"220 dias en una nave sideral" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)EL CAPITÁN ASTRALRalph Bayson, corresponsal de un gran diario neoyorkino, entró de golpe en el despacho de Charles Hapgood y, sofocado por la emoción, no se sentó sino que se desplomó en un sillón frente al escritorio de éste. Con aliento entrecortado pronunció una sola palabra: — ¡Partieron…! Hapgood dejó de escribir y con ceño fruncido miró fijamente a Bayson. — ¿Qué ha dicho usted? — preguntó con cautela. — Despegaron. Acabo de oírlo por la radio. Hoy a las diez, hora de Moscú, la astronave de Kamov despegó. Hapgood sacó su pañuelo y se enjugó la frente. — ¿Hacia dónde? — preguntó con voz ronca. — Hacia Marte… Se nos adelantaron. — ¡A Marte! — Hapgood se quedó con la mirada fija en Bayson, reflexionando. — Es extraño, Ralph. Sabía que Kamov proyectaba ir a Marte, pero ese planeta se encuentra en situación incómoda para que vuele hasta él con la velocidad que ha de poseer, según me parece, la astronave de Kamov. ¡Aquí hay algo raro! ¿Y no se dijo cuándo piensa regresar? — A principios de febrero del año próximo; o para ser más preciso, el 11 de febrero. Además, decían que Kamov quiere pasar por Venus. Hapgood levantó las cejas. — ¡Caramba! ¿Hasta Venus también…? ¡Vamos a ver! Tomó una hoja de papel y con el compás y la regla logarítmica empezó a dibujar un esquema del sistema solar. Bayson abandonó el sillón y siguió atentamente los trazos del compás. — Aquí está la Tierra y aquí se encuentran hoy Marte y Venus — dijo Hapgood —. Pero aquí, mire, Ralph, se hallará la Tierra en el día de su regreso, es decir el 11 de febrero. Dejando de lado por el momento la cuestión de la velocidad de esa nave cósmica, se puede suponer esta trayectoria más económica — dijo, trazando una línea de puntos —. Y entonces… — quedó en silencio sumiéndose en sus cálculos. Por su parte, Bayson esperaba pacientemente los resultados. Para no estorbar a Hapgood, volvió a sentarse en el sillón con el croquis recién trazado, pero sin poder captar la grandiosa magnitud de lo que se hallaba representado en esa hoja de papel, porque carecía de imaginación y le parecía muy fácil realizar el derrotero marcado en esa fina línea de puntitos por los que, con cada segundo, se alejaba de la Tierra la astronave rusa. Recordó el nombre del periodista que tomaba parte en esa travesía — Melnikov— y le costó reprimir el gesto de romper el papel. Qué derrumbe… todos los planes se habían desmoronado; el dinero y la gloria que ya parecían firmemente asegurados estaban irrevocablemente perdidos… Miraba atónito la hoja blanca, sin sospechar que tenía en sus manos una copia casi idéntica del dibujo hecho por Kamov dos meses atrás en Moscú. Transcurrió una hora y media. — De eso se desprende — dijo Hapgood, continuando la frase como si no hubiera habido ninguna interrupción— que su aceleración no ha de ser menor de 28 kilómetros por segundo, con la condición de no bajar en la superficie de Venus ni de Marte. Si no, no se puede realizar su itinerario y no me puedo imaginar ningún otro. Jamás pensé que podrían lograr semejante velocidad. — ¡Hay muchas cosas que usted jamás pensó, Charles! — exclamó Bayson, sin disimular su ira —. No es la primera vez que Kamov lo obliga a hacer un papelón. — ¡No se fastidie, Ralph! Aun no se ha perdido todo. Todavía podemos hacer mucho. ¡Aún hay esperanzas! — ¡Qué esperanzas, yo no las veo! La nave cósmica de usted, cuya aceleración es menor… — 24 kilómetros. — …no puede alcanzar a Kamov — terminó Bayson. — Alcanzar, no — replicó tranquilamente Hapgood— pero creo que podrá pasarlo. Bayson lo miró, atónito. — No comprendo — dijo. — Sin embargo es muy simple. El motor de mi nave puede funcionar durante diez minutos, y con una aceleración de 40 metros por segundo nos da una velocidad de 24 kilómetros, o más bien 23 con 8 décimos. Al aumentar la aceleración en el despegue, hasta 50 metros, obtendremos una velocidad final de 29 kilómetros y medio, lo que es absolutamente suficiente para ganarle a Kamov, tanto más que no haremos el desvío para visitar Venus. — ¿Está usted seguro de ello? — preguntó Bayson, en cuyo corazón las palabras de Hapgood despertaron un rayo de esperanza. — Segurísimo, pero solamente en el caso de que despeguemos no más tarde del 10 de julio. — Será difícil terminar nuestros preparativos con tanta rapidez. — Haré todo lo posible. Tenemos siete días por delante. Tendremos tiempo si nos ponemos a la obra sin demora. Venga aquí mañana a las nueve. Cuando el periodista salió, Hapgood se quedó largo rato pensativo. Comprendía muy bien que su decisión de llevar la aceleración a cincuenta metros entrañaba peligrosas consecuencias para su salud. Ya la cifra que estableciera anteriormente, de cuarenta metros, excedía la carga admisible sobre el organismo casi en una vez y media. La medicina estableció que el ser humano puede soportar sin vulnerabilidad una aceleración de 30 metros por segundo, con tal de que esa aceleración no dure más de un minuto. Pero él tenía la intención de someter su organismo y el de su compañero a un aumento quintuplicado de la fuerza de gravedad durante diez minutos. Es verdad que pensaba sumergirse en agua, pero no estaba seguro de que esa medida diera resultado positivo. El riesgo era muy grande, pero no había otra alternativa. O arriesgarse, o renunciar a la lucha y conformarse con ser espectador del triunfo de su competidor. Uno tras otro desfilaron por la mente de Hapgood los cuadros de esa larga lucha con el constructor ruso. Hasta ese momento tenía la supremacía. Ahora, Hapgood tenía la última oportunidad de resarcirse de todas las derrotas anteriores. ¡Acaso era posible rechazar esta oportunidad por cuidarse la salud! «Aunque yo quede mutilado por el resto de mi vida — pensó —, esta vez usted será batido, Mr. Kamov!» El nombre de Charles Algernon Hapgood era muy popular en los Estados Unidos. Ingeniero de talento y célebre teórico de astronáutica, era el constructor del primer cohete estratosférico del mundo con reactor atómico. Al realizar con este cohete el vuelo trasatlántico, superando así todos los récords de velocidad logrados hasta entonces (el vuelo se cumplió en una hora y quince minutos), se hizo célebre en el mundo entero. En su conferencia de prensa dada después de esa travesía, declaró que en su próximo vuelo traspasaría los límites de la atmósfera terrestre. Los diarios norteamericanos lo llamaron «Capitán Astral», a lo que contestó un ingeniero soviético aún desconocido, Kamov, en un artículo en homenaje al éxito del constructor norteamericano, diciendo que el título era algo prematuro. — Formalmente, tiene razón — dijo Hapgood en su charla con un corresponsal, cuando éste le preguntó cómo pensaba responder a esa frase —. Pero la travesía trasatlántica se diferencia en poco del vuelo a la Luna. No hay más que un paso entre un cohete estratosférico y una astronave, y pronto lo he de dar. Así pensaba Charles Hapgood, pero la realidad fue otra y el primer paso en la conquista de los espacios interplanetarios no lo dio él, sino aquel ingeniero Kamov cuya observación recordaba tan bien, entre el coro de loas y los artículos elogiando su hazaña. Desde aquel momento empezó entre ellos la pugna por la primacía en los viajes interplanetarios. En los Estados Unidos se daba amplio apoyo a la obra de Hapgood. La intención del constructor de ser el primero en alcanzar la Luna y luego Venus y Marte, gozaba del beneplácito de muchos magnates financieros que esperaban explotar los valiosos yacimientos que se encontrarían allá y no escatimaban medios para permitir la realización del proyecto. La primera meta de Hapgood era la Luna, porque Kamov la había sobrevolado solamente, sin aterrizar en ella. El ingeniero estaba febrilmente atareado en la construcción de su astronave, calculando que Kamov no lograría realizar su segundo vuelo antes de dos años. La nave estaba lista ya, cuando llegó la noticia de que Kamov y Paichadze habían aterrizado en la Luna en su segundo vuelo. Ese golpe fue muy doloroso para Hapgood. Dos derrotas seguidas minaron la confianza que en él habían depositado las personas de quienes dependía su suerte. Los diarios de su país dejaron de ensalzarlo y en cambio empezaron a elogiar las hazañas de su competidor. El título de «Colón de la Luna» dado a Kamov por los periodistas tan aficionados a sobrenombres pomposos, fue la última gota que hizo rebosar la copa de su paciencia. Con toda su alma juró aventajar al ingeniero ruso en su vuelo interplanetario. Su autoridad hallábase aún a suficiente altura y ya había recibido los medios para la construcción de una nueva nave, aunque no en las enormes cantidades deseadas. Pero no le importaba. Con mucha atención seguía todo lo que publicaban las revistas técnicas sobre los preparativos de Kamov para su tercer vuelo, tratando de imaginarse la nave de su rival, pero Kamov era muy prudente y hasta el último día Hapgood no había podido enterarse ni de la velocidad ni de las dimensiones de la astronave rusa. Con su aplomo característico, que no se resintió por los reveses sufridos, subestimaba las fuerzas y las posibilidades de su competidor y exageraba las propias. No obstante decidió llevar su aceleración propulsora hasta cuarenta metros por segundo, lo que consideraba la más segura garantía de éxito, pues sabía que Kamov no estaba dispuesto a seguir por semejante camino. Hapgood consideraba que la cifra máxima que admitiría el ingeniero soviético era de treinta metros, lo que no produciría una velocidad superior a la de su astronave. Asimismo consideraba como cifra tope diez minutos para el trabajo del motor, puesto que los reactores atómicos desarrollaban una temperatura tan alta que sus cajas debían fabricarse con aleaciones especiales. Hapgood no podía dejar de admitir la superioridad técnica de los soviéticos, pero consideraba que en ese ramo de producción no estaban más adelantados que Norteamérica la que en todo lo atinente a la técnica atómica trataba de no quedar a la zaga de nadie. Gracias a todas estas reflexiones, estaba completamente convencido de su éxito y construía su astronave con tranquilidad; pero recordando la rapidez con la que Kamov organizara su segundo vuelo, trataba de evitar demoras. Deseoso de no compartir su futura gloria con nadie, Hapgood proyectó una astronave de dimensiones reducidas, capaz de llevar únicamente a dos personas, y eso porque era imposible efectuar el vuelo completamente solo. Contestaba con una categórica negativa a todos los que se ofrecían a participar en el vuelo, declarando con firmeza que sólo llevaría a un representante de la prensa. Cuando la nave estuvo lista, Hapgood escribió una carta abierta a los periodistas norteamericanos, pero durante largo tiempo nadie le expresó su deseo de acompañarlo. Por fin, cuando ya empezaba a preocuparlo esta ausencia de candidatos, se presentó Bayson. — ¿Qué le indujo a venir a verme? — preguntó al joven periodista. — Voy a ser franco — le contestó Bayson —. Tengo muchas ganas de hacer dinero y eso es tan difícil en nuestros días. Además, soy ambicioso, y la gloria de Stanley no me deja en paz. — ¿Ah sí? ¿Así que es usted ambicioso? ¿Pero ha pensado en los peligros que le esperan? Quizá, en vez de la gloria, sólo encontrará la muerte. — Quien no arriesga no vence — replicó Bayson. Era un muchacho alto, fornido, no muy buen mozo pero de cara simpática. Un típico joven norteamericano de la clase media, aficionado a los deportes. Hapgood quedó muy satisfecho: era justamente el compañero que precisaba. — Yo también seré sincero — dijo —. Tengo como meta principal vencer a Kamov. — Bayson asintió con la cabeza —. Para poder batirlo con seguridad tuve que disponer una aceleración hasta cuarenta metros por segundo. No le quiero ocultar que eso es peligroso para los tripulantes. El rostro del periodista no expresó ninguna preocupación al oír estas palabras. — Poco entiendo de estas cosas — dijo con seductora simplicidad —. Usted me dice que es peligroso. Le creo. Pero si usted puede enfrentarse con este peligro, ¿por qué no he de hacerlo yo también? — Bueno, si es así, estoy encantado de tener semejante compañero de viaje — exclamó Hapgood alegremente, dándole un fuerte apretón de manos. — ¿Cuándo piensa despegar? — A fines de agosto. — ¿Por qué no antes? — Porque hay que esperar que Marte esté en posición favorable, pues es hacia allá adonde quiero volar. — ¡Entonces esperaremos! No falta mucho — contestó Bayson. |
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