"220 dias en una nave sideral" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)LA SALIDALas 18, hora de Moscú. Treinta y dos horas de vuelo. Ya vamos por el segundo día de viaje. Lo sé por el reloj. En nuestra nave no hay cambio entre el día y la noche, y no lo habrá. El sol, lo tenemos siempre a estribor y la nave se da vuelta suavemente a intervalos regulares, para que toda su superficie mantenga una temperatura igual. Los motores cesaron de funcionar hace tiempo y continuamos el vuelo por inercia, con una velocidad de 28,5 kms. por segundo, sin sentirlo, pues parece como si la nave permaneciera inmóvil. Dejamos la Tierra a lo lejos. Estamos rodeados de innumerables puntos luminosos. La Vía Láctea se ve como un aro gigantesco. Aunque brille el Sol con claridad enceguecedora, se ven las estrellas. ¡Qué espectáculo extraño! El sol y los astros sobre un fondo negro. Desde la Tierra, el cielo no parece nunca tan negro. A simple vista se ve que aquella estrella es más lejana y ésta más cercana, pero, ¡cuan alejadas están todas…! La nave está suspendida en medio del espacio infinito… Ese mismo cuadro que tanto me asustara en la Tierra, acá no me produce ningún temor. No se experimenta la sensación de tener un abismo a los pies, porque ese mismo abismo encuéntrase en todas partes, y los conceptos de «arriba» y «abajo» se hallan alterados. Apenas dejaron de funcionar los motores y la nave empezó a volar por inercia con una velocidad constante, el peso desapareció y con él las nociones comunes. Por hábito, considero que bajo mis pies es «abajo», y encima de mi cabeza «arriba», pero no me cuesta nada darme vuelta a 180º y entonces lo que era arriba se torna abajo y viceversa. Para ello basta hacer un pequeño esfuerzo, tomando como punto de apoyo algún objeto firmemente apoyado en la pared. ¡Yo no peso nada! Esta sensación de imponderabilidad, en la que tanto pensara antes del vuelo y aun con cierto temor, resultó algo nada terrible y hasta agradable. En un día me familiaricé enteramente con ella. Ahora estoy escribiendo en la mesa. Estoy cómodo, pero, ¿qué aspecto tiene ésto? Nuestra cabina no es grande. Una pared semicircular, es el borde de la nave. Tiene una ventanilla redonda. Cuando no está en uso se cierra por fuera con una pesada chapa de acero (pesada en la Tierra, pero que aquí no pesa nada). La pared trasera es recta y va de un borde al otro. Tiene una «puerta» redonda de un metro de diámetro. Cuando tengo que salir de mi cabina, debo tomar impulso desde algún punto firme y entonces nado a través de esa abertura como un pez. Ambas paredes laterales son dos semicírculos regulares sin aberturas. En una de ellas encuéntrase la mesa atornillada a la pared y estoy sentado ante ella, en el aire. Mi mano izquierda está posada en la mesa atajando el cuaderno en el que escribo. Si retirara la mano, el cuaderno volaría inmediatamente debido a mi respiración. Volaría aunque pesara media tonelada (en la Tierra), puesto que aquí todos los objetos son igualmente imponderables. Basta un esfuerzo muscular como el que ataja mi cuaderno para mantenerme a mí también en mi lugar. Excepto la mesa, en la cabina hay un armario donde guardamos los instrumentos y efectos personales. Es de aluminio y ocupa toda la pared frente a la mesa. Cuando estoy «sentado» frente a la mesa, el armario viene a encontrarse «en el techo», pero si me diera vuelta con los pies hacia el armario, es mi mesa la que se encontraría en el «techo». No hay camas en la cabina. A ambos lados de la ventanilla hay dos hamacas con presillas metálicas, y en ellas dormimos. Se procede así: con un ligero impulso uno se aproxima en el aire hacia la hamaca y una vez en ella se abrochan las presillas. El cuerpo imponderable no ejerce presión sobre nada y se puede dormir en cualquier postura como en el más blando lecho. La red no permite que mi cuerpo se mueva dentro de la cabina durante el sueño. Es que en nuestro mundo imponderable de vez en cuando aparece una fuerza de peso apenas perceptible. Se produce esto cuando la nave gira sobre su eje longitudinal. Por más insignificante que sea esa fuerza, es suficiente para que yo me despierte a medias en el mismo lugar donde me acosté. Hablando con más precisión, diría que no es el peso sino un efecto centrífugo. Cuando se produce el giro, todos los objetos no afirmados empiezan a moverse. La misma causa produce la hermosa ilusión que podemos admirar por la ventana. En el momento del giro se crea la impresión de que el universo entero se mueve para dar vueltas alrededor de la nave: ¡y es un espectáculo indescriptible! Como he mencionado ya, la ausencia de peso se hizo tan común que ni la notamos. Pero recuerdo bien cuántas conversaciones suscitó esta característica de la nave, que Kamov tuvo que respetar velando por el interés de los estudios astronómicos. La creación de un peso artificial mediante una rápida rotación complicaría el trabajo del telescopio. Por eso, la Comisión Estatal permitió finalmente que se prescindiera de esa comodidad, tanto más cuanto que los más eminentes médicos de la Unión Soviética declararon que el estado de imponderabilidad en nada perjudicaba al organismo humano. Por esa misma razón, Kamov desistió de acondicionar la temperatura interna de la nave mediante la pintura de la superficie externa con unas escamas movedizas — método sugerido ya por Tziolkowski —. Las revoluciones de la astronave alrededor del eje longitudinal daban la posibilidad de dirigir el telescopio a cualquier parte. Cabe mencionar un detalle de suma importancia. La puerta redonda está siempre cerrada con una tapa hermética. Al trasladarnos de un compartimiento al otro, tenemos que cerrar todas las puertas — lo que se hace por la simple presión de un botón— porque el espacio interplanetario no es un vacío. Se mueven en él innumerables partículas de materia, desde el tamaño de una partícula de polvo hasta enormes masas. Según la opinión de Kamov, el encuentro de la nave con tales cuerpos errantes es casi imposible, pero podría ocurrir en un caso excepcional. Si una de esas piedras chocara contra la nave, en vista de la enorme velocidad de ambos cuerpos, se produciría una explosión más o menos violenta. En la superficie de la nave se formaría una brecha, por la que se precipitaría el aire contenido en su interior. En pocos segundos toda la tripulación perecería. Pero encontrándose la nave dividida en trozos herméticamente cerrados, semejante fin de la expedición se torna improbable. Si la superficie de la nave sufriera una brecha en un momento en que alguien se encuentre en la cabina, y siempre que la explosión no sea demasiado fuerte, podría salvarse aplicando un emplasto a la brecha. Estos emplastos están preparados por todos lados; son de tamaños diferentes y tienen que tapar la abertura de manera que no salga el aire, que dentro de la nave tiene sobre los objetos la misma presión que en la tierra, es decir de un kilogramo por centímetro cuadrado, mientras afuera no hay presión. Claro está que en semejante caso habría que actuar con la rapidez de un relámpago. Acaba de «entrar» en la cabina Paichadze: para abrir la puerta del armario tuvo que ocupar una posición tal, que se encontró colgando por encima de mi cabeza en ángulo recto. Yo sabía que tanto él, como los objetos del armario, no podían caer sobre mí, pero la fuerza de las costumbres «terrestres» me hizo retroceder. Naturalmente, el cuaderno voló al otro lado. Paichadze lo observó y se puso a reír. Sacó del armario el aparato que necesitaba y dándose vuelta diestramente en el aire se encontró en la misma posición que yo, habiendo agarrado de paso mi cuaderno. — ¿Puedo leer? — me preguntó. Asentí, y se puso a leer atentamente las últimas páginas. — Los fenómenos físicos que suceden en la nave — dijo devolviéndome el cuaderno —, están bien descriptos, pero ¿por qué no describió el momento del «decolage»? — Lo haré sin falta. — Habría que proceder cronológicamente. — Este diario — le contesté —, no es más que materia prima. Lo escribo como venga. — Nunca hay que hacer nada «como venga» y «así nomás» — dijo poniéndome la mano en el hombro, lo que me hizo bajar inmediatamente en el aire —. No se vaya a ofender. Salió cerrando la puerta y yo volví a «sentarme» a la mesa y releí atentamente todo lo escrito. Claro, Paichadze tiene razón. Mis apuntes son caóticos. Hay que describir punto por punto lo ocurrido desde el principio… A pesar de mis aprensiones, logré dormir bien en la noche que precedió a la partida. A las 7 en punto llegó a buscarme Paichadze. Con una pequeña valija que siempre me ha acompañado en mis viajes, tomé asiento en el coche con un sentimiento de alivio. Se terminó la espera… No hay vuelta atrás. Paichadze estaba silencioso. Yo comprendía su estado de ánimo y no le molestaba con mi conversación. En Moscú dejaba a su esposa y una hija de seis años, de las cuales le dolía separarse. Acababa de despedirse de ellas porque en el aeródromo no se permitían acompañantes. El coche pasó el Estadio Dinamo y se lanzó por la Avenida de Leningrado. Nuestra astronave debía despegar desde la orilla del río Kliazma desde donde Kamov lo había hecho en sus dos vuelos anteriores. Eran las 9 cuando llegamos al lugar. El cohetódromo, rodeado de un alto cerco, era un enorme campo de 15 kilómetros de diámetro, la entrada al cual estaba terminantemente prohibida. En medio de la pista encontrábase nuestra astronave colgada a una altura de 30 metros del suelo, sostenida por el esqueleto enrejado de la plataforma de «decolage». En el gran edificio de dos pisos que llamábamos en broma «estación interplanetaria», donde hallábanse los laboratorios y talleres, nos encontramos con Kamov, Belopolski y los miembros de la Comisión Estatal. Paichadze y yo fuimos los últimos en llegar. Kamov estaba conversando con el Presidente de la Comisión, el Académico Volochin, mientras Belopolski, después de saludarnos, tomó su coche y se dirigió a la nave cósmica. Kamov llamó a Paichadze y yo quedé solo. Se me acercó el único extraño admitido en la pista, el representante de la prensa y corresponsal de la Agencia Tass, Semionov, al que conocía bien. Me preguntó cómo me sentía y me transmitió el saludo de los trabajadores de la Tass, que agradecí. A las nueve y media Kamov se levantó y estrechó la mano de Volochin. — Es tiempo — dijo. El viejo Académico, visiblemente emocionado, le dio un abrazo. — De todo corazón le deseamos éxito en su empresa. Todos esperaremos vuestro regreso con muchísima impaciencia. Abrazó también a Paichadze y luego a mí. Nos despedimos de los otros miembros de la Comisión, que estaban también bastante emocionados. Solo Kamov parecía imperturbable. Cuando nos sentamos en el coche me miró y sonrió. — ¿Qué tal? — preguntó —. ¿Durmió? Sólo pude asentir con la cabeza. Las últimas despedidas, los últimos votos, y el coche se puso en marcha. A los 8 minutos llegamos a la nave. Belopolski nos esperaba al lado del ascensor, con el ingeniero Larin que dirigía los preparativos para el vuelo. Los demás trabajadores del cohetódromo ya habían abandonado el lugar. Sobre nosotros, a la altura de un edificio de diez pisos, brillaba al sol la superficie blanca de la nave cósmica. Tenía 27 metros de largo por 6 de ancho, y por su forma recordaba un melón gigantesco. Su interior me era ya familiar. En la proa estaba escrito en letras de oro: «U.R.S.S. - L.S.2». Kamov habló al ingeniero y éste se despidió y se sentó en su coche. Eran las diez menos cuarto. Con su partida se rompía nuestro último contacto con los hombres. — Vamos — dijo Kamov. El ascensor nos llevó rápidamente a la plataforma de despegue. Al acercarme vi que la nave no pendía a plomo, sino haciendo un pequeño ángulo hacia el oeste. La entrada redonda era estrecha y se podía pasar por ella a gatas. El primero en entrar fue Belopolski, luego Paichadze, y después yo. Desde esa altura se veía toda la pista. Noté que se alejaba a gran velocidad el coche del ingeniero. Lo último que vi al entrar por la abertura fue un cohete rojo que se alzaba en el horizonte. — Pronto — dijo Kamov. Me siguió, entró, y apretando un botón cerramos la tapa hermética. — ¿Qué es ese cohete? — le pregunté. — La señal de que quedan diez minutos para despegar. Nos encontramos en la parte superior, o mejor dicho en la proa de la nave donde estaba el observatorio y el puesto de comando. El recinto se hallaba iluminado por luz eléctrica. Paichadze nos dio grandes cascos de cuero. Le pregunté para qué. — Para tapar los oídos. Póngase el casco, sujétese las correas y acuéstese — dijo, señalando un gran colchón en el suelo. — Aceleración, 20 metros. No es mucho, pero es mejor soportarlo acostado. Durará casi media hora. — ¿Entonces no veremos nada? — pregunté yo, decepcionado. — Sí, abriremos las ventanas cuando dejen de funcionar los motores. Se puso el casco y se acostó también en el colchón al lado de Belopolski. Kamov, con un casco igual, se sentó en un sillón de cuero al timón, sin sacar la vista del segundero. Este sillón, que formaba un conjunto homogéneo con el tablero de mando, podía girar en todas direcciones, según la posición de la nave. Se lo necesitaba sólo en el momento de despegar y al volar sobre los planetas. Durante el trayecto, cuando dentro de la nave desaparezca la gravedad, por supuesto que no hará falta. Miré mi reloj; eran las diez menos diez. Es difícil describir lo que se siente en tales momentos. Ya no era emoción, sino algo aún más intenso, casi doloroso… Queda un minuto y medio… Un minuto… Miré a mis compañeros recostados a mi lado. El rostro de Belopolski mostrábase tranquilo, con los ojos entornados. Paichadze, con el brazo en alto, miraba su reloj. Recordé que era ya la segunda vez que abandonaba la Tierra. ¿Pero Kamov? Lo experimentaba por tercera vez… Treinta segundos… Veinte… Diez… Kamov movió una de las palancas de maniobra, luego la otra. A pesar del casco que me tapaba los oídos, pude oír un rumor creciente que iba en incesante aumento. Sentí el estremecimiento de la nave. Luego una fuerza blanda me apretó contra el piso. La mano con el reloj bajó por sí sola. Hice un esfuerzo para levantarla de nuevo. Era mucho más pesada de lo habitual. Las diez y un minuto… Quiere decir que ya volamos. El rumor no aumentaba, pero era tan fuerte que comprendí que sin el casquete especial no habría podido soportarlo. La nave volaba con rapidez creciente; la velocidad aumentaba a razón de veinte metros por segundo. Yo sentía no poder filmar la Tierra que se alejaba. Habría resultado una película excepcionalmente interesante, pero Kamov no me autorizó a utilizar los aparatos cinematográficos automáticos, montados en las paredes de la nave. Sus objetivos estaban tapados por fuera por viseras metálicas. Era insoportable permanecer acostado: tan grande era el deseo de mirar todo lo que nos rodeaba. Envidiaba a Kamov, que podía utilizar dos periscopios cuyos oculares estaban a su alcance, en el tablero de mando. De vez en cuando miraba, para controlar el vuelo. ¿Cuánto tiempo se precisará para atravesar nuestra atmósfera — me preguntaba —, si se considera que tiene unos 1.000 kilómetros de profundidad? Durante el primer segundo, la nave hizo 20 metros, durante el segundo, 40, y así consecutivamente. Entonces, la hemos pasado cinco minutos después del arranque… Haciendo este cálculo mental observé que a pesar de haberse duplicado la gravedad, mi cerebro trabajaba normalmente. Entonces, para acortar el tiempo de ocio forzado, me puse a calcular a cuánta distancia de la Tierra nos encontraríamos cuando dejaran de funcionar los motores. Recordaba que debían trabajar durante veintitrés minutos y cuarenta y seis segundos. No pude resolver el problema mentalmente. Saqué mi anotador y empecé a hacer el cálculo en el papel. Belopolski me miró con reproche. Escribí en una hoja: «¿Cuántos kilómetros volaremos con los motores en marcha?» y se la pasé con el lápiz. Pensó un momento y luego apunto: «20.320,5 km». «Quédese tranquilo.» Desde el momento del arranque habían transcurrido unos quince minutos. Nos encontrábamos ya lejos de la atmósfera y volábamos en el vacío. Se apoderó de mí una impaciencia febril. Tornábase más y más penoso quedarse quieto. El monstruoso ruido de nuestros motores, reactores atómicos, trastornaba los nervios y despertaba el intenso deseo de que cesara aquel ruido, ensordecedor a pesar del casco. Si dentro de la nave y con el casco puesto era tan insoportable, ¿cómo sería en la popa? ¡Qué espectáculo abrumador debía ser ese del cohete gigantesco con una larga cola de fuego en la popa, lanzado a increíble velocidad por el espacio tenebroso…! Envidiaba la absoluta quietud de Belopolski que esperaba pacientemente el fin de esta tortura. Paichadze, más nervioso, miraba su reloj con frecuencia. Más o menos a los veinte minutos desde el momento del arranque, Kamov se levantó y se acercó a una de las ventanas. Aparentemente, se movía con facilidad. Movió un poco la losa que tapaba la ventana y miró por la angosta rendija. ¡Cuánto habría dado yo por encontrarme en su lugar! Los últimos minutos se arrastraban con penosa lentitud. Diríase que las manecillas del reloj hallábanse entorpecidas… Quedaban tres minutos… luego dos… La velocidad de nuestra nave había alcanzado una cifra gigantesca: veintiocho kilómetros y medio por segundo. Una vez acallados los motores, volaremos a esa velocidad durante setenta y cuatro días, hasta llegar a Venus. Cuando sólo faltó un minuto, cerré los ojos y me preparé a la enorme alteración que debía producirse al pasar desde una gravedad doble a la imponderabilidad. Sabía que habría que moverse con suma cautela hasta que el organismo se adaptase. De repente ocurrió algo. Los oídos sentían el mismo rumor, pero en todo el cuerpo repercutió una reacción. Un pequeño mareo, que pronto se disipó. El colchón donde yacía me pareció repentinamente muy blando. Sentía como si estuviese flotando en el agua. El ruido iba apaciguándose y comprendí que seguía resonando sólo en mis oídos. Todo estaba quieto, los motores habían dejado de trabajar. Abrí los ojos. Kamov estaba frente al tablero de mando. De pie, pero sus pies no tocaban el suelo. Estaba suspendido en el aire sin ningún apoyo. Este cuadro fantástico, contemplado por vez primera, me llenó de asombro, aunque ya sabía que así iba a suceder. La nave se transformó en un mundo aparte, carente por completo de pesantez. Seguí recostado sin aventurarme a esbozar el menor movimiento. Paichadze se sacó el casco y se levantó. Ningún acróbata en el mundo hubiera podido hacerlo de igual manera. Dobló su pierna, posó el pie en el suelo y suavemente se enderezó. Belopolski se sentó y también se sacó el casco, pero con extraños movimientos vacilantes. Vi por sus labios que estaba diciendo algo. Paichadze le tendió la mano y Belopolski se encontró súbitamente en el aire. Hizo un ademán como para ponerse de pie, pero resultó todo lo contrario, pues se dio vuelta con la cabeza abajo y en su cara, siempre imperturbable, noté signos de emoción. Riendo, Paichadze le ayudó a recuperar la posición deseada. Decía algo, pero yo no podía oír nada debido al casco y me rodeaba el silencio más completo. Los dos astrónomos se dirigieron a la ventana, o más bien se dirigió Paichadze, pues Belopolski se movía detrás agarrado por doquier y con eso aparentemente se sintió más estable. Paichadze presionó un botón y el postigo metálico se deslizó lateralmente. La curiosidad me impelía a abandonar el colchón salvador. Muy despacio desabroché las correas y me saqué el casco. Era extraña la sensación de no sentir el peso de las propias manos. Tiré el casco en el colchón, pero no cayó sino que quedó suspendido en el aire. Con mucha cautela, tratando de no hacer movimientos bruscos, comencé a ponerme de pie. Todo iba muy bien y ya empezaba a jactarme para mis adentros pensando que no seguiría el ejemplo de Belopolski, cuando de repente, al notar que estaba suspendido en el aire, hice un movimiento involuntario para apoyarme en algo; mis pies tocaron el suelo por un breve instante y volé como un plumón hacia el techo, o más bien a la parte del recinto que hasta aquel momento consideraba como techo. La nave pareció darse vuelta en un instante. «El piso» y todo lo que en él se encontraba se halló «arriba». Kamov, Paichadze y Belopolski quedaron suspendidos con la cabeza abajo. Mi corazón palpitaba a un ritmo acelerado y sólo con dificultad pude reprimir una exclamación. Kamov me miró, diciéndome: — No haga ningún movimiento brusco. Recuerde que carece de peso. Recuerde lo que le dije en la Tierra. Nade en el aire como en el agua. Apártese de la pared sin brusquedad y diríjase hacia mí. Seguí su consejo, pero no supe medir la fuerza del envión, cuyo ímpetu me precipitó por el aire, haciéndome golpear con bastante fuerza contra la pared. No me detengo a enumerar todas las veces y los gestos con que nos atropellamos constantemente en esas primeras horas Belopolski y yo. Si todas esas evoluciones las hubiésemos ejecutado allá en Tierra, nos habríamos roto el pescuezo, pero en nuestras circunstancias inverosímiles eso transcurrió impunemente y al solo costo de algunos moretones. Kamov y Paichadze que habían tenido ya la experiencia anterior, nos ayudaron a evitar mayores imprudencias y a adquirir hábitos nuevos para nuestros movimientos, pero ellos también cometieron algunas fallas. Era interesante, en tales ocasiones, observar las experiencias de cada uno de mis compañeros de viaje: cuando hacía un movimiento errado, Paichadze se reía y se notaba claramente que no le molestaba haber parecido cómico a los demás, mientras Kamov fruncía las cejas, se tornaba ceñudo y le fastidiaba haber cometido una torpeza. Belopolski, cada vez que cometía algún traspié involuntario, miraba de soslayo en su derredor y en su cara seria y arrugada aparecían signos de angustia. Era el temor al ridículo, pero ni siquiera Paichadze, que despiadadamente se reía de mí, sonrió jamás al ver cualquier ademán de Belopolski. En cuanto a mí, hacía caso omiso de las bromas de Paichadze y efectuaba diferentes movimientos intencionalmente, para aprender cuanto antes a «nadar en el aire». En general nos adaptamos bastante pronto. Antes de haber transcurrido tres horas, yo ya podía moverme hacia donde quisiera, cambiando la dirección valiéndome de las correas, paredes o cualquier objeto conveniente. Este libre flotar en el aire creaba una sensación indescriptible, que recordaba la niñez lejana, cuando en sueños solía volar con la misma libertad, despertándome siempre con la añoranza del sueño interrumpido. Pasamos varias horas en la ventana del observatorio. No era muy grande, — medía cerca de un metro de diámetro —, pero extraordinariamente transparente, a pesar del vidrio de considerable grosor. El mundo sideral producía una impresión aplastante por su grandiosidad. La contemplación de la Tierra y de la Luna, en estas primeras horas de vuelo, fue un espectáculo extraordinariamente maravilloso e incomparable. Nos encontrábamos a una distancia tal, que ambos cuerpos celestes nos parecían aproximadamente del mismo tamaño. Dos enormes bolas, una amarilla, y la otra celeste pálido, estaban suspendidas en el espacio, detrás y un poco a la izquierda de la nave cósmica. El Sol iluminaba más de la mitad de su superficie visible, pero la parte no iluminada se adivinaba sobre el fondo negro del cielo. Así como me lo dijera Kamov durante nuestra primera conversación, dos meses atrás, veíamos aquella parte de la Luna que no era visible desde la Tierra. Parecía que no fuera el habitual satélite de la Tierra sino algún otro cuerpo celeste desconocido. Quizás fue sólo en aquellos minutos, al mirar al planeta natal tan lejano, que sentí las primeras angustias de la separación. Recordé a mis amigos, de los cuales me había separado en vísperas de la partida, recordé a mis compañeros de trabajo. ¿Qué harían en este momento? En Moscú es de día y la ciudad se encuentra bajo un claro azul que oblitera la minúscula partícula de nuestra nave cósmica que se aleja más y más en el negro abismo del universo. Miré a mis compañeros. Las caras de Kamov y Paichadze conservaban su calma habitual, pero el rostro arrugado de Belopolski estaba triste y me pareció que en sus ojos brillaban lágrimas. Bajo el impulso involuntario de un arrebato espontáneo tomé su mano y la estreché. Contestó el gesto pero no se volvió hacia mí. Sentí un peso en el corazón y me di vuelta. La calma aparente de Kamov y Paichadze me fue desagradable en ese momento, pero comprendí que aunque sabían dominarse mejor que nosotros, seguramente estaban experimentando los mismos sentimientos. Yo pensé: «No es la primera vez que estos dos hombres abandonan la Tierra. Tal vez no se sentían tan tranquilos cuando volaban hacia la Luna.» Durante casi una hora reinó un absoluto silencio a bordo. Todos mirábamos la lejana Tierra, en cuya esfera no se podía discernir ningún detalle que la asemejara a un globo terráqueo escolar. — Parece como si en la Tierra hubiese neblina — dije. — ¿Por qué le parece? — preguntó Paichadze. — No se ve casi nada. — Las nubes no tienen que ver nada con eso. Aunque no las hubiera, quedarían poco visibles los detalles de la superficie de la Tierra. La atmósfera refleja los rayos solares con mayor fuerza que los continentes o que las partes obscuras de los continentes. Si estuviéramos en invierno veríamos a Europa con mucha más claridad. Si quiere convencerse, mire el hemisferio del sur. Efectivamente, pude ver claramente la silueta de Australia. Asia podía distinguirse vagamente a través de un vapor blanquecino. Durante las horas que pasamos frente a la ventana, la Tierra y la Luna parecían inmóviles, como si la nave no se alejara de ellas. — Eso le parece así, nomás — dijo Kamov, cuando llamé su atención sobre el fenómeno —. La distancia aumenta paulatinamente, a razón de sesenta kilómetros por segundo. — Cincuenta y ocho y medio — corrigió Belopolski. — Yo dije un número aproximado — replicó Kamov —. Pero si usted quiere más precisión, son cincuenta y ocho km. y doscientos sesenta metros. No pude reprimir una sonrisa, al ver que Belopolski apretaba sus labios finos, aunque las palabras se hubieran dicho con toda naturalidad. Paichadze sonrió también. Belopolski tenía un pequeño defecto: a veces cometía torpezas y como nadie, Kamov sabía rectificarlo suavemente. La última cifra mencionada era absolutamente exacta. Al contemplar el globo terráqueo desde la ventana de la nave cósmica, pensé en los siglos y siglos durante los cuales la humanidad había considerado a esa pequeña esfera suspendida en el espacio infinito, como el centro del universo. Quise acercarme al aparato, pues tenía el deseo de dejar grabado en la película este cuadro abrumador, para que millones de hombres pudiesen ver lo que veíamos nosotros, cuatro felices mortales, cuatro emisarios de la ciencia soviética. — ¡Miren! — dijo Kamov —. Allá a lo lejos brilla un pequeño cuerpo celeste. Es nuestra patria, el planeta Tierra. Parece ahora más grande que todas las estrellas, excepto el Sol, pero aún así, ¡qué pequeña es! Pasarán semanas y apenas la podremos distinguir entre las demás, en los espacios del universo. Cuando lleguemos a la órbita de Marte, la Tierra nos parecerá sólo una estrella de primera magnitud, pero nosotros nos encontraremos en el centro del sistema planetario que rodea una estrella común que llamamos Sol. En derredor nuestro vemos innumerables estrellas que son soles como el nuestro, pero para alcanzar a la más próxima, nuestra nave debería volar treinta mil años sin interrupción. Desde allá veríamos a nuestro Sol como una pequeñísima estrellita, mientras a la Tierra, no la encontraríamos ni siquiera con el más potente de los telescopios. Belopolski se volvió hacia nosotros, para decirnos: — El cuadro que nos ha trazado Serguei Alejandrovich puede ampliarse. Todas las estrellas que vemos, así como otra cantidad innumerable que no puede discernirse por la insuficiencia de la vista humana, no son más que un solo sistema astral llamado galaxia. Para volar desde aquí hasta las márgenes más cercanas de nuestra galaxia con la velocidad que tiene actualmente nuestra nave, se necesitarían noventa millones de años, pero si nos dirigiéramos al extremo opuesto, lo alcanzaríamos sólo a los setecientos millones de años de vuelo constante. Pero nuestra galaxia no es la única en el universo. En los momentos actuales se conocen ya más de cien millones de galaxias como la nuestra. Se supone que todas entran en un solo sistema llamado Megagalaxia. No hay ningún motivo para suponer que la Megagalaxia sea la única y es probable que existan innumerables cantidades… — Por piedad, Constantin Evguenievich — dijo Kamov —, con eso es más que suficiente. Mi imaginación estaba aplastada por las palabras de Belopolski, que habían achicado a nuestra expedición grandiosa, convirtiéndola en un vulgar paseíto. — ¿Se logrará algún día que la humanidad pueda concebir la inmensidad del universo y se podrán revelar sus misterios? — pregunté. — Nadie puede concebir lo inconcebible — dijo Paichadze —. Pero no, Boris, estoy bromeando, claro que se podrá. Se podrá cuando la ciencia y la técnica hayan adelantado mucho. Ya se dijo que no hay en el mundo cosas inconcebibles sino que hay todavía cosas desconocidas que serán reveladas paulatinamente gracias a la ciencia y la práctica. De nuevo prodújose un largo silencio a bordo. De la manera más inesperada, fue Belopolski el que lo interrumpió diciendo, al mirar su reloj: — ¡Cuánto tiempo perdido en balde! Hay que empezar las observaciones. Paichadze lo miró con sorpresa. — ¿Se siente usted capaz de ocuparse de trabajos científicos en este momento. El otro ni siquiera le contestó y encogiéndose apenas de hombros se dirigió al telescopio, asiéndose a las correas. Kamov tuvo una sonrisa apenas perceptible. — No, yo no puedo trabajar ahora — insistió Paichadze —. Voy a mirar a la Tierra, mientras se encuentra cerca. La conducta de Belopolski me pareció extraña. ¿Es posible que permanezca tan indiferente a todo lo que ha abandonado en la Tierra? ¿No tiene ningún sentimiento por la separación? En cuanto a mí, no podía apartar la vista del planeta donde nací y crecí y que me parecía achicarse por minutos. Kamov y Paichadze tampoco abandonaban la ventana. Así pasaron dos horas. En ese lapso, Belopolski no se apartó ni un momento del telescopio dirigido hacia el lado opuesto a la Tierra. «Quizá — pensaba yo —, ese hombre sufre más que todos al abandonar la Tierra y se ocupa de su trabajo con tan intensa atención para ahuyentar su pesadumbre…» No sé si habré acertado en adivinar los pensamientos que impulsaron a nuestro compañero a apartarse de la ventana, porque también es posible que lo haya hecho llevado por su habitual manera de ser. Pero yo deseaba en mi fuero interno que mi primera suposición fuera la más acertada. |
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