"220 dias en una nave sideral" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)ANTES DE LA PARTIDAMañana partiremos. A las diez en punto de la mañana, la nave cósmica, conducida por Serguei Alejandrovich Kamov, despegará de la Tierra… ¿Hubiera podido soñar jamás con la posibilidad de acompañarlo en uno de sus famosos vuelos? ¡Claro que no! Como todo el mundo, seguía de lejos sus hazañas y lo admiraba. Kamov, y también Paichadze, me parecían seres extraordinarios, y tan lejanos como ese cielo que habían atravesado. Nunca imaginé siquiera que pudiese acompañarlos en un vuelo, aunque lo anhelara como todos los jóvenes que me rodeaban. ¡Qué extraño, pues, que semejante deseo haya dejado de ser un imposible para transformarse en realidad! Durante este largo viaje veremos cosas maravillosas. ¿Sabré describirlas certeramente, de tal manera que mis lectores puedan verlas como yo? Así tiene que ser. Para eso me han admitido entre los miembros de la expedición. Debo anotar y registrar todo: sobre el papel, en las fotos, en las películas cinematográficas. Mi diario, que comienzo hoy, será la base del libro que espero crear sobre este vuelo, a mi regreso a la Tierra, después de siete meses y medio de vuelo interplanetario. No deberé perder ningún detalle. Ahora son apenas las nueve de la noche y tengo bastante tiempo para escribir, pero a las doce me acostaré. Quien sabe si podré dormir… Cuando le manifesté a Serguei Alejandrovich que sería difícil cumplir su orden de dormir la última noche antes de la partida, me dijo: — Sin embargo, es mejor que se acueste, aunque no logre conciliar el sueño. Lo principal es el descanso físico. Se lo prometí y cumpliré lo prometido, pero entre tanto escribiré todo lo que precedió a la noche de hoy, comenzando por el principio. El 29 de abril, hace casi dos meses, nuestro Director me llamó a su despacho. Yo acababa de regresar a Moscú y estaba ordenando mis notas del viaje que había hecho por cuenta de mi diario, de manera que no pasó por mi mente la idea de una nueva misión. Cuando entré a su despacho, el Director me invitó a tomar asiento. — Deseamos proponerle una misión especial — me dijo observándome; y al ver que yo quería contestar, añadió rápidamente—: Es una expedición excepcional, que puede resultar peligrosa. Un segundo antes había tenido la firme intención de rechazar la proposición, pues estaba cansado y sin deseos de emprender viajes a ninguna parte, pero las últimas palabras del jefe despertaron mi curiosidad. — Los peligros no me asustan — respondí —. Cuanto más insólita sea la tarea, tanto más me interesa. — Esperaba de usted semejante respuesta. Usted es joven y sano. Es buen fotógrafo y hábil periodista y además sabe filmar. Son justamente las cualidades que se necesitan en este caso. Sin embargo, no insistiré en obtener su consentimiento. Tiene usted el derecho de rechazar la oferta. — No tengo la intención de rechazar nada. Me miró con una expresión que me pareció algo enigmática y con sonrisa un poco burlona, me dijo: — Tanto mejor. ¿Usted ha oído hablar de Kamov, no? Me estremecí. ¿Kamov? ¿El constructor y comandante de la primera nave cósmica del mundo? ¿El hombre que ya dos veces abandonara la Tierra? ¿Habré oído bien? ¿No estaré equivocado? — ¡Claro! — contesté— ¿Quién no lo conoce? Ahí está la clave, pensé. Por eso dijo que se trataba de una expedición excepcional. El nombre de Kamov indica que se trata de una astronavegación, quizá de un vuelo a uno de los planetas. ¿Quién no ha deseado hacer semejante viaje? Pero una cosa es el deseo y otra la posibilidad concreta de realizar tal vuelo…» — Si usted quiere, puede tomar parte en la nueva expedición. — ¿Hacia dónde se dirige? — Eso no lo sé. Si usted está conforme, se lo dirá el mismo Kamov. — Pero, ¿por qué es usted quien me lo ofrece? — Porque usted reúne las condiciones necesarias y parece la persona más indicada. Todo esto fue tan repentino y extraordinario que sentí la necesidad de pensarlo bien antes de tomar una determinación. — No se apresure — dijo el Director —, hay que reflexionar serenamente antes de arriesgarse así, para no lamentar luego la decisión tomada. No diría la verdad si afirmara que pasé bien la noche. No soy novicio en materia de expediciones. Como corresponsal, estuve en muchas partes del globo: en la Antártida, en el África Central, en el Himalaya… Pero todo fue sobre la Tierra. Y ahora, en cambio, me ofrecían abandonarla para volar quién sabe hacia dónde, a decenas o quizá centenas de millones de kilómetros de distancia… Recordé los libros que había leído sobre el Cosmos. El Universo, con sus espacios infinitos donde, como partículas de polvo, se mueven las estrellas…, distancias que exceden la imaginación humana…, las tinieblas…, el frío… Con toda nitidez me imaginé la minúscula nave cósmica rodeada por un vacío sin límites. Tuve que sentarme, vencido por una repentina debilidad. ¿Renunciar…? Nadie me censuraría por ello… ¡Quedarme en esta querida Tierra, tan familiar…! «¿Y guardar para siempre el recuerdo de tal flaqueza…? pensé. ¿Perder semejante oportunidad y luego lamentarlo toda la vida…?» Eran las tres de la madrugada y todavía no había resuelto nada. El deseo y la indecisión luchaban entre sí, venciendo por turno. Por fin, abrumado por un intenso dolor de cabeza, abrí la ventana y dejé que el fresco aire nocturno me bañara el rostro. Desde el octavo piso, donde vivía, se dominaba una amplia vista de la ciudad. En muchos lugares brillaban los fuegos de la iluminación festiva y a lo lejos se veían las estrellas rojas del Kremlin. ¡Moscú, mi ciudad natal! ¡Capital del país que me diera todo lo que tengo! «¿De qué te asustas? me dije. ¿Acaso no fueron peligrosas las expediciones en que has participado? ¿Acaso no has arriesgado ya otras veces tu vida?» Me acerqué a la mesa y saqué del cajón un retrato de Kamov, al que algunos diarios extranjeros llamaban «El Colón de la Luna». Estaba de perfil y sus frondosas cejas, su nariz aguileña y las líneas bien marcadas de sus labios y barbilla, le hacían muy parecido al famoso explorador polar Roald Amundsen. «Este hombre, pensaba yo mirándolo, este hombre no teme abandonar la Tierra por tercera vez. Marcha con paso firme y seguro hacia su meta.» Instantáneamente se apoderó de mi un sentimiento de vergüenza insoportable. ¡Cómo pude haberme dejado dominar, aunque fuera por un instante, por esa indecisión vergonzosa! ¿Qué me había ocurrido? Mi patria me llama para el cumplimiento de un deber, me están confiando una tarea de responsabilidad y yo… ¿qué? Con todas las fuerzas de mi imaginación, traté de evocar nuevamente la nave cósmica suspendida en el vacío tenebroso y frío, pero ya no me impresionaba. La ráfaga de pusilanimidad había pasado. A la mañana siguiente dije al Director que estaba dispuesto a volar donde quiera me mandaran. — No hemos dudado de ello ni por un instante — me contestó. Al atardecer del mismo día y con comprensible emoción, tocaba yo el timbre del departamento de Kamov. Me abrió la puerta Serafina Petrovna Kamov. — Serguei Alejandrovich le está esperando — dijo cuando me presenté. Nunca había estado con Kamov, pero lo reconocí, gracias a las fotos que de él se publicaban. Era alto y fornido, de movimientos seguros y medidos y de su persona emanaba algo poderoso que inspiraba confianza en la fortaleza de su carácter y en su voluntad inquebrantable. Lo que más me impresionó fueron sus ojos muy negros, tan negros que parecían insondables y llenos de una extraordinaria calma. El cabello gris acerado enmarcaba suavemente su alta frente. Su rostro no podía llamarse hermoso, a causa de las cejas demasiado tupidas y de la mandíbula un tanto pesada. Pero era un rostro varonil. Me estrechó fuertemente la mano. — Me alegra verlo, camarada Melnicov. Me invitó a sentarme en un cómodo sillón y se instaló enfrente. — Conozcámonos. Ante todo ¿cuántos años tiene usted? — Veintisiete. — No le habría dado más de veinticinco. ¿Dónde se tostó tanto? Contrastado con su rostro, el cabello parece blanco. Le conté que estuve dos meses en el Kazajstán, de donde acababa de regresar hacía dos días. — ¿Y otra vez quiere emprender una expedición? — dijo sonriendo —. ¿Está usted firmemente decidido a volar con nosotros? ¿Lo ha pensado bien? — No conozco el itinerario de su viaje, pero su solo nombre indica que nos llevará fuera de los límites de esta Tierra. Si está usted conforme en llevarme consigo, no cambiaré de decisión. — ¿Cómo está usted de salud? Tendrá que someterse a un riguroso examen médico. — De mi salud respondo. El año pasado, antes de tomar parte en la expedición al Polo Sur, fui revisado por una comisión que me halló perfectamente sano. Se tomó el mentón con la mano. Más tarde noté que era un gesto característico en él. — Basta mirarlo para creerle. Bueno, si es así, me alegro. Resulta entonces que somos otra vez cuatro personas. Cuando se decidió nuestra expedición, quisimos tomar solamente auxiliares científicos. Conmigo irán tres personas. Habían sido presentadas tiempo atrás y durante casi un año estuvieron en adiestramiento especial. Pero hace un mes, perdimos a uno de nuestros compañeros en un accidente. Se calló y me miró fijamente. Luego sonrió, con una mirada aprobatoria. — Su rostro dice que mis palabras no lo han impresionado. Usted podía haber pensado que el hombre pereció por causas relacionadas con los preparativos de la expedición. — Eso es lo que pensé, precisamente — respondí. — ¿Y no lo intimidó? Me encogí de hombros. — Sé perfectamente que vuestra expedición no es un paseo de turistas. — Nuestro compañero pereció en un accidente automovilístico. Su coche se precipitó a un abismo. Así perdimos a un participante del próximo viaje y es imposible sustituirlo por otro trabajador científico, ya que hay poco tiempo. El trabajo científico en un vuelo cósmico requiere una prolongada etapa de adiestramiento. — ¿Y por eso decidieron reemplazarlo por un periodista? — No, no del todo. Tuve la idea de que una persona reúna en sí al periodista, al fotógrafo y al «cameraman». Lo principal era que la astronave contara con la presencia de un especialista de topografía astronómica. Nuestro compañero desaparecido siguió un curso especializado y si tendremos que arreglarnos ahora sin el astrónomo, no podemos prescindir en cambio del fotógrafo y del «cameraman». Por eso le invitamos a usted. — Pero si yo no tengo idea de la topografía astronómica. — Le enseñaremos. Es precisamente por ello que necesitábamos una persona experimentada. No nos será tan difícil enseñarle algunos métodos de topografía astronómica y resultará útil su experiencia como periodista, puesto que al regreso tendrá que contar al público las alternativas del vuelo interplanetario. — Haré todo lo que esté a mi alcance, pero quisiera saber una cosa: ¿hacia dónde se dirigirán? — Es un deseo muy plausible. En general no hacemos ningún misterio de nuestras intenciones, pero no daremos publicidad al asunto hasta el día de la partida. Nuestra expedición no tiene fines deportivos, sino puramente científicos, pero, con todo, no queremos ceder la primacía — sonrió —. Por eso hemos guardado reserva. A usted naturalmente se lo diré, porque usted tiene que saber adonde va. Se quedó callado mirándome largo rato con sus extraños ojos calmos. — Los requerimientos médicos a que son sometidos los participantes del vuelo — comenzó —, difieren de los habituales. Es posible que usted no sea admitido… Hubo un nuevo silencio; luego prosiguió, ya en tono normal: — Pero si ello ocurriera, usted ha de guardar el secreto. Usted sabe que mi primer vuelo fue un ensayo, y lo hice solo. La nave voló alrededor de la Luna y regresó a la Tierra. El segundo vuelo lo hice con el astrofísico Paichadze. Descendimos en la superficie lunar y pasamos allá varias horas. Ambos vuelos demostraron que la parte material no tiene fallas y entonces se decidió realizar una tercera expedición: alcanzar al planeta Marte y de paso observar a Venus. ¿No le asusta eso? — ¡Ni en lo más mínimo! — respondí —. Ahora deseo aún más tomar parte en este vuelo, pero me cohíbe la insignificancia del trabajo que se me asigna. ¿Podré justificar mi participación? — ¿Por qué prejuzga que su futuro trabajo será insignificante? Yo sentí que me ruborizaba. — Me pareció. — Que no le parezca nada — me interrumpió Kamov —. Su tarea es de mucha responsabilidad. El análisis de las fotos que saque usted tendrá un gran valor científico y nuestros sabios le encomendarán una vasta tarea. En los momentos libres usted me ayudará a pilotear la nave. Lo miré con asombro. — ¡No se sorprenda! — sonrió Kamov —. No es tan terrible ni tan complicado pilotear una nave cósmica durante el vuelo. Otra cosa es levantar vuelo, aterrizar o volar cerca de los grandes planetas. Entonces sí que se complican las cosas. Nuestro puesto de mando está equipado con los más extraordinarios aparatos, con los cuales usted se familiarizará en los primeros días del viaje. — ¿Cuánto tiempo durará la expedición? — ¿Cuánto supone usted? — Supongo que un año o dos. Kamov se puso a reír. — La técnica atómica se desarrolla con mucha rapidez. Teniendo en cuenta que el primer vuelo a la Luna nos llevó dos días y el segundo un solo día, puede decirse que hemos dado un gran paso adelante. Toda la expedición ha sido calculada para 225 días, es decir 7 meses y medio. — ¡Tan poco…! — Durante estos 7 meses y medio cruzaremos una distancia un poco superior a los 500 millones de kilómetros. La velocidad promedio de la nave será de 102.600 kilómetros por hora. — Parece un cuento de hadas. — Esta velocidad no es tan grande como le parece, — dijo Kamov —. La técnica logra velocidades suficientes para permitir el vuelo a cualquier planeta sin que haya que atenerse a una fecha fija, pero nuestra astronave tiene que fijarse un itinerario puesto que su velocidad es inferior a la de la Tierra en su órbita. Es decir que, en caso contrario, no podríamos alcanzarla de vuelta. — Me parece que estos 102.600 Kms. son ya una enormidad. En tres horas estarán cerca de la Luna. En dos segundos la nave quedará invisible desde la Tierra. — No — dijo Kamov —. Si arriesgáramos semejante velocidad desde el principio, la nave continuaría su vuelo con una tripulación muerta. El organismo humano no puede soportar semejante aceleración. Empezaremos el vuelo con relativa lentitud y sólo a los 23 minutos y 46 segundos se alcanzará la velocidad máxima de 28.500 metros por segundo. Y recuerde que la velocidad de la Tierra en su órbita es de 29,76 Km. por segundo. Enumeraba esas cifras abrumadoras con un aire tan imperturbable, como si se tratara de un paseo en automóvil. — Si voláramos hacia la Luna en línea recta, la alcanzaríamos en 3 horas 53 minutos pero nuestro camino será casi perpendicular al eje Tierra-Luna. A la Luna ni la veremos de cerca, podrá usted admirarla a una distancia aún mayor de la habitual. — ¡Qué lástima! — Pero en cambio verá el lado que generalmente no vemos desde acá. — Gracias a usted — le dije —, el mundo entero sabe que el lado invisible de la Luna en nada difiere del visible; pero, naturalmente, sería muy interesante cerciorarse con los propios ojos. Permítame preguntarle algo. — ¡Cómo no! — Usted dijo que, de paso hacia Marte, quiere dar un vistazo a Venus. No lo entiendo. — ¿Qué es lo que no entiende? — Cómo alcanzar a Venus en camino hacia Marte si sus órbitas están en direcciones opuestas a la Tierra. — Su perplejidad sería comprensible si los planetas fueran inmóviles, pero se mueven y a velocidades diferentes. Suele ocurrir que ambos, es decir Venus y Marte, se encuentran de un mismo lado de la Tierra. Para que usted entienda más claramente nuestro derrotero, se lo dibujaré en el papel. Tomó un lápiz e hizo rápidamente varios círculos. Aunque los hacía sin compás, salieron muy parejos. Conservé el dibujo como recuerdo. — Vea — dijo Kamov—; el punto en el centro de este pequeño círculo, representa al Sol. La primera circunferencia, es la órbita de Venus. Entre ella y el Sol está el planeta Mercurio, pero no introduzco su órbita porque no la necesitamos. La segunda circunferencia es la órbita de la Tierra y la tercera, la de Marte. Si yo mantuviera la escala correcta sería imposible representar a los planetas en esta hoja de papel, pero esto no es un mapa sino un esquema. Los circulitos que marco con un «1» corresponden a la posición de los planetas en el momento de nuestro despegue. El movimiento de todos los planetas en su órbita tiene la misma dirección de derecha a izquierda. Desde el circulito que representa a la Tierra señalo nuestra ruta con una línea de puntos. ¡Así! En este punto encontramos a Venus. Dibujó una segunda circunferencia en la órbita de Venus, marcándola con un «2». — Desde aquí nos dirigiremos a Marte y lo encontraremos acá, luego regresaremos a la Tierra, que, durante ese lapso, habrá recorrido más de la mitad de su ruta anual y habrá de encontrarse más o menos aquí… — ¡Claro! — exclamé. — Este dibujo no es más que un bosquejo, prosiguió Kamov. Las órbitas de los planetas no se cierran, puesto que el Sol, arrastrándolos consigo, se mueve también en el espacio; pero así usted ha de entender mejor, ¿verdad? — Gracias. Ahora, todo me parece claro. — Ahora usted entenderá perfectamente por que no podemos postergar el «decolage» ni por un solo día, pues con ello se trastornarían todos los cálculos. — Comprendo. — Bien, por hoy basta. En siete meses y medio tendremos tiempo para conversar de todo. Su participación en la expedición comienza desde mañana por la mañana, cuando lo revise la comisión médica. Para prepararlo para el vuelo, no se puede perder ni un solo día. Así terminó mi primera conversación con Kamov. Era más de medianoche cuando regresé a casa. La Luna estaba ya levantándose por encima de los techos. El hombre con el cual yo había conversado hoy la había visitado. Quizás yo también me hallaré un día en su reluciente superficie. «¿Reluciente?» Me acordé de un artículo de Kamov, donde decía que la superficie de la Luna era tenebrosa y tétrica, cubierta de rocas obscuras, y me pareció irónico mi entusiasmo. Allí, a medida que uno va aproximándose, todo parece diferente de lo que vemos desde la Tierra. En realidad, los planetas que nos parecen brillantes no son cuerpos luminosos. Pronto yo mismo estaré en uno de ellos. Pero, ¿seguro que estaré? ¿Y si me rechaza el veredicto médico? ¡Entonces me quedará para siempre vedado este camino y la decepción será muy dolorosa! Dormí muy mal aquella noche, escuchando con los ojos abiertos el lento tic-tac del reloj, que a veces me parecía detenerse. Recién a la madrugada concilié el sueño, siempre perseguido por el pensamiento de un posible fracaso de mis aspiraciones. Pero mi aprensión resultó sin sentido. La comisión examinadora, integrada por tres médicos bajo la presidencia de un célebre profesor, me auscultó y me examinó durante largo rato. Puso a prueba la vista y el oído, me hizo girar en una especie de tiovivo, estar cabeza abajo durante varios minutos, colgado de unos lazos especiales, después de lo cual me volvió a auscultar detenidamente. Por fin me dijo el viejo profesor, palmeándome la espalda, estas palabras que resonaron en mis oídos como una dulce melodía: — ¡Un organismo ideal! ¡Puede viajar a la Estrella Polar, si está tan aburrido de nuestra Tierra! Los médicos se pusieron a reír y el profesor prosiguió ya seriamente: — Prepárese para el vuelo, pero recuerde que si antes del despegue llegara a resfriarse, no será admitido. Aténgase al más riguroso régimen — y señalando a uno de los miembros de la comisión, añadió—: aquí, el doctor Andreev está especialmente designado para asesorar a la expedición. Consúltelo con frecuencia. El trabajo, el descanso, la alimentación, las distracciones, todo tiene que hacerse bajo su control. Usted ya no se pertenece. Aprobado por la comisión, me fui directamente a casa de Kamov, para recibir sus instrucciones. Me estaba esperando y expresó su complacencia de que todo estuviera en orden. — Sentiría perderlo. Me alegro que no haya ocurrido. Aquí — dijo llevándome hacia un hombre alto y delgado, sentado ante el escritorio— le presento a Constantin Serguevich Belopolski, mi ayudante en el vuelo cósmico. Cuando Kamov me nombró y dijo que yo participaría en el próximo vuelo, Belopolski me estrechó la mano, pero lo hizo con absoluta indiferencia. No hubo ni rastros de sonrisa en su rostro surcado de profundas arrugas (a pesar de que sólo tenía cuarenta y cinco años) y no dijo nada de lo que suele decirse en circunstancias análogas. Recuerdo la impresión desagradable que me produjo este silencio. Pensaba que no sería nada ameno tenerlo como compañero de travesía. En la actualidad ya sé que este silencio es una característica de este hombre que solamente gusta de conversar sobre temas de astronomía o matemáticas. El cuarto participante de la expedición, Arsenio Georgievich Paichadze que conocí dos días después, me recibió de un modo totalmente distinto. Joven aún, de no más de treinta y cinco años, era ya conocido como perito sobresaliente en análisis espectrales. Era un enamorado de la astronomía a la que llamaba «la ciencia suprema». Paichadze podía hablar durante horas de una estrella o una nebulosa. Hablaba el ruso con cierto acento caucasiano. Yo sabía que los estudiantes universitarios de quienes era profesor de astronomía, lo escuchaban con apasionado interés. — ¿Boris Nicolaevich Melnicov? — preguntó, estrechándome la mano con tal fuerza, que no pude reprimir una mueca de dolor —. He oído hablar de usted. Usted tomó parte en la expedición al Polo Sur. — Así es. — En aquel entonces se iba al Polo Sur y ahora nos vamos a Marte. ¿No le asusta la idea? — Hablando francamente: un poco. Posiblemente, yo no habría contestado así a otra persona. Pero toda su presencia, su silueta esbelta, su rostro tostado, sus bigotitos, su mirada cariñosa y todo su semblante daban la impresión de haberle conocido siempre. — No es extraño — dijo —. Antes de volar a la Luna, yo tenía mucho miedo y no comía ni dormía. — ¿Y ahora no teme nada? — Ahora no. El vuelo cósmico no es nada terrible; no hay por qué temerle. — Estoy muy preocupado. ¿Podré justificar la confianza depositada en mi? — Si usted duda, no podrá hacerlo. Hay que estar seguro de sí mismo. ¿Piensa usted que es por casualidad que ha sido elegido? No, no es así. Serguei Alexandrovich no tomaría una persona al azar. Averiguó, consultó, hasta convencerse. Me hizo hablar de mí, me contó cosas de sí mismo y cuando nos separamos ya éramos amigos. Durante los dos meses transcurridos desde entonces, me convencí de que Paichadze era un hombre cordial, sociable, que será un buen compañero de vuelo. En nuestra nave se me ha asignado el mismo «compartimiento» con él y estoy muy contento. Siguieron días de trabajo intenso y apasionante. Se cumplió el pronóstico de Kamov, de que se me encargaría una tarea importante, pues yo no suponía el vasto campo de aplicación de la fotografía: las tomas con rayos infrarrojos y ultravioletas, las de objetos recubiertos de una nebulosidad ahumada, las tomas del Sol y de su «corona» y muchas, muchas otras cosas. Tuve que seguir un curso especializado. Aparte de los dos asesores especialmente adscriptos a mi persona para enseñarme topografía astronómica, se ocupaban de mí mis futuros colegas, Kamov y Belopolski. Serguei Alexandrovich me familiarizaba con el equipo de la nave y con el trabajo de los aparatos de dirección, mientras Belopolski me enseñaba los conceptos básicos de la navegación sideral. Los días parecían cortos. Trabajaba 18 horas y frecuentemente al llegar a casa, en vez de acostarme, me sentaba a estudiar ante mi mesa-escritorio. Así continuamos hasta que nuestro médico Andreev protestó. — Yo no puedo permitir que Melnikov trabaje sin parar. Si sigue así, no será admitido para el vuelo. Yo respondo por él y por todos ustedes ante la Comisión Estatal. — Comprendo — contestó Kamov —, pero ¿qué puedo hacer? Nosotros nos preparamos durante un año, mientras Melnikov dispone sólo de dos meses. — Es igual. Yo no le permito no dormir de noche — insistía el médico —. Tiene que dormir 8 horas. El resto del tiempo está a vuestra disposición. Así se decidió. Desde aquel día me llevaba a casa personalmente y se iba cuando me veía dormido. Terminó el asunto con que Andreev se instaló en mi habitación, lo que me fue muy grato, pues era un maravilloso narrador. Cuando se acostaba solía contar algún caso de su experiencia médica. Consideraba que con ello distraía mi mente de las cuestiones estudiadas. Pero a veces, entusiasmado por sus recuerdos olvidaba la hora y al notar repentinamente que se había hecho muy tarde interrumpía su cuento en el momento más interesante, refunfuñando: — ¡A dormir, a dormir! ¿En qué está pensando usted? Una vez empezamos a conversar sobre el próximo viaje y sobre la influencia de la imponderabilidad en el organismo humano, ya que íbamos a experimentarla durante todo el tiempo del vuelo. El doctor lamentaba no poder tomar parte en la expedición. — Sería muy interesante para mí estudiar la actividad de los órganos en semejante circunstancia. — Me sorprende mucho que en la expedición no haya ningún médico. — ¿Por qué no? Ustedes tienen un médico. — ¿Quién? — Serguei Alexandrovich. — ¡Cómo! ¿Acaso es médico también? — ¿Usted no lo sabía? Kamov se graduó en la Facultad de Medicina especialmente para evitar la necesidad de llevar una persona más que no tendría casi nada que hacer durante el vuelo. Sabía que no se permitiría una expedición sin médico a bordo. — ¿Pero cuándo tuvo tiempo…? Había razones para extrañarse. Yo sabía que Kamov se había graduado en el Instituto de Aeronavegación Civil y luego en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, pero no estaba enterado de que se las hubiese ingeniado para seguir además el curso de medicina. — ¿Pero cuándo tuvo tiempo? — repetí yo, abrumado. — Kamov es un hombre extraordinario — dijo Andreev, pensativo —. No sólo obtuvo el diploma de médico sino que trabajó algunos años en los hospitales de Moscú. No hace nada a medias. La vida íntegramente dedicada a una idea, triplica las fuerzas de un hombre. Así, en medio de un trabajo intenso, se aproximó imperceptiblemente el día de la salida. La nave y la tripulación estaban listas. Tres días antes del «decolage» acompañamos a Kamov para una última revisión de la astronave. Se ensayaron todos los aparatos, se verificaron las cargas. Se revisó todo el aparato. Kamov y Belopolski examinaron la nave en general. Paichadze la parte astronómica, y yo mi equipo foto-cinematográfico. Tengo a mi disposición tres aparatos de filmación: uno portátil y dos montados en las paredes de la nave, de funcionamiento automático; cuatro magníficos aparatos fotográficos, cada uno con 6 objetivos de repuesto y un pequeño laboratorio fotográfico. Todo ello asombra por su perfección técnica, como desde luego, toda la nave. La expedición de Kamov, gracias a la generosa provisión propia de nuestro país, está equipada con todo lo que pueda necesitarse en cualquier eventualidad. Nada ha sido omitido ni olvidado. Con esmero y sumo cuidado se ha previsto y hecho todo lo que pueda asegurar el éxito. La siguiente anotación en mi diario se hará durante el vuelo. Por hoy basta, son las 12 y 10 de la noche. Vendrán a buscarme a las 7 de la mañana. ¡Es la última noche en la Tierra! ¡Mañana salimos hacia lo ignoto! |
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