"El puente" - читать интересную книгу автора (Banks Iain)

Cuatro

Es la de la muerte, eso me dijo el viejo cabrón cuando intentaba sacarle información. Le dije que era un viejo pervertido, porque yo ya estaba harto y le rajé el cuello; te he preguntado dónde estala puta Bella Durmiente, no si es de la muerte o no es de la muerte o lo que coño me estés diciendo. No, no, me dijo con la sangre chorreando y salpicando por todas partes, no, no; he dicho Isla de la Muerte, en la Isla de la Muerte encontrarás a la Bella Durmiente, pero ten mucho cuidado con… Y entonces el cabrón va y se muere. Menuda mierda. Me quedé un poco preocupado y eso, pero estas cosas pasan por algo.

No me acuerdo de dónde escuché hablar de esa Bella Durmiente. Llevo unos días dando vueltas por una feria con toda esa magia y eso; todos los sitios están llenos de magos y brujos y brujas estos días, no se puede entrar en algunas ciudades sin ver a uno de esos capullos haciendo hechizos y convirtiendo a alguien en una rana, en un sapo y eso. Pero por muy listos que sean y mucha magia, también tienen que construir casas y plantar huertos, que la magia no da de comer y eso. Porque la magia vale para esconder oro y convertir a la gente en cosas y borrarla memoria de las personas y eso, pero no vale para arreglar una rueda o para sacar el agua de tu casa cuando se ha inundado. No sé cómo funciona la magia, a lo mejor cada mago hace cosas que no hacen los otros, o a lo mejor no pueden meterse en las cosas de los otros, porque si no el mundo sería maravilloso y toda la gen te estaría contenta y feliz y eso. Pero las cosas no son así y para mí mejor, porque si no nadie necesitaría a gente como yo (y el mundo sería un coñazo y eso).

Estos días estoy haciendo bastantes cosas, la faena va bien, sobre todo porque todos estos brujos son tan sofisticados que no se acuerdan de que una espada hace cosas que no hacen los hechizos, sobre todo si el enemigo se espera un hechizo y no una espada. Bueno, yo tengo una armadura mágica y una daga encantada, pero no me gusta usar esas cosas, yo siempre digo que es mejor usar una espada bien afilada y eso.


Adivina, adivinanza.

Está en dantesca y también en larga,

aunque en verdad es corta y muy afinada.

Si la usas bien, la vida te salva.

Si la usas mal, la misma te mata.


Ni caso, es la daga, que es que resulta que habla. Y la respuesta es daga, no te jode. Tiene una voz de pito que me pone de los nervios, pero a veces es útil, porque puede ver en la oscuridad y eso, y decir quién es amigo o enemigo, y a veces hasta ha saltado al cuello de algunos malos que me han tocado mucho los cojones. Es útil, sí. Es que había una bruja joven y guapa, que un brujo se la quería tirar y ella no quería, y a mí me contrataron para cargarme al brujo y la chica me regaló la daga para darme las gracias y eso. Me dijo que solo era una copia, pero que venía del futuro y podría servirme. Y también hizo más cosas para darme las gracias, la guarrilla. Las brujitas también hacen magia en la cama. A ver si vuelvo a verla otro día.

A lo que íbamos. Eso. Que me enteré de lo de la Bella Durmiente no sé dónde y empecé a buscarla, pero no era fácil. Y por fin el viejo cabrón me dijo eso de la Isla de la Muerta, o de la Muerte, o lo que sea, pero va y me lo cargo antes de que me lo diga todo. Es que no tengo paciencia y eso, pero qué le vamos a hacer. No sé qué dicho hay sobre no sé qué del perro viejo. Vaya, que no es que yo sea viejo, porque hay que estar joven y cachas para ser un caballero de la espada (a lo mejor por eso la bruja… bueno, da igual). ¿Dónde estaba? Ah, sí. La Isla de la Muerte.

Bueno, al grano. Después de muchas aventuras emocionantes y eso, me encontré con un brujo al que pedí que hiciera un conjuro para ir a un sitio que se llama el Inframundo, y me tuvo asando gatos vivos a fuego lento durante tres semanas o así, pero funcionó. El brujo me dio instrucciones y unos consejos y eso, pero yo tenía la cabeza como un bombo porque había bebido vino la noche antes y no capté todo lo que decía el brujo y además estaba nervioso porque por fin iba al Inframundo. «¡Cuidado con el Leteo, las aguas del olvido!», dijo el brujo, y yo ahí de pie, en la bodega de su castillo, con la cabeza dándome vueltas y eso, y pensando que ojalá me lo hubiera dicho antes de empezar a pimplar ayer. «¿Cuidado con qué? ¿El lechero?», le pregunto. «¡Leteo!», grita. Vale, tío. Me metí en esa cosa con forma de estrella que ha pintado en el suelo de la bodega.

Menudo sitio este. Hay un montón de gente gritando y llorando yeso, todos encadenados a las paredes y los túneles, vaya panorama para un resacoso. Me estaban hartando y quería matar a unos cuantos, pero aunque los rajaba seguían gritando y chillando y eso, así que era una pérdida de tiempo. Seguí bajando por los túneles y vi fuegos en agujeros y charcos de hielo con gente gritando dentro, y me preparé la espada y ojalá hubiera traído una botella de whisky porque me moría de sed.

Tuve que andar muchos kilómetros, pensando que encontraría una estación de tren enseguida, pero no tuve suerte, solo había esos cabrones gritando y aullando todo el tiempo y mucho humo y fuego y hielo y viento y eso. Pensé que podría beber un poco de agua de esos charcos, pero me acordé del agua esa del Lechero, o Letero, o lo que sea, y no bebí.

Al cabo de un rato, el ambiente se hizo más tranquilo; subí por un túnel muy largo hasta un sitio más claro, pero que seguía siendo bastante oscuro y triste, y llegué al final de un acantilado y vi debajo un río con nubes y niebla y eso. Ni un alma, ni siquiera uno de esos cabrones encadenados que gritaban. Ya pensaba que el brujo me había tomado el pelo. Menuda sed tenía, y parecía que no habría ningún bar por allí, solo las rocas y el río. Caminé por el borde del río un rato y me encontré a un tío que arrastraba una piedra redonda enorme hacia arriba de la colina. Parecía que lo hacía mucho, porque había un surco en el lado de la colina. «¿Qué pasa? Estoy buscando el ferry. ¿Hay algún puerto o algo por aquí cerca?», le pregunto. El tío ni me mira y sigue con su roca para arriba y cuando llega la roca se cae rodando abajo, y el muy burro baja corriendo a buscarla y la vuelve a subir. «¡Oye, tú!», le digo, pero no me hace caso, «¡Eh, el de la roca! ¿Dónde está el puerto para pillar el barco?». Le doy con la espada plana en el culo y me pongo delante de la roca para pararlo.

Qué mala suerte tengo, el subnormal no sabe ni hablar, dice cosas raras en un idioma raro y no pillo una mierda. A ver, déjame pensar. Intenté decirle por señas lo que estaba buscando, y me pareció que me entendía pero no dijo ni mu, y le dije que lo ayudaría a arrastrar la roca si él me ayudaba. El muy capullo me hizo subir la roca primero. Cuando llegamos arriba hice unos boquetes para que la piedra no se escape y eso. El tío estaba contento y señaló abajo, al río, y dijo: «Cabronte», o algo así, y luego desapareció en la niebla y la roca se quedó arriba de la colina.

Seguí caminando por el borde del río y vi un pájaro tremendo, enorme, volando en la niebla y aterrizando en una roca donde hay un tío atado, y el pájaro se le pone encima y se lo empieza a zampar y el tío gritaba y gritaba como un loco, pero cuando me acerco el pájaro se asusta o algo, porque se larga volando. Me subí a la roca para ver cómo está el tío, pero se curó rápido, porque no tenía ningún rasguño donde el pajarraco o el águila o lo que sea había empezado a merendar.

– Perdona, tío. ¿Voy bien para pillar el barco?

Otro espabilado. Intenté hablarle por señas, pero el tío ni caso. Seguía gritando y agitando las cadenas. Menuda pérdida de tiempo, como intentar cogerse la nariz con manoplas. El pajarraco volvió y empezó a arañarme en la cabeza, y yo no tenía el cuerpo para historias y cogí la espada y le corté una de sus alas; el pájaro se cayó al río y se fue flotando y pataleando. El tío de la roca empezó a patalear también y a mover las cadenas.

– Da igual, tío -le dije, y me bajé de la roca.

Ni puerto, ni leches. Me quedé mirando el río y pensando en beber un poco de agua.


Adivina, adivinanza.

Ni hombre ni mujer soy.

Si me buscas, me encontrarás hoy

cuando lo adivines…


«Ay, cállate», dije a la daga mientras la agitaba delante de mi cabeza, porque estaba muy preocupado y con la cabeza como un bombo.


Adivina, adivinanza.

Por el mar surcan las olas.

Por el aire vuelan en el cielo.

Cuando digas las palabras mágicas,

el ave emprenderá el vuelo…


– Como vuelvas a abrir la bocaza, acabarás hablando con los pescados y los cangrejos, ¿me entiendes? -le dije a la daga, pero entonces vi a un tío que llevaba una especie de barco raro entre la niebla. El cabrón era muy feo y llevaba ropas negras y eso. Estaba de pie en el barco con los brazos cruzados. La verdad es que no sé cómo andaba el barco, supongo que por magia y eso. Cuando se acerca al borde, me subo. El tío me extiende la mano y se la cojo. «El hombrecillo de la feria», me dice sin soltarme. Ay, ay, ay…

Saqué la espada, hay que ir al tanto con esta gente. Se la puse en el cuello, pero el tío se quedó tan ancho.

– ¿Cabronte? -le pregunté.

– Caronte -me corrigió, pero parecía que le daba igual.

– No llevo pasta encima. ¿Qué tal si me lo apuntas en mi cuenta? -le dije, pero no coló.

– Debes llevar monedas. Todos los muertos deben pagar el viaje al barquero del Inframundo.

Genial. Un agarrado.

– Oye, pero yo no estoy muerto -le contesto.

– La seguridad ya no es lo que era -dice-. Tal vez sí puedas hacer algo por mí, si eres diestro con el arma blanca que empuñas.

Supongo que quiere decir la espada.

– Vale, tío. ¿Y qué quieres?

Así que me pagaba el viaje por el agua si le conseguía la cabeza de un perro que vivía al otro lado del río, en la Isla de la Muerte, y me dijo que el perro nunca perdía la cabeza. Es que resulta que el tal Cabronte quería un mascarón para el barco. Menuda cosa más rara de pedir, la verdad, pero supongo que aquí abajo la gente se vuelve un poco rara y eso.

En el otro lado del río también estaba oscuro. Cabronte se quedó esperando en el barco mientras yo subía por un camino a una especie de palacio o algo buscando al perro ese. Y de repente el cabrón del chucho me saltó encima. ¡El muy capullo tiene tres cabezas! Ladraba y gruñía mucho. Ahora pillo lo que decía el colega de que el perro no perdía la cabeza. Bueno, le corté una sin problemas… Aunque…, ¿cuántas licencias se necesitan para hacer esto, una o tres? ¿Y si luego al chucho le crece otra cabeza en el hueco? Ay, y qué coño me importará a mí…


Adivina, adivinanza.

Cuando maúlla el gato y ladra el perro,

cuando el loro habla y salta el ciervo,

busca la palabra que te dará el texto…


– ¡Eh, chucho! ¡Busca, busca! -le grito al pedazo de perro y le tiro la daga que seguía hablando y hablando por el acantilado, y el chucho salta a buscarla.

Me incliné y vi cómo se estampaba el perro en el fondo. Estaba encantado hasta que la puta cabeza que le había cortado pasó rodando a mi lado y también se cayó al acantilado. ¡Cabrona! Había perdido la cabeza y la daga, y me metí en el palacio de bastante mala leche y eso. Dentro estaba muy oscuro. Y como no veía una mierda me di un golpe en la cabeza con una puerta baja o algo. Creo que me salía sangre, porque la sangre se me metía en los ojos y no me dejaba ver nada. Iba tropezando por los sitios y quería saber dónde demonios estaba, chocándome con todo y cagándome en todo y eso. Y luego empiezo a escuchar un silbido y un ruido de flechas que me pasan por delante y chocan con las columnas y las paredes y eso. Yo casi no veía nada, pero pude ver a una especie de tía que me silbaba y me tiraba flechas. Menuda mierda. Ojalá hubiera tenido la daga.


Adivina, adivinanza.

Las piedras son grandes.

Las piedras son pequeñas.

Las piedras engañan

y no…


– ¡Cállate la puta boca y sube!

Y entonces la daga empezó a volar y se puso delante de mi mano y la pillé. Entonces la tiré y la tía que silbaba hizo un ruido muy raro y se calló. Me acerqué y miré a esa mujer horrorosa que me tiraba las flechas y todavía no veía bien, pero vaya pelos llevaba, parecían colas de rata. A lo mejor hacía años que no se los lavaba y eso. Estaba allí tumbada boca abajo llena de sangre porque tenía la daga clavada en el cuello, y se la arranqué de cuajo, y la sangre era rara, como ácido o algo así. Da igual, yo voy a ver si encuentro a la Bella Durmiente y eso.


– ¡Joder, espera un momento!

Otro chichón en la cabeza. Lo que pasa es que encontré una habitación pequeña, que era la única habitación del palacio que tenía cosas, porque lo demás estaba todo vacío. No había más mujeres feas ni perros con muchas cabezas, pero tampoco había ningún tesoro. Yo ya me pensaba que sería otra pérdida de tiempo y ya me estaba cabreando, pero por lo menos podría encontrar a esa piba durmiendo que seguro que estaba buenísima y se despertaría con un beso que yo le daría para revivirla.

¡Pero era un tío! Era una habitación con un hombre tumbado en una cama con la cara blanca y durmiendo. Tenía cosas como cofres de metal a los lados y cosas pequeñas, como cuerdas, atadas en su cuerpo. Menuda mierda. Cuando estoy a punto de rajarle el cuello, un trozo de pared se pone a hablar de repente y aparece un cuadro que se mueve. Es la cara de una pelirroja que no está mal.

– No lo hagas -me dice.

– ¿Y tú quién coño eres? -me acerco al cuadro y le pregunto.

– No lo mates -me dice la tía.

Toco el cuadro y resulta que parece de cristal. Voy a la habitación que hay detrás, pero no hay nada de nada. Ni una ventana y eso.

– ¿Y por qué no puedo matarlo? -le pregunto a la pelirroja.

– Porque él se convertirá en ti; tú te matarás a ti mismo y él vivirá de nuevo, en tu cuerpo. Ahora, márchate. No mires la cabeza de Medusa, y no cojas la…

Entonces el cuadro cambia y la voz se pierde, parece como cuando la tía fea esa silbaba. Le pego un toque con la punta de la espada y va y se rompe. Y un trozo de cristal me da en la cara y me sale sangre otra vez. Menuda mierda. Me doy la vuelta para largarme y veo que hay una cosa pequeña de oro como una estatua de una rana grande o algo, sentada en el borde de una ventana. Pesa un huevo, así que debe de ser de oro, así que me la llevo en el bolsillo y me largo de aquí. Total, el tío de la cama parece que está medio muerto ya, así que da igual. Pensé que miraría a la piba del cuadro, pero estaba cansándome y eso, y no tenía nada para beber ni para comer, o sea que decidí largarme a casa. Casi me caigo encima del cuerpo de la tía fea. Entonces me acordé del Cabronte y pensé que pocos perros más debían de correr por allí, así que le corté la cabeza a la tía y me la colgué al hombro. Sus pelos parecían serpientes, de verdad.

Volví donde Cabronte y su barco, y el hombre todavía estaba con los brazos cruzados con esa cara de cabreo y eso.

– Qué pasa, Cabronte. Oye, que no había ningún perro y le he cortado la cabeza a esta mujer. ¿Te vale?

Le enseñé la cabeza de la tía fea y el tío parecía que se asustaba y eso. ¡Y lo más fuerte es que el tío se hizo de piedra delante de mis propios ojos! El tío-estatua se cargó el suelo del barco y se fue para abajo, y el barco se hundió en el agua. Joder, qué susto. Enseguida tire la cabeza de la mujer aquella al agua. Menuda mala suerte. ¿Y a mí por qué no me habrá pasado lo mismo? Me senté en la orilla y pensé que no era mi día de suerte. Qué va.

Entonces me pareció que escuchaba un ruido que venía de mi bolsillo y saqué la estatua pequeña de oro que parecía una rana, pero tenía como unas alas en la espalda. La miré y miré el agua y pensé que podía nadar con ella tranquilamente. Tuve que dejar la armadura mágica y eso, me puse la espada en la espalda atada en el cinturón, y el cinturón alrededor de la estatua dorada, y me metí en el agua y empecé a nadar. Llevaba los calcetines puestos y la daga mágica metida en uno. Está complicado lo de nadar tan cargado de cosas, pero nadaré como un chucho y ya está. Al final llegué a la otra orilla del río. El agua no estaba mala y además yo tenía sed. Me senté en el borde, al lado de la roca del tío encadenado, pero el pajarraco muerto ya no estaba. Pero el tío de la roca estaba muerto porque parecía que algo le había salido de dentro y había explotado y estaba por todas partes. Un poco asqueroso. La estatua dorada hacía otro ruido diferente muy raro. No sabía si me estaba diciendo algo o si el golpe de la cabeza que me había hecho antes me hacía escuchar voces y eso. Pero la estatua pequeña dorada hacía como un ruido y me la acerqué a la oreja a ver qué. Menuda cagada.

– Bien, bien. Lo honra, y mucho, el haberse dignado a venir a rescatarme de las entrañas del Infierno. No pensé que el sueño telepático acerca de la Bella Durmiente fuera a funcionar entre ambos mundos, y tampoco creí que lo fuera a lograr. Aunque debería de haber supuesto que pasaría perfectamente por una sombra; nunca fue usted brillante ni en sus mejores momentos, ¿me equivoco? Por otro lado, juraría que estas rocas son metamórficas y no ígneas… Bien, pequeño Orfeo, salgamos de aquí antes de que consiga que lo conviertan en algo. Sugiero que…

(Y yo pienso: Oh, no…)


Adivina, adivinanza…


– Madre de Dios. Un arma como las de los bardos. ¿Cómo demonios es posible que esto haya llegado a sus toscas manos? ¿Acaso la encontró usted, o fue al contrario? En fin, sea como fuere, si hay algo que no soporto es a los objetos que hablan. ¡¡Silencio!!

Y se calló la boca. La daga no dijo una puñetera palabra más. Pero la estatua pequeña de la rana que tenía en la oreja ya no era de oro y se había sentado encima de mi hombro y parecía como un gato o un mono y hablaba con una voz que me sonaba un poco…

– ¿Familiar? -dijo-. Eso es total y absolutamente cierto.

– ¡Oh, no! ¡Menuda mierda!


Una búsqueda abandonada… el olor de la sal y el óxido. Aquí reina la oscuridad, estoy enterrado bajo la estructura como un desecho, deambulando entre la luz y las sombras junto al sonido del mar…

Despierto lentamente, todavía inmerso en los toscos pensamientos del bárbaro, con mis propios pensamientos enredados. Una luz tenue se cuela por los bordes de los postigos y penetra en este espacio amplio y revuelto, dibujando los muebles cubiertos y alimentando mi conciencia, que lucha, como un brote naciente pelea por abrirse paso entre el barro.

Las sábanas, blancas y frías, se enredan en mi cuerpo como cuerdas, que intento acomodar lentamente para sentirme más cómodo. Pero no puedo. Estoy atrapado, atado; el pánico me invade en un instante y, de pronto, estoy despierto, frío, empapado en sudor y sentado en la cama, frotándome la cara y mirando a mi alrededor en esta estancia lóbrega y callada.

Abro los postigos. Unos diez metros más abajo, el mar emerge de entre las rocas. Dejo la puerta del baño abierta, para poder escuchar su suave murmullo mientras estoy en la bañera.


Desayuno en un bar modesto que hay cerca de aquí. Los camareros caminan a trompicones entre mesas muy juntas con largos manteles blancos. Las gaviotas graznan y vuelan en círculo alrededor del edificio, donde están tirando sobras desde la cocina. Las alas de los pájaros brillan a la luz del día, y los delantales de los camareros chocan contra las mesas y las golpean. Llego al bar desde la habitación 306, donde he acudido para comprobar si tenía correo. Nada. Las láminas de metal de los talleres inferiores chirriaban debajo de mí.

Alargo al máximo mi última taza de café.


Me paseo de un lado al otro del puente. Muchos de los pesqueros ahora tienen dos dirigibles. Algunos de los globos deben de estar anclados directamente en el fondo del mar; unas boyas de color anaranjado marcan el lugar donde sus cables se encuentran con las olas.

Me tomo un bocadillo y una taza de té aguado para comer, sentado en un banco al aire libre. El tiempo cambia y empieza a hacer frío mientras el cielo se cubre de un gris espeso. Cuando llegué aquí, empezaba la primavera y ahora el verano casi ha terminado. Me lavo las manos en un baño público de una estación y tomo un tranvía (para obreros) hasta la sección donde debería estar la biblioteca perdida. Busco y sigo buscando, me subo en todos los ascensores y recorro todos los pasillos, pero no encuentro el dichoso ascensor en forma de «L» que estoy buscando, ni al viejo ascensorista. Mis pesquisas encuentran respuestas vacías.

La superficie del mar es ahora gris como el cielo. Los dirigibles tiran de los cables, impulsados por el viento. Me duelen las piernas de tantas escaleras que he subido. La lluvia golpea los cristales sucios de los altos pasillos. Me siento, intentando recobrar fuerzas.

Bajo la cumbre del puente, en un pasillo oscuro y con goteras, me encuentro con un gran charco lleno de bolas blancas pequeñas, justo bajo una claraboya rota. Las bolas no son lisas, tienen la superficie cubierta de pequeños hoyos y parecen muy duras. Mientras estoy mirando, otra bola cae volando desde la claraboya al suelo del pasillo. Arrastro una vieja silla cuya tapicería ha sido devorada por las polillas, la coloco bajo la claraboya y me subo encima, sacando la cabeza por el cristal roto.

A lo lejos, veo a un anciano alto de pelo blanco. Lleva unos pantalones de cuadros, un suéter y una gorra. Balancea un palo frente a un objeto pequeño que tiene delante de los pies. Una pelota blanca sale volando por los aires, directa hacia mí.

– ¡Bola! -grita el hombre (a mí, creo). La bola rebota cerca de la claraboya. El anciano se quita la gorra y, con los brazos en jarras, me mira. Me bajo de la silla y veo una escalera en un hueco, que lleva arriba. Cuando subo, no hay ni rastro del anciano. Aunque sí hay un pesquero de arrastre, rodeado de operarios y patrones. Está bajo una torre de radio estropeada, con los dirigibles desinflados colgando de las vigas más cercanas, como unas alas rotas. Está lloviendo con fuerza y las gotas aporrean furiosamente los chubasqueros de los trabajadores.


A media tarde, tengo los pies tremendamente cansados y el estómago me ruge con furia. Compro otro bocadillo y me lo como en el tranvía. Hay un monótono trecho de escaleras en espiral hasta la vieja vivienda de los Arrol. Cuando por fin llego, me duelen las piernas. Me siento como un ladrón en el desértico pasillo. Sostengo la llave del apartamento frente a mí como si fuera una pequeña daga.

El sitio es frío y oscuro. Enciendo algunas luces. Las olas grises rompen en blanco en el exterior, y el olor a salitre penetra en las frías estancias que ahora ocupo. Cierro las ventanas que he dejado abiertas por la mañana y me tumbo en la cama, solo un momento, pero caigo dormido. Regreso al páramo donde trenes imposibles me atrapan en túneles estrechos. Veo al bárbaro que recorre un infierno de dolor y tormento; yo no soy él, estoy encadenado a una de las paredes, gritándole… Él corre, arrastrando la espada. Vuelvo al puente de hierro macizo que gira hasta la eternidad en el círculo atravesado por el río. Corro y corro bajo la lluvia hasta que me duelen las piernas…

Me despierto de nuevo, empapado, pero en sudor, que no en agua de lluvia. Siento calambres en las piernas. Están tensas y agotadas. Suena un timbre, vuelve a sonar, y me doy cuenta de que llaman a la puerta.

– ¿Señor Orr? ¿John?

Me levanto de la cama y me arreglo un poco el pelo. Abberlaine Arrol está en el umbral de la puerta, con un largo abrigo oscuro, sonriendo como una colegiala traviesa.

– Hola, Abberlaine. Pasa.

– ¿Cómo estás, John? -Entra en el apartamento, mirando la estancia iluminada y volviendo la cabeza de nuevo hacia mí-. ¿Todo bien por aquí?

– Sí, muchas gracias. ¿Puedo ofrecerte una de vuestras sillas?

– Puedes ofrecerme una copa de nuestros vinos -responde riendo. Efectúa un grácil movimiento sobre un pie y hace volar su abrigo, enviándome un fuerte aroma de perfume almizclado y alcohol. Le brillan los ojos. Me señala un cofre medio cubierto por una sábana.

– Ahí. Yo iré por unas copas. -Se dirige a la cocina.

– Anoche te fuiste de repente -le comento mientras abro el cofre, que contiene botelleros con vinos y licores de todo tipo. Oigo un tintineo procedente de la cocina.

– ¿Qué dices? -pregunta, acercándose con dos copas y un sacacorchos.

Escojo un vino más bien joven y de buen color.

– Estaba echando un vistazo a este lugar y, cuando volví aquí, te habías marchado. -Me alcanza el sacacorchos, con una expresión ciertamente sorprendida.

– ¿Eso hice? -dice vagamente, levantando las cejas-, madre mía. -Sonríe, se encoge de hombros, se deja caer en un sofá. Todavía lleva el abrigo, pero deja entrever sus piernas envueltas en medias negras, sus tacones altos y un toque rojo en el cuello y en las piernas-. Vengo de una fiesta.

– ¿En serio? -Abro el vino.

– Sí… ¿Quieres ver mi modelito?

– ¿Por qué no?

Se pone de pie, extendiéndome las copas. Se desabrocha el largo abrigo negro y empieza a quitárselo lentamente desde los hombros, dejándolo caer con una pirueta en una silla.

Lleva un vestido de satén rojo brillante, que termina a la altura de las rodillas, pero con un corte que deja ver todo el muslo. Cuando se da una vuelta, veo un tramo de piel blanca entre el final de sus medias negras y el encaje negro de encima. El vestido va atado con un lazo, apenas visible, al cuello, y deja los hombros y los brazos descubiertos. El busto no lleva refuerzo.

Abberlaine Arrol está de pie frente a mí, con los brazos en jarras, mirándome. La oscuridad dibuja su silueta en la oscuridad de la tarde. Su rostro, impecablemente maquillado, me mira con aire divertido; estamos compartiendo algo. De pronto, se vuelve y escarba en los bolsillos de su abrigo, sacando lo que primero pienso que son otras medias, pero resultan ser unos guantes a juego. Se los pone lentamente; le llegan casi a los hombros. Sonríe profundamente y da otra vuelta sobre sí misma.

– ¿Qué te parece?

– Que no era una fiesta formal -afirmo, mientras sirvo el vino.

– Era una especie de fiesta de disfraces, ¿sabes? Yo voy de mujer suelta, pero bien ceñida. -Se cubre la boca con la mano mientras ríe y hace una reverencia para coger su copa.

– Estás impresionante, Abberlaine -le digo, muy serio (otra reverencia). Ella suspira y se pasa una mano por el pelo, se vuelve y empieza a caminar lentamente, con pasos calculados, dando golpecitos a un armario alto, de madera oscura, acariciando su superficie con los guantes. Bebe un trago de vino. La miro mientras se mueve entre los muebles tapados y destapados de la estancia, abriendo puertas, mirando en cajones, levantando esquinas de sábanas, dibujando líneas con los dedos sobre cristales polvorientos, sin dejar de tomarse el vino a pequeños sorbos. Por un momento, me siento olvidado, pero no insultado.

– Espero que no te importe que haya venido -me dice, mientras sopla para quitar el polvo a la pantalla de una lámpara.

– Por supuesto que no. Me he alegrado mucho de verte.

Se vuelve hacia mí, de nuevo con esa sonrisa. Entonces mira hacia el mar grisáceo y las nubes de tormenta del exterior, y se estremece, sin soltar la copa en ningún momento. Toma otro sorbo, con su curioso estilo, como si fuera una niña haciendo algo malo a escondidas.

– Tengo frío. -Se vuelve a mirarme, con unos ojos casi afligidos-. ¿Puedes cerrar los postigos? Parece que hace frío fuera. Encenderé el fuego, ¿te parece?

– Claro. -Dejo mi copa y me dirijo a los postigos para cerrar los grandes paneles de madera al exterior oscuro. Abberlaine convence a una vieja estufa de gas para encenderse, tras lo que se agacha para acercar sus manos a la fuente de calor. Me siento en una silla, cerca de ella, y observo cómo mira las llamas del fuego que silba.

Al cabo de un rato, parece despertarse de un sueño, y pregunta, sin dejar de mirar el fuego:

– ¿Has dormido bien?

– Sí, gracias. He estado muy cómodo. -Ella ha dejado la copa sobre la estufa; la levanta, bebe. Sus medias son de rejilla, con «X» pequeñas dentro de «X» grandes, letras intrincadas en tela transparente, amoldada a sus piernas en patrones de tensión curvada; tensos e iluminados por la blanca piel que aparece debajo, relajados y más oscuros en las curvas de las piernas, formando un conjunto de gramática entramada con las «X» mayúsculas y minúsculas sobre su pálida tez femenina.

– Me alegro -responde suavemente. Asiente lentamente, fascinada por el fuego, con las llamas anaranjadas reflejándose en su vestido de color rubí-. Me alegro -repite.

El calor calienta su piel; el aroma de su perfume se adueña despacio del aire que hay entre nosotros. Respira profundamente y espira, sin dejar de contemplar el fuego.

Termino mi copa, cojo la botella y me siento junto a ella, para llenar de nuevo su copa y la mía. Su perfume es dulce y fuerte. Ella se desliza para sentarse en el suelo, con las piernas a un lado, apoyada sobre un brazo detrás de su cuerpo. Me mira mientras lleno las copas. Dejo la botella, la miro a la cara; tiene una pequeña mancha de carmín en la comisura de sus labios. Me mira mientras la miro, y arquea ligeramente una ceja. Le digo:

– Tu pintalabios…

Saco el pañuelo que me había bordado de un bolsillo. Ella se inclina hacia mí para permitirme limpiarle la mancha roja de carmín. Siento su respiración sobre mis dedos mientras toco su boca con el trozo de tela.

– Aquí.

– Lo siento -dice-. He dejado huella en algunos cuellos. -Su voz es suave y débil, casi un susurro.

– Vaya -respondo, fingiendo desaprobación y negando con la cabeza-. Yo no iría por ahí besando cuellos.

– ¿No? -pregunta, negando con la cabeza.

– No. -Me acerco para rozar su copa llena con la mía.

– ¿Y entonces? -Su voz no se apaga, sino que adopta un nuevo tono, conspirativo, seguro, casi irónico. Es una invitación suficiente; no me he lanzado sobre ella.

La beso, lentamente, mirando sus ojos (y ella me devuelve el beso, lentamente, mirando los míos). El sabor de su boca es una mezcla de vino, de algo salado, y con una nota de cigarrillo. La aprieto ligeramente contra mi cuerpo, y pongo una mano en su cintura, sintiendo su calor a través del suave satén rojo; el fuego crepita detrás de mí y calienta mi espalda. Muevo mi boca lentamente sobre la suya, probando sus labios y sus dientes; su lengua se encuentra con la mía. Se mueve, inclinándose por un momento hacia un lado; pienso que va a apartarse, pero solo está buscando un lugar donde dejar su copa; entonces apoya sus manos sobre mis hombros y cierra los ojos. Su respiración se acelera levemente contra mi mejilla, y yo la beso con más fuerza, abandonando mi copa sobre el brazo de una silla.

Su cabello es suave y huele a ese perfume almizclado, su cintura es aún más estrecha de lo que parecía, y sus pechos se mueven bajo el vestido rojo, cubiertos, pero no prisioneros, por algo que lleva bajo el satén. Sus medias son suaves al tacto, sus muslos están calientes; me abraza, me aprieta y me aparta, toma mi cabeza con sus manos y me mira a los ojos, con destellos en los suyos. Sus pezones forman pequeñas protuberancias bajo el vestido. Su boca está húmeda, manchada de rojo. Sonríe, traga, respira fuerte.

– No pensaba que serías tan… apasionado, John -dice, con la respiración entrecortada.

– No pensaba que podría engañarte tan fácilmente.

– Aquí, aquí. En la cama no, hará frío. Aquí.

– ¿Hay algo que tengas que hacer primero?

– ¿Qué? Ah, no, no. Solo… Oh, vamos, Orr, quítate la chaqueta… ¿o me tengo que dejar esto puesto?

– Bueno, ¿y por qué no?


El cuerpo de Abberlaine Arrol está envuelto en negro, tallado y dibujado por sedas de obsidiana. Sus medias se unen a una especie de corsé con unas ligas; otro patrón de letras «X» forma una franja voladiza desde el pubis hasta donde un sujetador negro de seda fina, casi tan transparente como las medias, abraza sus pechos firmes y perfectos; me enseña cómo desabrocharlo por la parte frontal. Sus braguitas short -gasa negra sobre vello negro- siguen en su sitio, pero son lo suficientemente anchas. Nos sentamos juntos y nos besamos suavemente, sin movernos todavía después de haberla penetrado; ella está a horcajadas sobre mí, rodea mi cuerpo con sus piernas y con las manos me sujeta los hombros. Sigue llevando las medias y los guantes.

– Tus heridas… -susurra (yo apenas llevo ropa) acariciando la zona donde me pegaron con una suavidad adormecedora que me pone el vello de punta.

– No te preocupes -respondo, besándole los pechos (sus pezones son de un color muy oscuro, gruesos y con pequeñas hendiduras y arrugas en las cimas; las areolas son suaves y redondas)-. Olvídalas.

Me inclino hacia atrás, tumbándome sobre mi ropa apilada y su vestido rojo.

Bajo ella, me muevo lentamente, sin dejar de mirar su silueta dibujada al contraluz de las llamas de la estufa. Abberlaine está suspendida en el aire encima de mí, cabalgando, con sus manos en mi pecho, la cabeza gacha, y el sujetador desabrochado balanceándose al compás de su melena negra.

Todo su cuerpo está encerrado en la lencería, una trampa absurda que no podría hacerla más deseable. Una fuerza estremecedora emana desde dentro de su cuerpo, sus huesos, su carne y su mente, que forman todo lo que ella es. Pienso en las mujeres de la torre del bárbaro.

«X», un patrón dentro de otro, que cubren sus piernas, como nosotros, uno dentro de otro. El lazo en zigzag de sus braguitas, la cinta de seda enlazada que cruza su cuerpo; las tiras y las líneas, los brazos envainados como las propias piernas… todo un lenguaje, una arquitectura. Voladizos y tubos, lazos de suspensión, las líneas oscuras del liguero que cruzan sus muslos curvados hacia la cima más oscura de su cuerpo. Una obra de ingeniería en seda negra, que oculta y realza la mayor de las suavidades desde su propio interior.

Abberlaine grita, arquea la espalda, con la cabeza gacha y el cabello cayéndole por los hombros, se mueve hacia atrás, con los brazos extendidos en «V» detrás de ella. La levanto, consciente de pronto de mi presencia dentro de ella, una estructura de materiales oscuros, y mientras estoy sosteniendo su cuerpo, tomo conciencia del puente que tenemos encima, que se alza en la oscuridad del crepúsculo con sus patrones de «X» entrelazadas, sus piernas y sus pies, sus articulaciones, su carácter y su presencia, y su vida; encima de nosotros, encima de mí, y presiona hacia abajo. Lucho por sostener todo ese peso (ella se arquea más, grita más), se agarra a mis tobillos con las manos, y luego se corre, gimiendo como una estructura que se desmorona, con mi propia invasión dentro de su cuerpo (un miembro estructural, en realidad) que se mueve a su propio ritmo.

Abberlaine se desploma sobre mí, jadeando, relajada. Siento su respiración fuerte y el aroma almizclado de su cabello.

Me duele todo. Estoy exhausto. Me siento como si me acabase de follar al puente.


Me quedo dentro de ella, quieto, pero sin retirarme. Al cabo de un rato, ella me aprieta con fuerza desde su interior. Suficiente. Empezamos a movernos de nuevo, lentamente, suavemente.


Más tarde, en la cama, que estaba fría pero se calentó rápido, recojo con cuidado todas las prendas de seda negra (parte de su efecto, decidimos, es delinear líneas exactas para un programa concentrado de caricias). Este último acto es el más largo y contiene, como en las mejores obras, muchos movimientos distintos y cambios de tempo. En el clímax me estremezco, pero por ser más aterrador que placentero.

Ella está debajo de mí. Sus brazos me rodean los costados y la espalda, y sus piernas me aprisionan.

Mi orgasmo no es nada; un pormenor glandular, una señal irrelevante. Grito, pero no de placer, ni siquiera de dolor. El cautiverio físico, la presión, la acción de ser contenido como si fuera un cuerpo que hay que vestir, tapar, atar y envolver, tumbado y estático, me produce una sensación angustiosa: un recuerdo. Antiguo y nuevo, lívido y podrido a la vez; la esperanza y el temor de liberación y captura de animal y máquina, y estructuras entramadas; un principio y un fin.

Atrapado. Molido. Como una muerte fingida y una liberación. Esta mujer me tiene enjaulado.


– Tengo que irme -dice mientras me extiende la mano cuando vuelve con su ropa. Se la tomo, la aprieto-. Ojalá pudiera quedarme -añade con expresión triste mientras sostiene sus prendas contra su pálido cuerpo.

– No pasa nada.

Su familia la espera. Se viste, silbando, despreocupada. Una sirena de barco suena a lo lejos. Tras los postigos cerrados, reina la oscuridad de la tarde.

Un viaje rápido al baño; encuentra un peine que me muestra con expresión triunfante. Su cabello está terriblemente enredado, y se sienta pacientemente en el borde de la cama, con el abrigo puesto, mientras la peino con cuidado para deshacer los enredos. Busca en un bolsillo y saca una caja de cerillas y una cajetilla de cigarrillos finos. Arruga la nariz.

– Huele a sexo por todas partes -anuncia, mientras extrae un cigarrillo.

– No es verdad, ¿no?

Se vuelve para mirarme, extendiéndome el paquete de tabaco. Niego con la cabeza.

– Mmm… mala conducta -sentencia, encendiendo un cigarrillo.

La peino lentamente mientras ella espira aros de humo, letras «O» de color gris que ascienden hasta el techo. Apoya su mano contra la mía y la mueve conmigo mientras desenmaraño su melena. Suspira.

Me da un beso antes de marcharse, con la cara lavada, y el aliento fresco de humo gris.

– Me quedaría si pudiese -afirma.

– No te preocupes. Ya has estado un rato. -Me gustaría decir más, pero no puedo. Aún me acompaña el terror de estar atrapado y molido, como un profundo eco en mi interior que sigue resonando. Me besa.


Cuando se ha marchado, me tumbo durante un rato en la gran cama, que se enfría por momentos, escuchando las sirenas de los barcos. Una de ellas suena muy cerca; tal vez no me deje dormir en toda la noche, a menos que la niebla se disipe. Queda una ínfima nota de humo en el aire. En el techo, los descoloridos anillos del yeso parecen aros de humo que Abberlaine Arrol ha impreso con su cigarrillo. Respiro profundamente, intentando captar la última huella de su perfume. Tiene razón; la habitación huele a sexo. Tengo hambre y sed. Aún no es hora de cenar. Me levanto y tomo un baño, y me visto lentamente, con una agradable sensación de cansancio. Estoy apagando las luces, con la puerta delantera ya abierta, cuando veo un resplandor procedente de una entrada que hay al otro lado de la desordenada estancia. Cierro la puerta y voy a investigar.

Es una vieja biblioteca, con las estanterías desnudas. En una esquina, hay un monitor de televisión encendido. El corazón me da un vuelco, pero me doy cuenta de que la imagen no es la de siempre. La pantalla está en blanco, es un vacío texturizado; me dispongo a apagarla pero, antes de poder hacerlo, algo negro oscurece la imagen, y luego se aleja. Es una mano. La imagen se mueve y después se centra en el hombre postrado en la cama. Una mujer se aparta de la cámara y se sienta en el borde de la pantalla. Saca un cepillo y se lo pasa lentamente por el pelo, mirándose en un punto invisible, que debe de ser un espejo en la pared. La visión del hombre de la cama se ha alterado ligeramente; una silla está colocada en otro lugar, y la cama no está tan impecable como antes.

Al cabo de un rato, la mujer deja el cepillo, se inclina hacia delante, con una mano en la frente, y vuelve a echarse hacia atrás. Coge el cepillo y se marcha, pasa por delante de la cámara y oscurece toda la imagen. No puedo verle bien la cara.

Tengo la boca seca. La mujer reaparece a un lado de la cama, con un abrigo largo y oscuro puesto. Mira durante unos segundos al hombre, se inclina y lo besa en la frente, a la vez que se aparta el cabello de la cara. Coge un bolso del suelo y se marcha. Apago el televisor.

Hay un teléfono colgado en la pared de la cocina. Emite los mismos tonos irregulares, tal vez algo más rápidos que antes.


Salgo del apartamento y tomo un ascensor a la plataforma del tren.

Hay mucha niebla; las luces forman conos amarillos y anaranjados entre el espeso vapor. Pasan trenes y tranvías con sus silbidos y traqueteos. Deambulo por la pasarela del lado exterior del puente, con la mano apoyada en la barandilla. La niebla flota entre las vigas y las sirenas de los barcos aúllan desde el mar escondido.

Me cruzo con varias personas, la mayoría trabajadores ferroviarios. Huelo el vapor entre la niebla, el humo del carbón y las bocanadas de gasóleo. En una nave de operarios, varios hombres uniformados están sentados en torno a unas mesas redondas, leen periódicos, juegan a las cartas y beben de grandes jarras. Sigo caminando. El puente se estremece bajo mis pies y un ruido metálico estrepitoso suena en algún lugar frente a mí. El fuerte sonido resuena por el puente y rebota desde la arquitectura secundaria a través del aire cargado de niebla. Camino entre un silencio denso y oigo las sirenas sonar, una tras otra. Los trenes cercanos aminoran la marcha y se detienen. Arriba, las sirenas y las bocinas luchan por hacerse notar.

Avanzo por el eje del puente, a través de la niebla. Vuelven a dolerme las piernas y mi pecho palpita sin muchas ganas, como por simpatía. Pienso en Abberlaine; su recuerdo debería hacer que me sintiera mejor, pero no es así. Estaba en un lugar embrujado; los fantasmas de aquel ruido mecánico y la imagen casi inalterable estuvieron allí todo el tiempo, a pocos pasos de distancia, a un interruptor de distancia, posiblemente desde el momento en que la besé por primera vez, e incluso cuando sus cuatro extremidades me apresaron y grité de terror.

Ahora los trenes permanecen en silencio. No ha pasado ninguno en ninguna dirección en varios minutos. Las bocinas y los silbatos siguen compitiendo con las sirenas de los barcos.

Sí, muy dulce y agradable en realidad, y me encantaría entretenerme en ese recuerdo reciente, pero algo en mí no me lo permite. Intento recrear su olor y sentir su calor en mi cuerpo, pero lo único que viene a mi cabeza es esa mujer mientras se cepilla el pelo lentamente, se mira en un espejo invisible, cepillando, cepillando. Intento recordar el aspecto de la habitación, pero solo la veo en blanco y negro, desde un rincón; una cama y un hombre tumbado sobre ella.

Un tren se acerca a través de la niebla, emitiendo destellos, y se acerca hacia el sonido de las sirenas.

Y a partir de ahora, ¿qué? Pues más, mucho más, de lo mismo, me dice la parte recién saciada de mi mente; días y noches de lo mismo, semanas y meses de lo mismo. Por favor. Pero, en realidad, ¿qué? ¿Qué otra distracción, además de las bibliotecas perdidas, las misiones aéreas incomprensibles y los sueños inventados?

Sea como fuere, no veo que nada bueno pueda salir de todo esto.

Sigo caminando entre vapores, hacia sonidos de sirenas y gritos, hacia el crepitar de unas hogueras de una plataforma.

Primero veo las llamas, que se yerguen entre la niebla como mástiles temblorosos. El humo se alza como una sombra sólida entre las nubes de vapor. La gente grita, las luces parpadean. Algunos trabajadores ferroviarios pasan por delante de mí, corriendo hacia el lugar de los hechos. Entonces veo la parte trasera del tren que ha pasado hace unos minutos; es un convoy de emergencias, cargado de grúas y mangueras y ambulancias. Avanza lentamente sobre la vía, desaparece tras otro tren, este de mercancías, que se encuentra dos vías más cerca de donde yo estoy; los primeros vagones siguen sobre los raíles, pero los tres siguientes han descarrilado, y sus ruedas se apoyan sobre los canales metálicos del eje de los raíles, bien aprisionados, como los diseñadores del puente tenían bien previsto. El vagón posterior a estos tres está en posición diagonal sobre la vía, con los ejes a horcajadas sobre los raíles. Tras él, cada uno de los siguientes vagones se encuentra en peor estado que el anterior. Las llamas siguen levantándose; me encuentro cerca de su origen, siento el calor que me golpea la cara a través de la niebla. Me pregunto si debería retroceder sobre mis pasos; posiblemente no sea bienvenido aquí. No podría asegurarlo por la niebla, pero creo que estoy cerca del final de esta sección, donde el puente se estrecha como un reloj de arena en uno de sus lados, hacia el puente dentro del puente que une una sección con la siguiente.

Aquí, los vagones están desparramados donde la red central que interconecta las vías se dirige hacia el cuello del enlace con la siguiente sección, a la que acceden muy pocas líneas. El calor de este lado del tren descarrilado es terrible; grandes chorros de agua propulsados desde el tren de emergencias forman un arco sobre los vagones de mercancías que están ardiendo, siseando sobre sus maderas chamuscadas y sus armazones metálicos. Bomberos y trabajadores ferroviarios corren de un sitio a otro, mientras otros desenrollan mangueras y las conectan a las bocas de incendios. Las llamas se enroscan y tiemblan, el fuego se queja cuando el agua lo golpea. Sigo caminando, pero acelero el ritmo para escapar del calor de las llamas. El agua corre por los canales de drenaje de la plataforma y se evapora al reunirse con el sofocante calor del fuego; su vapor se añade a la niebla y a la cortina ascendente de humo negro. Algo ha prendido cerca del tren que arde y empieza a lanzar chispas a la caldera de vagones en llamas.

No puedo evitar taparme los oídos cuando paso junto a una de las sirenas que ululan entre la niebla desde uno de los laterales de la vía. Más trabajadores ferroviarios se dispersan a mi alrededor, gritando. El fuego se encuentra ahora a mi espalda, ruge entre las vigas. Al frente, el tren estrellado está tumbado, destrozado y volcado, tirado sobre las vías como si hubiera caído del cielo, como una serpiente muerta, con el armazón de sus vagones quemados a modo de costillas.

Más allá hay otro tren, más largo y con vagones de ventanillas mucho mayores que las del tren de mercancías, de las que emerge un enjambre de hombres. El morro del tren está enterrado en la locomotora aún sólida del convoy. Veo cómo ayudan a la gente a salir de entre los escombros. Hay camillas junto a la vía y el sonido de las sirenas de emergencias borra el de las sirenas de los barcos que hay más abajo. La energía colosal de esta escena desesperada me obliga a detenerme a contemplar el operativo de rescate. Del tren de pasajeros no dejan de sacar a gente ensangrentada y asustada. Se oye una explosión en los escombros que tengo detrás; los hombres corren hacia esta nueva catástrofe. Los heridos son evacuados en camillas.

– ¡Eh! ¡Usted! -me grita uno de los hombres. Está arrodillado junto a una camilla y sostiene el brazo ensangrentado de una mujer mientras otro hombre le practica un torniquete-. ¡Échenos una mano! ¡Ayude a transportar una camilla!

Hay diez o doce camillas a un lado de la vía. Los hombres se las van llevando a toda prisa, pero aún hay personas que esperan su turno. Paso por encima de los raíles, desde la pasarela al andén, me acerco a la hilera de camillas y ayudo a un trabajador ferroviario a transportar una. La llevamos al tren de emergencias, donde los camilleros se encargan de ella.

Se oye otra explosión, procedente del convoy de mercancías. Cuando regresamos con el siguiente herido, el tren de emergencias ha retrocedido sobre la vía para alejarse del peligro de las explosiones. Debemos transportar la camilla, con un hombre herido y lleno de sangre, a doscientos metros del convoy de mercancías, donde los camilleros nos relevan. Corremos de nuevo hacia el tren de pasajeros.

El siguiente herido podría estar muerto. En cuanto lo levantamos, vierte un gran chorro de sangre. Nos dirigimos a un oficial ferroviario, que nos ordena llevarlo a otro tren, que no es el de emergencias, sino uno que se encuentra algo más lejos, en la dirección opuesta.

Es un expreso, que viaja con retraso debido al choque de los otros dos trenes, y se encarga de transportar a algunas de las víctimas al hospital más cercano. Subimos la camilla a bordo. En lo que parece el vagón comedor de un tren de primera clase, un médico examina a las víctimas una a una. Dejamos a nuestro herido sobre el mantel blanco de una mesa, que queda salpicado de sangre, y el médico se acerca a nosotros. Presiona el cuello del hombre, sin soltarlo; ni siquiera me había percatado de que la sangre brotaba de ahí. El médico, un hombre joven, me mira. Parece asustado.

– Aguante aquí -me pide, y tengo que poner la mano en el cuello del hombre mientras el doctor se marcha unos minutos. Mi compañero de transporte de camillas sale corriendo. Me quedo solo, mientras sostengo el pulso débil del herido tumbado sobre el mantel blanco y su sangre fluye entre mis dedos. Intento relajarme y hacer la tarea encomendada lo mejor que puedo. Sujeto, presiono y miro el rostro del hombre, pálido por la pérdida de sangre, inconsciente pero sufriendo, libre de cualquier máscara con la que hubiera decidido presentarse al mundo, reducido a alguien patético y animal en su agonía.

– Bien, muchas gracias. -El doctor regresa con una enfermera; traen vendajes, un gotero, sueros y agujas. Se encargan del herido.

Me marcho, caminando entre los quejidos de los supervivientes. Voy a parar a un vagón de pasajeros, desierto y oscuro. Me mareo y decido sentarme un momento, pero, cuando me levanto, solo puedo llegar dando tumbos al aseo del final del vagón. Me siento allí, con un terrible martilleo en la cabeza y dolor en los ojos. Me lavo las manos mientras espero que mi corazón se adapte a las exigencias que mi cuerpo le impone. Cuando me siento preparado para levantarme de nuevo, el tren empieza a moverse.

Regreso al vagón comedor mientras el vehículo aminora la marcha; enfermeras y auxiliares del hospital se agolpan en torno a las camillas. Me piden que salga de en medio; tres enfermeras y dos auxiliares se llevan una camilla hacia la puerta más cercana; es una mujer herida que se ha puesto de parto. Tengo que volver rápidamente al aseo.

Y allí tomo asiento y me pongo a pensar.

Nadie viene a molestarme. En todo el tren reina la tranquilidad. Hay un par de sacudidas, y se oyen gritos a través de las ventanillas traslúcidas, pero el interior está en absoluto silencio. Vuelvo al vagón comedor, pero es totalmente distinto; fresco, limpio y con un agradable olor. Se van las luces. Las mesas blancas adoptan un aspecto fantasmagórico bajo la luz que desprende el puente desde fuera, aún envuelta en niebla.

¿Debería apearme ahora? El buen doctor así lo querría, lo mismo que Brooke, y también (espero) Abberlaine Arrol.

Pero ¿para qué? Lo único que hago es jugar. Juego con el doctor, juego con Brooke, con el puente, con Abberlaine. Son buenos juegos, especialmente con ella, excepto por ese resuello de terror…

Entonces, ¿me marcho? Podría hacerlo, ¿por qué no?

Aquí estoy, en algo convertido en lugar, en un enlace convertido en ubicación, en unos medios convertidos en fin, y en un recorrido convertido en destino… y dentro de este largo símbolo fálico articulado y a medio camino entre las extremidades de nuestro gran icono de acero. Qué tentación la de quedarme aquí y marcharme, viajar como un hombre valiente que deja a la mujer en casa. El lugar y la cosa, y la cosa y el lugar. ¿Realmente es tan sencillo? ¿Una mujer es un lugar y un hombre es solo una cosa?

Dios mío, joven caballero, ¡por supuesto que no! Qué idea tan absurda. Todo es mucho más civilizado…

De todas formas, solo por parecerme algo tan ofensivo, sospecho que tiene que haber algo más. Así que, ¿qué represento yo aquí, sentado dentro del tren, dentro de este gran símbolo? Buena pregunta, me digo a mí mismo. Buena pregunta. Entonces, el tren empieza a moverse de nuevo.


Me siento en una mesa, contemplando la fila de vagones a un lado; vamos aumentando progresivamente la velocidad, dejando atrás al tren contiguo. Reducimos la marcha de nuevo, y observo la escena donde tuvo lugar el accidente. Restos de vagones del convoy de mercancías se extienden a uno de los lados de la vía, raíles retorcidos sobresalen de la plataforma rayada como alambres doblados, y escombros carbonizados humean entre los arcos de luz que iluminan el puente. El tren de emergencias está detenido algo más lejos, con las luces encendidas. El vagón traquetea suavemente mientras el tren va ganando velocidad.

Las luces se cuelan a través de la niebla; salimos de la estación principal de la sección, sobrepasando otros trenes y tranvías locales, y las luces de las calles y sus edificios. Seguimos ganando velocidad. Rápidamente, el entorno se oscurece cuando nos acercamos al final de la sección. Contemplo las luces durante un momento más, y después me acerco al final del vagón, donde está la puerta. Abro la ventanilla y miro hacia fuera, en la niebla, que se rasga en la ventana formando un patrón marcado por la estructura del puente que ahora no se ve, representando el veloz avance del tren en función del grosor de las barras de las vigas y de los edificios voladizos que hay junto a las vías. Las luces de los últimos edificios desaparecen; y yo aflojo mi brazalete identificador de la clínica, tiro suavemente de él, lo lamo para despegarlo y finalmente lo arranco sin piedad, provocándome un corte.

Atravesamos el enlace a la sección siguiente. Todavía bien, dentro de lo que me permite el alcance de mi brazalete, claro. Un pequeño círculo de plástico con mi nombre plasmado. Mi muñeca se ve rara sin él, después de todo este tiempo. Desnuda.

Lo lanzo por la ventanilla, entre la niebla; se pierde en el mismo instante en que abandona mi mano.

Cierro la ventanilla y vuelvo a sentarme para descansar. A ver hasta dónde llego.