"El puente" - читать интересную книгу автора (Banks Iain)Uno Hay sonidos que resuenan más que otros. En ocasiones, escucho el último de todos, que nunca regresa porque no rebota contra nada; es el sonido final, el que viene retumbando a través de los tubos que forman los huesos sin tuétano del puente, como un huracán, como un pedo celestial, como todos los gritos de dolor del mundo reunidos y lanzados al unísono. Entonces lo oigo; un ruido que revienta los tímpanos, que parte los cráneos, que resquebraja paredes y rompe almas. Esos tubos de órgano son oscuros túneles de acero hacia el cielo, inmensos y fuertes; ¿qué otro tipo de sonido podrían emitir? Un sonido idóneo para el fin del mundo, para el término de la vida, para el final de todo. ¿El descanso? Solo imágenes nebulosas. Patrones de sombra. Una pantalla oscura. Deja todo lo frágil y superficial en la entrada si quieres ver el auténtico significado de todo. Aquí. Observa los colores bellos como si todo lo estático se moviese de nuevo; se cuece, se quema, hierve, se descompone y se descascarilla como unos labios cortados, una imagen apartada por la fuerza de la presión de una luz blanca y pura (¿ves lo que hago por ti, muchacho?). No. Yo no soy él. Solo lo miro. Es solo un hombre que conocí, alguien a quien conocía hace tiempo. Creo que lo volví a ver después. Eso, fue después. Cada cosa, a su tiempo. Ahora estoy dormido, pero… bueno, ahora estoy dormido. Suficiente. No, no sé dónde estoy. No, no sé quién soy. Sí, por supuesto, sé que esto es un sueño. ¿Acaso no todo es un sueño? El viento de primera hora de la mañana se lleva la niebla de un bandazo. Me visto, aturdido, e intento recordar mis sueños. Ni siquiera estoy seguro de haber soñado algo esta noche. En el cielo, sobre el agua, empiezan a revelarse unas grandes formas grises a medida que la niebla se va disipando; un aluvión de inmensos globos dirigibles, como colosales bombas neumáticas, se elevan por todo el largo del puente. Debe de haber cientos de ellos, unos flotando en el aire a la altura de los picos, o tal vez más arriba, y otros anclados a las pequeñas islas, a los pesqueros de arrastre y a las otras embarcaciones. El último ápice de niebla se eleva y se disipa. Parece que hará buen día. Los dirigibles giran juntos en el cielo, evocando la imagen de una manada de ballenas grises moviendo sus morros bulbosos hacia la corriente suave de la atmósfera. Aprieto la cara contra el frío cristal de la ventana, para distinguir el ángulo más agudo posible de la brumosa longitud del puente. Los globos están por todas partes, invadiendo el cielo, unos a pocos metros del puente y otros a cientos de metros hacia arriba. Deduzco que su función es evitar el paso de más formaciones aéreas no autorizadas, aunque me parece una medida algo exagerada. Oigo el buzón de la puerta, una carta se desliza y cae sobre la alfombra. Es una nota de Abberlaine Arrol; tiene que ir a hacer unos dibujos a una estación de maniobras a pocas secciones de distancia, y se pregunta si me gustaría acompañarla. Sí, parece que hoy será un buen día. No olvido llevarme la carta que le escribí anoche al doctor Joyce. Después de haberme deshecho del sombrero, decidí solicitar al doctor que retrasásemos nuestras sesiones de hipnosis. En mi misiva, le pido educadamente cierta dosis de indulgencia y le aseguro que me siento más que ansioso por reunirnos y comentar mis sueños; le cuento que últimamente han sido más profundos y, en consecuencia, resultarán mucho más útiles para el tipo de análisis que tenía intención de realizar inicialmente. Guardo en mi bolsillo las dos cartas, la de la señorita Arrol y la mía, y me detengo a observar los globos durante un rato más. Se mecen lentamente en la luz de la mañana, como enormes boyas de amarre flotando sobre una superficie invisible encima del puente. Alguien llama a la puerta. Con un poco de suerte, será algún técnico que viene a reparar la televisión o el teléfono, o incluso ambos. Doy una vuelta a la llave e intento abrir la puerta, pero no puedo. Vuelven a llamar. – ¿Sí? -respondo, tirando del picaporte. – Vengo a echar un vistazo al televisor del señor Orr. ¿Es aquí? Me peleo con la puerta. El picaporte gira, pero no sucede nada. – ¿Hola? ¿Vive aquí el señor J. Orr? – Sí, sí. Aquí es. Espere un momento, no consigo abrir la maldita puerta. – De acuerdo, no se preocupe, señor Orr. Tiro con fuerza del picaporte, girándolo y moviéndolo. Nunca antes se había atascado ni había tenido un problema. A lo mejor todo lo que hay en este apartamento está diseñado para funcionar durante unos seis meses. Empiezo a cabrearme. – ¿Está seguro de que ha dado todas las vueltas a la llave, señor Orr? – Sí -contesto, intentando mantener la calma. – ¿Y está seguro de que es la llave correcta? – ¡Completamente! -grito. – Preguntaba por si acaso. -El hombre parece divertirse con la situación-. ¿Tiene alguna otra puerta, señor Orr? – No. Solo tengo esta. – Hagamos lo siguiente: tíreme la llave por la ranura del buzón de la puerta, intentaré abrir desde este lado. Lo intenta, pero no funciona. Me acerco un momento a la ventana, respirando hondo, y observo de nuevo la masa de globos dirigibles del exterior. Entonces, oigo más voces al otro lado de la puerta. – Soy el técnico del teléfono, señor Orr. ¿Tiene un problema con su puerta? – No puede abrirla -le responde la primera voz. – ¿Ha girado bien la llave? -pregunta el hombre del teléfono. Suena un repiqueteo en la puerta. No respondo. – ¿Tiene alguna otra puerta por donde podamos entrar, señor Orr? -grita. – Ya se lo he preguntado -le contesta el primer hombre. Vuelven a llamar a la puerta. – ¿Qué quieren? -pregunto. – ¿Tiene teléfono, señor Orr? -pregunta el técnico del televisor. – ¡Pues claro que tiene! -exclama indignado el del teléfono. – ¿Puede llamar a Edificios y Pasillos, señor Orr? Ellos sabrán qu… – ¿Cómo quiere que llame? -Se distingue perfectamente la indignación en la voz del técnico del teléfono-. Si estoy yo aquí será porque no funciona el teléfono, ¿no? Me retiro al despacho justo antes de que me sugiera que mire un rato la televisión para matar el tiempo. Pasa una hora. Un conserje retira el marco de la puerta. Al final, esta hace un clic y se abre sin más, descubriendo al hombre allí, de pie, con una expresión entre la incredulidad y la suspicacia, rodeado de madera rota y yeso. Los dos técnicos ya se han marchado a realizar otras reparaciones. Salgo del apartamento pisando tablillas de madera perforadas por clavos torcidos. – Gracias -le digo al conserje. Se está rascando la cabeza con un martillo. Echo la carta para el doctor Joyce al buzón de correos y después compro algo de fruta para desayunar. El incidente de la puerta me ha dejado el tiempo justo para reunirme puntualmente con la señorita Arrol. Tomo un tranvía lleno de gente. Todos hablan sobre los dirigibles y la mayoría no sabe para qué sirven. Cuando el vehículo abandona la sección donde nos encontramos y se introduce en un tramo despejado, todos los pasajeros nos volvemos para mirar los globos. Es increíble. Todos se encuentran a un solo lado del puente. Contra la corriente marina, nadie ha visto jamás tantos dirigibles juntos. Al otro lado, ni uno solo. Todos los pasajeros del tranvía señalan y admiran la masa de globos. Parece que soy el único que permanece atónito, sin poder apartar la vista del otro lado, donde los cielos que cubren las vigas del puente están completamente limpios y despejados. No hay ni un solo globo en ellos. – Buenos días. – Sí, lo cierto es que lo son. Buenos días. ¿Cómo está su cabeza? – Bien, gracias. ¿Qué tal su nariz? – Igual de horrible que siempre, pero ya no sangra. Ah, sí, su pañuelo. -Abberlaine Arrol busca en su bolsillo y extrae el pañuelo limpio, fresco y planchado. La señorita Arrol acaba de llegar en un tren de trabajadores. Nos encontramos en una estación de maniobras, hasta ahora el lugar más grande que he visto en el puente. Algunas vías muertas se extienden más allá de la estructura principal, sobre amplias plataformas voladizas. Grandes máquinas, largos trenes de mercancías de toda clase, inmensas grúas y vehículos de mantenimiento de vías circulan por doquier, turnan sus movimientos entre la complejidad de líneas, puntos y vías muertas, como piezas colosales de un juego de construcción, lento y enorme. El vapor humea a través de la luz del día y las nubes de humo juegan con las farolas, aún encendidas en lo alto de las vigas. Los operarios con sus uniformes de trabajo corren de un lado al otro, gritan y agitan banderas de distintos colores, hacen sonar sus silbatos y hablan precipitadamente por sus teléfonos móviles. Abberlaine Arrol, ataviada con una larga falda gris y una chaqueta corta a juego, y el cabello recogido en una gorra de aspecto oficial, ha venido para dibujar esta escena caótica. Sus acuarelas y sus dibujos sobre temas ferroviarios ya adornan diversas salas de reuniones y vestíbulos de despachos; se la considera una artista realmente prometedora. Me acerca el pañuelo. Sus ojos expresan una especie de curiosidad. Echo un vistazo al pañuelo y lo guardo en mi bolsillo. La señorita Arrol sonríe, pero no a mí, sino a ella misma. Me da la impresión de que me he perdido algo. – Gracias -le digo. – Podría llevarme el caballete, señor Orr. Lo dejé por aquí la semana pasada. -Cruzamos varias vías hasta llegar a un pequeño cobertizo cercano al centro de la gran plataforma de raíles. A nuestro alrededor, varios vagones ensamblados y sueltos se desplazan lentamente hacia delante y hacia atrás. En otras zonas, trenes enteros se hunden en la plataforma de rodaje mediante inmensas poleas que los conducen a los talleres situados bajo las vías. – ¿Qué opina sobre los extraños globos, señor Orr? -me pregunta, mientras nos dirigimos a buscar el caballete. – Supongo que están ahí para impedir el paso de aviones, aunque solo están a un lado del puente. No sé, la verdad. – Parece que nadie lo sabe -apunta la señorita Arrol, pensativa-. Posiblemente se trate de otro follón administrativo – suspira-. Ni siquiera mi padre tiene noticias y, por regla general, suele estar bien informado. Una vez en el pequeño cobertizo, toma el caballete que transporto y lo saca acto seguido hasta el lugar que ha elegido para bosquejar su obra de arte. Se coloca con decisión sobre uno de los pesados montacargas, instala el caballete, abre su taburete plegable y extrae de su cartera unas botellas pequeñas de pintura y una selección de pinceles, carboncillos y lápices. Observa la escena con ojo crítico y elige un carboncillo largo. – ¿Alguna secuela de nuestro pequeño accidente del otro día, señor Orr? -inquiere mientras traza una línea sobre el papel. – Solo cierto nerviosismo condicionado a las bocinas de los talones de los taxistas, nada más. – Un síntoma temporal, estoy segura -afirma, mirándome con una sonrisa extrañamente encantadora, antes de volver a su obra-. Estábamos hablando de viajes antes de la precipitada interrupción, ¿no es así? – Sí. Iba a preguntarle cuál es la mayor distancia que ha recorrido desde esta zona. Abberlaine Arrol añade unos círculos pequeños y varios arcos a su cuadro. – Hasta la Universidad, supongo -responde, pintando rápidamente unas líneas de intersección sobre el papel-. Estaba a unas… ciento cincuenta… o doscientas secciones de aquí, en dirección hacia la Ciudad. – ¿Y pudo ver tierra firme desde allí? – ¡Tierra firme! -exclama mirándome fijamente-. Señor Orr, creo que apunta usted muy alto. No, no pude ver tierra de ningún tipo, exceptuando las islas de siempre. – ¿Cree entonces que no existe la Ciudad, ni tampoco el Reino? – Bueno, supongo que existen en algún lugar. -Traza más líneas en el cuadro. – ¿Nunca ha querido verlos? – Sí, hasta que dejé de querer trabajar como conductora de trenes. -Empieza a sombrear algunas zonas del bosquejo. Ya se puede apreciar una sucesión de «X» abombadas y también un indicio de cumbres envueltas en nubes. Dibuja rápidamente. En su nuca pálida y esbelta caen dos negros mechones de su cabello rizado en forma de espirales caprichosas que se asemejan a los trazos de una escritura ilegible-. ¿Sabe? Una vez conocí a un ingeniero, un alto cargo, que creía que en realidad no vivíamos en un puente, sino en una gran roca situada en el centro de un desierto infranqueable. – Mmm… -empiezo, sin saber cómo tomármelo-. Tal vez sea algo diferente para cada uno de nosotros. ¿Usted qué ve? – Lo mismo que usted -asegura, volviéndose un segundo hacia mí-. Un puente muy grande. ¿Qué piensa que estoy dibujando, si no? -Prosigue con su obra de arte. – Poco menos que unos trazos -le digo, sonriendo. Se echa a reír. – Y usted, señor Orr, ¿qué es lo que ve? – Mis propias conclusiones. -Con esta afirmación, me he ganado una de sus mejores sonrisas. Vuelve un momento al cuadro y mira distraídamente hacia arriba durante unos segundos. – ¿Sabe lo que más echo de menos de la universidad? – pregunta. – ¿El qué? – Poder ver con claridad las estrellas -afirma con cierta nostalgia-. Aquí hay demasiada luz como para verlas con nitidez, a menos que sea desde el mar. Pero la universidad estaba entre secciones agrícolas, y por la noche, estaba todo muy oscuro. – ¿Secciones agrícolas? – Ya sabe -responde Abberlaine Arrol, apartándose de su cuadro para examinarlo con perspectiva-. Lugares donde se cultivan alimentos. – Sí, sí. Ya sé. No se me había ocurrido que podían destinarse otras secciones del puente a la agricultura. No debe de resultar difícil, supongo. Imagino que utilizarán cortavientos o incluso espejos para cultivar en distintos niveles, y seguramente el agua será el mejor medio de crecimiento en perjuicio de la tierra; pero sí, supongo que es posible. Entonces, tal vez el puente sea plenamente autosuficiente en lo que a alimentación se refiere. Mi idea de una longitud limitada, inspirada por el transporte ferroviario de mercancías frescas, es ahora más que irrelevante. El puente puede medir lo que le dé la gana. Abberlaine Arrol enciende un cigarrillo y golpea repetidamente con una de sus botas la plataforma metálica. Se vuelve a mirarme, cruzando los brazos bajo el contorno de sus pechos; su falda, visiblemente cara, ondea al viento. Entre el olor del humo que espira se esconde una nota de perfume fresco. – Y bien, señor Orr, ¿qué le parece? Estudio con atención el cuadro terminado. En él se aprecia una visión subjetiva de la amplia superficie de la estación de maniobras. Las líneas y las vías parecen plantas trepadoras en suelo de una selva. Los trenes son grotescos y enrevesados, como gusanos gigantes o troncos de árboles caídos. Encima de estos, las vigas y los tubos se transforman en ramas que desaparecen entre el humo que se eleva desde el suelo de esta gigantesca jungla endiablada. Una locomotora se ha convertido en un monstruo erguido, un enorme lagarto que ruge con furia. La silueta de un hombre minúsculo huye del animal, con el rostro desencajado por el pánico. – Imaginativo -concluyo, tras meditarlo durante unos segundos. Ella suelta una risita. – No le gusta. – Puede que mis gustos sean demasiado literales. Pero la calidad del trazo es impresionante. – Eso ya lo sé -afirma la señorita Arrol. Su voz es aguda, pero su rostro denota cierta decepción. Ojalá me hubiera gustado más su cuadro. Qué capacidad expresiva tienen los ojos verdes de la señorita Abberlaine Arrol. Ahora me miran con un aire casi compasivo. Creo que esta joven mujer me gusta mucho. – Lo he hecho pensando en usted -admite mientras saca un trapo de su cartera y empieza a limpiarse las manos. – ¿De verdad? -me siento realmente halagado-. Es muy amable por su parte. Muchas gracias. Descuelga el cuadro del caballete y lo enrolla. – Tiene mi permiso para hacer lo que le venga en gana con él – me dice con cierta ironía-. Un avión de papel, si quiere. – Puede estar segura de que no lo haré -prometo mientras me lo alarga. Me siento como si acabasen de entregarme un diploma-. Lo enmarcaré y lo colgaré en mi apartamento. Ahora que sé que era para mí, me gusta mucho más. Los mutis de Abberlaine Arrol son de lo más divertido. En esta ocasión, la recoge una dresina de ingenieros, un pintoresco vagón con paneles y cristales repleto de instrumentos complicados aunque arcaicos, como unas balanzas de latón brillante. El vehículo chirría y traquetea hasta detenerse por completo, una puerta acordeón se abre y un joven guarda saluda a la señorita Arrol, que se dispone a tomar el vehículo para ir a comer con su padre. Me quedo con el caballete para volver a guardarlo en el pequeño cobertizo. De su cartera sobresalen varias láminas enrolladas, los dibujos que le habían encargado y que la habían mantenido ocupada (mientras hablaba conmigo) desde que terminó mi cuadro. Pone un pie sobre la plataforma de entrada a la dresina y me extiende la mano. – Gracias por su ayuda, señor Orr. – Gracias por su cuadro -respondo mientras le doy la mano. Entre el final de las botas y el dobladillo de la falda, puedo ver por primera vez sus piernas, envueltas en unas medias negras de rejilla fina. Me concentro en sus ojos. Su mirada parece alegre-. Espero volver a verla -le digo mientras miro las diminutas y preciosas arrugas que tiene bajo sus ojos verdes. Me temo que he caído en sus redes. Estrecha mi mano y siento una absurda euforia. – De acuerdo, señor Orr, si me armo de valor, podría dejar que me invite a cenar. – Sería… un placer. Espero que haga acopio de inagotables reservas de coraje en un futuro próximo. -Me inclino ligeramente y me deleito con una sutil panorámica de una de sus adorables piernas. – Adiós, entonces -se despide-, seguimos en contacto. – Hasta pronto. La puerta se cierra y la dresina empieza a alejarse entre silbidos y sonidos metálicos. El vapor que emana me envuelve como la niebla y me nubla la vista. Saco mi pañuelo del bolsillo. La señorita Arrol ha bordado una letra «O», de color azul cielo, en una de sus esquinas. Me ha cautivado. Y esos centímetros de deliciosas piernas envueltas en negro… Brooke y yo vamos a tomar un vino especiado en el salón con vistas al mar del Dissy Pitton's. Nos sentamos en sendas butacas colgantes y observamos una reducida flota pesquera que se dispone a salir al mar. Los barcos hacen sonar sus sirenas al pasar junto a sus semejantes, fondeados a modo de anclaje para los dirigibles. – No te culpo -dice Brooke con voz áspera-. Siempre pensé que no te serviría de gran cosa. -Le he contado mi decisión de no someterme a hipnosis con el doctor Joyce. Los dos estamos sentados mirando hacia el mar-. Malditos globos… Mi amigo estudia los ofensivos dirigibles. Brillan como la plata bajo los rayos del sol, y sus sombras motean las azules aguas del estuario, formando otra especie de patrón. – Pensaba que aprobarías… -empiezo, pero me detengo, frunzo el ceño y escucho con atención. – ¿Que aprobaría el qué? ¿Orr…? – Shhh -susurro. Presto atención al lejano sonido y abro una de las ventanas del salón. Brooke se pone en pie de golpe. El zumbido de las aeronaves que se acercan suena distinto ahora. – ¡No me digas que esos aviones piensan volver! -grita Brooke detrás de mí. – Parece ser que así es. Los aviones ya se vislumbran a lo lejos. En esta ocasión vuelan más bajo, el del centro está prácticamente al mismo nivel que el Dissy Pitton's. Viajan en dirección al Reino, en la misma formación vertical de la otra vez. De nuevo, cada uno de ellos emite ráfagas desiguales de humo y deja tras de sí una banda gigante de manchas oscuras suspendidas en el cielo. Los fuselajes no tienen ninguna inscripción o marca y los cristales de las cabinas reflejan la luz del sol. Los cables de los dirigibles suponen el más rudimentario de los obstáculos para el avance de los aviones, que vuelan a unos cuatrocientos metros del puente. A esa distancia, los cables son más gruesos, pero los monoplanos solo deben efectuar un leve giro para esquivarlos. Al final, los aviones prosiguen la marcha y desaparecen dejando sus estelas irregulares de humo. – ¡Malditos trastos! -grita Brooke, golpeándose la palma de la mano con el puño. Las líneas de manchas de humo se acercan lentamente al puente, ayudadas por la brisa. Tras un par de vigorizantes partidos en el club de frontón, llamo a la tienda de marcos. El cuadro de la señorita Arrol ya está listo, con un marco de madera y un cristal mate antirreflectante. Lo cuelgo en un lugar donde capte la luz de la mañana, encima de una estantería que hay a uno de los lados de la puerta recién reparada. El televisor se enciende mientras intento enderezar el cuadro en la pared. El hombre sigue allí tumbado, rodeado de sus máquinas. Su rostro es completamente inexpresivo. La luz ha cambiado algo; la habitación parece más oscura. Pronto tendrán que cambiarle el gotero. Observo su semblante débil y pálido, y me entran ganas de golpear el cristal de la pantalla para despertarlo… En lugar de eso, apago el televisor. ¿Tiene algún sentido comprobar si funciona el teléfono? Lo descuelgo y oigo los mismos tonos de antes. Iré a cenar al club de frontón. Según afirma la televisión del restaurante del club, todo apunta a que la presencia de los aviones es una travesura excéntrica y cata cometida por alguien de otra zona del puente. En vista de los hechos indignantes de esta mañana, será necesario reforzar las «defensas» formadas por los dirigibles (y nadie dice nada sobre por qué solo hay globos a un lado del puente). Sobre los responsables de estas maniobras aéreas no autorizadas pesa una orden de búsqueda. La Administración nos pide a todos nuestra colaboración. Busco al periodista con quien hablé la otra vez. – Me temo que no puedo añadir nada a lo que ya se ha dicho- admite. – ¿Y qué pasa con la Biblioteca de la Tercera Ciudad? – No encontré nada en los archivos. Aunque sí he visto algo sobre una especie de explosión o de incendio por estos niveles, pero de hace algún tiempo. ¿Está seguro de que solo fue hace dos días? – Completamente. – Bueno, tal vez estén intentando mantener la situación bajo control. -De pronto, chasquea los dedos-. Ah, sí, hay algo que no han mencionado en la televisión. – ¿El qué? – Han descubierto en qué lenguaje escriben los aviones. – ¿Sí? – Braille. – ¿Cómo? – Braille. La escritura de los invidentes. Sigue sin tener ningún sentido incluso cuando se descifra, pero está claro que es braille. Me vuelvo a sentar, completamente atónito por segunda vez en el día de hoy. |
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