarea de pasar las páginas y de desplazar la caballería ligera hasta que terminara por olvidarse de sí misma, por capitular y dormirse por fin.


Mi Anouk…

Si existiera el paraíso, ya estarías ligándote a san Pedro…

Sí.

Te estoy viendo.

Te estoy viendo llenarle la barba de lentejuelas y quitarle las llaves de las manos para hacerlas brillar contra tu cadera.

Cuando estabas en forma, nada se te resistía, y cuando éramos niños nos llevabas al cielo cuando querías.

¿Cuántas puertas habrá derribado tu sonrisa? ¿Cuántas colas habremos evitado? ¿Cuántos metros nos habremos colado? ¿Cuántos carteles habremos eludido, tergiversado, desafiado?

¿Cuántos cortes de manga, cuántos gruñidos de reprobación, cuántas barreras y prohibiciones?

«Dadme la mano, muchachos», conspirabas, «y todo saldrá bien…». Y nos encantaba eso, que nos llamaras muchachos cuando todavía nos chupábamos el dedo y que nos estrujaras la mano con fuerza mientras nos lanzábamos al ataque. Nos daba miedito e incluso también nos hacías un poquito de daño a veces, pero te habríamos seguido hasta el fin del mundo.


Tu Fiat destartalado era para nosotros un barco, una alfombra voladora, una diligencia. Arreabas a tus cuatro caballitos fiscales soltando tacos como el robusto Hank en los tebeos de Lucky Luke, Yeah! ¡Arre, caballo! Tu látigo restallaba por las autopistas periféricas y mascabas un cigarro sólo por el placer de vernos dar un respingo cuando escupías la colilla por la ventanilla.

Contigo, la vida era agotadora pero jamás encendíamos la tele. Y todo era posible.

Todo.

Con la condición de no soltarse jamás de tu mano…

Nos volviste a hacer lo mismo cuando los botes de Nesquick habían dejado paso a los Marlboro, ¿recuerdas? Volvíamos de la boda de Caroline y debíamos de estar durmiendo la mona en el asiento de atrás cuando nos despertaron tus gritos de angustia.

«¡Oiga, oiga, XB12, ¿me reciben?»

Nos despertamos gruñendo en medio de un prado con los faros apagados mientras tú le hablabas al mechero bajo la luz amarillenta de la lucecita de la cabina. «¿Me reciben?», suplicabas. «Nuestra nave está averiada, mis jedis están pedo y la Alianza rebelde me pisa los talones… ¿Qué hago, Obi-no sé qué-Kenobi?»

Alexis estaba molesto y masculló un joder pastoso ante la mirada de una vaca pasmada, pero tú te reías tan fuerte que no lo oíste. «La culpa es vuestra, ¿por qué me lleváis a ver pelis tan tontas?» Por fin encontramos el camino en el ciberespacio y te miré sonreír un buen rato por el retrovisor.

Veía a la niña que habías debido de ser, o que habrías sido si te hubieran dejado hacer bromas…

Sentado detrás de ti, miraba tu nuca y me decía: si ha hechizado nuestra infancia ¿será porque la suya fue una birria?

Y me daba cuenta de que yo también me estaba haciendo viejo…

Varias veces te toqué el hombro para asegurarme de que no te quedabas dormida, y, en un momento dado, pusiste tu mano sobre la mía. El peaje me la arrebató, pero cuántas estrellas alrededor de la nave aquella noche, ¿eh?

Cuántas estrellas…


Sí, si el paraíso existe, la debes de estar armando buena allá arriba…

Pero… ¿qué había?

¿Qué había después de ti?


Se durmió con las manos a ambos lados del cuerpo. Desnudo, manchado y solo, en la calle Smolenskaya, en Moscú, Rusia. En ese pequeño planeta que se había vuelto, y fue su último pensamiento consciente, terriblemente aburrido.