"220 dias en una nave sideral" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)VENUSEl 15 de setiembre quedará por siempre grabado en nuestra memoria. Ese día atravesamos la capa de nubes que envuelve a Venus. Levantóse ante nosotros la cortina misteriosa que ocultaba la superficie del planeta. Lo que se escondía bajo las espesas nubes y parecía hasta hace tan poco inaccesible a la mirada terrestre, se presentó ante nuestra vista. Y la imparcial película grabó todo lo visto… Nos acercamos a Venus el 14 de setiembre, cerca de las 12 horas. El disco del planeta, que apareció primero como una estrecha hoz, se ampliaba rápidamente y hacia las 20 horas lo vimos ya en su plenitud. Venus, iluminado por el Sol, brillaba como la cumbre nevada de una montaña terrestre en un día soleado. En ese momento faltaban unos dos millones de kilómetros para llegar hasta él, y su diámetro era casi como el de la Luna en su fase de plenilunio. Se veía claramente que toda su superficie estaba recubierta por nubes blancas. Sobre el fondo del cielo negro, el albino planeta, «Hermano de la Tierra», parecía hermoso como un cuento de hadas. Me quedé pegado a la ventana, sin poder arrancar la vista de ese cuadro del que sacaba innumerables fotografías en colores. Olvidé mencionar que nuestra nave está munida de ventanas especiales cuyos vidrios, hechos con un cristal de roca, permiten fotografiar a través de ellos los objetos que se encuentran fuera. Estas ventanas son de menores dimensiones que las demás y se encuentran enteramente a mi disposición. Paichadze las llama «Ventanas de TASS». A las siete de la mañana del 15 de setiembre, Kamov nos hizo calzarnos los cascos que estaban ya preparados de antemano, y luego puso en marcha los motores de frenaje de la nave. Se oyó el rumor ya conocido, pero con menos resonancia que antes y por las ventanas vimos un fulgor de llamas. Todos nosotros, que nos encontrábamos hasta ese momento en las posturas más diversas, bajamos repentinamente sobre la pared delantera que así se convirtió en nuestro piso. La reaparecida fuerza de gravedad determinó enseguida dónde estaba el techo y dónde el piso, y el vuelo de la nave tomó un rumbo fijo, bajando hacia Venus que estaba a nuestros pies. Resultaba grato volver a sentir el propio peso normal; pero como lo había previsto Kamov, los movimientos eran torpes y el cuerpo parecía muy pesado. Un hábito conquistado en 74 días de imponderabilidad hacíase sentir. Pasé a otra ventana y me acosté frente a ella. Paichadze y Belopolski, que no habían abandonado su laboratorio durante 24 horas, estaban enteramente absorbidos por su trabajo y no se apartaban de sus aparatos astronómicos. Su ventana era varias veces más grande que la mía y podían seguir admirando el planeta sin interrumpir su labor. Kamov tampoco se apartaba de su tablero de mando, ante el cual tendría que permanecer durante muchas horas más, con sus manos puestas en las palancas y los ojos clavados en el ocular del periscopio. Le saqué una fotografía sin que se diera cuenta. El disco de Venus había aumentado en ese lapso hasta las dimensiones decuplicadas de la luna llena y el planeta encontrábase debajo nuestro en línea vertical, con la nave bajando sobre él desde una altura de 40.600 kilómetros a la gigantesca velocidad de 28 kilómetros por segundo. Labor frenadora de los motores disminuía lenta y paulatinamente esa velocidad vertiginosa. Sin ese proceso frenador habríamos hendido la atmósfera del planeta en menos de veinte minutos, porque la atracción de Venus habría aumentado aún la velocidad de la nave, que se hubiera consumido en llamas como un meteoro. Pero la potencia de nuestros motores, venciendo la gravitación del planeta reducía la velocidad en diez metros por segundo, con regularidad. La bajada continuó durante 47 minutos y durante todo ese lapso sólo me aparté de mi ventana para verificar el funcionamiento de los aparatos cinematográficos automáticos que fotografiaban el planeta, y para cambiar la película. Tenía a mi alcance cuatro aparatos fotográficos así como una gran cantidad de negativos. Todo había sido preparado de antemano, porque la comunicación entre el observatorio y los demás recintos encontrábase trabada por dificultades. La puerta se hallaba ahora «arriba», en el techo, pudiéndose llegar hasta ella por una escalerita de aluminio, colocada unas pocas horas antes. Para alcanzar mi laboratorio, instalado en la parte central de la nave, hubiera debido subir a una altura como de una casa de cuatro pisos, lo que resultaba largo y cansador. Habíamos tomado con anticipación todas las medidas para salir del observatorio lo menos posible hasta abandonar Venus y hasta que nuestra vida reingresara en la fase, ya casi habitual, de «imponderabilidad». El planeta se acercaba. A los veinte minutos la velocidad disminuyó hasta dieciséis y medio kilómetros por segundo y nos acercamos a una distancia de catorce mil kilómetros. Venus ocupaba casi todo el horizonte visible. Desde esa distancia ya no parecía de una blancura tan enceguecedora y se destacaban netamente las sombras entre masas de nubes sueltas. Con los prismáticos buscaba ansiosamente alguna hendidura entre esas masas de nubes arremolinadas pero no encontraba nada, debido a que, aparentemente el espesor de la capa era considerable, ¿será posible — pensaba yo —, que se justifiquen las aprensiones de Kamov y que esas nubes lleguen hasta la superficie del planeta? ¡Qué lástima si no logramos ver nada! Pero, ¿qué es lo que podríamos ver? Belopolski dijo que los sabios suponían encontrar en Venus sólo océanos y espacios pantanosos. Ahora se ve que casi de seguro habrá vegetación. Quizá al penetrar bajo la capa de nubes veamos un floreciente país habitado, con populosas ciudades, campos arados y sembrados, naves que surcan los océanos… ¿Qué es lo que veremos dentro de algunos minutos? Me sentí muy emocionado. También lo estaban mis compañeros. Hasta el imperturbable Kamov me confesó más tarde que su mente era atravesada por los mismos pensamientos que la mía. Por primera vez en la historia del mundo el hombre iba a penetrar en los misterios de un mundo distinto. Es verdad que ellos habían estado en la Luna, pero entonces ya sabían por anticipado que ese mundo carecía de vida, que era un mundo muerto, mientras aquí todo era nuevo y misterioso. Entonces se trataba de un pequeño satélite de la Tierra ya estudiado e investigado, mientras ahora era un gran planeta desconocido, casi igual al nuestro por sus dimensiones. Pasaron otros quince minutos y la distancia, o mejor dicho, la altura, llegó a ser de unos cinco mil kilómetros. La velocidad siguió bajando hasta siete y medio kilómetros por segundo y seguía decreciendo paulatinamente. Diez minutos más tarde nos encontrábamos ya tan cerca que mi ojo no podía abarcar toda la superficie del campo de nubes. En ese momento, Kamov rompió el silencio que no se había interrumpido en todo el tiempo de la bajada: — Konstantin Evguenievich, sírvase determinar la distancia hasta la capa superior de las nubes. — 165 kilómetros — contestó casi enseguida Belopolski. — Según el radar, la distancia hasta la superficie del planeta es de 177 kilómetros — dijo Kamov —, lo que indica que el límite superior de la capa nublada se encuentra a una altura de 12 a 13 kilómetros. Se aproximaba el momento decisivo. La velocidad de la nave habíase reducido tanto, que esa distancia de 160 kilómetros, que antes hubiéramos recorrido en cinco segundos y medio, bastaba ahora para maniobrar. Kamov apretó un botón y pude divisar desde mi ventana cómo desde a bordo iba desplegándose una gran ala, cuya pareja no tardo en aparecer por el otro costado. Unos instantes más y fuimos envueltos por una densa neblina, la capa de nubes que revestía al planeta. Oí claramente como se detuvieron los motores durante un instante, para reanudar luego su marcha con mucho menos ruido. Los frenos también dejaron de funcionar, transformándose en un movimiento progresivo. La nave intersideral pasó a ser un avión a reacción y empezó a hundirse a mayor y mayor profundidad. Belopolski dejó su lugar y se puso al lado del tablero de mando. Kamov no se apartaba del periscopio y Belopolski empezó a contar en voz alta la altura del vuelo, según el radar o radioproyector. — ¡Nueve kilómetros…! ¡Ocho y medio…! ¡Ocho…! ¡Siete y medio…! Una espesa bruma lactescente nos rodeaba sin disminuir su densidad. — ¡Siete…! ¡Seis y medio…! ¡Seis…! Mi corazón palpitaba furiosamente. Sólo seis kilómetros nos separaban de la superficie de otro planeta que nunca había sido mirada por ningún ojo humano. ¿Cuándo se acabarían estas malditas nubes? — ¡Cinco y medio…! ¡Cinco…! Sentí que la nave había cambiado de dirección y su vuelo pasó de la línea vertical a la horizontal. — El infinito — dijo Belopolski. Quería decir que no había montañas altas por delante. — Vire el proyector hacia Venus — dijo Kamov. En su lugar, yo habría dicho involuntariamente: «hacia tierra»; pero ese hombre no cometería semejante error. Aparentemente conservaba toda su serenidad. — ¡Cuatro…! — dijo Belopolski —. ¡Tres y medio…! ¡Tres…! En ese preciso instante sonó el timbre del aparato cinematográfico que me avisaba que la película había concluido. Saltar para ponerme de pie y cambiar la cinta fue cuestión de un minuto, pero perdí el instante en que emergimos de las nubes. Belopolski había dicho: «Uno y medio» cuando Kamov volvió la cabeza y dijo con voz queda: — ¡Venus! Me lancé a una ventana. Belopolski a la otra. Por debajo nuestro, adonde podía abarcar la vista, se extendía la ondulante superficie del mar. Desde la altura de un kilómetro y medio veíanse claramente las largas hileras de olas con sus encrespadas crestas blancas movidas por un vendaval. Ni el más mínimo vestigio de tierra firme. No podíamos saber si era un mar o un vasto océano y si por alguna parte existía tierra firme. Por arriba, siempre el espeso manto de nubes. Por abajo un agua obscura y plomiza, un cielo gris y una media luz opaca iluminando ese cuadro tétrico. Nos encontrábamos en la faz diurna de Venus pero la luz parecía crepuscular, pues la capa de nubes de diez kilómetros de espesor apenas dejaba traspasar la luz solar y si había alguna visibilidad era gracias a la proximidad del planeta al Sol. En condiciones semejantes, en la Tierra habría absoluta oscuridad. Por todos lados hasta el horizonte y en derredor nuestro relampagueaba incesantemente, y a través de las paredes de la nave se oían aterradores truenos. Veíamos zonas enormes abarcadas por lluvias torrenciales que parecían negras murallas entre cielo y mar. El mar inhóspito con sus enceguecedoras crestas blancas, las negras nubes, los relámpagos zigzageantes, todo creaba la impresión de una hermosura salvaje y maléfica. La nave volaba ahora en dirección horizontal y a una velocidad de setecientos kilómetros por hora manteniéndose a un kilómetro de altura. Kamov tenía que cambiar de rumbo a cada minuto tratando de esquivar los frentes tempestuosos que salían a nuestro encuentro. A los cuarenta minutos tuvimos que atravesar uno de esos frentes y nos convencimos de que nunca había habido en la Tierra tales tempestades. Parecía como si nuestra nave se sumergiera en el mar; una masa de agua cubrió todo en derredor nuestro. Los relámpagos eran tan frecuentes que se seguían casi sin interrupción, pero a través de la densa muralla de agua palidecían y perdían su fulgor. Los truenos eran tan resonantes que ni se oía el tremendo rumor de nuestros motores. Por suerte todo eso sólo duró un minuto. La nave atravesó la franja tempestuosa y el temporal quedó atrás como un recuerdo tenebroso. Observé que nuestra altura había decrecido sensiblemente, pues nos separaban de la superficie del agua no más de 300 metros. Por la expresión de Kamov, comprendí que lo preocupaba este pronunciado descenso. El planeta extraño no recibía a los forasteros con mucha amabilidad. La pesada masa de agua que se desmoronara sobre nuestra nave le había hecho perder 700 metros de altura. Si no hubiéramos pasado el frente tempestuoso con tanta rapidez, habríamos podido encontrarnos en el agua. — Serguei Alejandrovich — preguntó Belopolski —. ¿Usted no encuentra que es peligroso permanecer aquí? — ¿Qué nos quiere sugerir usted? — Me pareció percibir un matiz burlón en la voz de Kamov. — No sugiero nada — contestó Belopolski con sequedad —, pregunto nada más. — Claro que es peligroso — replicó Kamov—; pero no es posible abandonar Venus sin haber aclarado lo que tenemos que aclarar. Belopolski no contestó nada y la nave continuó su vuelo a la altura a la que había sido arrojada por la tormenta. Se hizo más claro y aumentó la visibilidad, lo que aproveché para sacar unas fotos del océano de Venus. Era evidente que se trataba de un océano y no de un mar, ya que volábamos desde hacía aproximadamente tres horas sin que se viera nada de tierra firme. Mi atención fue atraída por unos relampagueos rojos en las olas. Llameaban y se apagaban debajo de nosotros y no había nada a los costados. Me disponía a preguntar a Kamov, cuando me di cuenta de lo que era: el reflejo de las llamas de nuestras toberas de escape. Tomé el aparato con la película en colores para fijar ese efecto extraordinario y abrumador que causaba el reflejo de las llamas terrestres en las olas de un océano de otro planeta. Por delante nuestro surgió nuevamente una amplia faja negra. El frente tempestuoso era tan vasto que no había posibilidad de esquivarlo. ¿Arriesgaría Kamov someterse a semejante peligro? No había terminado de formularme la pregunta, cuando la nave subió bruscamente y al minuto nos encontramos volando otra vez en la bruma lactescente. La tempestad con toda su ira quedó atrás. — ¡Qué cuadro impresionante! — exclamó Paichadze —. El planeta está lleno de fuerzas jóvenes en reserva. Esas potentes tempestades se producían en la Tierra en tiempos de su juventud, es decir, hace millones de años. Ahora tengo fe y creo que en el futuro, habrá en Venus seres vivientes. Nos habíamos sacado los cascos y el propulsor atmosférico funcionaba relativamente despacio, de manera que podíamos oírnos al conversar. — ¿Habrá solamente? En mi fuero interno tenía la esperanza de encontrar vida ahora mismo, pero Paichadze hablaba de un lejano porvenir. — ¿Usted desearía que la vida existiese ya en el hermoso planeta? Bueno, estoy dispuesto a concederle algo. Es posible que en las aguas del océano se hayan formado protozoos. Dentro de millones de años se desarrollarán variadas formas del mundo animal. — ¿Por qué protozoos? — insistí —. ¿No habrán aparecido ya ictiosaurios o brontosaurios? — ¡Búsquelos! — dijo —. Atrápelos con el objetivo de su aparato. — Trataré de hacerlo en cuanto lleguemos. Entretanto, Kamov había bajado y ganado altura al ver que aún no habíamos pasado la zona de tempestades. Así transcurrió una hora y media hasta que volvimos a ver la superficie del planeta donde de nuevo no había más que océano. La región tormentosa que habíamos atravesado tenía más de mil kilómetros de ancho y parecía abarcar una superficie enorme. Entonces se nos hizo claro que las tempestades son un fenómeno habitual en Venus. La cercanía del Sol producía una fuerte evaporación del agua que, después de concentrarse en las nubes, se transformaba en lluvias torrenciales. — Pero, ¿tiene límites este océano inconmensurable o cubre toda la superficie del planeta? — Debe haber continentes o islas — observó Belopolski —. El planeta ha de poseer vegetación; de otro modo no se explicaría la presencia de oxígeno libre. Pronto hemos de ver tierra. Transcurrían las horas pero el océano era siempre el mismo. La nave volaba hacia uno u otro lado, subía, bajaba, maniobraba tratando de evitar las lluvias torrenciales cuya potencia ya habíamos conocido. Yo miraba fijamente la superficie espumosa del océano con la esperanza de encontrar en los prismáticos el más ínfimo vestigio de vida: pero en vano. El agua y el aire estaban desiertos. Puse en mi aparato el objetivo más potente y fotografié el océano de Venus decenas de veces. Podía ocurrir que la película revelara lo que mis ojos no habían visto. Habíamos hecho unos cinco mil kilómetros cuando, después de ocho horas de vuelo, la nave llegó a sobrevolar tierra firme, donde había bosques. Y esos bosques parecían inconmensurables como el océano. Era un espeso manto vegetal que se expandía a todos lados, hasta el horizonte, pero no verde como en la Tierra, sino rojo-anaranjado. La hipótesis del astrónomo del observatorio de Púlcovo, J. A. Tíjov, se encontraba así plenamente confirmada. Ya en 1954 expresó la suposición de que en vista del clima caluroso del planeta, en caso de existir vegetación en Venus, ésta debería reflejar los rayos rojos y anaranjados del Sol, portadores de una excesiva reserva de energía térmica. Por causas opuestas, la vegetación de Marte, en cambio, tendría que ser de color azulado. Pronto podríamos cerciorarnos de ello. Kamov hizo descender la nave aún más y pudimos ver los enormes árboles. Formaban bosques tan espesos que, a la velocidad de doscientos metros por segundo a que volábamos, era imposible distinguir lo que ocurría en sus entrañas. Puse el aparato cinematográfico al máximo de aceleración, dirigiendo el objetivo verticalmente hacia abajo. Además tomé cerca de un centenar de fotos con la más corta exposición posible. No hubo más que hacer. Kamov no podía reducir la velocidad por el riesgo de estrellarse en el suelo. — Qué lástima que no descendamos en Venus — dije yo. — ¿Dónde? — preguntó brevemente Kamov. En realidad no había dónde aterrizar. La densa muralla boscosa no tenía ni un claro, ni un campo abierto. Era una selva virgen, como las había seguramente en la Tierra en el período carbonífero. ¿Cuáles eran las plantas que la poblaban? ¿Se parecían a las nuestras? Yo esperaba que mis películas ayudaran a descifrarlo. Transcurridas unas nueve horas de vuelo, divisamos un río enorme, entre riberas cubiertas por una compacta arboleda, y que evidentemente desembocaba en el océano que acabábamos de sobrevolar. Kamov siguió el curso de este río, aprovechando de una tregua que nos daba el temporal, bajando hasta unos cien metros de la superficie. Paichadze se me acercó y ambos nos pusimos a sacar vistas de la ribera cercana. Si en este planeta hay algunos representantes del mundo animal, han de haberse grabado en nuestras películas. El río tenía unos cuatro kilómetros de ancho y en su superficie, lisa como un espejo, flotaban árboles que seguramente habían sido arrancados de cuajo por la tempestad. Al principio, pensé que quizá eran animales que nadaban, pero luego me convencí de que estaba equivocado. En las aguas del río se reflejaba nítidamente nuestra nave alada con su cola de llamas rojas en la popa. A veces observamos angostos afluentes que surgían de la selva. En ninguna parte vimos señales de vida animal. — Es evidente que en Venus hay solamente vida vegetal — dijo Paichadze. — ¿Pero puede ser que allá, en las selvas, haya algo? Paichadze hizo un gesto negativo. — Esta cuestión será dilucidada por la próxima expedición que se organice para investigar a Venus. Por el momento podemos afirmar que aún no hay vida animal en este planeta. — Por más lamentable que sea, parece que es así — replicó Belopolski. ¿Qué podía objetar yo a los dos sabios, cuya autoridad era, para mí, incuestionable? El río iba tornándose cada vez más angosto y pronto vimos que nos acercábamos a una alta cordillera, cuyas cimas se perdían en las nubes. Mediante el radioproyector pudimos determinar que la altura llegaba a unos siete kilómetros, pero no pudimos ver sus cumbres porque nuestra nave las sobrevoló a diez kilómetros. El vuelo transcordillerano nos proporcionó un espectáculo magnífico: el manto blanco de nubes desapareció repentinamente y nos encontramos entre dos cumbres de masas nebulosas, con un cielo azul oscuro encima de la nave y un sol radiante y enceguecedor, muchísimo más grande del que vemos desde Tierra. Las nubes en derredor y debajo nuestro eran de una enceguecedora blancura brillante. Simultáneamente y en coro, a todos se nos escapó una exclamación admirativa. Pero ese cuadro de indescriptible belleza desapareció con la misma rapidez con que había surgido, y la nave volvió a sumergirse entre las nubes, que nuevamente burbujearon en los cristales de nuestras ventanas. Iniciamos el descenso, la cordillera quedó atrás y otra vez teníamos al océano debajo de la nave. Habíamos volado alrededor de ocho mil kilómetros cuando notamos que el ambiente tornábase cada vez más oscuro. Evidentemente, concluía la faz diurna de Venus y volábamos hacia la nocturna. Kamov se dirigió a los astrónomos. — ¿Cómo anda vuestro programa? — preguntó. — Está cumplido. — ¿Las pruebas de aire? — Se han tomado cuatro. Llevábamos aire de Venus. Habíamos montado recipientes de platino herméticamente cerrados en las paredes de la nave. En la Tierra se había creado previamente en ellos un vacío absoluto. Eléctricamente podía abrirse y cerrarse un pequeño orificio por el cual se hizo entrar el aire de Venus, para poder analizarlo luego en la Tierra. — ¿Y usted, Melnicov? — Se hicieron unas trescientas tomas, aparte de las películas cinematográficas. Durante unos instantes, Kamov guardó silencio; luego, con cierta vibración emocionada en la voz, dijo: — ¡La nave abandona Venus! ¡Qué pronto habían transcurrido esas horas inolvidables! Eché una última mirada al planeta que abandonábamos. Esa hermosa «Hermana de la Tierra» tiene un clima riguroso. Sus temporales son terribles. ¡Pero vida hay! ¡La vida apareció…! Pasarán milenios, y la todopoderosa fuerza de esa vida llenará sus selvas, sus aguas y su aire con seres aún desconocidos. A través de largas centurias, el lento camino de la evolución permitirá el nacimiento de la fuerza de la razón. ¿En qué forma ha de manifestarse? Y entonces, bajo los ardientes rayos de su sol, empezará su historia. Confío en que sea menos dolorosa y menos sangrienta que la de su distante hermana Tierra. Si llegara a aparecer una criatura parecida al hombre, le deseo de todo corazón que viva feliz en su hermosa patria… ¡El hombre de la Tierra acaba de visitarla y ha de hacerlo nuevamente en el porvenir, y enseñará a los hijos de Venus cómo lograr la felicidad! ¡Adiós, Venus! Kamov detuvo la marcha del motor en funcionamiento y movió las palancas de otros. El potente rumor se oyó como un rugido. Con sus alas replegadas, la nave cósmica se lanzó a nuevas alturas. |
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