"220 dias en una nave sideral" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)

EN CAMINO

10 de setiembre, según el calendario terrestre.

Dentro de ciento veinte horas llegaremos a Venus. Se aproxima el fin de la primera etapa de este largo viaje. ¡Cuan lejano e inaccesible parecía de lejos ese planeta luminoso cuyo hermoso brillo vemos en las horas matinales y del atardecer desde nuestra Tierra…! y ahora nos encontramos cerca de él.

¡Cerca…! Es evidente que la constante compañía de los astrónomos me acostumbró a los conceptos astronómicos, si digo que una distancia superior a quince millones de kilómetros me parece corta.

Venus se encuentra ahora entre nosotros y el Sol, mostrándonos su zona no iluminada, pero la vemos sobre el fondo del disco solar, y ambos astrónomos están en constante observación, tarea que les resultaría imposible realizar en la Tierra.

He terminado todo el programa de fotografías que se me encomendara para esta etapa de la travesía. Hubo tanto trabajo, que durante los dos meses transcurridos no tuve tiempo libre para continuar las anotaciones en mi diario.

Todas las películas y negativos han sido revelados y controlados: son irremplazables. Paichadze me ayudó a llenar las tarjetas correspondientes a cada fotografía. A pesar de su enorme actividad, este hombre encuentra siempre tiempo para ayudarme; es infatigable. Trabaja largas horas en el observatorio olvidando el reposo.

Belopolski no se queda rezagado. Además de sus trabajos astronómicos, tiene que solucionar, junto con Kamov, los complicadísimos cálculos diarios sobre el derrotero y la posición.

Aunque en la Tierra ya habían sido preparados los cálculos completos para todo el trayecto, Kamov considera necesario hacerlos nuevamente aquí, día por día. Los resultados se comparan con los anteriores y aún no se han registrado diferencias. En el espacio infinito nuestra nave vuela como si anduviera sobre rieles invisibles. Hacemos más de dos millones de kilómetros en las 24 horas y es fácil comprender que la menor falla en el cálculo nos llevaría lejos del pequeñísimo punto que representa en este espacio el planeta Venus, «la hermana de la Tierra», casi idéntica a ella por su volumen y masa.

Kamov verifica el vuelo de la nave cada 24 horas y siempre a la misma hora, guiándose por el Sol y las estrellas. Midiendo las distancias visibles entre determinadas estrellas y su situación con respecto al Sol y a la trayectoria del vuelo, calcula nuestro lugar en el espacio. Dos veces enchufó uno de los motores y durante esos minutos descansamos de nuestra imponderabilidad, puesto que en la nave apareció cierta fuerza de gravedad, aunque muy débil.

Fuera de la labor fotográfica, figura entre mis obligaciones el turno ante el tablero de mando, donde la guardia es constante de acuerdo a un horario establecido con anterioridad; es una obligación para todo el equipo, pero Kamov y yo tratamos de liberar a los dos astrónomos cuyas tareas ya están bastante recargadas.

Las obligaciones del guarda de turno no son muy complicadas: hay que impedir que uno de los lados de la nave se caliente demasiado; para ello hay que hacerla girar por su eje longitudinal, a fin de que los rayos solares puedan calentar toda la superficie con regularidad. Se consigue esta rotación mediante un disco masivo de dos metros de diámetro, cuyo movimiento es impulsado por un motor eléctrico. La rápida rotación de ese disco produce una lenta rotación de la nave. Como regla, el guarda de turno tiene que prevenir a los demás cuando debe producirse el giro, para no interferir con el trabajo del telescopio. Una demora en el momento de la vuelta no reviste mucha importancia, puesto que la superficie blanca refleja muy bien los rayos solares y se calienta muy lentamente.

Luego hay que controlar el estado del aire dentro de la nave, eliminando el anhídrido carbónico y reemplazándolo por oxígeno, lo que se consigue mediante la presión de los botones correspondientes en el tablero de mando, verificándose por medio de aparatos cuyas reacciones marcan absolutamente todas las alteraciones que puedan producirse tanto con la nave como en su interior. Por ejemplo, como he mencionado ya, tenemos que cerrar todas las puertas detrás de nosotros; pero si alguien se olvidara de ello, el foco correspondiente en el tablero de mando llamaría inmediatamente la atención del guarda de turno por los centelleos de su luz roja. La distracción también ha sido prevista. Si la superficie exterior se calienta demasiado, el disco que hace girar la nave se conecta automáticamente y se detiene después de una vuelta de 180º. Si el guarda de turno olvida conectar el suministro de oxígeno, la canilla se cierra automáticamente en cuanto la concentración del aire llega a su punto normal. Y así en todo.

Nuestra extraordinaria nave está absolutamente automatizada. Todo se hace mediante aparatos ultrasensibles e «inteligentes» alimentados por corriente eléctrica, abastecida por acumuladores portátiles de gran capacidad fabricados especialmente para Kamov por una de las usinas de Leningrado. La carga de estos acumuladores será suficiente para los siete meses y medio del viaje. Pero tenemos también una estación de carga fotoelemental, que convierte directamente los rayos solares en corriente eléctrica. Esta helioelectroestación es para casos de emergencia. Todo lo que existe en la nave — excepto los motores— puede sustituirse, pero algunos aparatos muy importantes tienen doble y triple repuesto.

Cuando pienso en el enorme peso que lleva esta nave, siento una inmensa admiración ante la capacidad de la técnica atómica contemporánea. Nuestros motores son muy pequeños en comparación con la astronave, pero a pesar de ello son tan poderosos, que pudieron impartir a la nave cósmica esta velocidad tremenda, aunque Kamov la considera insuficiente. En una ocasión, cuando la conversación tocó los vuelos interplanetarios y del porvenir y él dijo que lamentaba la excesiva lentitud de nuestro vuelo, yo le pregunté por qué no había prolongado el funcionamiento de los motores al abandonar la Tierra ya que de ese modo la velocidad alcanzada habría sido mayor. Me respondió:

— Técnicamente es cierto, pero en la práctica el asunto se complica. El problema de la obtención de grandes velocidades se basa en la calidad del material de las partes componentes del motor. En la fisión atómica se desarrollan temperaturas altísimas, pero hasta ahora no poseemos metales que puedan resistir semejantes temperaturas durante largo tiempo. Se ha establecido mediante numerosísimos ensayos cuánto tiempo pueden trabajar los canales de escape de los gases, y ese lapso alcanza sólo para el arranque desde la Tierra, Venus y Marte. La reserva que hay bastará para algunos minutos en caso de emergencia. Para el aterrizaje en los planetas tuve que colocar dos motores más.

— Entonces, ¿cómo se hace para los vuelos dentro de la atmósfera?

— Para ello tenemos un motor de menor potencia, que puede trabajar durante más tiempo, pero desarrollando menor velocidad. Nuestra astronave es la cumbre de la técnica moderna, pero está lejos de haber alcanzado la perfección. Tome por ejemplo el hecho de que no podemos demorarnos en Marte ni una hora más del tiempo ya fijado. ¿Acaso no demuestra eso nuestra relativa impotencia? Si poseyera una mayor velocidad, cuarenta o cincuenta kilómetros por segundo, por ejemplo, o si fuese capaz siquiera de desarrollar una velocidad mayor que la de la Tierra, no tendríamos necesidad de atenernos a ningún horario y podríamos quedarnos en Marte cuanto quisiéramos. Pero ahora estamos limitados. Imagínese que en Marte le pasara algo a un miembro de nuestra tripulación, como por ejemplo una enfermedad provocada por algún microbio que nos sea desconocido en la atmósfera del planeta. Al levantar vuelo de allí, la doble pesantez puede resultar peligrosa para un enfermo, hasta nefasta quizá, y sin embargo tendremos que arrancar al minuto, en nuestro regreso a la Tierra, cualesquiera sean las consecuencias, o si no ha de perecer todo el equipo, puesto que entonces no podremos alcanzar a la Tierra, debido a la diferencia en velocidad. Es el único peligro de nuestra travesía; no veo otro.

— Me parece que hay otros — dije yo —. Hace tiempo quería preguntarle: ¿Por qué considera usted innecesario mirar adelante? La nave puede encontrarse con uno de esos cuerpos errantes de los que usted mismo hablara. ¿Acaso no convendría notar la posible aparición en la ruta de la nave de un cuerpo semejante?

— Es inútil mirar adelante — contestó Kamov—; las partículas pequeñas son imposibles de notar a una distancia suficiente como para permitir que puedan tomarse medidas contra el choque; mientras que si hubiese un cuerpo de grandes dimensiones en la ruta de la nave cósmica, nos avisaría el radioproyector.

— ¿Qué es eso?

— ¿No le conté?

— No.

— El radioproyector — dijo Kamov —, es un aparato basado en los mismos principios que la radiolocación; trabaja con ondas ultracortas y por el mismo método reflector de ondas radiales. Si en el camino del rayo radial se encontrara algún obstáculo, el rayo sería reflejado y daría una señal referente a ese obstáculo y a la distancia hasta el mismo. En nuestra nave actúa ininterrumpidamente, tanteando la ruta de la nave como si la «iluminara». Su funcionamiento recuerda a un proyector común de luz y es por eso que así lo llaman. Yo pensaba que usted estaba enterado de ello.

— Me entero recién ahora.

— Eso pudo ocurrir solamente debido al acelerado entrenamiento que tuvo usted antes del vuelo. Desde luego — añadió— es dudoso que lleguemos a escuchar tal señal de peligro, pues queda casi descartada la posibilidad de un encuentro con un cuerpo voluminoso que pueda presentar peligro para la nave. Hasta entre las más ínfimas moléculas de materia que se encuentren en el espacio interplanetario hay varios kilómetros de distancia.

— Pero con todo, ¿usted insiste en que cerremos las puertas?

— Sí, porque no tenemos el derecho de arriesgar el éxito de la expedición, puesto que si existe un peligro, por más teórico que sea, tenemos la obligación de tomar medidas preventivas.

— He oído decir que los meteoros vuelan por enjambres — le contesté —. Cuando tal enjambre se encuentra con la Tierra, pueden observarse verdaderos fuegos artificiales de estrellas fugaces.

— Para la Tierra, con las enormes dimensiones que tiene, estos enjambres resultan efectivamente bastante densos, pero no para nuestra nave. Si nos encontráramos con el más compacto de esos grupos, lo atravesaríamos sin notarlo siquiera, pues cada molécula está separada de las otras por varios kilómetros cúbicos de espacio.

— ¿Entonces resulta que los viajes interplanetarios están exentos de peligro?

Kamov se encogió de hombros.

— Todo es relativo en este mundo — dijo— y lo mismo pasa con los viajes interplanetarios. Una nave cósmica puede volar durante mil años sin encontrarse con ningún meteoro, pero también puede chocar con él en la primera hora de vuelo. En todo caso, una catástrofe con una astronave es centenares de veces menos probable que con un tren ferroviario, pero la gente sigue viajando en ferrocarril.

Después de esta conversación yo dejé de preocuparme de los «cuerpos errantes» y de las consecuencias de un encuentro con ellos, aunque desde el momento de nuestra partida de la Tierra esta cuestión me tenía inquieto. Varias veces volví a tocar el tema con Kamov, pero él no mencionó el radioproyector ni una vez. En cuanto a los dos astrónomos, están tan sobrecargados de trabajo, que literalmente no tienen tiempo para conversar sobre estos temas.

Paichadze no duerme más de cinco horas por día pero no podría decir cuantas duerme Belopolski, pues cada vez que yo entro al observatorio lo veo allí. Una vez expresé a Kamov mi temor de que la salud de nuestros astrónomos pudiera resentirse por tan incesante trabajo.

— No hay nada que hacer — me contestó —. Es la primera vez en la historia científica que la astronomía tiene la posibilidad de trabajar más allá de la atmósfera terrestre. No hay que extrañarse, pues, de que nuestros sabios aprovechen la oportunidad con entusiasmo. Nuestra tarea consiste en facilitar su labor.

Ya han pasado más de dos meses desde el momento que abandonamos la Tierra. Nuestra vida en la nave adquirió un ritmo estable. Se ha fijado un horario diario, o más bien para las 24 horas, puesto que no tenemos cambios entre la noche y el día. A ciertas horas nos reunimos para almorzar o cenar. No hay ni mesas ni sillas. Cada uno se ubica a su gusto, así nomás, en el aire y en la misma forma ponemos los recipientes con la comida. Nada puede caerse ni volcarse. Platos no hay, pues en estas condiciones sería inútiles. Comemos, directamente de sus envases, alimentos conservados, sabrosos y nutritivos, preparados especialmente para nosotros. No bebemos agua, sino diversos jugos contenidos en recipientes cerrados, de los cuales la bebida se chupa mediante un tubo flexible, puesto que ningún esfuerzo podría conseguir que se derramara un líquido sin peso. El menú es muy variado y no tenemos motivo de queja. La despensa de la nave guarda un millar de paquetes, marcados por números de orden, cada uno de los cuales contiene comida para cuatro personas. Todo lo que queda: potes, envases, papeles y restos de comida, se pone en un incinerador desde el cual es propulsado al exterior por un aparato que me recuerda el propulsor de torpedos en un submarino. Naturalmente, estas cenizas no tienen donde caer y siguen a la nave. Kamov decía, riéndose, que nuestra nave tenía una cola de la que nos libraríamos sólo con la ayuda de Venus, Marte y la Tierra, al penetrar dentro de sus atmósferas. Justamente porque Kamov no quería «ensuciar» la atmósfera con nuestros residuos, quemamos los restos con gran despliegue de electricidad, sin temor de que no pueda alcanzarnos.

Los días pasan con monotonía pero con extraordinaria rapidez: no tenemos tiempo de aburrirnos. Cada uno está ocupado con su trabajo. La temperatura se mantiene siempre igual en nuestra nave. El aire es puro y carece completamente de polvo. Jamás me sentí tan bien como ahora. En estas condiciones, el trabajo físico no existe, ya que el objeto más pesado puede transportarse de un lugar a otro sin el menor esfuerzo.

— Espere — dijo Kamov, cuando la conversación tocó ese tema —. Al regresar a la Tierra, cada movimiento le cansará y durante mucho tiempo su cuerpo le parecerá pesado y torpe. Muy pronto podrá convencerse de cuan poco tiempo necesitó, desde el momento de nuestra partida, para desacostumbrarse de la sensación de pesantez.

— ¿A qué se refiere usted? — le pregunté.

— Yo hablo del momento en que usted recuperará su peso habitual.

— ¿Y cuándo ocurrirá eso?

— Cuando empecemos la bajada a Venus. Penetrar su atmósfera con la aceleración que tenemos actualmente, significaría quemar la nave por fricción con la envoltura gasificada del planeta. Habrá que frenar la astronave y con eso se promoverá la reaparición de la pesantez. La aceleración negativa será de diez metros por segundo y eso es precisamente igual a la aceleración de la fuerza de gravedad de la Tierra.

— ¿Y a qué velocidad penetraremos dentro de la atmósfera de Venus?

— A 720 kilómetros por hora.

— ¿Y cuánto tiempo se necesitará para frenar la nave?

— Cuarenta y siete minutos y once segundos. Pero ello no significa que tengamos que sufrir por el trabajo de nuestros motores casi durante una hora, como ocurrió al partir desde la Tierra. Trabajarán con mucho menos ruido y con el casco usted los oirá muy débilmente. Además no habrá necesidad de acostarse y usted podrá seguir el aterrizaje sobre el planeta, desde la ventana.

Espero con inmenso interés este acontecimiento trascendental y los cinco días que nos separan de él me parecen infinitamente largos. Mi impaciencia es tal, que hasta le dije a Paichadze que nuestra nave se arrastra como una tortuga. Se puso a reír.

— Suerte que Kamov no lo oye.

— No hay nada de ofensivo en mis palabras. ¿Acaso él mismo no estaba impaciente por llegar a Venus lo antes posible?

— Claro que sí — me contestó alegremente Paichadze —, pero Belopolski no quiere. Está enojado y dice que la nave es demasiado veloz.

Era la purísima verdad. Efectivamente, Belopolski expresó repetidas veces su descontento debido a que la rapidez de la nave le impedía efectuar con mayor detenimiento sus investigaciones astronómicas.

— Si estuviese en su poder, detendría la nave y se sentaría al telescopio tal como en la Tierra, durante dos o tres meses, mientras dure el oxígeno…

— Y regresaría a Tierra sin haber llegado ni a Venus ni a Marte.

— O se olvidaría del regreso — añadió Paichadze riendo, porque la comparación de nuestra nave con una tortuga le había causado mucha gracia. En general, Paichadze, suele prestarse de buen grado a conversaciones amenas, aunque no tengan nada que ver con nuestro vuelo, y en eso se diferencia netamente de Belopolski, quien jamás se ríe, y sólo en muy raras ocasiones sonríe.

En los primeros días de viaje, Paichadze solía bromear durante el trabajo, pero pronto se dio cuenta de que las bromas no eran del gusto de su colega y las dejó de lado por completo, desahogándose en sus charlas con Kamov y conmigo.

Me parece que la pasión científica de Belopolski apaga y oblitera todos los demás sentimientos. Nunca toma parte en nuestras conversaciones atinentes al regreso a la Tierra y hasta parece tener cierta aversión hacia ellas. El movimiento «demasiado acelerado» de la nave provoca su descontento, precisamente debido a su temor de no tener el tiempo necesario para dilucidar los problemas que lo apasionan, y que son tan numerosos que nos llevarían a volar no sólo hasta Marte sino por lo menos hasta Urano. ¡Sería un viaje de unos cinco años, y de ida solamente!

Este diario lo escribo sólo para mí. Si llego a equivocarme me sentiré encantado, pero en verdad quisiera que Belopolski, al que estimo profundamente, fuera un poco más «humano». Si se pusiera a reír con la espontaneidad de Paichadze, estoy seguro de que se desmoronaría la imperceptible muralla de contención que nos aleja de él; lástima que ese momento no parece cercano…

Pero me parece que me voy por la tangente. El tema principal al que quise dedicar mis anotaciones de hoy, es Venus, al que nos estamos acercando.

Antes de partir de la Tierra, leí el libro de Belopolski sobre los planetas del sistema solar, para no hacer demasiados papelones en cuanto atañe a la astronomía. Pero aún así me doy cuenta de que los conocimientos adquiridos están lejos de ser suficientes. ¿Qué es lo que contamos descubrir al penetrar bajo el manto nebuloso de Venus? ¿Qué probabilidades hay de encontrar vida en el planeta y cómo será esa vida? Con estos interrogantes me dirigí a Kamov.

— Pregunte a Belopolski — me dijo— no hay mejor conocedor del sistema solar.

No me animé a interrumpir el trabajo de Belopolski y esperé la hora del almuerzo. Cuando nos reunimos en el camarote de Kamov, donde se encontraban los duplicados de los aparatos del tablero de mando, para poder continuar nuestras observaciones sin interrupción, le pedí que nos hablara del planeta Venus.

— ¿Qué es, exactamente, lo que usted desea saber? — me preguntó.

— Lo que la ciencia sabe de él.

— ¡Qué vasto programa! — observó Paichadze.

— Claro que no le pido todo, sino los datos principales. ¿Qué es lo que veremos?

— Su primera cuestión es demasiado amplia, mientras que a la segunda no hay nada que contestar. Venus se esconde bajo una gruesa capa de nubes que nunca se disipan. Todos nuestros conocimientos se refieren únicamente a las capas superiores de su atmósfera. Nadie ha visto jamás la superficie del planeta y nadie sabe a qué se parece. Las hipótesis y suposiciones, aunque tengan utilidad para el desarrollo de la ciencia, no pueden confundirse con la certeza.

— ¿Pero, qué es lo que supone la ciencia?

— Las suposiciones basadas en los datos se llaman «hipótesis de trabajo». Le enumeraré los datos que tenemos respecto a Venus, pero es dudoso de que haya algo nuevo. Se encuentra a unos ciento ocho millones de kilómetros de distancia del Sol, es decir, casi cuarenta y dos millones de kilómetros más cerca que la Tierra. En el espacio, es nuestra vecina más próxima, sin contar a la Luna y a algunos asteroides. La «velocidad orbital» es casi igual a treinta y cinco kilómetros por segundo. El tiempo durante el cual Venus realiza una vuelta entera alrededor del Sol, o sea un año de Venus, es igual a 0 unidades con 62 centésimos del año terrestre, o sea cerca de 7 meses y medio. El radio del planeta es de 97 centésimos del radio de la Tierra y por lo tanto su diámetro tiene sólo 557 kilómetros menos que el de la Tierra. Ambos planetas son muy parecidos en cuanto a medidas. Todavía no se conoce con exactitud el tiempo de rotación de Venus sobre su eje, o mejor dicho, la duración de su día. Es una cuestión que hemos de solucionar aquí. Los astrónomos se inclinan a suponer que la fuerza de las mareas producidas en Venus por el Sol, frena poderosamente su rotación y que un día de ese planeta es probablemente igual a algunas semanas nuestras; pero eso no puede decirse con seguridad. Gracias a su proximidad al Sol Venus recibe más luz y calor que la Tierra, y el promedio de su temperatura es más alto que el de la Tierra. La presencia de una densa capa de nubes ha de provocar debajo de ellas un efecto de «invernáculo», suponiéndose que la temperatura en la superficie del planeta sea más elevada que la tropical en la Tierra. En las capas superiores de la atmósfera de Venus los espectrógrafos terrestres descubrieron mucho gas carbónico y nada de oxígeno. Eso es todo lo que puede decir la astronomía terrestre. Se supone que la superficie de Venus está cubierta de océanos y continentes pantanosos y se considera poco probable que en el planeta haya vida. He recalcado intencionalmente las palabras «espectrógrafos terrestres» y «astronomía terrestre» porque en nuestra nave interplanetaria la astronomía ha logrado sustanciales alteraciones de este cuadro.

Miró a Paichadze, que sonrió.

— El análisis espectral — dijo —, tiene un enemigo en la Tierra: es nuestra atmósfera, que inhibe y deforma la luz de los cuerpos celestes única fuente de la que extraemos los conocimientos sobre la naturaleza física de los astros y planetas. En la atmósfera terrestre, por ejemplo, el ozono no deja pasar los rayos ultravioletas y limita el espectro recibido. La estructura de la atmósfera terrestre no ha sido enteramente estudiada y no hay que extrañarse de la falta de precisión de nuestros conocimientos, pero en nuestro observatorio existen otras condiciones de trabajo. Aquí no hay atmósfera y logramos conseguir espectros más amplios y más completos, descubriendo en ellos lo que se nos escapaba en la Tierra. Aprendimos más y eso nos permitió sacar conclusiones.

— ¿Cuáles? — pregunté.

— En la cuestión que a usted le interesa — dijo Belopolski —, es decir la cuestión de Venus, Paichadze ha establecido un hecho trascendental: que en su atmósfera no sólo hay oxígeno, sino que existe en bastante cantidad. Eso ha permitido deducir que en la superficie de Venus hay vegetación, puesto que la presencia de oxígeno libre no puede explicarse por otras causas. Y esto, a su vez, demuestra que hay vida.

— Vegetal — completó Kamov.

— ¿Usted quiere decir que no hay vida animal? — pregunté yo.

— Sólo quiero insinuar que el hecho de, que haya vida en Venus no ha de interpretarse como si esa vida fuera igual a la de la Tierra — contestó Kamov.

— ¿Pero podrían existir, en los océanos, por ejemplo, los seres más primitivos?

— Podrían, pero no necesariamente. La ciencia considera que si en alguna parte existen condiciones que favorecen la aparición de la vida, ésta ha de surgir de uno u otro modo. En Venus existen estas condiciones y ahora puede decirse con seguridad que han contribuido ya a la aparición de la vida vegetal; pero no puede afirmarse con certeza si esa vida ha adquirido otras formas conocidas por nosotros.

— Pero si allá existen estas formas, ¿podremos descubrirlas?

— Depende de Kamov y de usted — contestó Paichadze —. Cuanto más se acerque nuestra nave a la superficie del planeta y cuanto mejor logren fijar en las películas todo lo visto, tanto más fácil será contestar su pregunta.

Inquirí cuánto tiempo nos quedaríamos dentro de la atmósfera de Venus.

— No más de diez a doce horas — contestó Kamov —. Quisiera — añadió, dirigiéndose a Belopolski— llevar la nave de tal manera como para penetrar en la atmósfera por la línea del terminador y atravesar toda la mitad diurna. Si la rotación del planeta es efectivamente tan lenta como se supone, no se necesitarán más de diez horas. Puede ocurrir que las densas nubes lleguen hasta la superficie del planeta y nos encontremos en una espesa neblina, lo que nos obligará a quedarnos en la atmósfera de Venus sólo el tiempo justo que el fotógrafo requiera para sus tomas. Usted — añadió volviéndose hacia mí— tiene que estar listo para tales circunstancias, pues tendrá que fotografiar en rayos infrarrojos y tratar de que la capa de neblina que nos separa de la superficie sea lo más delgada posible.

— En la neblina puede uno tropezar con algunas montañas — observó Belopolski.

— Hay riesgo, claro, pero no es tan grande y espero que si existiesen obstáculos, nuestro radioproyector nos avise con suficiente anticipación.