"220 dias en una nave sideral" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)EL ENCUENTRODurante casi dos meses no he escrito nada en mi diario. Es que nada ha ocurrido fuera de lo común y la vida a bordo seguía su curso normal. Estuvimos mucho tiempo impresionados por lo que vimos en Venus. Su potencial de fuerzas latentes, la primitiva ira de sus elementos, la majestuosa calma de su naturaleza, nos inspiraron confianza en el hermoso porvenir de ese planeta, de manera que estuvimos recordándolo con entusiasmo durante largas horas, reconstruyendo nuestras observaciones, y fantaseando a veces. En cuanto a mí, arde en mi mente el deseo de volver a visitar la «Hermana de la Tierra», que divisamos por los cristales de las ventanas como un inolvidable ensueño. Al alejarnos de allí, sentimos la tristeza de la separación con algo que llegó a ser querido, y no podíamos apartarnos de las ventanas, mirando la blanca hermosura sobre un fondo negro donde centelleaban innumerables puntos luminosos. Pero ya no existía el misterio; ya sabíamos qué era lo que se ocultaba tras el manto nebuloso y pronto lo sabría la humanidad entera, la Tierra. En el momento de nuestra partida de Venus, su distancia de Marte era de trescientos setenta millones de kilómetros en línea recta. Pero Marte se mueve por su órbita a nuestro encuentro y sólo tenemos que vencer doscientos cincuenta millones de kilómetros para encontrarlo, necesitándose para ello dos mil quinientas horas o sea ciento cuatro días, de los cuales ya transcurrieron cincuenta y cuatro. Como ya dije, no hubo ningún acontecimiento extraordinario, pero el día de ayer, siete de noviembre, jamás lo olvidaremos. En ese día que acostumbramos celebrar como la más gloriosa fiesta, sucedió algo que, según Paichadze, podía ocurrir una vez en un milenio… El día empezó de manera insólita: por primera vez en nuestra travesía, Belopolski y Paichadze descansaban simultáneamente. Los instrumentos y aparatos astronómicos parecían abandonados y huérfanos y el observatorio tenía un aspecto desacostumbrado y vacío. Yo estaba de turno en el tablero de mando, completamente solo, mientras Kamov se encontraba en su camarote, ocupado en sus cálculos engorrosos. Un profundo silencio reinaba en la nave, donde se oía únicamente el regular tic-tac del reloj encastrado en el tablero de mando. Como los demás relojes, mostraba la hora de Moscú. Eran las 5. Me sentí triste. Me acordé de mis amigos que se encontraban tan lejos de mí, recordé con cuánta premura me levantaba siempre en este día, para no llegar tarde al desfile. Era la primera vez en mi vida que pasaba el día de la gran fiesta no sólo lejos de Moscú, sino lejos de la Tierra, a millones de kilómetros de ella. Sin embargo, con todo, me encuentro en mi Patria. Esta nave, construida por manos de hombres rusos, lanzada por los aires con rapidez vertiginosa, es una partícula inseparable de la Unión Soviética. ¡Dondequiera que se encuentre, respiramos el aire de nuestra Patria! Mis pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de Kamov y Belopolski. Cambiadas las felicitaciones, Kamov me pidió que despertara a Paichadze. Al trasponer la puerta oí como Kamov decía: — Verifiquemos otra vez. — Todo está en regla, Serguei Alexandrovich. A las siete y dos en punto — contestó Belopolski. Paichadze estaba durmiendo en su hamaca y me daba pena despertarlo. Pero el pedido del comandante es una orden. Toqué levemente el hombro de Paichadze y enseguida abrió los ojos. — Perdone — le dije— pero Serguei Alexandrovich lo llama al observatorio. — ¿Qué ha ocurrido? — preguntó, alarmado. — Nada, que yo sepa. — ¿Dónde está Belopolski? — En el observatorio. La alarma de Paichadze era comprensible. Jamás había ocurrido a bordo que el sueño de alguien fuera interrumpido. Ni mi compañero ni yo sospechábamos siquiera la sorpresa que nos habían preparado nuestros amigos. — ¡Felicitaciones por el fausto día! — le dije. Cuando penetramos, uno detrás del otro, por la puerta redonda del observatorio, Kamov y Belopolski estaban juntos en el tablero de mando. Ante ellos había unos envases suspendidos en el aire, evidentemente para el desayuno, que por lo general tomábamos a las nueve. No se leía ninguna preocupación en sus rostros y nos recibieron con felicitaciones. — ¿Qué ocurre, Serguei Alexandrovich? — preguntó Paichadze. — Una fiesta — contestó Kamov —. ¡Propongo hacer un brindis con cognac en honor del aniversario de la Revolución de Octubre! Me sorprendieron las palabras, así como el tono en que fueron pronunciadas. No era propio de Kamov eso de despertar a un hombre con dos horas de anticipación para un brindis que se podía realizar un poco más tarde… ¿Qué pasaba, en realidad? Paichadze se sorprendía también, no menos que yo. — Entonces, ¿no hay nada de terrible? Me asusté cuando Melnikov me despertó. — Faltan tres minutos — dijo Kamov por toda respuesta —. ¡Pronto! — se dirigió a Belopolski que estaba abriendo la botella de cognac. Otra vez algo incomprensible. Me acordé de las palabras: «Justo a las siete y dos» e involuntariamente eché una mirada al reloj, que mostraba las siete menos un minuto. ¿Qué es lo que iba a ocurrir? Belopolski le tendió la botella. — ¡Amigos míos! — exclamó Kamov —. Disculpen que tengamos que tomar todos de la misma botella y por turno. Como saben, casi no hay vinos a bordo, sólo para casos extraordinarios. Beberemos dos o tres tragos cada uno en el insigne momento… ¡de cruzar la órbita de Tierra! Paichadze y yo lanzamos una involuntaria exclamación admirativa. — Este momento, de por sí notable, ha coincidido con nuestra fiesta máxima, y es por eso que nos reunimos a una hora insólita. ¡Bebamos, amigos, por el éxito de la primera travesía cósmica de envergadura! La astronave soviética, silenciosa y veloz, devora el espacio a razón de veintiocho kilómetros y medio por segundo. La intangible e invisible «ruta terrestre» fue cruzada como un relámpago, pero el ojo avezado de nuestro comandante la divisó y el corazón del ciudadano soviético le sugirió la idea de festejar la fecha patria precisamente en ese punto. Fue una sorpresa grande y jubilosa y expresamos efusivamente nuestro agradecimiento a Kamov. — Agradezcan también a Belopolski, puesto que me ayudó a determinar el momento con precisión, ocultándolo de ustedes para que la sorpresa fuera más grata. — Ahora entiendo — dijo Paichadze —, por qué se me contestó con tanta vaguedad cuando pregunté en qué momento llegaríamos a la órbita de la Tierra. Lo interpreté, entonces, como una demostración de indiferencia. Kamov se puso a reír. — Yo sabía, aún en la Tierra, que cruzaríamos su órbita el 7 de noviembre y quería ocultarlo a ustedes hasta el último momento, pero Belopolski hizo el cálculo por su cuenta y me obsequió el resultado; así que decidimos prepararles juntos una sorpresa con esa coincidencia. — ¡Qué extraña sensación esta de seguir sintiéndonos en la Tierra, aún encontrándonos tan lejos de ella! — interpuse yo. — No comparto esa sensación — dijo Kamov. — Yo tampoco la entiendo — dije —, sin embargo, sigo con ella. — Para mí — dijo Belopolski— es completamente normal. La gente siempre ha vivido en la Tierra, consciente de su constante presencia y ello está tan hondamente arraigado en cada uno, que es difícil convencerse, en un plazo tan corto, de que no está aquí, a nuestros pies. No es una idea, sino una sensación. — En todo caso yo no la tengo — dijo Kamov. — Ni yo tampoco — añadió Paichadze. — Es porque no es la primera vez que ustedes abandonan la Tierra, pero me parece que han de haberla experimentado en su viaje a la Luna. Kamov hizo un ademán negativo. — Yo no me acuerdo haberlo sentido así, aunque durante ese vuelo no tuvimos tiempo para analizar nuestras sensaciones. Fue de muy corta duración. — A propósito — dije —, ustedes nunca nos hablaron de aquel viaje a la Luna. — Tanto yo como Paichadze hemos hecho descripciones en la prensa. Yo pensaba que usted había leído todo eso, ¿no? — Claro que sí — dije —, pero quizá haya algo que ustedes no contaron antes. — Lo hemos contado todo — dijo Paichadze. Kamov lo miró con una sonrisa. — Bueno, francamente, hay un episodio que hemos omitido. — Cuéntelo, por favor — insistí. — No vale la pena — cortó Paichadze— no es interesante. — Pues permítasenos juzgar si lo es o no. — Se los contaré con gusto. Paichadze es demasiado modesto. Cuando bajamos en la Luna, teníamos que salir de la nave para recoger muestras de rocas lunares. Como era peligroso hacerlo simultáneamente, teníamos que turnarnos. — ¿Por qué? — Porque en la Luna no hay atmósfera. — Aún así, no entiendo. ¿No llevaban ustedes algo así como escafandras? — No es por eso, el peligro está en otra cosa. Usted sabe que la Tierra encuentra, en su rotación, una multitud de moléculas que muy rara vez llegan a su superficie, porque se abrasan a gran altura, debido a la fricción del aire. A menudo solemos observar el fenómeno y lo llamamos erróneamente «estrellas fugaces». Es la atmósfera terrestre la que nos protege del constante bombardeo. La Luna no posee tal protección, y miles de piedras de los más diversos tamaños caen constantemente sobre su superficie con una enorme velocidad, mayor que el vuelo de una bala, lo que hace los paseos por la Luna bastante peligrosos, pues cada piedra es mortífera. — Pero ustedes, ¿salían igual? — Salíamos corriendo. No podíamos regresar a la Tierra con las manos vacías. El hecho es que durante una de esas corridas, un pedazo de meteorito me golpeó en la cabeza, atravesando el casco de acero que llevaba puesto y clavándoseme en el cráneo. Caí, perdiendo el conocimiento. Aunque el orificio del proyectil era pequeño, empezó a. escaparse el aire y estaría muerto si no fuera por Paichadze. Hasta ahora no puedo comprender cómo logró estar a mi lado con semejante prontitud. Me desperté en la nave. — Usted se cayó a unos cuarenta metros de la nave — dijo Paichadze —. En la Luna la gravedad es seis veces menor que en la Tierra. Estuve a su lado en cinco saltos y pude cerrar el orificio enseguida, pues se veía claramente. — ¡Pero podía perecer conmigo! — ¡Qué extraño raciocinio! ¿Cómo habría podido no intentar salvarlo? Habría sido un asesino. — Además — dijo Kamov— después que me llevó a bordo, no recobré el conocimiento durante largo rato y él salió para seguir completando el muestrario; de manera que arriesgó su vida varias veces. — Bueno, ¿y acaso usted no hubiera hecho lo mismo? — Admitamos que sí — dijo Kamov —, pero con todo, su conducta salía de lo común. Esta vez ni siquiera Belopolski pudo reprimir una sonrisa. — Jamás he leído que usted recibiera una herida — dije. — Es que teníamos que proceder con prudencia, pues temíamos que si se llegara a saber, no nos permitieran la tercera travesía interplanetaria. — No creo — dijo Belopolski —. Pueden ocurrir muchas cosas, pero eso no es motivo para abandonar las investigaciones del universo. — Paichadze me pidió que no relatara el hecho a la prensa. — Pero en todo caso es una hazaña heroica — exclamé. — ¡No faltaba más! no diga tonterías — protestó Paichadze. Pasamos largo rato charlando, aquella mañana, recordando acontecimientos o exponiendo opiniones sobre el porvenir de la astronáutica y de nuestro vuelo. Las observaciones astronómicas, generalmente tan escrupulosamente llevadas a cabo sin interrupción, parecían relegadas a segundo plano, esa mañana. Transcurrieron unas tres horas y todo volvió a la normalidad. Belopolski y Paichadze retornaron a sus tareas y Kamov asumió la dirección. La fiesta había terminado. Pero el destino quiso que ese día memorable quedara marcado por un acontecimiento más, pues ocurrió algo que habría podido liquidar toda nuestra empresa, pero que llenó de júbilo a nuestros sabios. — Se realizó el ensueño de todos los astrónomos de nuestra Tierra! — exclamó Paichadze, cuando todo hubo terminado —. ¡No nos habríamos atrevido ni siquiera a tener la esperanza de semejante suerte! ¡Soy el más feliz de los astrónomos! — ¡Yo también! — hizo eco Belopolski, con una amplia sonrisa en su rostro generalmente hosco, y con una voz llena de rara dulzura —. Ahora ya no tengo nada más que desear. Excepto Marte, naturalmente — añadió. Para mí, el acontecimiento revistió un interés especial. Mi colección de fotografías se enriqueció con unos ejemplares únicos en el mundo. Gracias a que mis aparatos estaban siempre listos para toda eventualidad, pude fotografiar ese acontecimiento casi fantástico del principio al fin. — Si usted no hubiera estado listo, quizás no habríamos logrado sacar ni una foto — me dijo Kamov —, y eso habría resultado lamentable para la ciencia. ¿Recuerda sus dudas de si su trabajo justificaría su participación en nuestro vuelo? Su presencia está ampliamente justificada nada más que por el día de hoy. El encuentro casi fatal se produjo a las veintiuna y quince. Iba a retirarme a mi camarote a descansar, cuando de repente empezó a funcionar el radioproyector. Su redoble repercutía en la nave y el corazón se llenaba de angustia al intuir la amenaza de un peligro desconocido. La señal de alarma no había sonado nunca, desde nuestra partida de la Tierra. Kamov se precipitó hacia el tablero de mando, pero yo no lo seguí sino que me quedé clavado en el lugar donde estaba al comenzar la alarma. Paichadze se quedó como petrificado al lado de la ventana, mirando al comandante. Yo permanecí tenso, a la espera de una orden. La nave tuvo un estremecimiento, un sacudón que me proyectó fuertemente contra la pared. Un ruido espantoso abrumaba los oídos. Por un instante pensé en una catástrofe, pero enseguida me di cuenta de que Kamov había puesto en marcha uno de los motores y, sin los cascos, oíamos por primera vez el bramido en toda su intensidad. Por suerte el estrepitoso rugido no duró más de cinco minutos y de nuevo se restableció la calma y me sentí más libre del peso repentino. Estaba mareado, con zumbidos en los oídos, pero al ver ante el tablero de mando el rostro concentrado y serio, pero sereno, de Kamov, me di cuenta de que el peligro desconocido había pasado. — ¡A las ventanas del lado izquierdo! — gritó —. ¡Melnicov, a los aparatos! — y se pegó al periscopio. Me precipité al aparato cinematográfico montado en la pared izquierda de la nave y sin entender nada todavía pero rápido como un rayo abrí el objetivo y enchufé la cinta. Luego, con rapidez febril, tomé la cámara portátil y abrí mi ventana. Primero no vi nada más que lo habitual, un abismo oscuro sembrado de innumerables puntos luminosos. Todo parecía estar como siempre. Pero allá nomás, frente a nosotros, por la borda de la nave, empezó a divisarse la línea iluminada de algo inmenso que crecía y aumentaba a la vista y se precipitaba a velocidad tremenda directamente sobre la nave. Veía fantásticas montañas y rocas, promontorios agudos, hendiduras profundas y negras, una montaña colosal iluminada por el sol que iba a aplastar la nave intrépida que se adelantaba a su encuentro. Durante un instante, la masa informe tapó las ventanas, obstruyendo todo el espacio visible. Estaba tan cerca que parecía alcanzable si se pasara la mano por la ventana para tocar su superficie gris claro, en la que, saltando por las rocas y cayendo en los profundos abismos se reflejaba con la rapidez del rayo, la sombra de nuestra nave. Luego vimos un borde desigual y toda la masa pareció hundirse y derretirse en el espacio, desapareciendo con rapidez inimaginable. Otra vez volvió a centellear la profundidad estrellada del universo. Otra vez el vacío inconmensurable volvió a rodear la nave, como si jamás hubiese existido el monstruoso fragmento vertiginosamente lanzado en nuestra ruta y que casi interrumpiera nuestro viaje. Todo esto ocurrió en no más de veinte segundos. Estupefacto y aturdido dejé de dar vuelta a la manivela y detuve el aparato, pues no había nada más que fotografiar. Kamov dio un profundo suspiro. Su rostro estaba muy pálido. Sacó un pañuelo y con ademán cansado se lo pasó por la frente. — ¿Qué fue esto? — pregunté en voz baja a Paichadze. — Un asteroide — me contestó —, uno de los planetas enanos, desconocidos para los astrónomos terrestres. — Nosotros fuimos los primeros en verlo y… de tan cerca — dijo Belopolski. — Semejante probabilidad tenía una sola posibilidad entre millones — dijo Kamov —, pero jamás podré perdonarme mi propia presunción al declarar que era imposible. — ¿Por qué dice eso? — intervino Paichadze —. Es después de la órbita de Marte que habría que prever un encuentro con un asteroide. Cerca de la órbita de la Tierra son muy raros, y lo que ocurrió recién es un caso excepcional y muy poco frecuente. — Pero este caso poco frecuente podía costarles la vida — dijo Kamov. — A usted también — interpuso Belopolski —. La técnica moderna no es capaz, todavía, de prevenir semejantes accidentes, y nadie podría ser culpado si ocurriera. Kamov guardó silencio unos segundos, antes de replicar: — Usted tiene razón, claro. Pero me estoy culpando de haber mencionado la imposibilidad de semejante encuentro. Es una lección provechosa, no solamente para nosotros, sino también para todos los astronautas del porvenir. ¿Quién está de turno en el tablero? — Yo — dijo Belopolski. — Bueno, entonces siga — dijo Kamov saliendo del observatorio. — ¿Usted quería descansar? — me preguntó Paichadze cuando la puerta se cerró detrás de Kamov —. Vamos juntos. Por hoy basta. No ha de pasar nada más. Entramos en nuestra cabina y nos instalamos confortablemente en nuestras redes, a ambos lados de la ventana redonda. — Estoy pensando en lo que dijo Belopolski — musité —. ¿Se acuerda usted cuando dijo que la técnica moderna no estaba aún capacitada para prevenir un encuentro como el que nos amenazó hoy? ¿Acaso no se podría conectar el radar o radioproyector con un aparato que desviara automáticamente a la nave, en caso de aparecer un obstáculo? ¿Algo como un robot o un piloto automático? — No existe aún semejante aparato. Lo que es aplicable a un aeroplano no lo es para una nave interplanetaria. No olvide que volamos por inercia, sin que trabajen los motores. Para modificar la dirección del vuelo hay que ponerlos en marcha. Ningún aparato automático es capaz de hacer el cálculo anticipado de si ha de producirse un choque de la nave con el obstáculo potencial o no, y a qué lado hay que dirigirse para esquivar el golpe. Todavía no hay — añadió —, pero en el porvenir habrá. — En eso no he pensado. Por lo tanto, cabe felicitarse de que la suerte nos haya favorecido. «La Suerte»… — repitió Paichadze —. Nuestro comandante tiene la mirada sagaz y la mano firme. En el momento del encuentro, solo vi el obstáculo frente a nosotros, y cuando apareció el asteroide lo noté después de la señal de alarma. Se encontraba más a la derecha y más arriba de nuestra trayectoria. El choque parecía inminente. Cualquiera, en lugar de Kamov, habría desviado a un costado, pero Serguei frenó la nave y dejó pasar el planeta casi rozando nuestras narices. Hay que poseer un ojo avizor y una sangre fría excepcionales para maniobrar así. Tenga en cuenta que no tenía ni un segundo para sopesar pros y contras. Paichadze hablaba con aparente calma, pero observé que había llamado a Kamov por su nombre, Serguei, lo que solía ocurrir sólo en los momentos de gran emoción. — ¿A qué distancia del planeta estábamos? — A no más de seiscientos metros. Sólo en ese momento pude concebir hasta que grado habíamos estado en peligro, pues a tan corta distancia, podíamos haber sido succionados por el planeta. — Ese ínfimo miembro del sistema solar no habría podido atraernos, gracias a la vertiginosa velocidad de nuestra nave, que no se desvió ni un milímetro de su trayectoria. Ni siquiera un cuerpo de las dimensiones de la Luna podría influenciar a una astronave que vuela a razón de 28 kilómetros por segundo. Tanto menos ese enanito… — ¡Qué enanito, de verdad! — dije, pensando en el coloso ese. Paichadze se puso a reír y dijo que en astronomía la Tierra es uno de los planetas chicos, así que un asteroide de unos treinta kilómetros de diámetro no era más que una partícula de polvo. — Pero por más ínfimo que sea — agregó —, me sorprende que no se lo conozca todavía, pues su órbita se encuentra cerca de la Tierra. — No hay nombre escrito encima — dije— pero es posible que lo conozcan en la Tierra. Me di cuenta del papelón cuando vi la frente ceñuda de Paichadze. Pero ya era demasiado tarde. La frase ya había sido dicha. — Perdone usted — le dije— no fue muy acertada mi broma. — El cinturón de asteroides — continuó diciendo Paichadze, como si no me hubiera oído— está ubicado entre las órbitas de Marte y de Júpiter. Hay una presunción de que allá existía un planeta de grandes dimensiones que, por razones desconocidas, estalló en fragmentos; así es que los pequeños no son más que fragmentos del grande. Hoy vimos a uno de esos planetas y pudimos cerciorarnos de que es un fragmento y no un cuerpo que se haya formado independientemente, ya que en tal caso habría adquirido una forma esférica. Se confirma la teoría de la formación de asteroides como fragmentos de un planeta grande. Es un importante resultado del encuentro de hoy. Como dije, el cinturón de asteroides se encuentra entre las órbitas de Marte y Júpiter, pero los hay que salen de estos márgenes. En los momentos actuales se conocen las órbitas de tres mil quinientos veinte asteroides o pequeños planetas. Al prepararse la expedición se tuvo en cuenta la posibilidad de un encuentro. Se hicieron cálculos sobre la ubicación de cada asteroide conocido — recalcó la palabra— cuya órbita podía ser atravesada por nuestra trayectoria. No debíamos encontrarnos con ninguno. Resulta, entonces, que el fragmento que vimos es un pequeño planeta desconocido en la Tierra. Me miró de soslayo y mostró su habitual sonrisa afectuosa. — La Astronomía es una ciencia de precisión — dijo —. Buenas noches, Boris. |
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