"El puente" - читать интересную книгу автора (Banks Iain)Dos Me encuentro en un páramo, una llanura escarpada bajo un cielo gris y monótono. Es un lugar frío y las ráfagas de viento tiran con fuerza de mis escasas ropas y allanan las hierbas y los brezos marchitos de los tiempos cálidos. El páramo desciende, perdiéndose de vista en la distancia gris a medida que aumenta la inclinación de la pendiente. Lo único que rompe la regularidad aburrida de esta tierra perdida es una delgada corriente de agua, como un canal, con la superficie picada por culpa del viento gélido y fuerte. Un leve sonido de sirena viene de la cima. Una humareda gris, astillada por el viento, viaja por la línea del horizonte. Se vislumbra un tren en la lejana cumbre. A medida que va acercándose, la sirena aúlla de nuevo con un ruido áspero y furioso. La locomotora oscura y los escasos vagones, también oscuros, forman una línea recta que apunta directamente hacia mí. Miro al suelo. Estoy de pie entre los raíles de la vía. Las dos líneas finas de metal salen de mis pies en dirección al tren que se acerca. Doy un paso hacia un lado y vuelvo a mirar al suelo. Sigo encima de la vía. Doy otro paso. La vía me persigue. Fluye como el mercurio y se mueve conmigo. Sigo entre los raíles mientras el tren grita de nuevo. Doy un paso más hacia un lado; los raíles se mueven otra vez, como deslizándose sobre la superficie del páramo sin causa ni resistencia. El tren está cada vez más cerca. Empiezo a correr, pero la vía corre conmigo; un raíl delante, otro raíl en mi talón. Intento detenerme y caigo rodando, aún dentro de la vía. Me levanto y empiezo a correr en la dirección opuesta, contra el viento y con mi respiración ardiendo en el pecho. Las vías se deslizan, delante y detrás, delante y detrás. El tren, ahora muy cerca de mí, aúlla más fuerte, superando sin dificultad los giros y las curvas que ha originado mi intento precipitado de huida. Sigo corriendo, envuelto en sudor, en pánico y en incredulidad, pero las vías fluyen suavemente conmigo, en perfecta consonancia, delante y detrás, delante y detrás, con mi movimiento desesperado. El tren se acerca ineludiblemente, con la sirena gritando a pleno pulmón. El suelo se mueve. Los raíles chirrían. Yo grito. Entonces, veo el canal a mi lado. Justo antes de que el tren me arrolle, me lanzo al agua. Bajo la superficie del canal hay aire. Caigo lentamente, flotando en un entorno cálido mientras veo el agua por encima de mí, brillante como un espejo blando. Aterrizo con suavidad sobre el suelo musgoso del canal. Es tranquilo y muy cálido. Arriba, no se oye movimiento alguno. Las paredes son de piedra grisácea y están muy cercanas entre sí. Si estiro los brazos, alcanzo a tocar los dos lados del canal. Forman una curva muy suave que desaparece en ambas direcciones bajo la luz tenue que cae desde arriba. Apoyo una mano en una de ellas y, con el pie, noto algo duro bajo el musgo. Al apartarlo, queda al descubierto un trozo de metal brillante. Escarbo también en el lado opuesto; es una pieza metálica larga, como una tubería, que está adherida al suelo del canal. Transversalmente, tiene la forma de una letra «I» algo hinchada. Una inspección más exhaustiva me revela que recorre la longitud del canal en ambas direcciones. Prestando atención, se aprecia una pequeña elevación, apenas perceptible, bajo el musgo del suelo. Hacia el otro lado, se ve la misma línea elevada de musgo junto a la pared. Son dos raíles paralelos. Empiezo a saltar, apartando el musgo de la vía que acabo de destapar. Mientras lo hago, el aire cálido y espeso empieza a soplar más fuerte y, desde uno de los lados del túnel, se oye cómo se acerca el sonido de una sirena. Ligeramente resacoso, esperando unos arenques en el bar Inches, me pregunto si debería descolgar el cuadro de la señorita Arrol de la pared. Aquel sueño me perturbó, me desperté sudoroso y me quedé dando vueltas en la cama, empapado en sudor, hasta que no tuve más remedio que levantarme. Me di un baño caliente, me quedé dormido dentro del agua y me desperté, helado, aterrorizado, desafinado, como si me hubiera electrocutado, repentinamente seguro en mi confusión de estar atrapado en una especie de túnel estrecho: la bañera era un canal y el agua mi propio sudor. Leo el periódico matinal mientras tomo un café. Critican a la Administración por no haber previsto el paso de la formación aérea de ayer. Se están evaluando nuevas medidas preventivas con el objetivo de evitar más transgresiones contra el espacio aéreo del puente. Llegan los arenques. Las espinas retiradas han dejado una especie de patrón sobre su pálida carne. Recuerdo mis teorías sobre la topografía general del puente e intento olvidar mi resaca. Hay tres posibles opciones: 1. El puente es simplemente eso, un enlace que está entre dos masas de tierra muy alejadas entre sí y que goza de una existencia independiente de ellas, pero hay tráfico que lo cruza de una a la otra. 2. El puente es un muelle; hay tierra a un lado, pero no al otro. 3. El puente no tiene conexión con tierra firme, excepto con las pequeñas islas que se encuentran cada tres secciones. En las opciones 2 y 3, podría darse el caso de que aún estuviese en construcción. Podría ser una cortina de muelle por no haber alcanzado aún la masa de tierra del otro lado, o, en caso de no conectar con tierra firme, podría estar construyéndose hacia los dos extremos, y no solo hacia uno. En la opción 3, existe una interesante alternativa. En apariencia, el puente es recto, pero se ve el horizonte y el sol sale, sube y se pone. Por lo tanto, el puente podría terminar encontrándose consigo mismo, formar un circuito cerrado, un círculo que encerrase el planeta, topográficamente infinito. Al visitar la biblioteca más cercana para buscar un libro sobre braille, recuerdo la Biblioteca de la Tercera Ciudad. Tras el desayuno, me siento bastante recuperado y decido acercarme dando un paseo a la sección donde se encuentran la clínica del doctor Joyce y la mítica biblioteca. Voy a intentar encontrarla otra vez. Hoy también hace un día excelente. Sopla un viento suave y cálido que inclina los cables de los dirigibles, mientras estos intentan volar hacia el puente. Se han lanzado más globos al cielo; grandes barcazas atoan los aeróstatos a medio inflar, algunos de los pesqueros llevan dos dirigibles y, con los cables, forman una «V» gigante que se eleva sobre ellos. Algunos están pintados de negro. Camino silbando sobre el puente, de una sección a la otra, balanceando mi bastón. Un lujoso pero convencional ascensor me conduce hasta el piso más alto, que aún se encuentra varias plantas por debajo del pico de la sección. Los pasillos altos, oscuros y con olor rancio me resultan familiares, al menos en conjunto. Su distribución exacta sigue siendo un misterio. Camino bajo las antiguas y deterioradas banderas colgadas, entre los burócratas perpetuados en piedra, y junto a estancias llenas de recepcionistas elegantemente vestidos. Cruzo claraboyas que dejan pasar una tenue luz desde los techos de pasillos decrépitos, intento mirar a través de cerraduras de pasajes cerrados, oscuros y desiertos, cuyos suelos están cubiertos por varios centímetros de escombros y polvo. Intento abrir las puertas, pero las bisagras están oxidadas. Al final, llego a un pasillo que me resulta familiar. Una círculo de luz brilla sobre la alfombra que tengo delante, justo donde el pasillo se ensancha. Huele a humedad y juraría que, en lugar de caminar sobre la alfombra, estoy chapoteando. Hay macetas altas y un trozo de pared donde debería encontrarse la entrada del ascensor en forma de «L». El círculo de luz del suelo tiene una sombra en el centro, que no recuerdo haber visto la otra vez. La sombra se mueve. Llego a donde está la luz. La inmensa ventana redonda está allí y sigue dando al estuario. Vuelvo a pensar en un reloj sin agujas al verla. El que proyecta la sombra es el señor Johnson, el paciente del doctor Joyce que no quiere abandonar su andamio. Está limpiando la ventana, frotando con un trapo el centro del cristal, con una expresión de concentración embelesada en el rostro. Por detrás de él, y ligeramente hacia abajo, a unos trescientos metros sobre el nivel del mar, flota un pesquero de arrastre. Está suspendido bajo tres cables, es de color marrón muy oscuro y tiene estrías de óxido por debajo de la línea de flotación, donde hay algunos percebes incrustados. Flota en el aire, lentamente, en dirección hacia el puente, elevándose poco a poco a medida que se acerca. Camino hacia la ventana. Encima del pesquero hay tres dirigibles negros. Miro al atareado señor Johnson. Golpeo la ventana con los nudillos, pero parece que no me oye. El pesquero de arrastre, que sigue elevándose, avanza directamente hacia la gran ventana circular. Golpeo el cristal a la mayor altura que puedo, balanceo mi bastón y mi sombrero y grito con todas mis fuerzas: – ¡Señor Johnson! ¡Cuidado! ¡Detrás de usted! Deja de frotar un momento, pero solo para inclinarse hacia delante, sin borrar su sonrisa solemne, para soltar su aliento en el cristal y continuar a lo suyo. Golpeo el cristal a la altura de las rodillas del señor Johnson; es lo más alto que puedo llegar, incluso con el bastón. El pesquero ya se encuentra a poco más de seis metros de él. El señor Johnson sigue limpiado alegremente. Golpeo con fuerza el grueso cristal con la punta metálica del bastón. Se agrieta. Cuatro metros; el pesquero está a la altura de los pies del señor Johnson. Le grito y aporreo el trozo de cristal agrietado que, finalmente, se rompe en pedazos. Me aparto para evitar las esquirlas. El señor Johnson me lanza una mirada furibunda. Tres metros. – ¡Detrás de usted! -grito; señalo un instante con el bastón y huyo para ponerme a cubierto. El señor Johnson me observa y, por fin, se vuelve. El pesquero se encuentra a pocos palmos de distancia. Se tira al suelo de su andamio justo cuando el barco se incrusta en el centro de la gran ventana circular, con la quilla rozando la barandilla del andamio del señor Johnson, a quien ducha con los percebes. El vidrio se hace añicos sobre el amplio rellano; el ruido de cristales rotos compite con el del metal que se resquebraja. La proa del pesquero empieza a atravesar el centro de la ventana y el marco de metal se dobla como una inmensa telaraña, emitiendo un horrible y sonoro quejido. Todo tiembla a mi alrededor. De pronto, se detiene. Parece que el pesquero retrocede ligeramente y, entre arañazos y rascadas, empieza a subir, se abre camino hacia la parte superior de la enorme circunferencia, rompe el cristal a su paso y deja caer fragmentos de vidrio y percebes sobre la alfombra y sobre las hojas de las macetas contiguas, que se doblan por la terrible lluvia vítrea que les está cayendo encima. Entonces, aunque parezca increíble, el pesquero se marcha. Desaparece de mi vista. Los cristales dejan de caer. El sonido del barco abriéndose camino hacia los pisos superiores vibra en el aire. El andamio del señor Johnson se balancea de un lado al otro y va disminuyendo gradualmente el ímpetu de sus movimientos. El hombre se mueve, echa un vistazo a su alrededor y se incorpora lentamente, con la espalda llena de trocitos de vidrio que le confieren el aspecto de una serpiente que está mudando su piel brillante. Se lame unos pequeños cortes que ha sufrido en el reverso de las manos, se sacude con cuidado algunas esquirlas de cristal de los hombros y coge una pequeña escoba de su andamio, que aún se balancea ligeramente. Empieza a barrer los cristales tranquilamente, mientras silba ensimismado. De vez en cuando, echa un vistazo con la mirada triste y afectada a lo que queda de la enorme ventana circular. Me pongo en pie y me quedo mirando al señor Johnson, que limpia su andamio, comprueba los cables de sujeción y se pone un vendaje en las manos. Finalmente, contempla durante unos segundos la ventana destrozada y encuentra un pedacito que no está roto y aún está sucio, y se pone a limpiarlo. Han pasado diez minutos desde el impacto del pesquero y sigo aquí, solo. Nadie se ha acercado a investigar, no han sonado alarmas ni sirenas de emergencia. El señor Johnson sigue limpiando y secando. Una brisa cálida sopla a través de la ventana rota y arrastra las hojas caídas de las macetas. Donde antes estaban las puertas del ascensor en forma de «L», ahora hay una pared vacía, con huecos para las estatuas. De nuevo, abandono mi búsqueda de la Biblioteca de la Tercera Ciudad. Regreso a mi apartamento y me encuentro un desastre todavía mayor. Unos hombres vestidos con monos grises están sacando toda mi ropa y la están colocando en un carrito que está en el rellano. Antes de tener tiempo de reaccionar, aparece otro hombre, cargado con un montón de cuadros y dibujos, que apila sobre otro carrito antes de regresar dentro. – ¡Eh! ¡Ustedes! ¿Qué creen que están haciendo? -Los hombres se detienen y me miran, perplejos. Intento arrancar mis camisas de los brazos de uno de ellos, pero el tipo es muy fuerte y se limita a parpadear sin soltar la ropa que ha cogido de mi habitación. Su compañero se encoge de hombros y vuelve a su labor-. ¡Oigan! ¡Deténganse! ¡Salgan de ahí! Dejo al hombretón con las camisas y entro en el apartamento. Todo está patas arriba y hombres vestidos de gris por todas partes que extienden sábanas blancas por encima de los muebles, sacan objetos, cogen libros de las estanterías y los meten en cajas, descuelgan cuadros de las paredes y quitan adornos de las mesas. Me quedo allí, de pie, horrorizado. – ¡Paren! ¿Qué demonios creen que están haciendo? ¡Paren, les digo! Algunos se vuelven a mirarme, pero ninguno deja su tarea. Un tipo se dirige a la puerta con mis tres paraguas. – ¡Déjelos donde estaban! -¿le grito, cortándole el paso. Lo amenazo con mi bastón, pero él lo agarra y lo añade a la colección de paraguas, y desaparece en el rellano. – Ah, usted debe de ser el señor Orr. -Un hombre alto y calvo, vestido con una chaqueta negra encima del mono gris, con un sombrero negro en una mano y un sujetapapeles en la otra, sale de mi dormitorio. – Efectivamente, soy yo. ¿Qué diablos está pasando aquí? – Se traslada, señor Orr -responde el hombre, con una sonrisa. – ¿Qué? ¿Por qué? ¿Adónde?-grito. Me tiemblan las piernas, se me revuelve el estómago, me mareo. – Mmm… -el hombre calvo busca entre sus papeles-, sí, aquí. Nivel B7, habitación 306. – ¿Cómo? ¿Y dónde está eso? -No puedo creerlo. ¿B7? Seguramente la «B» se refiere a «bajo», ¡bajo la plataforma del tren! Pero ahí es donde viven los trabajadores, la gente del montón. ¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué me hacen esto? Está claro que debe de tratarse de un error. – No sabría decirle exactamente, señor -contesta alegremente el hombre-, pero estoy seguro de que lo encontrará sin problemas. – Pero ¿por qué me trasladan? – No tengo la menor idea, señor -prosigue con su irritante tono feliz-. ¿Hace mucho que está usted aquí? – Seis meses. Siguen sacando ropa de mi vestidor. Me dirijo de nuevo al hombre calvo. – Mire, esa es mi ropa. ¿Qué están haciendo con ella? – Devolviéndola, señor -asegura, asintiendo y sin dejar de sonreír. – ¿Devolviéndola? ¿A quién? -grito. Esto es completamente humillante, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? – No lo sé, señor. Al lugar de donde procede, imagino. No vuelve exactamente a mi departamento, señor. – ¡Pero si es mía! El hombre calvo frunce el ceño, consulta sus papeles y niega con la cabeza, mientras esboza una confiada sonrisa. – No, señor. – ¡Claro que sí, maldita sea! – Lo siento, señor, pero eso no es así. La ropa pertenece a las autoridades de la clínica; aquí lo dice bien claro, mire. -Me muestra una hoja que detalla todas mis compras efectuadas con las líneas de crédito de la clínica-. ¿Lo ve? Por un momento, me había asustado, porque este operativo hubiera sido ilegal y usted podría haber llamado a la policía porque estábamos llevándonos sus cosas, y eso hubiera supuesto un… – ¡Pero me dijeron que podía comprar lo que quisiese! ¡Tengo una subvención! Yo… – Mire, señor -me explica el hombre, mientras supervisa otra tongada de ropa y sombreros y tacha algo de la lista del sujetapapeles- yo no soy abogado ni nada por el estilo, pero llevo más tiempo del que recuerdo haciendo este trabajo y, si se informa, le dirán que todo esto pertenece a la clínica y usted solo goza de su uso y disfrute. – Pero… – No sé si se lo explicaron en su momento, señor, pero si pregunta a las autoridades, eso es lo que le dirán. – Yo… -me siento mareado-. Oiga, ¿no podrían dejarlo, aunque fuera un momento? Dejen que llame a mi médico, es el doctor Joyce, seguro que ha oído hablar de él. Lo solucionará todo, seguramente habrá habido… – ¿… un error, señor? -El calvo ríe ruidosamente durante un momento-. Perdóneme, señor. Siento interrumpirlo así, pero no he podido evitarlo. Todo el mundo dice lo mismo. ¡Ojalá me hubieran dado un chelín cada vez que he oído esa frase! -Mueve la cabeza y se frota una mejilla-. Bien, si realmente cree que es así, no dude en ponerse en contacto con las autoridades pertinentes. El teléfono debe de estar por aquí, en algún sitio… -dice distraídamente mientras echa un vistazo a su alrededor. – El teléfono no funciona. – Sí, sí funciona. No hará ni media hora que lo he utilizado para decirles a los del departamento que estamos aquí. Encuentro el teléfono en el suelo. Muerto. Solo emite un clic cuando intento marcar. El hombre calvo se acerca. – ¿Ya está cortado, señor? -Consulta su reloj-. Sí que se han dado prisa. -Anota algo en su tablilla-. Menuda eficiencia la de los chicos de la centralita -dice para sí mismo mientras asiente con la cabeza para mostrar su admiración. – Por favor, se lo ruego, déjeme ponerme en contacto con mi médico, él lo arreglará todo. Su nombre es doctor Joyce. – No será necesario, señor -dice el calvo, alegremente. Un horrible pensamiento me asalta. El hombre comprueba sus papeles, pasa el dedo por una de las listas de las últimas páginas y se detiene en un punto-. Mire, aquí está. Es la firma del doctor Joyce. El calvo añade: – ¿Ve? El doctor ya lo sabe. Ha sido él mismo quien ha dado la autorización. – Sí. -Me siento y me quedo mirando la pared blanca y vacía que tengo delante. – ¿Ya está contento, señor? -El calvo no intenta ser frívolo ni irónico. – Sí -me oigo responder a mí mismo-. Me siento paralizado, muerto, encerrado, sin sentidos, por los suelos, con los fusibles fundidos. – Me temo que tendrá que darnos también lo que lleva puesto, señor -dice mirando mi ropa. – No puede estar hablando en serio -respondo, derrotado. – Lo siento, señor. Pero tenemos una estupenda colección de uniformes nuevos para usted. ¿Le importa cambiarse ahora? – Esto es ridículo. – Lo sé, señor. Pero las normas son las normas, ¿no es cierto? Estoy seguro de que le gustarán los uniformes. Y los estrenará usted. – ¿Uniformes? Son de un tono verde vivo. Zapatos, pantalones cortos y camisas, e incluso una ordinaria ropa interior. Me cambio en el vestidor, con la mente tan vacía como las paredes. Mi cuerpo parece moverse por inercia mientras ejecuta los movimientos necesarios por su cuenta, de forma automática y mecánica. Se detiene esperando una nueva orden. Doblo mi ropa minuciosamente y, cuando levanto la chaqueta, veo el pañuelo que me dio Abberlaine Arrol. Lo saco del bolsillo frontal. Cuando vuelvo a la sala de estar, el hombre calvo está viendo un concurso en la televisión. La apaga cuando entro y me entrega mi nueva ropa. Se pone su sombrero. – El pañuelo -digo señalando la prenda de encima del montón de ropa – está bordado con mis iniciales. ¿Puedo quedármelo? El calvo le hace un gesto a uno de sus hombres, para indicarle que se lleve la ropa. Con un lápiz, comprueba una lista de entre sus papeles. – Efectivamente, aquí está el pañuelo, pero… no dice nada de ninguna letra bordada en él. -Abre el pañuelo y estudia con detalle la letra «O» bordada en azul. Me pregunto si llevará una aguja para descoserlo y dejarme solo el hilo-. De acuerdo, quédeselo -dice ásperamente-, pero se le descontará su valor de su nueva subvención. – Gracias. -Es curiosamente fácil ser amable. – Bien, eso es todo -concluye, con profesionalidad mientras guarda el lápiz. Con este gesto, me recuerda al doctor Joyce. Me señala la puerta-. Usted primero. Guardo el pañuelo en un bolsillo del uniforme verde chillón y salgo del apartamento. Todos los hombres vestidos de gris se han marchado, excepto uno. El último trabajador sostiene un gran trozo de papel enrollado y un marco vacío. Espera a que su superior haya cerrado la puerta con un candado y le susurra algo al oído. El jefe desenrolla el papel: es el cuadro de Abberlaine Arrol. – ¿Es suyo esto? – Sí -asiento-, es un regalo de una amig… – Tenga. -Me lo planta en las manos y se da la vuelta. Los dos hombres se alejan pasillo abajo. Me dirijo hacia el ascensor, con el cuadro apretado contra mi pecho. No he avanzado más que unos pasos cuando oigo un grito. El calvo corre hacia mí, haciéndome señas. Me acerco hacia él. El hombre agita el sujetapapeles en mi cara. – No tan deprisa, amigo -dice-. Tenemos un pequeño problema con un sombrero de ala ancha. – Está hablando con la consulta del doctor F. Joyce, muy buenas tardes tenga usted. – Soy el señor Orr; quisiera hablar con el doctor, es muy urgente. – ¡Señor Orr, qué alegría oírlo! ¿Cómo está usted? – Me… me siento fatal en estos momentos, en realidad. Me acaban de echar de mi apartamento. Por favor, ¿puedo hablar con el doctor Joy…? – Pero eso es terrible. Absolutamente terrible. – Totalmente de acuerdo. Me gustaría hablarlo con el doctor. – No, usted debe hablar con la policía, no con un doctor…, a menos que…, bien, obviamente, no lo han echado por el balcón, de lo contrario, no estaría hablando con… – Mire, le agradezco mucho su preocupación, pero no tengo demasiado dinero para pagar esta llamada, y… – Cómo… No le habrán robado también, ¿no? – No. Oiga, ¿quiere hacerme el favor de pasarme con el doctor Joyce? – Me temo que eso no será posible, señor Orr. El doctor está reunido en estos momentos. Mmm… Déjeme ver… Sí… El Comité de Elecciones de Nuevos Miembros del Subcomité del Comité de Trámites de Compras, creo. – Bueno, ¿y no puede…? – ¡No! No, qué tonto soy. Miento; eso fue ayer. Ya decía yo que no me sonaba. Es el Subcomité de Planificación e Integración de Nuevos Edifi… – ¡Maldita sea! ¡Me importa un carajo en qué comité está! ¿Cuándo puedo hablar con él? – Ah, pues debería importarle, señor Orr, los comités trabajan para los ciudadanos, ¿sabe? – ¿Cuándo demonios puedo hablar con el doctor? – No lo sé, señor Orr. ¿Le digo que lo llame? – ¿Cuándo? No voy a estar pegado a esta cabina todo el día. – Bien, pues le digo que lo llame a su casa. – ¡Le acabo de decir que me han echado! – ¿Y no puede volver a entrar? Estoy seguro de que si llama usted a la policía… – Me han cerrado la puerta con un candado. Y todo bajo autorización oficial y firmado por el doctor Joyce; por eso mismo quiero habí… – Aaaah, acabáramos. Ha sido usted trasladado, señor Orr. Pensaba que… – ¿Qué ha sido ese ruido? – Los tonos, señor Orr. Tiene que echar más monedas. – Ya no tengo más dinero. – Vaya. En fin, ha sido un placer hablar con usted, señor Orr. Hasta pronto. Que pase un buen d… – ¿Oiga? ¿Oiga…? El nivel B7 se encuentra a siete pisos por debajo de la plataforma del tren, a una distancia lo suficientemente corta como para poder distinguir un tren local, un tren expreso y un tren rápido de mercancías solo por el tipo de vibración, incluso sin el concomitante ruido/chirrido/zumbido de confirmación. El nivel es amplio, oscuro, tétrico y está plagado de gente. Justo en el piso de abajo, hay un taller de metales y los seis pisos superiores son de viviendas. Un olor a sudor y a humo rancio invade la atmósfera cargada. La habitación 306 es toda para mí. Solo contiene una cama estrecha, una silla vieja de plástico, una mesita y una cómoda pequeña con cajones. Y aun así, es una estancia algo recargada de muebles. El olor del baño comunitario asalta todo el pasillo, en cuyo extremo se encuentra mi nueva vivienda. La habitación tiene vistas a un patio de luces, que ni siquiera hace honor a su propio nombre. Cierro la puerta y me dirijo a la consulta del doctor Joyce como un autómata: ciego, sordo y sin cerebro. Cuando llego, es demasiado tarde. Está cerrada. El doctor y el recepcionista se han marchado a casa. Un guarda jurado me mira con recelo y me sugiere que regrese al nivel al que pertenezco. Me siento en mi cama diminuta, con el estómago revuelto. Apoyo la cabeza en las manos y miro al suelo; oigo los chirridos del metal que están cortando en el taller del piso inferior. Me duele el pecho. Llaman a la puerta. – Adelante. Entra un hombre bajito y mugriento con un abrigo largo de color azul oscuro, arrastrando los pies de lado. Parpadea repetidas veces, mirando por toda la habitación, y su mirada se detiene brevemente en el cuadro enrollado que está encima de la cómoda. Por fin me mira, aunque sus ojos no se cruzan con los míos. – ¿Qué hay? Eres nuevo por aquí, ¿verdad? -Se queda de pie en el umbral de la puerta, como si estuviera preparado para salir corriendo en cualquier momento. Mete las manos en los bolsillos de su abrigo. – Sí, lo soy -contesto, poniéndome en pie-. Mi nombre es John Orr. -Le tiendo la mano, que me estrecha durante un segundo, para volver a su posición anterior-. ¿Qué tal está? – digo a toda prisa. – Me llamo Lynch -dice, sin mirarme a los ojos-. Pero puedes llamarme Lynchy. – ¿Qué puedo hacer por usted, Lynchy? – Nada. -Se encoge de hombros-. Soy tu vecino y venía a ver si querías algo. – Es usted muy amable. De hecho, me gustaría saber qué debo hacer para obtener mi nueva subvención. Por fin, el señor Lynch me mira a los ojos. Parece que un resplandor emana de su cara, no precisamente recién lavada, aunque su expresión denota cierto aburrimiento. – Ah, sí. Puedo ayudarte con eso, no hay problema. Sonrío. En todo el tiempo que pasé en los niveles más elevados y refinados del puente, ni uno solo de mis vecinos me dio los buenos días y mucho menos me ofreció ayuda de ninguna clase. El señor Lynch me acompaña a una cantina y me invita a una salchicha de sucedáneo de pescado y a un plato de puré de algas. Ambos son horribles, pero tengo hambre. Bebemos té en jarras. Me cuenta que es barrendero de vagones y que ocupa la habitación 308. Parece bastante impresionado cuando le muestro mi brazalete de plástico y le cuento que soy un paciente psiquiátrico. Me explica los pasos que debo seguir para solicitar mi subvención a la mañana siguiente. Se lo agradezco. Incluso me ofrece un pequeño préstamo hasta entonces, pero ya me siento muy en deuda con él y lo rechazo, no sin antes darle las gracias. El ambiente de la cantina es ruidoso, cargado, saturado y cerrado. Los olores no favorecen en nada mi proceso digestivo. – ¿Así que te han dado puerta y eso? – Sí. Mi médico lo autorizó. Rechacé someterme al tratamiento que tenía programado para mí, y supongo que esa es la razón de mi traslado. Aunque tal vez no sea así; no sé. – Menudo cabrón, ¿eh? -El señor Lynch niega con la cabeza, con aire enfurecido-. Putos médicos… – Parece un acto mezquino y vengativo, pero imagino que yo soy el único culpable. – Son unos cabrones todos -mantiene el señor Lynch mientras bebe de su jarra. Sorbe el té ruidosamente, lo que para mí tiene el mismo efecto que oír rascar una pizarra con las uñas: me produce dentera. Miro el reloj que hay encima del mostrador de servicio. Intentaré contactar con Brooke; seguramente llegará pronto al Dissy Pitton's. El señor Lynch saca papel y tabaco y se lía un cigarrillo. Respira con fuerza y de su garganta se desprenden sonidos catarrales, gruñidos y resoplidos. Un acceso de tos seca, como un gran saco de piedras agitado vigorosamente en algún lugar del interior del señor Lynch, completa su preparación precigarrillo. – ¿Tienes que ir a algún lado, tío? -me pregunta el señor Lynch al verme consultar el reloj. Enciende el pitillo, emitiendo una nube de humo acre. – Sí, de hecho, debería marcharme. Voy a ver a un viejo amigo. -Me levanto-. Muchas gracias, señor Lynch, siento irme de forma tan precipitada. Espero que me permita devolverle su generosidad cuando vuelva a tener fondos. – Vale, tío. Si quieres ir a algún lado mañana dame un toque. No tengo que ir a trabajar. – Gracias, señor Lynch. Es usted muy amable. Hasta pronto. – Venga. Nos vemos. Consigo llegar al Dissy Pitton's más tarde de lo que tenía previsto, y con los pies tremendamente doloridos. Tendría que haber aceptado la oferta del señor Lynch de prestarme algo de dinero para el tren. Es increíble el encanto que pierde caminar cuando se hace por necesidad y no por gusto. También me preocupa que me vean con el uniforme que llevo ahora; mi rostro parece invisible a efectos prácticos. No obstante, camino con aplomo, con la cabeza alta y los hombros hacia atrás, como si todavía luciese mi mejor traje y mi mejor abrigo, y balanceando el bastón, que aún destaca más en ausencia de estos. El guardia de seguridad no parece impresionado de verme de esta guisa. – ¿No me reconoce? He venido muchas noches. Soy el señor Orr; mire. -Le muestro el brazalete identificador. Lo ignora; parece algo avergonzado de tener que hablar conmigo, se inclina la gorra y sigue abriendo la puerta a los otros clientes. – Oiga, será mejor que se marche, ¿de acuerdo? -me dice. – ¿En serio no me reconoce? Mire mi cara y no mi ropa. O, por lo menos, dé un mensaje al señor Brooke de mi parte… ¿aún está por aquí? Brooke, el ingeniero, un tipo bajito, ligeramente jorobado… -Si el guardia de seguridad no fuera más alto y más pesado que yo, intentaría pasar por la fuerza. – Si no se marcha, se meterá en un lío -me advierte el gorila, mirando hacia otro lado, como buscando a alguien. – Estuve aquí la otra noche. Soy el hombre que le devolvió el sombrero al tal Bouch, tiene que recordarlo. Usted sostuvo el sombrero ante él, y él vomitó dentro. El hombre sonríe, se toca la gorra, deja entrar a una pareja que no reconozco. – Mire, amigo -me dice-, he estado fuera estas dos últimas semanas. Así que haga el favor de largarse o lo sentirá. – Bien… de acuerdo. Lo siento. Pero, por favor, si escribo una nota, ¿le importaría…? No puedo continuar. El hombre echa otro vistazo, descubre que no hay moros en la costa y me propina un fuerte puñetazo en el estómago. Mientras me agacho por culpa del dolor, el gorila aprovecha para golpearme en la barbilla, y después en el ojo cuando intento incorporarme de nuevo. Caigo al suelo, totalmente aturdido. Alguien me levanta por el cuello del uniforme y me arrastra sin contemplaciones por la plataforma, lanzándome al exterior a través de una puerta. Dos golpes más me alcanzan en el costado; patadas, creo. Se oye un portazo. El viento sopla fuerte. Permanezco tumbado durante un rato, en la misma posición en la que me han dejado, incapaz de moverme. Un fuerte dolor latente y repetitivo va creciendo en mi vientre. Sin poder ver dónde estoy (creo que tengo sangre en los ojos), vomito la salchicha de sucedáneo de pescado y el puré de algas. Me tumbo en mi cama minúscula. El hombre y la mujer de la habitación de arriba están discutiendo. El dolor me agobia; siento náuseas y hambre al mismo tiempo. La cabeza, los dientes, la mandíbula, el ojo y la sien derechos, el estómago, la tripa y el costado me pulverizan entero, en una sinfonía de dolor que invade todo mi cuerpo. El persistente susurro del eco de mi antigua lesión, la profunda molestia circular a la que estoy tan acostumbrado, parece ahogarse entre todo lo demás. Ya estoy limpio. Me he lavado la boca lo mejor que he podido y me he colocado el pañuelo sobre el corte en la ceja. No estoy seguro de cómo he llegado hasta aquí, pero lo he hecho, aturdido por el dolor, como si fuera un triste borracho. No me siento nada cómodo en la cama, que solo es un lugar nuevo que me permite apreciar las olas de dolor que me inundan y rompen contra la orilla de mi cuerpo. Finalmente, en plena noche, consigo caer dormido. Pero nado a la deriva en un océano de dolor, sin descanso; paso de despertares agónicos que mi propio raciocinio puede, al menos, intentar poner en su contexto (buscando el momento en que el dolor cese) a momentos de tormentoso trance semiconsciente en los que las porciones más ínfimas de mi cerebro solo saben que los nervios gritan, que el cuerpo duele y que no hay nadie a quien pueda acudir para llorar en su hombro. |
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