"El consuelo" - читать интересную книгу автора (Gavalda Anna)2Han venido, están todos aquí. Vamos a nombrarlos por orden de aparición, que será más sencillo. El que nos abre la puerta diciéndole a Mathilde huy pero cómo ha crecido, pero si es que se está convirtiendo en toda una mujer, es el marido de mi hermana mayor. Tengo otro, pero éste es de verdad mi cuñado preferido. Vaya, pero si sigues perdiendo pelo, me dice despeinándome, ¿esta vez sí te has acordado de traer vodka? Oye, pero ¿qué es lo que haces exactamente donde los ruskis? ¿Bailar el Kazatchok o qué? ¿Qué os decía…? Fantástico este cuñado, ¿no? Es perfecto. Bueno, hala, lo empujamos un poco para hacerlo a un lado, y el señor muy erguido que nos coge los abrigos y que está justo detrás es mi padre, Henri Balanda. Él en cambio no habla mucho. Ha renunciado. Me avisa de que tengo correo señalando la consola a mi izquierda. Le doy un beso rapidito. El correo que sigo recibiendo en casa de mis padres siempre son honores de excombatiente. Reuniones de promociones del instituto, ofertas de suscripción a revistas que no leo desde hace veinte años e invitaciones a coloquios a los que nunca voy. Perfecto, le contesto, buscando con la mirada la papelera que no es una papelera, me repetirá después mi madre con una mueca, te recuerdo que es un paragüero. Una escena repetida desde tiempo inmemorial… Mi madre a la que se ve de espaldas, justamente, al fondo del pasillo, en su cocina, atada a su delantal y ocupada en cubrir de grasa su asado. Ahora se da la vuelta y besa a Mathilde diciéndole pero ¡cómo has crecido, estás hecha una señorita! Espero mi turno saludando a mi otra hermana, no a la mujer del pesado de antes, sino a la del tipo alto y delgado sentado al fondo. Este cuñado no es como el anterior. Éste es director de un supermercado Champion de provincias, pero comprende perfectamente las preocupaciones y la política económica de Bernard Arnault. Sí, el Bernard Arnault del grupo LVMH. Que es como un colega suyo, por así decir. Porque a fin de cuentas su trabajo es el mismo, ¿no?… No sigo. Dejo el verdadero disfrute para luego. Ella, mi hermana, se llama Edith, y ya tendréis ocasión de oírla también. Hablará de lo que pesan las carteras escolares y de las reuniones de padres en los colegios, no, pero ahora en serio, añadirá rechazando una segunda porción de tarta, es increíble lo poco que se involucra ahora la gente. En la fiesta de fin de curso, por ejemplo, ¿quién vino a sustituirme en el taller de pesca con caña, eh? ¡Nadie! Pues bien, si los padres tiran la toalla, ¿qué se les puede pedir a los niños, vamos a ver? Bueno, no hay que tenérselo en cuenta, pobre Edith, su marido es el director de un Champion y eso que tiene talento para estar al frente de un hipermercado entero, lo ha demostrado, y el rincón perdido del colegio Saint-Joseph es el reino de Edith, así que, no, no hay que tenérselo en cuenta, pobre Edith. Lo único que pasa es que es una pesada y que tendría que cambiar de disco de vez en cuando. Y de peinado, ya que estamos… Sigámosla al salón, donde nos espera la otra cara de la misma moneda: mi hermana Françoise. La número uno. La señora del que hablaba del baile ruso, el Kazatchok, para el que se haya despistado o se haya quedado en la cocina todo este rato. Pues bien, ella por el contrario cambia a menudo de peinado, pero es aún más previsible que su hermana. De hecho, no hay nada que decir sobre ella, basta con repetir la primera frase que ha dicho en toda la noche: «Huy, Charles, pero qué mala cara tienes… Y… has engordado, ¿no?» Venga, también la segunda, que si no se me podrá reprochar que soy parcial: «¡Que sí! ¡Estás más fondón que la última vez, te lo aseguro! También es que te vistes siempre con tan poco gusto…» No, no me compadezcáis, dentro de tres horas habrán desaparecido de mi vida. Al menos hasta la próxima Navidad, con un poco de suerte. Ahora ya no pueden entrar en mi habitación sin llamar a la puerta, y cuando se chivan, ya estoy lejos… Y he dejado a la mejor para el final. Aquella a la que no se ve pero se la oye reír en el piso de arriba con todos los adolescentes de la casa. Sigámosle la pista a esa risa tan bonita, aun a costa de perdernos los cuencos de frutos secos… – ¡O sea, no me lo puedo creer! -me dice, frotándole el cuero cabelludo a uno de mis sobrinos-, ¿sabes de qué hablan estos tontorrones? De paso me planta un par de besos. – Míralos, Charles, mira qué jóvenes y qué guapos son todos… ¡Mira qué dientes más bonitos! -dice, levantando el labio superior del pobre Hugo-, ¡mira qué juventud más hermosa! ¡Todos esos millones de kilos de hormonas desbordándose por todas partes! Y… ¿y sabes de qué hablan? – No -le contesto, relajándome por fin. – De sus gigas, joder… Están aquí agitando sus cachivaches para comparar el número de gigas… ¿No te parece consternante? Cuando pienso que esta gente será la que pague nuestras jubilaciones, pellízcame, que me parece estar soñando. Y luego me imagino que compararéis el saldo de vuestros móviles, ¿no? – Eso ya lo hemos hecho -se ríe Mathilde. – Eh, ahora en serio, me dais pena, chavales… ¡A vuestra edad hay que morir de amor! ¡Escribir poemas! ¡Preparar la Revolución! ¡Robar a los ricos! ¡Viajar con mochila! ¡Largarse! ¡Cambiar el mundo! Pero los gigas… Los gigas… Pfff… ¿Y por qué no los planes de ahorro vivienda, ya que estamos? – ¿Y tú? -pregunta Marión, la ingenua-, ¿de qué hablabas con Charles cuando tenías nuestra edad? Mi hermana pequeña se vuelve hacia mí. – Pues nosotros… Nosotros a estas horas ya estábamos en la cama -mascullo-, o si no haciendo los deberes, ¿verdad? – Desde luego. ¿O quizá me estabas ayudando a escribir un trabajo sobre Voltaire? – Es muy probable. O estábamos adelantando los deberes de la semana siguiente… Y ¿te acuerdas?, nos entreteníamos recitando fórmulas de geometría de memoria… – ¡Es verdad! -exclamó su tía preferida-, ¡o ecua…! El almohadonazo que acababa de recibir en plena cara no le dejó terminar la frase. Contraatacó enseguida gritando. Voló por los aires otra almohada y una Converse, hubo otros gritos de guerra, salió despedido un calcetín hecho un ovillo, un… Claire me tiró de la manga. – Anda, ven. Ahora que hemos animado este cotarro, vamos a hacer lo mismo abajo… – Eso ya va a ser más difícil… – Anda, anda… Basta que me adose al chalado ese del Champion para alabarle los productos de la competencia, y ya lo tenemos… Se da la vuelta en la escalera y añade muy seria: – Porque en la competencia te regalan las bolsas, mientras que en Champion, ya puedes esperar sentado… Ahoga una carcajada. Es ella. Es Claire. Y lo consuela a uno de las otras dos, ¿no os parece? Bueno, al menos a mí siempre me ha consolado… – Pero ¿qué estabais haciendo arriba? -se inquieta mi madre triturando su delantal-. ¿A santo de qué todos esos gritos? Mi hermana se defiende levantando las manos. – Eh, la culpa no es mía, échasela a Pitágoras. Mientras tanto había llegado Laurence. Estaba sentada en un extremo del sillón y ya se estaba tragando el gran plan de reestructuración de la sección de condimentos. Bueno, vale, era su velada, su cumpleaños, y se había pasado el día trabajando pero… de todas maneras… Hacía casi una semana que no nos habíamos visto… ¿No habría podido venir a mi encuentro? ¿Levantarse? ¿Sonreírme? ¿O quizá simplemente mirarme? Me deslicé detrás de ella. – No, no, si es una buena idea poner los botes de ketchup con los de salsa de tomate, si tienes razón… Eso es lo que le inspiraba mi mano sobre su hombro. Cuando ya nos dirigíamos hacia el comedor, se percató por fin de mi careto, como dicen los adolescentes del piso de arriba, y me dijo: – ¿Has tenido buen viaje? – Excelente. Gracias. – ¿Y me has traído un regalo para celebrar mis veinte años? -preguntó con tono caprichoso, agarrándose a mi brazo-, ¿una joya Fabergé, tal vez? Desde luego… Es de familia… – Muñecas rusas -gruñí yo-, ya sabes, una mujer bonita, y cuanto más te interesas por ella, más pequeña la descubres… – ¿Lo dices por mí? -bromeó alejándose. No. Por mí. Bromeó. Bromeó alejándose. Fue precisamente por ese tipo de inciso por lo que me había enamorado de ella, hace años, cuando su pie subía por mi pierna mientras su marido me explicaba lo que esperaba de mis servicios jugando con la vitola de su puro. Imprimiendo a ese inocente pedazo de papel un movimiento de vaivén que yo juzgaba… del todo imprudente… Sí. Porque otra habría sido más previsible, más agresiva. ¿Lo dices por mí?, habría dicho en tono burlón, malhumorado, irónico, mordaz o arrogante, o me habría fusilado con la mirada, o habría dicho cualquier otra cosa menos cruel, pero ella no. No, ella no. La bella Laurence Vernes no… Estábamos en invierno y había quedado con ellos en un restaurante elegantón del distrito ocho. «Para el café», había precisado él. Claro… para el café… Yo era un proveedor, no un cliente. Como mucho, tomaríamos unas tejas o unas trufas cortesía de la casa, una tontería de nada. Me presenté por fin. Jadeante, desaliñado, voluminoso. Con el casco en la mano y mis rollos de planos bajo el brazo. Perseguido por un camarero tan horrorizado como obsequioso que se afanaba tras de mí, muy ocupado en desprenderme de mi molesto atavío. Me había arrebatado de las manos mi horrible cazadora y se había alejado, inspeccionando la moqueta pálida de su establecimiento. Imagino que buscaba como loco restos de grasa de motor, barro, o cualquier otro residuo que sin duda yo habría dejado. La escena sólo duró unos segundos, pero me cautivó. Ahí estaba yo pues, con ese aire burlón que disimulaba otros estados de ánimo, quitándome mi larga bufanda y tiritando por última vez, cuando mi mirada se cruzó con la suya por casualidad. Ella creyó, o supo, o quiso, que esa sonrisa fuera para ella, cuando la había provocado el absurdo de la situación, la estupidez de un mundo, el suyo, que me alimentaba a mi pesar (por aquel entonces me parecía que ir a presentarle un presupuesto a un tipo que había hecho fortuna en el negocio del cuero para reformar su nuevo dúplex «sin eliminar ni un milímetro de mármol» implicaba una gran falta de buen gusto por mi parte… Pero ¡tenía que pagar tantos impuestos! ¡Le Corbusier se estaría revolviendo en su tumba! He cambiado desde entonces: he perdido toneladas de aplomo en las comidas de negocios y he acumulado reclamaciones de la Seguridad Social, por lo que puedo decir que toda esta lucidez me pesa, me pesa y mucho. Tanto como el mármol…), bien, como iba diciendo, a mi pesar, y sin invitarme a comer, me rogó que me sentara ante un mantel manchado mientras otro lacayo eliminaba las últimas migas. Mi desconfianza por una sonrisa. Quid pro quo, pues. La primera. Pero bonita… Bonita y un poco falsa, puesto que, por desgracia, me di cuenta bien pronto de que su seguridad, sus miraditas, esa audacia halagadora, se debían más a las virtudes del champán que a mi improbable encanto. Pero bueno… No dejaba de ser su dedo gordo lo que sentía contra mi rodilla, mientras trataba de concentrarme en los deseos de su acompañante. Me pedía precisiones sobre su dormitorio. «Algo espacioso e íntimo a la vez», no dejaba de repetirme, inclinándose sobre mis estimaciones. – ¿Verdad, cariño? ¿Estamos de acuerdo? – ¿Qué, perdona? – ¡El dormitorio! -exclamó, con aire de hastío, soltando a la vez una voluta de humo-. A ver si estás un poco más atenta a la conversación… Estaba de acuerdo con él. El que desvariaba era su lindo piececito. La quise con pleno conocimiento de causa, así que no veo muy bien cómo podría quejarme hoy en día porque se aleje bromeando… Fue ella la que siguió las obras de reforma. Nuestras citas se multiplicaron y, conforme iban avanzando las obras, mis perspectivas se fueron volviendo más borrosas, su forma de estrecharme la mano, menos enérgica, los muros de carga, menos obsesivos, y los obreros, más un estorbo. Una noche por fin, con el pretexto vago de no sé qué historia de que el parqué era demasiado oscuro, o demasiado claro, ya no sabía bien, exigió que fuera a verla enseguida. De modo que fuimos los primeros en inaugurar ese magnífico dormitorio… Sobre una lona de pintor, espaciosa e íntima, en medio de las colillas y de los botes de disolvente White-Spirit… Pero, tras vestirse en silencio, dio unos pasos, abrió una puerta, la cerró enseguida, volvió hacia mí alisándose la falda y anunció sin más: – No pienso vivir aquí jamás. Esta vez lo dijo sin arrogancia, sin amargura y sin agresividad. No pensaba vivir ahí jamás… Apagamos las luces y bajamos la escalera a oscuras. «Tengo una niña pequeña, ¿sabe?», me confió en el rellano, entre dos pisos, y, mientras yo llamaba a la ventana de la portera para devolverle las llaves, añadió bajito, hablándose a sí misma: «Una niña pequeña que merece algo mejor, creo…» ¡Ah! ¡El plano de distribución de los comensales! Siempre es el mejor momento de la velada… – A ver… Laurence… a mi derecha -declara mi anciano padre-, luego usted, Guy -(pobrecita… le espera la sección de refrigerados, el robo con tirón y los líos de personal)-, tú, Mado, aquí, luego Claire, luego… – ¡Que no, hombre, que no! -se irrita mi madre, arrancándole de las manos la hoja de papel-, habíamos quedado en que ahí iba Charles, y luego Françoise aquí… Anda, no, pero así no está bien… Ahora nos falta aquí un hombre… ¿Qué sería de nosotros sin los planos de distribución de los comensales? Claire me miraba. Claro que sabía que faltaba un hombre… Le sonreí, y ella se encogió de hombros con aire suficiente, para sacudirse de encima esa ternura mía que no le gustaba. Nuestras miradas valían más que él, digo yo… Sin esperar más, apartó la silla que tenía delante, desdobló su servilleta y llamó a nuestro tendero preferido: – ¡Hala, ven por aquí, Guy mío! Ven a sentarte a mi lado, así podrás volver a contarme a qué me dan derecho tres puntos de fidelidad. Mi madre suspiró y se rindió: – Bueno… pues sentaos como queráis… Qué talento, pensé. Qué talento… Pero la inteligencia de esa chica maravillosa, capaz de sabotear un plan de distribución de comensales en dos segundos, de hacer soportable una reunión de familia, de sacudir un poco a unos chavales apáticos sin humillarlos, de granjearse el cariño de una mujer como Laurence (huelga precisar que la mayonesa no cuajó con las otras dos, de lo que siempre me he alegrado, por otro lado…) y el respeto de sus colegas de trabajo, esta chica a la que llaman la pequeña Vauban, en honor al ingeniero militar de los tiempos de Luis XIV, en los despachos enmoquetados de algunos elegidos («Caso asediado por Balanda, caso tomado, caso defendido por Balanda, caso inexpugnable», leí un día en una revista de urbanismo muy pero que muy seria), todo eso, esa inteligencia tan fina, esa sensatez, se quedaban en nada cuando se trataba de cuestiones de amor. El hombre que faltaba esa noche, y desde hacía años ya, existía, claro que existía. Pero él también debía de estar en alguna velada familiar. Junto a su mujer («en casa de mamá», como decía ella con una sonrisa demasiado grande para ser sincera), y ante su servilletero. Heroico. Pero muy digno él… Y es que a punto había estado incluso de enemistarnos a mi hermana y a mí, ese pedazo de cabrón… «No, Charles, no puedes decir eso, no es ningún pedazo de nada porque ni siquiera es gordo…» Ése era el tipo de respuesta estúpida con el que me venía ella en los tiempos en que yo aún me las daba de don Quijote e intentaba enfrentarme contra ese molino de palabras. Pero luego ya renuncié, renuncié. Un hombre, por muy delgado que sea, capaz de decir tranquilamente, sin reírse, a una mujer como ella: «Ten paciencia, me iré de casa cuando mis hijas sean mayores», no vale siquiera la avena del viejo Que se pudra. «Pero ¿por qué sigues con él?», le habré repetido yo una y mil veces, con todos los tonos de voz. «No lo sé. Porque no me quiere, me imagino…» Y es todo lo que se le ocurre decir en su defensa. Sí, a ella… A nuestra querida baliza, al terror del Palacio de Justicia… Es desesperante. Pero he renunciado… Por cansancio y por honradez, yo que soy incapaz de arreglar mi propia vida. Tengo el brazo demasiado corto para ser un buen procurador. Y ahí debajo hay todo un submundo de dimisiones, zonas de sombras y terrenos demasiado resbaladizos, incluso para el alma gemela de un hermano como yo. De modo que ya no hablamos del tema. Y ella apaga su móvil. Y se encoge de hombros. Y así es la vida. Y se ríe. Y aguanta al tendero del Champion para pensar en otra cosa. Lo que sigue no se cuenta. Demasiado visto, demasiado conocido. El pequeño banquete. La cena de sábado noche en casa de gente como es debido, donde todo el mundo interpreta su papel con valentía. La cubertería regalo de boda, los horrorosos portacuchillos en forma de perrito basset, el vaso que se cae, el kilo de sal que se echa sobre el mantel, los debates sobre los debates de la televisión, las treinta y cinco horas semanales, el declive de Francia, los impuestos que pagamos y el radar que no vimos venir, el cabroncete que dice que los moros tienen demasiados hijos y la buenaza que replica que no hay que generalizar, la señora de la casa que asegura que está demasiado hecha la carne sólo por el gusto de que se la contradiga y el patriarca que se inquieta por la temperatura del vino. Venga… Os lo ahorro… Los conocéis de sobra esos cálidos paréntesis siempre un poco deprimentes a los que se llama la familia y que os recuerdan de vez en cuando lo corto que es el camino recorrido… Lo único salvable son las risas de los niños en el piso de arriba, y la que más fuerte se ríe es Mathilde, precisamente. Y sus carcajadas nos llevan de vuelta ante la portería del bulevar Beauséjour, junto a las confidencias de la maravillosa esposa de mi cliente, justo cuando acababa de envolverme el corazón y los sentidos en una lona de pintor destartalada. Nunca sabré de lo que se libró esa niña pequeña ni lo que se merecía exactamente, pero sé cuánto me facilitó las cosas… Después de esa última «reunión para evaluar el estado de las obras», no tuve más noticias suyas. Ya no quedaba conmigo, se había vuelto ilocalizable, o peor aún, improbable, y nadie escuchó mis últimas sugerencias. Pero no me la podía quitar de la cabeza. No me la podía quitar de la cabeza. Y como era demasiado guapa para mí, tuve que ser astuto. También era de madera mi caballo de Troya. Y trabajé en él durante semanas. Era el proyecto de fin de carrera que nunca había tenido las ganas de terminar. Mi obra maestra de compañero, mis ensoñaciones perdidas, mi piedrita que se tira al fondo de un pozo… Cuanta menos esperanza tenía de volverla a ver, más lo pulía. Desafiaba a los artesanos del Sabía que trabajaba en Chanel y, armándome de valor y entrelazando la C de Conquista y la de Concupiscencia, no, vaya fanfarrón estoy hecho, más bien de Canguelo y de Cupido, entré en la tienda de la calle Caubon. Con un afeitado muy apurado, demasiado incluso, tanto que me había cortado varias veces, pero con el cuello de la camisa limpio y unos cordones de zapatos nuevos. La llamaron, se hizo la sorprendida, jugueteó con las perlas de su largo collar, se mostró encantadora, desenvuelta y… oh, qué crueldad la suya… Pero yo no tiré la toalla y la invité a pasar por mi estudio el sábado siguiente. Y cuando su niña descubrió mi regalo, es decir el suyo, y le enseñé cómo iluminar la casita de muñecas más bonita del mundo, supe que la cosa iba por buen camino. Pero tras las exclamaciones esperadas, se quedó de rodillas un poco más de la cuenta… Maravillada primero, y turbada y silenciosa después, se preguntaba ya cuál sería el precio que tendría que pagar por tantas horas de minuciosa esperanza. Había llegado el momento de gastar mi último cartucho: «Mire -dije, inclinándome encima de su nuca-, hasta tiene mármol, ahí…» Entonces sonrió y me dejó amarla. «Entonces sonrió y me amó» habría sonado mejor, ¿verdad? Habría sido más contundente, más novelesco. Pero no me he atrevido a decirlo… Porque creo que nunca he sabido si… Y cuando la observo ahora, sentada al otro lado de la mesa, alegre, afable, tan indulgente, tan magnánima con los míos, y siempre tan seductora, siempre tan… No, de verdad, nunca he sabido… Tras la moqueta del restaurante donde la conocí y los artificios del alcohol, quizá Mathilde fuera el tercer quid pro quo de nuestra relación… Es nuevo este vértigo, por llamarlo de alguna manera… Esta introspección, estas preguntas vanas sobre nosotros, y no va nada conmigo. ¿Demasiados viajes tal vez? ¿Demasiados desfases horarios, demasiados techos de hotel y demasiadas noches sin descanso? O demasiadas mentiras… O demasiados suspiros… Demasiado móvil que se apaga de pronto cuando aparezco sin hacer ruido, demasiadas poses y demasiados cambios de humor, o… Demasiada nada, a decir verdad. No era la primera vez que Laurence me engañaba y, hasta entonces, nunca me había hecho demasiado daño. No es que me hiciera feliz pero, como ya he dicho, me había metido en la boca del lobo acariciando de paso al animal. Pronto me di cuenta de que la historia me venía demasiado grande. Ella nunca había querido casarse conmigo, no había querido tener más hijos, no… Y además… yo también trabajaba tanto y estaba tan a menudo fuera de casa… Entonces fingía que no me importaba y me tragaba el amor propio. Y de hecho me salía bastante bien. Creo incluso que sus… aventuras fueron a menudo un buen combustible para lo que había entre nosotros y que hacía las veces de relación de pareja. Nuestras almohadas en todo caso estaban encantadas. Laurence seducía, las abrazaba, se cansaba y volvía a mí. Volvía a mí y me hablaba en la oscuridad. Apartaba las sábanas, se incorporaba un poco, me acariciaba la espalda, los hombros, la cara, mucho rato, largamente, con ternura, y siempre terminaba por murmurar frases como: «Tú eres el mejor, ¿sabes?» o «No hay dos como tú…». Yo no decía nada, permanecía inmóvil, nunca intentaba contrariar los meandros de su mano. Pues aunque se tratara de mi piel, a menudo me pareció, en esas noches de intimidad, que eran sus propias cicatrices lo que ella trataba así de circunscribir y de apaciguar, acariciándolas tan suavemente. Pero ya hemos superado esos momentos… Hoy en día sus problemas de sueño se los confía a la homeopatía y ya ni siquiera en la oscuridad me deja ver lo que palpita y se disloca bajo su hermosa coraza… ¿De quién es la culpa? ¿De Mathilde que ha crecido demasiado y que, como la Alicia de la historia, ha reventado su casita? Que ya no necesita que le sujete los estribos y que pronto hablará inglés mejor que yo… ¿Será culpa de las negligencias de su padre que parecían antaño tan criminales y que con los años ya son casi divertidas? La ironía ha ocupado el lugar de la amargura, y más vale así, pero ya no salgo tan bien parado de las comparaciones. Aunque yo no me equivoque nunca con las fechas de las vacaciones escolares… ¿Será culpa del tiempo que hace mal las cosas? Pues yo era joven entonces, era un poco más joven que ella, era incluso «su jovencito». Y la alcancé. Y creo que la superé. Me siento tan viejo algunos días. Tan viejo… ¿Será culpa de esta profesión de salvajes en la que siempre hay que luchar, convencer y luchar otra vez? En la que nunca se tiene nada ganado, en la que, a punto de cumplir los cincuenta, tengo la impresión de seguir siendo ese estudiante con cara de cansado, atiborrado de cafeína, que repite sin cesar a quien quiere escucharlo «estoy a tope de curro, estoy a tope de curro» y tropieza sobre sus cálculos presentando un enésimo proyecto ante un enésimo jurado, con la única diferencia de que, con los años, la espada de Damocles se ha vuelto aún más afilada. Pues sí… Ya no se trata de notas ni de pasar o no al curso siguiente, sino de dinero. De mucho, mucho dinero. De dinero, de poder y también de megalomanía. Por no hablar del politiqueo. No, por no hablar del politiqueo. ¿O será culpa del amor, quizá? De su… – ¿Y tú, Charles? ¿Qué opinas tú? – ¿Qué, perdona, qué dices? – ¿Qué opinas del museo de las artes primitivas? – Huy… Hace un montón que no voy… Visité las obras varias veces, pero… – Bueno, en todo caso -prosigue mi hermana Françoise-, para ir al cuarto de baño, no os cuento el horror… ¡No sé cuánto nos habrá costado ese sitio, pero desde luego han ahorrado en paneles indicadores! No pude evitar imaginarme la cara de Nouvel y de su equipo, los arquitectos del museo, si hubiesen estado aquí esta noche… – Bah… pero si está hecho aposta -le contesta el gracioso de su marido-, a ver si te crees tú que los primitivos se andaban con rodeos a la hora de bajarse el taparrabos… ¡En cuanto veían un arbusto, hala! Bueno, no. Mejor que no estuvieran aquí. – Doscientos treinta y cinco millones -suelta el otro, el que no tiene nada de gracioso, agarrándose a su servilleta. Y como los presentes no reaccionan con la rapidez suficiente, añade: – Hablo en euros, claro. El sitio ése, como tú dices, mi querida Françoise, le habrá costado a los contribuyentes franceses la nadería de… -se saca las gafas y el móvil, pulsa unos botones y cierra los ojos- mil quinientos cuarenta millones de francos. – ¿¿Antiguos?? -pregunta atragantándose mi madre. – No, hombre, no… -contesta el otro, dilatándose de placer-, ¡nuevos! Está exultante. Esta vez lo ha conseguido. Han mordido el anzuelo. Ha conseguido sembrar el caos entre los presentes. Busco la mirada de Laurence, que me dedica una sonrisita triste. Hay cosas así de mí que todavía respeta. Vuelvo a concentrarme en mi plato. La conversación ha vuelto a ganar cuerpo, un cuerpo hecho de sensatez y de estupidez bienintencionada. Hace algunos años se hablaba del edificio de la Ópera o de la Biblioteca François Mitterrand, y ahora, pues nada, se cogen los mismos temas más o menos y vuelta a empezar. Claire, sentada a mi lado, se inclina para preguntarme: – ¿Y qué tal por Rusia? – Es la hecatombe -le confieso con una sonrisa. – No será para tanto… – No, no, te lo digo en serio… Espero al deshielo para contar los cadáveres… – Mierda. – Sí, – ¿Es un problema serio? – Pfff… Para el estudio, no, pero para mí… – ¿Por qué para ti? – No sé… No soy un buen Napoleón… Carezco de su… visión de las cosas, me imagino… – O de su locura… – ¡Huy, eso ya vendrá, descuida! – No lo dices en serio, ¿verdad? -me preguntó, preocupada. – – ¿Cuándo está previsto que vuelvas para allá? – El lunes… – No me digas… – Sí, hija, sí… – ¿Por qué tan pronto? – Pues es que resulta que… y agárrate bien porque vienen curvas… que las grúas desaparecen… Durante la noche, fffiuuuu, levantan el vuelo. – Imposible… – Dices bien… Necesitan unos pocos días más para desplegar las alas… Sobre todo porque se llevan las demás máquinas consigo… Las palas mecánicas, las hormigoneras, las excavadoras… Todo. – Estás de coña… – En absoluto. – Pero ¿y qué vas a hacer, entonces? – ¿Que qué voy a hacer? Pues es una buena pregunta… Para empezar me voy a encargar de que contraten a una empresa de seguridad para que vigile a nuestra propia empresa de seguridad, y cuando ésta a su vez sea corrupta, entonces… – Entonces ¿qué? – No lo sé… ¡Iré a buscar a los cosacos! – Vaya berenjenal… – Y que lo digas… – ¿Y tú gestionas ese lío? – En absoluto. No se puede gestionar nada. Nada de nada. ¿Quieres que te diga a qué me dedico yo allí? – ¡A beber! – No sólo. También releo – Pues vaya un horror… ¿Y no te mandan chicas maravillosas para que te relajes un poco? – Todavía no… – Mentiroso… – ¿Y tú? ¿Qué novedad hay en el frente? – Oh, yo… -suspira, cogiendo su copa-, yo había elegido este trabajo para salvar al mundo, y ahora me encuentro con que tengo que esconder la mierda de la gente debajo de unas moquetas de césped genéticamente modificado, pero aparte de eso todo bien. Se ríe. – ¿Y esa historia en la que andabas metida, la del embalse? – Está resuelta. Les he jodido pero bien. – ¿Lo ves…? – Pfff… – ¿Cómo que «pfff»? Pero si está muy bien… – ¿Charles? – ¿Mmm? – Tendríamos que asociarnos, ¿sabes…? – ¿Para hacer qué? – Una ciudad ideal… – Pero bonita, si estamos ya en la ciudad ideal, lo sabes muy bien… – Hombre, no del todo… -dice, haciendo una mueca-, todavía nos falta algún que otro supermercado Champion, ¿no? Atento a la voz de su amo, mi cuñado nos capta al vuelo. – Perdón, ¿he oído Champion? – Nada, nada… Estábamos hablando de tu última oferta sobre el caviar… – ¿Cómo dices? Claire le sonríe. Nuestro cuñado se encoge de hombros y vuelve a enfrascarse en su estribillo preferido, a saber: pero ¿dónde van todos los impuestos que pagamos? Oh… De pronto me siento cansado… Cansado, cansado, cansado, y paso la tabla de quesos sin servirme de ninguno para ganar un poco de tiempo. Miro a mi padre, siempre tan discreto, cortés, elegante… Miro a Laurence y a Edith, ocupadas en contarse la una a la otra historias de profesores con muy poca psicología y de asistentas torpes, a menos que sea al revés, miro la decoración de ese comedor en el que no ha cambiado nada desde hace cincuenta años, miro el… – ¿Cuándo damos los regalos? Ya están aquí los niños. Benditos sean. No queda tanto para irse a la cama. – Cambiad los platos por unos de postre y venid luego todos conmigo a la cocina -les ordena su abuela. Mis hermanas se levantan para ir a buscar sus regalos. Mathilde me guiña el ojo, señalándome la bolsa que contiene nuestro bolso, y Rockefeller concluye su discurso grandilocuente limpiándose la boca: – ¡De todas maneras, nos estamos yendo derechitos al garete! Hala. Ya lo ha dicho. Normalmente hay que esperar al café, pero esta vez se ha anticipado un poco, por problemillas de próstata, me imagino. Hala, sí. Cállate ya, Perdón, pero como iba diciendo, estoy cansado. Françoise vuelve con la cámara de fotos, apaga las luces, Laurence se peina discretamente y los niños encienden las cerillas. – ¡Todavía hay luz en el vestíbulo! -lanza una voz. Voy corriendo a apagarla, por supuesto. Pero mientras busco el interruptor, descubro un sobre en lo alto de mi pila de correo. Un sobre blanco, alargado, y una letra negra que conozco aunque ahora no la reconozca. El matasellos no me dice nada. Un nombre de ciudad y un código postal que no sabría situar en un mapa, pero esa letra, esa letra… – ¡Pero, Charles! ¿Se puede saber qué estás haciendo? -se quejan desde el comedor, cuando la tarta tiembla ya en el reflejo de los cristales. Apago la luz y vuelvo con ellos. Pero ya no estoy ahí. No veo el rostro de Laurence iluminado por las velas. No entono el Cumpleaños feliz. Ni siquiera trato de aplaudir. Me… me siento como aquel tipo, cuando mordió la magdalena, sólo que a mí me pasa al contrario que a él. Ya me estoy blindando. No quiero que vuelvan en tropel los recuerdos. Siento que un pedazo de mundo olvidado se está abriendo bajo mis pies, siento el vacío, ahí, junto a los flecos del borde de la alfombra, y me quedo rígido como una estatua, buscando instintivamente el quicio de la puerta o el respaldo de una silla, algo a lo que agarrarme. Porque, sí, conozco esa letra y algo no marcha bien. Algo en mí le opone resistencia. Algo la teme ya. Busco qué puede ser. Mi cerebro pone todos sus engranajes en marcha, y ese ruido metálico cubre el jaleo del exterior. No oigo sus gritos, no oigo que me piden que vuelva a encender la luz. – ¡Charles…! -insisten. Perdón. Laurence mira distraídamente sus regalos, y Claire me tiende la espátula para servir la tarta. – ¡Eh, reacciona! ¿O es que piensas comer de pie? Me siento, me sirvo tarta, hundo en ella la cucharita de post… me vuelvo a levantar. Porque me impresiona abro con cuidado esa carta ayudándome con una llave para no romper el sobre. La hoja de papel está doblada en tres. Levanto el primer pliegue de papel, oigo cómo me late el corazón, luego el segundo, mi corazón ya no late. Tres palabras. Sin firma. Sin nada. Tres palabras. Zaca. Ya podéis subir la guillotina. Al levantar la cabeza, me cruzo con mi reflejo en el espejo sobre la consola. Siento ganas de sacudir a ese tío, de decirle: pero ¿qué tontería era esa de evocar a Proust, qué buscabas con eso, eh…? Cuando lo sabías perfectamente… ¿Verdad que lo sabías? No sabe qué responder. Me mira, y como yo no reacciono, termina por murmurar algo. No oigo nada, pero veo temblar sus labios. Debe de decir algo así como: Tú quédate. Quédate aquí con ella. Yo me voy. No tengo más remedio, entiéndelo, pero tú, quédate. Yo me ocupo de esto. Vuelve pues a su tarta. Oye sonidos, voces, risas, toma la copa de champán que alguien le tiende y la choca contra otras, sonriendo. La mujer con la que comparte su vida desde hace años rodea la mesa repartiendo besos a todo el mundo. Lo besa también a él. Le dice: es muy bonito, gracias. Él se protege de ese impulso de ternura diciéndole que lo ha elegido Mathilde, y oye a ésta contradecirlo con vehemencia, como si la hubiera traicionado. Pero él ha olido su perfume y ha buscado su mano, sólo que ella ya está lejos, ya está lejos y está besando a otra persona. Él vuelve a tender su copa. La botella está vacía. Se levanta y va a buscar otra. La descorcha demasiado rápido. Geiser de espuma. Se sirve, apura su copa, repite los mismos gestos. – ¿Estás bien? -le pregunta su vecina de mesa. – ¿Qué te pasa? Te has puesto muy pálido. Parece que acabaras de ver a un fantasma… Charles bebe. – Charles… -murmura Claire. – Nada. Estoy agotado… Bebe otra vez. Se le abre una grieta por dentro. Una fisura. Cada vez más grande. No quiere. El barniz se agrieta, las bisagras ceden y saltan las tuercas. No quiere. Se resiste. Y bebe. Su hermana mayor lo mira mal. Él le dedica un brindis. Ella insiste con sus miraditas. Él le declara sonriendo, articulando muy bien cada sílaba: – Françoise… por una vez, por una puta vez en tu vida… déjame en paz… Françoise busca con la mirada al idiota de su marido, a su caballero andante, para que la defienda, pero éste no entiende su mímica de dama ultrajada. Françoise se descompone. Por suerte, tachan… ¡Aquí está la otra! Edith lo regaña medio en broma medio en serio, moviendo su cabecita con diadema. – Pero, Charles… Él le dedica un brindis a ella también y busca unas palabras que decirle, pero entonces una mano se posa sobre su muñeca. Charles se vuelve hacia la dueña de esa mano, firme sobre la suya. Entonces se calma. Vuelve a oírse el jaleo de voces. La mano sigue ahí. Charles la mira. Y pregunta: – ¿Tienes un cigarro? – Pero… te recuerdo que dejaste de fumar hace cinco años… – ¿Tienes? Su voz le da miedo. Recupera su mano. Están los dos con los codos apoyados en la barandilla de la terraza, de espaldas a la luz y al mundo. Frente a ellos, el jardín de su infancia. El mismo columpio, los mismos arriates de flores impecablemente cuidadas, el mismo incinerador de hojas secas, la misma vista, la misma falta de horizonte. Claire se saca la cajetilla del bolsillo y la desliza sobre la piedra. Charles tiende la mano, pero su hermana no suelta la cajetilla. – ¿Recuerdas cuánto te costó los primeros meses? ¿Recuerdas cuánto sufriste para dejarlo? Charles le aprieta la mano. Tanto que le hace daño de verdad, y le dice: – Anouk ha muerto. |
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