"El puente" - читать интересную книгу автора (Banks Iain)

Tres

No sé cuánto tiempo llevo aquí. Mucho. No sé dónde está este lugar. Muy lejos. No sé por qué estoy aquí. Porque hice algo mal. No sé cuánto tiempo tendré que quedarme aquí. Mucho.

El puente no es largo, pero dura siempre. No estoy lejos de la orilla, pero nunca la pisaré. Camino, pero no me muevo. Rápido o despacio, corriendo, rodando, volviendo sobre mis pasos, saltando o deteniéndome; da lo mismo, no hay diferencia.

El puente es de hierro. Grueso, pesado, oxidado, desconchado y descamado, emite un sonido contundente y muerto bajo mis pies; un sonido tan grueso y pesado que apenas es sonido, solo el impacto de cada uno de mis pasos que viaja a través de mis huesos hasta mi cabeza. El puente parece de hierro macizo. Tal vez hace tiempo no lo era. Tal vez lo remacharon en alguna ocasión. Pero ahora es de una pieza, oxidado y decadente. O quizá lo soldaron. Y qué más da.

No es largo. Hay un río pequeño debajo, lo veo a través de las gruesas barras de hierro de la barandilla. El río nace de entre la niebla y pasa bajo el puente, sereno y tranquilo, para seguir su curso y desaparecer de nuevo entre la misma niebla.

Podría atravesar el río a nado en un par de minutos (de no ser por los peces carnívoros) y podría cruzar el puente en menos tiempo, incluso a paso moderado.

El puente es parte de un círculo, tal vez el cuarto superior, en lo que a altura se refiere. Su estructura completa da forma a una gran rueda vacía que rodea al río.

En el lado que tengo detrás, hay una vía adoquinada que cruza un pantano. En el otro lado están mis damas, reposando o retozando en pequeños vagones o carromatos abiertos que se extienden sobre un prado, rodeado -según he podido observar en las raras ocasiones en las que la niebla se disipa levemente- de inmensos árboles de follajes tupidos. Camino siempre hacia las damas. En ocasiones lo hago lentamente, otras veces me muevo más rápido, incluso he llegado a correr. Me hacen señas con las manos, me saludan y me dan la bienvenida. Sus voces me llaman, en idiomas que no comprendo, pero que suenan dulces y adorables. Me suplican que vaya con ellas, lo que me llena de un deseo furioso.

Las damas se mueven de un lado al otro o se acomodan entre almohadas de satén en sus vagones. Lucen todo tipo de vestimentas; desde el rigor más formal, tapadas de pies a cabeza, hasta las prendas más sueltas y voluptuosas, como la seda que ondea sobre sus cuerpos, fina y transparente, con cortes y aberturas en los lugares exactos, de forma que sus jóvenes cuerpos (blancos como el alabastro, negros como el azabache, dorados como el propio oro) resplandecen a través de las ropas, como si su juventud y su decoro fulgurasen hasta arder en su interior y emanan un calor que no escapa a mis ojos.

Se desvisten para mí, lentamente, a veces, mientras me miran con sus grandes ojos tristes y llenos de deseo. Sus delicadas manos se tocan suavemente los hombros, despojándose de sus ropas, deslizándolas como si fueran gotas de agua después de un baño. Ardo, corro más rápido, aúllo por ellas.

A veces se acercan al borde del puente y se desnudan arrancándose la ropa, gritándome, apretando los puños y moviendo las caderas, arrodillándose y abriendo las piernas, chillando y extendiéndome los brazos. Yo grito también y me lanzo hacia ellas, corro como si me fuera la vida, sujeto mi pene erguido de deseo como el asta de una bandera, moviéndolo mientras sigo corriendo y gritando de deseo frustrado. A menudo eyaculo, y caigo exhausto al suelo, sobre la dura superficie férrea de la plataforma del puente, para permanecer allí jadeando, sollozando, gritando y golpeando el suelo de hierro con las manos hasta que me sangran.

Algunas veces, las damas hacen el amor entre ellas, frente a mí; y yo gimo y me tiro del cabello hasta arrancármelo. En ocasiones se toman varias horas, se besan dulcemente, se tocan, se acarician y se lamen, y gritan cuando llegan al orgasmo. Sus cuerpos se estremecen, se estrechan, se mueven al unísono. A veces me miran mientras lo hacen, y nunca puedo determinar si sus ojos grandes y húmedos denotan tristeza y súplica, o satisfacción y burla. Me paro y levanto el puño. Les grito:«¡Putas! ¡Ingratas! ¡Torturadoras! ¡Diablas! ¿Qué pasa conmigo? ¡Venid aquí! ¡Vamos, saltad! ¡Lanzadme una cuerda, entonces!».

No lo hacen. Desfilan, se desnudan, folian, duermen y leen viejos libros, preparan comidas y dejan pequeñas bandejas de papel de arroz con alimentos en el borde del puente, para que yo pueda comer (aunque a veces me rebelo y las tiro al río, y los peces carnívoros devoran hasta la bandeja). Pero ellas nunca saltan al puente. Entonces recuerdo que las brujas no pueden cruzar las aguas.

Camino; el puente gira despacio, ruge y tiembla ligeramente, las barras que se erigen de sus ejes se desplazan despacio, atraviesan la niebla. Corro; el puente se acelera, se adapta a mi velocidad, se agita bajo mis pies, y los barrotes que me rodean emiten un leve sonido a través de la nebulosa del aire. Me detengo; el puente se detiene. Todavía me encuentro sobre el centro del río que fluye lentamente. Me siento. El puente sigue inmóvil. Tomo impulso y me lanzo hacia el otro lado, en el que habitan las damas. Ruedo, gateo, salto, y el puente retumba y se mueve a un lado o al otro, me deja siempre en la misma posición, me devuelve siempre, siempre, a su centro, al punto medio sobre el lento cauce que fluye bajo él. Soy la piedra angular del puente.

Duermo (normalmente por la noche, a veces durante el día) justo sobre el centro de las aguas. Muchas veces, espero al corazón de la noche, finjo dormir durante horas y de pronto, ¡arriba! Me levanto de un salto, un gran salto que lo pillará desprevenido. ¡Sí, señor!

Pero el puente se mueve rápido. No se deja engañar y, en unos segundos, me encuentro corriendo, saltando o caminando de nuevo sobre el centro del río.

He intentado utilizar la propia inercia del puente contra él, su impulso, su propia masa. Corro primero hacia un lado y después hacia el otro; intento que mis cambios bruscos de dirección lo cojan por sorpresa, lo engañen, lo burlen de alguna forma, para que el maldito cabrón no pueda moverse con tanta premura (evidentemente, siempre intento asegurarme de que, en caso de salir, lo haga hacia el lado de las damas, ¡sin olvidar los peces carnívoros!), pero nunca tengo éxito. El puente, pese a su peso y a su solidez, que deberían dificultarle los movimientos prestos, siempre va demasiado rápido para mí y nunca me he acercado a menos de doce zancadas de cualquiera de los dos lados.

A veces sopla una ligera brisa; no suficiente como para disipar la niebla, pero sí como para traerme los perfumes y los aromas corporales de las damas, siempre que sople en la dirección adecuada. Inspiro con vehemencia, desgarro tiras de mis harapos y las introduzco en mis fosas nasales. También se me ha ocurrido hacer lo propio con mis orejas, e incluso vendarme todo entero.

Cada cierto tiempo, unos hombres morenos y achaparrados, vestidos como sátiros, salen corriendo del bosque y corren por el prado, lanzándose sobre las damas, quienes, tras una fingida demostración de resistencia y ciertas muestras de coquetería, sucumben a sus pequeños amantes con un deleite inalterable. Las orgías se prolongan durante días y noches, sin pausa. En ellas, se practica toda forma de perversión sexual, bajo la luz de las hogueras y de las lámparas rojas que iluminan la escena en la noche, donde también se consumen vastas cantidades de carnes asadas, frutas exóticas y manjares especiados, junto con diversas variedades de vinos y licores. En dichas ocasiones, suelo ser el gran olvidado y ni siquiera me dejan mi comida habitual en el puente, con lo que me muero de hambre mientras ellos sacian su apetito rozando la gula. Me siento y miro hacia otro lado, enfurruñado ante la frialdad del pantano y el camino inalcanzable que lo atraviesa, sintiéndome a caballo entre el hambre y los celos, atormentado por los gemidos y los gritos procedentes del otro lado del puente, y por los suculentos aromas de las carnes asadas.


En una ocasión, me quedé ronco de tanto gritarles, me torcí el tobillo saltando y me mordí la lengua insultándolos. Esperé a tener ganas de cagar y luego les lancé la mierda. ¡Y los enanos obscenos la utilizaron en uno de sus indecentes juegos sexuales!

Cuando los hombres oscuros vestidos de sátiros han vuelto arrastrándose a su bosque y las damas han dormido para recuperarse de los efectos de sus caprichos polifacéticos, vuelven a ser como antes, o incluso algo más serviciales, como si sintieran cierta culpa. Me preparan platos especiales y me dan más comida de la habitual, pero normalmente yo sigo enfadado y tiro la comida, bien a ellas, bien a los peces carnívoros del río. Ellas se muestran tristes y arrepentidas, retoman sus viejos hábitos de lectura y sueño, caminan y se van desvistiendo, y hacen el amor las unas con las otras.

Tal vez mis lágrimas oxidarán el puente y así conseguiré escapar.


Hoy la niebla se ha disipado. No durante mucho tiempo, pero sí el suficiente. En mi puente sin final, he llegado al final.

No estoy solo.

Cuando se levantó la niebla, vi que el río desaparecía en línea recta hacia el infinito, por ambos lados. A uno de ellos, el pantano y el camino adoquinado. Al otro, el prado y el bosque. Nunca terminaban. A unos cien pasos contra la corriente había otro puente igual que el mío. También parecía parte de una circunferencia, era de hierro con gruesas barras en los bordes. Dentro de él, había un hombre agarrado a las barras, mirándome. Más allá de su puente, otro puente y otro hombre, y así sucesivamente, hasta que la línea formada por todos los puentes se convertía en un túnel metálico, que desaparecía en la nada. Cada puente tiene su camino que cruza el pantano, sus prados y sus damas. A favor de la corriente, la misma escena. Mis damas no parecieron reparar en nada de todo aquello.

El hombre del siguiente puente me miró durante un rato, y, acto seguido, empezó a correr (observé cómo giraba su puente, fascinado por su serena suavidad), se detuvo, me volvió a mirar y luego miró al puente que tenía al otro lado. Entonces, se encaramó al parapeto, por encima de las barras y (tras un ínfimo conato de vacilación) se lanzó al río. El agua se llenó de espuma roja. El hombre gritó y se sumergió.

La niebla volvió. Estuve gritando durante un buen rato, pero no pude oír ninguna voz de respuesta.


Ahora estoy corriendo. A ritmo constante, rápido y decidido. Ya hace unas cuantas horas; está oscureciendo. Las damas parecen preocupadas; he pasado por encima de tres de sus bandejas de comida.

Mis damas se ponen en pie y me miran, con los ojos tristes y cierto aire de resignación, como si ya hubieran visto la escena que están contemplando otras veces, como si el final siempre fuese el mismo.

Corro sin parar. El puente y yo somos uno, somos parte del mismo mecanismo, un ojo enhebrado por el río. Y correré hasta que caiga, hasta que muera; en otras palabras, para siempre.

Ahora mis damas lloran, pero yo soy feliz. Ellas están atrapadas, paralizadas, prisioneras y sumisas; pero yo soy libre.


Me despierto con un grito, con la impresión de que estoy encajonado en un bloque de hielo, más frío que el agua, tan frío que quema como la lava volcánica, y bajo una presión que me muele y me aplasta.

El grito no es mío; permanezco en silencio, y solo se oyen los chirridos de las láminas de metal. Me visto, me arrastro al baño comunitario y me lavo. Me seco las manos con el pañuelo. En el espejo, mi rostro aparece inflamado y pálido. Siento que algunos de mis dientes están más sueltos que antes. Mi cuerpo está magullado, pero no parece que tenga lesiones graves.

En la oficina donde me registro para reclamar mi subvención, descubro que este primer mes solo obtendré la mitad, puesto que tengo que abonar el importe que debo del pañuelo y del sombrero. Me dan muy poco dinero.

Me indican una tienda de segunda mano donde compro un abrigo largo y usado. Al menos, así cubriré el uniforme verde que me han asignado. Con la adquisición, gasto la mitad del dinero. Empiezo a caminar hacia la siguiente sección, decidido a ver al doctor Joyce, pero me siento débil al poco rato y me veo obligado a tomar un tren y a pagar el importe del billete en metálico.


– Urgencias está tres plantas más abajo, a dos manzanas dirección Reino -me indica el joven recepcionista cuando entro en la clínica del doctor Joyce. Tras ello, vuelve a su periódico, y no me ofrece ni té ni café.

– Quisiera ver al doctor Joyce. Soy el señor Orr. Recordará que hablamos ayer por teléfono.

El joven levanta los ojos para mirarme con un gesto de hastío. Apoya un dedo (con una perfecta manicura) sobre su impecable mejilla, y respira a través de unos dientes blancos y luminosos.

– Señor… ¿Orr, dice? -se vuelve para consultar un fichero.

Me flaquean las piernas. Me siento en una de las sillas, y el recepcionista me mira fijamente.

– ¿Acaso le he dicho que podía sentarse? -me pregunta.

– No. ¿Acaso le he pedido permiso?

– Espero que ese abrigo esté limpio.

– ¿Piensa dejarme ver al doctor o no?

– Estoy buscando su ficha.

– ¿Pero es que no me recuerda?

– Sí, pero usted ha sido trasladado, ¿no? -inquiere tras estudiarme minuciosamente.

– ¿Y eso supone alguna diferencia?

El tipo suelta una risilla incrédula, negando con la cabeza mientras consulta el fichero.

– Ah, ya me lo parecía. -Extrae una tarjeta roja y la lee-. Le han derivado.

– Ya me había dado cuenta. Mi nueva dirección es…

– No; quiero decir que tiene un doctor nuevo.

– No quiero ningún doctor nuevo. Quiero al doctor Joyce.

– Ah, ¿sí? -suelta una carcajada y golpea con el dedo la tarjeta roja-. Mucho me temo que no es una decisión que deba tomar usted. El doctor Joyce le ha derivado a otro médico y eso es lo que hay. Y si no le gusta, mala suerte. -Guarda la dichosa tarjeta en el fichero-. Y ahora, haga el favor de marcharse.

Me acerco a la puerta de la consulta del doctor. Está cerrada con llave.

El joven recepcionista no levanta la vista de su periódico. Intento mirar a través del cristal esmerilado de la puerta y la golpeo con educación.

– ¿Doctor Joyce? ¿Doctor Joyce?

El joven recepcionista se ríe sin disimular; me vuelvo a mirarlo cuando suena el teléfono. Descuelga.

– Consulta del doctor Joyce -responde-. Lo siento, en estos momentos el doctor no está. Se encuentra en el congreso anual de altos administradores. -Se vuelve en su asiento y me mira mientras pronuncia esa frase, con ojos de condescendencia maliciosa -. En dos semanas -prosigue con una amplia sonrisa-. ¿Quiere el prefijo de larga distancia? Ah, sí; buenos días, agente. Sí, el señor Berkeley, por supuesto. ¿Y qué tal está usted?… Ah, ¿sí? ¿En serio? ¿Una lavadora? Vaya, eso es nuevo… -El joven recepcionista adopta un semblante solemne y empieza a tomar notas-. ¿Y cuántos calcetines dice que se ha comido…? De acuerdo. Bien, lo tengo. Mandaré a un interino a la lavandería inmediatamente. Todo en orden, agente. Que pase usted un magnífico día. Hasta pronto.


Mi nuevo médico se llama Anzano. Sus dependencias son la cuarta parte en tamaño de las del doctor Joyce y se encuentran a dieciocho pisos por debajo, sin vistas al exterior. El doctor es un viejo gordo, con cuatro pelos rubios en la cabeza y una ortodoncia.

Consigo verlo tras una espera de dos horas.

– No -asegura el doctor-, no puedo hacer nada con respecto a su traslado. No estoy aquí para eso, ¿comprende? Concédame un tiempo para leerme su expediente y tenga paciencia. Ahora tengo muchos en la bandeja. Me pondré con su caso lo más pronto posible y veremos cómo lo enfocamos, ¿de acuerdo? -Intenta parecer optimista y esperanzador.

– ¿Y mientras tanto? -pregunto, cansado. Debo de tener un aspecto horrible. Siento palpitaciones en el rostro y he perdido algo de visión en el ojo izquierdo. Tengo el pelo sucio y no he podido afeitarme esta mañana. ¿Cómo podré intentar reclamar mi anterior modo de vida con esta pinta? Voy mal vestido y me han vapuleado (en todos los sentidos, me temo).

– ¿Mientras tanto? -el doctor Anzano parece sorprendido. Se encoge de hombros-. ¿Necesita alguna receta? ¿Le queda suficiente cantidad de lo que sea que haya estado…? -Coge su talonario de recetas mientras niego con la cabeza.

– No; lo que quiero es saber qué se puede hacer con respecto a mi… situación.

– Yo no puedo hacer gran cosa, señor Orr. No soy el doctor Joyce. No puedo conseguir apartamentos de lujo para mí, con que aún menos para mis pacientes. -Su voz suena ligeramente amarga e irritada-. Espere hasta que haya revisado su caso y haré todas las recomendaciones que crea oportunas. Y ahora, ¿se le ofrece alguna otra cosa? Soy un hombre muy ocupado, ¿lo sabía?

– No. Nada más -me levanto-. Gracias por su tiempo.

– No hay de qué. Mi secretaria se pondrá en contacto con usted para comunicarle su próxima visita. Será pronto, estoy seguro. Y, si necesita algo, llámeme.

Regreso a mi habitación.

El señor Lynch golpea mi puerta.

– Buenos días, señor Lynch.

– Joder, ¿qué te ha pasado?

– Una discusión con un enorme guardia de seguridad. Pase, pase. ¿Quiere sentarse aquí?

– No puedo quedarme. He traído esto. -Me alarga un trozo de papel doblado y sellado. Sus dedos dejan manchas en el sobre. Lo abro-. Estaba enganchado en la puerta, te lo podían haber mangado.

– Gracias, señor Lynch -respondo-. ¿Está seguro de que no quiere quedarse? Esperaba poder compensar su generosidad de ayer invitándolo a cenar esta noche.

– Vaya, pues no va a poder ser. Tengo que hacer horas extra.

– Bien, pues cuando usted quiera.

Echo un rápido vistazo a la nota. Es de Abberlaine Arrol; confiesa que ha utilizado descaradamente una cita ficticia conmigo para librarse de un compromiso potencialmente tedioso, y pregunta si me gustaría ser su cómplice en el advenimiento. Adjunta el número de teléfono del apartamento de sus padres para que la llame. Compruebo la dirección y observo que la nota ha sido reenviada desde mi antiguo domicilio.

– Vale… -contesta el señor Lynch, con las manos tan hundidas en los bolsillos que parece que lleve el dobladillo del pantalón lleno de piedras-. ¿Ha pasado algo malo?

– No, no, señor Lynch. En realidad, una joven quiere que la invite a cenar… y ahora tengo que llamarla. Pero no olvide que, tras esto, usted será el primero en deleitarse con mis exiguas cualidades de anfitrión.

– Lo que tú digas, tío.


Viva mi suerte. La señorita Arrol está en casa. Una persona, probablemente un sirviente, va a buscarla, lo que me cuesta unas cuantas monedas porque las dependencias de los Arrol son de un tamaño considerable.

– ¡Señor Orr! ¡Hola! -Parece cansada.

– Buenos días, señorita Arrol. He recibido su nota.

– Ah, genial. ¿Está libre esta noche?

– Sí, pero…

– ¿Qué le pasa, señor Orr? Suena como si estuviera usted resfriado…

– No, es la boca. Resulta que… -Me detengo-. Señorita Arrol, me encantaría cenar con usted esta noche, pero me temo que… he sufrido un revés. Me han trasladado, o tal vez debería decir «degradado». El doctor Joyce me ha desterrado. Al nivel B7, para ser exactos.

– Ah. -El tono con que pronuncia una sola sílaba me dice más, en mi febril estado, que una hora entera de explicaciones políticamente correctas sobre el decoro, la extracción social, la discreción y el tacto. Tal vez se supone que debo decir algo más, pero no puedo. ¿Cuánto rato debo esperar, entonces, a que ella hable? ¿Dos segundos, quizá? ¿Tres? Nada para el paso del tiempo en el puente, pero sí lo suficiente como para pasar de un instante de desesperación a un estado de ira. ¿Debo colgar el teléfono y terminar con esto lo antes posible? Tal vez sí, para apaciguar mi propia amargura… y para ahorrarle el apuro a la señorita.

– Lo siento, señor Orr. Estaba cerrando la puerta. Mi hermano anda por aquí. Bien, dígame, ¿dónde dice que lo han trasladado? ¿Puedo ayudarlo? ¿Quiere que vaya ahora?

Orr, eres tonto.


Me visto con la ropa del hermano de Abberlaine Arrol. Ha llegado una hora antes de la que teníamos prevista, con una maleta llena de ropa, la mayor parte de su hermano, dado que cree recordar que tenemos la misma talla. Me cambio mientras ella espera fuera. He sentido cierta reticencia a dejarla sola en una zona tan vulgar, pero era difícil que se quedase dentro.

En el pasillo, está apoyada contra la pared, con una rodilla levantada, de forma que una de sus nalgas reposa contra su pie. Tiene los brazos cruzados y habla con el señor Lynch, que la mira con una especie de desconfianza cautelosa.

– Oh, no, querido -le dice la señorita Arrol-, siempre cambiamos de campo en la media parte. -Se ríe. El señor Lynch parece quedarse atónito y, acto seguido, empieza a reír a carcajadas. La señorita Arrol me ve.

– Ah, señor Orr.

– El mismo -respondo, haciendo una reverencia-. O no…

Abberlaine Arrol, resplandeciente con unos holgados pantalones de seda negra, la chaqueta a juego, una blusa de algodón, unos tacones altísimos y un extravagante sombrero, se dirige a mí:

– Qué porte más elegante, señor Orr.

– Mejorando lo presente.

Me alarga un bastón negro.

– Muchas gracias -le digo. Ella alarga el brazo para tomarme del mío, y yo se lo ofrezco sin dudar. Estamos frente al señor Lynch, agarrados del brazo, y puedo sentir su calor a través de la chaqueta de su hermano.

– ¿No estamos elegantes, señor Lynch? -pregunta, con la cabeza erguida.

– Sí, sí…, muy… muy… -el señor Lynch busca la expresión idónea-. Una pareja muy… guapa.

Me encantaría pensar que somos precisamente eso. La señorita Arrol también parece complacida.

– Gracias, señor Lynch. -Se vuelve hacia mí-. No sé usted, pero yo me muero de hambre.


– Bien, entonces, ¿cuáles son sus prioridades en estos momentos, señor Orr? -Abberlaine Arrol hace rodar su vaso de whisky entre las manos, mirando la llama de una vela a través del cristal diáfano y del licor de color ámbar. Yo miro sus labios húmedos bajo la misma luz tenue.

La señorita Arrol ha insistido en invitarme a cenar. Nos sentamos en una mesa con vistas al exterior, en el restaurante de Las Vigas Altas. Hemos disfrutado de una comida exquisita, de un servicio eficiente y de unas vistas excelentes (las luces titilan sobre el mar, donde los pesqueros tienen anclados los dirigibles; los propios globos apenas pueden apreciarse, dado que se encuentran casi a nuestra altura, y son como presencias oscuras en la noche, que reflejan las luces del puente como nubes. También pueden verse algunas estrellas en el cielo).

– ¿Mis prioridades? -pregunto.

– Sí. ¿Qué es más importante, recuperar su posición como paciente aventajado del doctor Joyce, o redescubrir sus recuerdos perdidos?

– Bien -prosigo, pensando realmente en ello por primera vez-, lo cierto es que ha sido muy doloroso e incómodo bajar tantos niveles en el puente, pero imagino que podría llegar a aprender a vivir así, en el peor de los casos. -Bebo un sorbo de whisky. La señorita Arrol mantiene un semblante neutro-. No obstante, mi incapacidad de recordar no es algo… -suelto una risilla irónica- que se pueda olvidar. Siempre sabré que hubo otras cosas en mi vida antes de esto, con lo que imagino que no dejaré de buscarlas. Es como si hubiera una cámara sellada y olvidada en mi interior. No me sentiré completo hasta que haya descubierto su entrada.

– Suena a tumba. ¿Tiene miedo de lo que pueda encontrar dentro?

– Es una biblioteca. Solo los tontos y los villanos tienen miedo de eso.

– Así, ¿prefiere encontrar su biblioteca a recuperar su apartamento? -Abberlaine Arrol sonríe. Yo asiento, mirándola fijamente. Se quitó el sombrero cuando entramos en el restaurante y dejó ver un peinado recogido, con el precioso cuello descubierto. Sus arruguitas bajo los ojos siguen fascinándome. Son como una protección, como una línea de sacos de arena que velan por sus ojos verdes, seguros, confiables, serenos.

Abberlaine Arrol mira dentro de su vaso. Estoy a punto de hacer un comentario acerca de una minúscula línea que se ha formado en su frente cuando se va la luz.

Nos quedamos con la única claridad de nuestra vela. Las otras mesas también parpadean gracias a sus pequeñas llamas. Se encienden las tétricas lámparas de emergencia. Se oyen murmullos de los demás comensales. Afuera, las luces de los pesqueros empiezan a extinguirse. Ya no se ven los globos con el reflejo de la iluminación del puente. La estructura al completo debe de estar a oscuras.

Los aviones: llegan sin luces, resonando en la noche, desde la dirección de la Ciudad. La señorita Arrol y yo nos ponemos en pie para mirar por la ventana. Otros comensales se agolpan a nuestro alrededor, tratando de ver algo y haciendo sombra a la escasa luz de las velas y de las lámparas de emergencia con las manos, y con las narices pegadas al gélido cristal como niños al escaparate de una tienda de dulces. Alguien abre una ventana. Los aviones suenan casi a nuestro lado.

– ¿Puede verlos? -pregunta Abberlaine Arrol.

– No -admito. Los motores rugen muy cercanos. Es imposible ver los aviones, pues no tienen luces de navegación, no hay luna, y las estrellas no brillan lo suficiente como para mostrarlos.

Pasan, aparentemente indiferentes ante la completa oscuridad.

– ¿Cree que lo han logrado? -me pregunta la señorita Arrol, mientras sigue intentando ver algo a través de la negra noche. Su aliento empaña el cristal.

– No lo sé -reconozco-. No me sorprendería.

Ella se muerde el labio inferior y mantiene las manos parapetadas contra la oscura ventana, con una expresión de excitación anticipada en el rostro. Tiene un aspecto muy juvenil.

Vuelve la luz.

Los aviones han dejado sus mensajes sin sentido; ya se ven las nubes de humo, oscuridad sobre oscuridad. La señorita Arrol se sienta y levanta su vaso. Mientras yo hago lo propio, se inclina en la mesa y susurra en tono conspirativo:

– Por nuestros intrépidos aviadores, vengan de donde vengan.

– Y sean quienes sean -añado, rozando mi vaso con el suyo.


Cuando nos disponemos a marcharnos, un ligero olor a humo graso, solo perceptible por los olfatos más finos del restaurante, nos deja la señal inequívoca del paso de los aviones junto a la gramática estructural del puente, tal vez a modo de crítica.


Esperamos el tren. La señorita Arrol está fumando. Suena la música en la zona de espera de las clases acomodadas. Ella se estira en su asiento y reprime un bostezo.

– Lo siento -dice-. Señor O… Bueno, a estas alturas podemos tutearnos. Si te llamo John, ¿tú me llamarás Abberlaine, pero nunca «Abby»?

– Por supuesto, Abberlaine.

– De acuerdo… John. Imagino que estás cualquier cosa menos contento con tu nueva vivienda.

– Es mejor que estar en la calle.

– Sí, claro, pero…

– Aunque no mucho mejor. Y sin el señor Lynch, todavía estaría más perdido, si cabe.

– Mmm, me lo imaginaba. -Parece preocupada y mantiene la mirada fija en uno de sus brillantes tacones negros. Se pasa un dedo por los labios, sin abandonar su serio semblante. De pronto, alza la mano-. Ah, tengo una idea. -Su rostro se ilumina con una traviesa sonrisa.


– Lo construyó mi bisabuelo paterno. Un momento, a ver si encuentro las luces. Creo que están… -Se oye un ruido sordo-. ¡Mierda! -grita la señorita Arrol.

– ¿Estás bien?

– Sí, sí. Me he dado un golpe en la barbilla. Bueno, a ver esas luces. Me parece que están… no. Maldita sea, no veo nada. No tendrás un encendedor, ¿verdad, John? Es que he gastado la última cerilla con el cigarrillo.

– No. Lo siento.

– De acuerdo. ¿Me alcanzas tu bastón?

– Cómo no. Toma. ¿Estás…? ¿Lo tienes?

– Sí, lo tengo. -Oigo cómo se abre camino a tientas entre la oscuridad, balanceando el bastón. Dejo mi maleta en el suelo, esperando comprobar si mis ojos se adaptan a las tinieblas o no. Puedo ver discretos halos de luz, apenas perceptibles, más allá de una esquina, pero aquí dentro todo es negro. Desde lejos, oigo la voz de Abberlaine Arrol-. Tenía que estar cerca del puerto. Por eso lo construyó. Después hicieron el club deportivo arriba, pero él era demasiado orgulloso como para aceptar la indemnización y vender su parte, así que ha seguido perteneciendo a la familia. Mi padre siempre dice que lo venderá, pero no nos iban a dar demasiado, así que lo utilizamos como almacén. Había humedades en el techo, pero las arreglaron.

– Ajá. -Escucho a la joven, pero lo único que puedo oír es el sonido del mar. Las olas peinan las rocas de los muelles cercanos. También puedo olerlo; parte de su mojado frescor parece impregnar el aire.

– ¡Por fin! -exclama la señorita Arrol, con la voz apagada. Un clic y se hace la luz. Estoy de pie frente a la puerta de una gran estancia, prácticamente diáfana, con dos niveles y llena de muebles viejos y cajas de embalaje. Desde el techo, alto y con manchas de humedad, cuelgan enrevesados racimos de lámparas. El barniz se descama de los paneles de las paredes, colocados tiempo atrás. Hay sábanas blancas por todas partes, cubriendo a medias antiguos aparadores, armarios, sillones, sillas, mesas y cómodas. También hay otros muebles completamente tapados, envueltos y apuntalados como inmensos regalos blancos y antiguos. Donde antes se veían vagos halos de luz, ahora aparece una gran pantalla negra formada por las ventanas que nos muestran la noche. De una habitación contigua, sale Abberlaine Arrol, con el sombrero en su sitio, y frotándose las manos para limpiarse el polvo.

– Bueno, esto está mejor -dice mientras echa un vistazo a su alrededor-. Un poco sucio y desértico, pero es tranquilo y más íntimo que su habitación del B7 o de donde sea.

Me devuelve el bastón y empieza a caminar entre los muebles, levanta las sábanas y mira debajo, desata una tormenta de polvo al investigar los contenidos de la inmensa estancia. Estornuda.

– Debe de haber alguna cama en algún sitio. -Mira hacia las ventanas-. Habría que cerrar los postigos. Aquí no entra mucha luz, pero sí la suficiente como para despertarte por las mañanas.

Me acerco a las altas ventanas de obsidiana enmarcadas por una desconchada pintura blanca. Los pesados postigos chirrían al deslizarse sobre los cristales cubiertos de polvo. En el exterior, hacia abajo, puedo ver una línea rota de espuma blanca y algunas luces lejanas, la mayoría procedente de algunos barcos atracados en el puerto. Por encima, donde espero ver el puente, solo hay oscuridad, negra y completa. Las olas relucen como millones de cuchillos mortecinos.

– Aquí. -La señorita Arrol ha encontrado la cama-. Puede que esté algo húmeda, pero seguro que encuentro sábanas en algún sitio. A lo mejor en esas cajas.

La cama es grande, con un cabecero de roble tallado con dos inmensas alas extendidas. Abberlaine escarba entre las cajas y los baúles buscando las sábanas. Yo pruebo la cama.

– Abberlaine, eres muy amable, pero ¿seguro que no te buscarás problemas por esto? -pregunto mientras estornuda de nuevo desde una polvorienta caja-. ¡Salud!

– Gracias. No, no estoy segura -admite mientras saca unas mantas y varios fajos de periódicos de un baúl-, pero en el caso improbable de que mi padre se enterase y se molestase, podría intentar hablar con él. Tú no te preocupes. Aquí nunca viene nadie. Ajá. -Encuentra un edredón grande y varios juegos de sábanas y almohadas. Hunde el rostro en ellos y aspira profundamente-. Sí, parece que están secos.

Hace un fardo con las prendas que ha encontrado y se acerca para hacer la cama. Me ofrezco a ayudarla, pero se niega.

Me quito el abrigo y voy en busca del cuarto de baño. Es unas seis veces mayor que la habitación 306 del nivel B7. Da la impresión de que en la bañera cabe una lancha. La cisterna funciona, del grifo sale agua corriente, y el bidé y la ducha no tienen ningún problema. Me miro en el espejo, me peino, me arreglo la camisa y busco posibles restos de comida entre mis dientes.

Cuando vuelvo a la sala principal, la cama está lista. Las grandes alas de roble se abren ante un edredón blanco de plumón. Abberlaine Arrol se ha marchado. La puerta principal del gran apartamento oscila de un lado al otro.

Cierro la puerta y enciendo casi todas las luces. Cuelgo una lámpara de una de las cajas de embalaje que hay junto a mi cama fría y enorme. Antes de apagar las luces, me quedo tumbado un rato, mirando los grandes círculos huecos que las aguas ya secas dejaron en el yeso que tengo justo encima.

Borrosos y apagados, remanentes de antiguos lamentos, me miran como antiguas imágenes pintadas del estigma que llevo en mi propio pecho.

Extiendo la mano hacia la lámpara y enciendo de nuevo la oscuridad.