"El consuelo" - читать интересную книгу автора (Gavalda Anna)7Se había quedado traspuesto y cuando despertó, Snoopy lo miraba fijamente sin decir nada. Era el Snoopy de antaño, un rostro redondo, hinchado de sueño y que se rascaba la oreja con la pata delantera. El alba llamaba a la ventana, y Charles se preguntó por un instante si no estaría aún soñando. Las paredes estaban tan rosas… – ¿Has dormido aquí? -le preguntó ella con aire triste. Oh, no. Así era la vida. Nuevo asalto. – ¿Qué hora es? -preguntó, bostezando. Ella se había dado la vuelta y se marchaba ya a su habitación. – Mathilde… Se paró en seco. – No es lo que tú crees… – Yo no creo nada -le contestó. Y desapareció. Las 6:12. Charles se arrastró hasta la cafetera y puso el doble de café. El día se anunciaba largo… Helado, se encerró en el cuarto de baño. Con medio trasero apoyado en el reborde de la bañera y la barbilla aplastada bajo el puño, dejó divagar la mente en el agua hirviendo y el vapor tibio. Lo que lo absorbía podía expresarse en pocas palabras: Balanda, ya te vale. Basta ya, recupérate de una vez. Hasta ahora siempre has sido capaz de tirar para adelante sin pararte a pensar demasiado, así que no vas a empezar ahora. Es demasiado tarde, ¿entiendes? Eres demasiado viejo para permitirte el lujo de esta clase de desastre. Está muerta. Están todos muertos. Cierra el telón y ocúpate de los vivos. Al otro lado de esta pared hay una niñita frágil que se hace la dura pero que salta a la vista que lo está pasando mal. Que se levanta demasiado temprano para su edad… Cierra este puto grifo y ve a quitarle los cascos un minuto. Llamó suavemente a la puerta y fue a sentarse en el suelo, a sus pies, con la espalda apoyada contra la cama. -No era lo que tú crees… – … – ¿Dónde estás, mi leal amiga? -murmuró-. ¿Estás dormida? ¿Escuchas canciones tristes debajo del edredón o te preguntas por qué vendrá a darte la tabarra el idiota de Charles? – Si he dormido en el sofá es precisamente porque no conseguía dormir… Y no quería molestar a tu madre… La oyó darse la vuelta, y algo suyo, la rodilla quizá, le tocó el hombro. – Y mientras te digo esto, a la vez me digo a mí mismo que hago mal… Porque no tengo por qué darte explicaciones de nada… Esto no es asunto tuyo, o mejor dicho, no te concierne. Son historias de mayores, bueno… de adultos, y… Mierda, tío, estás desbarrando otra vez, ¿no te das cuenta? Háblale de otra cosa. Levantó la cabeza e inspeccionó la pared en penumbra. Hacía mucho tiempo que no se había asomado a su pequeño mundo, con lo que le gustaba hacerlo. Le encantaba mirar sus fotos, sus dibujos, su desorden, sus pósters, su vida, sus recuerdos-Las paredes de un niño que crece son siempre como una lección divertida de etnología. Metros cuadrados que palpitan y se renuevan sin cesar atiborrados de celo. ¿En qué andaba ahora Charlotte? ¿Con qué amigas había ido a hacer el ganso en el fotomatón? ¿Cuáles eran los amuletos del momento, y dónde se ocultaba el rostro de aquel al que más le valía ser un árbol para dejarse abrazar sin protestar? Le extrañó descubrir una foto de Laurence y de él que no conocía. Una foto que Mathilde había tomado cuando aún era una niña. Del tiempo en que su dedo índice siempre aparecía en una esquina del cielo. Parecían felices, y se veía la montaña Sainte-Victoire detrás de sus sonrisas. Y había también una cápsula metida en una bolsita transparente en la que podía leerse Fotos de actrices rubias y labios carnosos, direcciones de páginas de internet apuntadas en posavasos de marcas de cerveza, llaveros, peluches tontos, invitaciones- muy historiadas para conciertos en discotecas de los suburbios, pulseras de hilos, un anuncio del señor G que consigue que vuelva el ser amado y asegura Su primera gran crisis… Charles se había puesto como loco porque Mathilde empezaba a descubrirse el vientre. «¡Calcomanías, tatuajes, Habían seguido semanas enteras de enfurruñamiento, pero Charles no había cedido. Era la primera vez que le oponía resistencia. La primera vez que asumía su papel de padre obsesionado. Pero su vientre no. No. «El vientre de una mujer es lo más misterioso que hay en el mundo, lo más conmovedor, lo más bello, lo más sexual incluso, para hablar como en esas revistas tontas que leéis tú y tus amigas», la sermoneaba, ante la mirada condescendiente de Laurence. «Y… No… Escóndelo. No les dejes que te roben eso… No estoy jugando a ponerme en plan padre que da lecciones de moral, ni te estoy hablando de decencia, Mathilde… Te hablo de amor. Un montón de tíos tratarán de adivinar el tamaño de tu culo o la forma de tus pechos, y no hay que reprochárselo, pero tu vientre resérvalo para el hombre al que ames, me… ¿me comprendes?» «Sí, bueno, me parece que está muy claro», había concluido secamente su madre, que quería pasar a otra cosa. «Anda, hija, ve a ponerte el hábito de monja.» Charles la había mirado, meneando la cabeza de lado a lado, y al final se había callado. Pero al día siguiente había ido a la tienda del Museo del Louvre y le había mandado esa postal en la que había escrito: «Mira, si es tan bonito es precisamente porque no se ve.» El rostro y las prendas de vestir de la adolescente se alargaron, pero nunca mencionó esa postal. Charles estaba incluso convencido de que la había tirado a la basura. Pero no… Ahí estaba… Entre una cantante de rap en tanga y una Kate Moss medio desnuda. Charles prosiguió con su exploración… – Anda, ¿te gusta Chet Baker? -preguntó, extrañado. – ¿Quién? – Ese de ahí… – Ni siquiera sé quién es… Es sólo que me parece guapo que te mueres. Era una foto en blanco y negro. Cuando era joven y se parecía a James Dean, pero en más ansioso. En más inteligente y más demacrado. Estaba apoyado como sin fuerzas contra una pared y se agarraba al respaldo de una silla para no caerse del todo. Con la trompeta en el regazo y la mirada perdida. Mathilde tenía razón. Guapo que te mueres. – Es curioso… – ¿El qué? Su aliento estaba muy cerca ahora de su nuca. – Cuando yo tenía tu edad… no, éramos un poco mayores… Tenía un amigo que estaba loco por él. Pero loco, loco, loco, le gustaba a rabiar. Y me imagino que debía de llevar esa misma camiseta blanca y se conocía esa foto de memoria… Y precisamente por él me he pasado la noche muerto de frío en el sofá… – ¿Por qué? – ¿Por qué estaba muerto de frío? – No… ¿Por qué le gustaba tanto? – ¡Anda, pues porque era Chet Baker! ¡Un grandísimo músico! ¡Un tío que hablaba todas las lenguas y todos los sentimientos del mundo con su trompeta! Y su voz también… Te voy a prestar mis discos para que entiendas por qué te parece tan guapo… – ¿Y quién era ese amigo tuyo? Charles suspiró una sonrisa. Nunca conseguiría dejar atrás esa historia… Al menos no de momento, tenía que resignarse. – Se llamaba Alexis. Y él también tocaba la trompeta… Bueno, no sólo… tocaba todos los instrumentos… El piano, la harmónica, el ukelele… Era… – ¿Por qué hablas de él en pasado? ¿Se ha muerto? Venga, y dale con la historia… – No, pero no sé qué habrá sido de él. Ni si ha seguido con la música… – ¿Estáis enfadados? – Sí… y tanto, tanto, que creía haberlo borrado… Creía que ya no existía y… – ¿Y qué? – Y resulta que no. Aquí sigue… Y si he dormido en el salón es porque anoche recibí una carta suya… – ¿Y qué te decía? – ¿De verdad lo quieres saber? – Sí. – Me anunciaba la muerte de su madre. – Pues sí que… Una carta muy alegre… -gruñó. – Y que lo digas… – Eh… Charles… – Para mañana tengo unos deberes horrorosos de física súper difíciles… Charles se puso de pie con una mueca. Su espalda… – ¡Fantástico! -exclamó-. ¡Qué buena noticia! Es exactamente lo que necesitaba. Deberes de física súper difíciles con Chet Baker y Gerry Mulligan. ¡Se anuncia un domingo maravilloso! Hala… Ahora vuelve a dormirte. Descansa todavía unas horas, tesoro… Ya estaba tanteando en busca del picaporte cuando ella insistió: – ¿Por qué os enfadasteis? – Porque… Porque se creía Chet Baker, precisamente… Porque lo quería hacer todo como él… Y hacerlo todo como él significaba también hacer muchas tonterías… – ¿Como qué? – Como drogarse, por ejemplo… – Y entonces ¿qué pasó? – Buenooooo, buenooooo, niñaaaaa -masculló entre dientes, con las manos en jarras, imitando al oso de un programa infantil-, el vendedor de arena que hace dormir a los niñoooos ya ha pasado, y yo me vuelvo ya a mi nubeeee… Mañana te contaré otro cuentoooo… Pero sólo si eres buenaaaaa. Vio su sonrisa en el reflejo azulado del despertador. Después volvió a dejar correr el agua caliente hasta el borde y se metió entero en la bañera, la cabeza y las ideas incluidas, luego subió de nuevo a la superficie y cerró los ojos. Y, contra todo pronóstico, fue un bonito día de final del invierno. Un día lleno de poleas y de principio de inercia. Un día de Un día del todo indiferente a las leyes de la física. Llevaba el compás con el pie debajo de ese pequeño escritorio demasiado lleno de cosas como para aclararse y, regla en mano, le daba golpecitos en la cabeza al ritmo de la canción cuando se equivocaba en el razonamiento. Durante unas horas se olvidó de su cansancio y de su trabajo. De sus colaboradores, de sus grúas migratorias y del retraso en los plazos de entrega. Durante unas horas las fuerzas en movimiento se ejercieron y por fin se compensaron. Una tregua. Un K.O. por abandono. Una cura de cobre. Una transfusión de nostalgia y de «poesía negra», como decían en la carátula de uno de los discos. Los altavoces del ordenador de Mathilde no eran muy buenos, por desgracia, pero los títulos de las piezas aparecían en la pantalla, y Charles tenía la sensación de que todos le hablaban directamente a él. A ellos. Qué atajo más perturbador, pensaba. Y también… Y quizá… Algo así como una oración casi como Dios manda, ¿no? Había que ser muy ingenuo para apropiarse así de palabras tan gastadas. Tan dichas, redichas y tan mal cortadas que podrían vestir a cualquier idiota. Pero qué se le iba a hacer, lo asumía. Le gustaba encontrarse a sí mismo en los títulos de las canciones o de las piezas musicales como en el pasado. Volver a ser ese chico alto y desgarbado que circunscribía su vida a las emociones de los demás. Bastaba que un tío tocara la trompeta. Y hala, ya era como las trompetas de Jericó. No le gustaba demasiado eso de Charles abrió la mano. Ésa la habían oído juntos… Hacía tanto tiempo… En el New Morning, ¿no? Y qué guapo era todavía… Espantosamente guapo. Pero hecho polvo. Delgado, hueco, desdentado y carcomido por el alcohol. Hacía muecas y se desplazaba con cuidado, como si acabaran de pegarle una paliza. Después del concierto, se cabrearon precisamente por eso… Alexis no podía estarse quieto, estaba otra vez como en trance, se agitaba de delante hacia atrás y tamborileaba sobre la barra con los ojos cerrados. Él que – Es horrible… Tener tanto talento y destrozarse de esa manera… Su amigo le saltó a la yugular. Mal estribillo. Lluvia de insultos sobre el que le había pagado la entrada. – No puedes entenderlo… -terminó por decir Alexis con una sonrisa de mala leche. – No… Y Charles volvió a abrocharse la chaqueta. – No puedo. Era tarde. Tenía que madrugar al día siguiente. Tenía que trabajar. – De todas maneras tú no entiendes nada… – Claro… -se desembarazó de todas sus monedas-, ya lo sé… Y cada vez menos… Pero a tu edad él ya había hecho cosas maravillosas… Pronunció esas palabras tan bajito que el otro podría no haberlas oído. De hecho, ya estaba de espaldas. Pero las oyó. Tenía el oído fino, el muy cabrón… Pero poco importaba, ya le tendía su copa al camarero por encima de la barra… Se inclinó para recoger del suelo la goma de Mathilde y, al subir a la superficie, supo que lo llamaría. Chet Baker se tiró por la ventana de un hotel unos cuantos años después de ese concierto. Unos transeúntes saltaron por encima de su cuerpo pensando que era un borracho dormido, y pasó la noche así, desmadejado sobre una acera de Amsterdam. ¿Y ella? Quería saber. Quería comprender, por una vez. Comprender. – ¿Charles? – ¿Oiga? ¿Oiga? Torre de control a Charlie Bravo, ¿me recibe? – Perdona. Bueno… ¿entonces? ¿Qué es lo opuesto al peso del móvil, a ver? – Oye… – ¿Qué? – Ya no soporto tu música… Charles quitó el sonido con una sonrisa. Había conseguido lo que quería. Fin de la improvisación. Había decidido llamarlo. Cuando Laurence volvió del baño turco con su amiga Maud, Charles se las llevó a las tres a la pizzería de la esquina, y volvieron a celebrar su cumpleaños al son de Plantaron una vela en su ración de tiramisú, y ella acercó su silla a la suya. Para hacerse la foto. Para que Mathilde estuviera contenta. Para sonreír juntos en la minúscula pantalla de su móvil. Como tenía que coger un avión al día siguiente a las siete de la mañana puso el despertador a las cinco, frotándose las mejillas con las manos. Durmió poco y mal. Nunca se había llegado a saber de verdad si se había tirado de esa ventana o Claro, quedaban restos de heroína en la mesa, pero… cuando dieron la vuelta a su cuerpo ligero como el aire, vieron que todavía tenía el picaporte de la ventana en la mano… Apagó el despertador a las cuatro y media, se afeitó, cerró suavemente la puerta al irse y no dejó ninguna notita sobre la mesa de la cocina. ¿De qué había muerto Anouk? ¿Se habría ensañado ella también con una falleba para ahorrarles a todos el mal trago? Anouk había visto morir a tanta gente… Poco importaba ya una ventana o una contrariedad más… Sobre todo en aquella época… La gran época del New Morning, al principio de la década de 1980, cuando el sida mataba a diestro y siniestro a gente joven y sana. Cenaron juntos en esas aguas oscuras y, por primera vez, Charles la vio dudar: – Lo más duro es que no tenemos más remedio que decírselo… Se ahogaba en sollozos. – … por los riesgos de contagio, ¿entiendes? No tenemos más remedio que decirles que se van a morir como perros y que no podemos hacer nada por ellos. De hecho es lo primero que les decimos… Para que no le peguen un tiro a nadie según salen del hospital… Pues sí, la vas a palmar, pero, oye, no pierdas el tiempo… Ve corriendo a decírselo a toda la gente a la que has querido. Para que se enteren enseguida de que ellos también la van a diñar… ¡Venga! ¡Corre! Y nos vemos otra vez el mes que viene, ¿eh? »Y esto, ¿sabes?, es la primera vez que nos pasa… La primera vez… Y en esto estamos todos en el mismo barco… Los peces gordos como los pequeños… Todos a la mierda… Sin piedad. La muy cabrona nos machaca bien a todos… Una guerra sin cuartel. Somos todos unos incapaces. ¿Sabes…? Anda que no habré cerrado párpados, pero hasta ahora, bueno, así era mi vida… Sí, claro, si tú me conoces… Y aunque siempre he apretado los dientes, llamaba a la A.T.S. cuando habían bajado el cuerpo a la cámara y preparábamos la habitación para otro. Sí, poníamos sábanas limpias para el siguiente y lo esperábamos, a ese siguiente, y cuando llegaba, nos ocupábamos de él. Le sonreíamos y cuidábamos de él. »Pero ¿aquí? ¿Hoy? ¿Qué se supone que tenemos que hacer? Me robó un cigarro. – Es la primera vez en mi vida que me hago la artista, Charles… La primera vez que la veo, a la Muerte, que le pongo una mayúscula. Sí, hombre, esa cosa que salía en vuestros deberes de Lengua, que les encantaba a los profesores, ¿cómo se llamaba? – Una personificación. – No, sonaba como más elegante… – ¿Una alegoría? – ¡Eso es! La alegorizo. La veo rondar por ahí con su calavera y su puta guadaña. La veo. La siento. Cuando me incorporo a mi turno en el hospital, noto su olor en los pasillos y a menudo incluso me doy la vuelta, sobresaltada, porque la oigo caminar detrás de mí y… Le brillaban los ojos. – ¿Crees que me estoy volviendo loca? ¿Tú también crees que me vuelvo majara? – No. – Y lo más horrible es que, además de todo esto, encima hay otra cosa más… La vergüenza. La enfermedad vergonzosa. Por follar o por chutarse. La soledad, pues. La muerte y la soledad. La familia que no viene de visita, las palabras complicadas para liar a esos padres estúpidos que siguen olisqueando las sábanas de sus hijos… Sí, señora, es una infección pulmonar, no, señora, no tiene cura. Ah, sí, tiene razón, señor, parece que afecta también a otros órganos… Muy perspicaz por su parte, ya veo… ¿Cuántas veces he querido gritar y agarrarlos por las solapas para sacudirlos hasta que sus prejuicios de mierda cayeran por fin aplastados al pie de…? ¿De qué? De lo que les quedaba de hijo… De… Ni siquiera tiene nombre lo que… De esas camas que ya ni siquiera tienen fuerzas para cerrar los ojos para no soportar todo eso… Bajó la cabeza. – De qué sirve tener críos si no tienen derecho a hablarte de sus amores cuando son mayores, ¿eh? Apartó el plato. – ¿Eh? ¿Y qué nos queda entonces? ¿Qué nos queda si no hablamos de amor o de placer? ¿De qué hablamos ya, de lo que ganamos al mes? ¿Del tiempo? Se iba poniendo cada vez más nerviosa. – ¡Los niños son la vida, joder! Y si están aquí es porque nosotros también hemos follado, ¿no? ¿Y qué coño nos importan las tendencias sexuales de los demás? Dos chicos, dos chicas, tres chicos, una puta, un vibrador, una muñeca, dos látigos, tres esposas, mil fantasías. ¿Dónde está el problema? ¿Dónde cono está? Eso es por la noche, ¿no? ¡Y de noche está oscuro! ¡La noche es sagrada! Y aunque sea de día, es… Está bien también… Trataba de sonreír y se servía otra copa entre cada señal de interrogación. – ¿Sabes?, por primera vez en toda mi carrera, no… no sirvo para nada… Le toqué el codo. Tenía ganas de abrazarla, me… – No digas eso. Yo si tuviera que morir en un hospital, me gustaría que fuera junto a… Me interrumpió a tiempo. Antes de que lo estropeara todo una vez más. – Calla. No hablamos de lo mismo. Tú ves a un joven alto y pálido con el brazo tendido hacia una puta alegoría, mientras que yo te hablo de pota, de herpes y de necrosis. Y cuando antes te decía que como un perro, me había quedado muy corta. A los perros, cuando sufren demasiado, se les pone una inyección… Nuestros vecinos de mesa la miraban raro. Yo ya estaba acostumbrado. Ya hacía veinte años que pasaba eso. Anouk hablaba siempre demasiado fuerte. O se reía demasiado rápido. O cantaba demasiado alto. O bailaba demasiado pronto, o… Anouk iba siempre demasiado lejos, y la gente la miraba murmurando chorradas. Dejémoslo estar. En otro momento, los habría interpelado blandiendo su copa. «¡Por el amor!», y le habría guiñado el ojo a ese buen padre de familia o «¡por seguir follando!», o algo peor aún, dependía de las copas que hubiera blandido antes, pero esa noche no. Esa noche el hospital había ganado la partida. Los sanos ya no la interesaban. Ya no la salvaban. Yo no sabía qué decir. Pensaba en Alexis, a quien Anouk llevaba meses sin ver. En sus caídas en picado y sus pupilas siempre dilatadas. En ese hijo que le reprochaba haber nacido blanco y que quería vivir como Miles Davies, Parker y todos los demás. Ese hijo que se demacraba. Que no paraba quieto. Que se buscaba por todas partes sin levantarse de la cama en todo el día. Y que guiñaba los ojos a la luz del día… ¿Acaso me había leído el pensamiento? – Para los drogadictos es distinto… O no tienen a nadie, o los padres están tan hechos polvo que habría que ingresarlos también a ellos. Y los que todavía están ahí, los que Yo negué con la cabeza. – «La culpa es nuestra.» Cuando aquella cena… sería el 85 o el 86, calculo… Alexis todavía no se drogaba mucho. Creo que sobre todo fumaba… Ya no me acuerdo, pero todavía no debía de estar en el punto de pincharse en los hombros y de llevar manga larga, si no ahora recordaría mi respuesta. Ella me hablaba de los padres de los demás, y yo asentía tranquilamente. De los demás… Lo que sí recuerdo es que había conseguido cambiar de tema y hablábamos de cosas mucho más ligeras, de mis estudios, del sabor de nuestros postres respectivos y de la película que había visto yo el fin de semana anterior, cuando de pronto se le heló la sonrisa. – Yo el domingo estaba de guardia -dijo-, y… y había un chaval… un poco mayor que tú, pero poco… Un bailarín… Me había enseñado unas fotos… Un bailarín, Charles… Un cuerpo Inclinó el rostro hacia el techo para tragárselo todo, la saliva, los mocos y lo que le nublaba la vista, y luego volvió la cabeza y me miró fijamente. – …y entonces este domingo, al pasarle agua alcanforada por el cuerpo, es decir, al no hacer nada de nada, burlándome abiertamente de él, lo ayudé a inclinarse para refrescarle la espalda, ¿y sabes lo que ocurrió bajo mi mano? Me la enseñaba. – Bajo esta mano de aquí… ¿Esta mano de enfermera diplomada que ha vendado a miles de enfermos desde hace veinte años? Yo no reaccionaba. – Sobre… Se interrumpió para apurar su copa. Le palpitaban las aletas de la nariz. – Sobre su espina dorsal, la piel se le… Le tendí mi servilleta. – … resquebrajó… Acababa de recuperar su maleta y guardaba cola nervioso ante los mostradores de embarque. A su alrededor todo el mundo hablaba ruso, y tres chicas reían, comparando el volumen de sus respectivas compras. Se les veía el vientre a las tres. Le apetecía un café. Y un cigarro… Al sacar su libro, dejó caer la tarjeta de embarque del vuelo anterior, que usaba como señalador. Que no cunda el pánico, le darían una nuevecita pasados unos metros… Ni una sola ventana… Ella siempre había tenido vértigo… … No comprendía nada de lo que leía. Su portátil vibró, el estudio de arquitectura. ¿Tan temprano? No, el mensaje era del día anterior. De Philippe. Uno de los esbirros de Pavlovich había mandado un e-mail catastrófico. Había que volver a hacer el segundo revestimiento, un error en los cálculos, la gente de Voradine se lavaba las manos, y habían encontrado un cadáver en la zona oeste del solar. Un cadáver al que no había manera de identificar, por supuesto. La policía había quedado en volver. Pero bueno… ¿y ése por qué no había desaparecido? ¿Es que ya no había alquitrán? Respiró hondo para expulsar su rabia, buscó un asiento libre, cerró el libro, devolvió a los dos emperadores y su medio millón de muertos al fondo de su maletín y sacó los papeles del proyecto. Consultó su reloj, añadió dos horas más, se topó con un buzón de voz y soltó otro taco en inglés. De golpe, se le fue todo de la cabeza. Alexis, su patética crueldad, Claire y las capillitas de Skopelos, los cambios de humor de Laurence, las muecas de Mathilde, sus recuerdos, el futuro de los tres, las olas del pasado y todas esas arenas movedizas. Hala. Elementos suprimidos. El berenjenal de ese proyecto empezaba a tocarle seriamente las narices, ya volvería a su vida más tarde. Porque, sintiéndolo mucho, ahora no tenía tiempo. Y Balanda, el ingeniero de Obras Públicas, Aaaah… Y se sintió mejor. Todo el mundo, en algún momento, le había reprochado la importancia que le daba a su trabajo. Sus novias, su familia, sus colegas, sus colaboradores, sus clientes, las limpiadoras que trabajaban por la noche, e incluso un médico, una vez. Los benévolos lo calificaban de concienzudo, los otros, de adicto al trabajo, o peor aún, de empollón aplicado, sin verdadero talento, y él nunca había sabido muy bien cómo defenderse. ¿Por qué trabajaba tanto desde hacía tantos años? ¿Para qué todas esas noches en vela? ¿Esa vida que no era más que una centésima parte de la vida? ¿Esa pareja tan mal construida? ¿Esa rigidez en la nuca? ¿Esa necesidad de levantar tabiques? ¿Ese pulso perdido de antemano? Qué… No, Charles no había sabido nunca cómo justificarse para ser absuelto. Y para ser sincero, nunca había sentido la necesidad de hacerlo. Pero ahora, sí. Sí. Esa mañana, al ponerse de nuevo de pie, al sacar su pasaporte, al asombrarse de nuevo de lo poco que le pesaba la maleta y al son de Respirar. Las horas que preceden, lo poco que precede, el abismo que precede, podrían sugerirnos, cómo decirlo… ciertas dudas en cuanto a la lucidez de esta respuesta, pero no… Por una vez, otorguémosle el beneficio de la duda. Dejémosle respirar hasta la puerta de embarque número 16. |
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