"El puente" - читать интересную книгу автора (Banks Iain)Mioceno – Versiones diseminadas de la verdad; al rebaño cual metralla plastificada; en las entrañas de la mayoría; en los nervios de unos pocos. Otro fragmento del antiguo blastoma; otro síntoma del sistema; la flor y el continente de tu materialismo diabético. – Expón aquí tus excusas; explica por qué hiciste lo que debías; cuéntanos tu dolor. Hablas de domingos sangrientos, septiembres negros; y de todo el tiempo que estás desperdiciando. – Sonreiremos; nos segregaremos; cuidaremos las trincheras; contaremos armas; calcularemos maniobras; y murmuraremos entretanto: «Creo que así sucedió todo. Estoy seguro de que tal como fue dicho, ocurrió». – …Ah, bien, muy radical. Buena dosis de credibilidad barata. -Stewart asintió-. Siempre he dicho que un buen poema vale por diez kalashnikovs -asintió de nuevo y bebió un sorbo de su vaso. – Mira, gilipollas, solo dime si te importa la parte del «materialismo diabético». Stewart se encogió de hombros y alargó el brazo hacia otra botella de Pils. – Me da igual, tío. Tú ponlo. ¿Es un poema nuevo? – No, es antiguo. Pero estoy pensando en publicarlos y me ha parecido que quizá te ofendería. – ¿Sabes que a veces pareces idiota? -exclamó Stewart entre risas. – Lo sé. Estaban en casa de Stewart y Shona, en Dunfermline. Shona se había llevado a los niños a pasar el fin de semana a Inverness, y él se había acercado hasta allí para dejar sus regalos de Navidad y hablar con Stewart. Necesitaba hablar con alguien. Abrió otra lata de cerveza y contribuyó a ampliar la colección de colillas del cenicero. Stewart vertió el contenido de la lata en el vaso y se lo llevó hasta el equipo de música. El último disco había finalizado minutos antes. – ¿Qué te parece una vuelta al pasado? -preguntó. – Venga, vamos a regodearnos en la nostalgia. Por qué no. – Se apoyó en el respaldo de la butaca, contemplando cómo Stewart buscaba entre la colección de discos y deseando que fuese lo bastante imaginativo en su elección. Recordó que había comprado el primer sencillo el día en que cumplió dieciséis años. Todos los jóvenes de su edad ya tenían sus colecciones de álbumes. – ¡Dios mío! -exclamó Stewart, sacando una funda azul y gris, y mirándola algo atónito-. ¿En serio compré Deep Purple in Rock? – Debías de estar colocado -repuso él. Stewart se volvió y le guiñó el ojo mientras sacaba el disco. – Vaya, ¿me ha parecido captar una pizca de ingenio? – Una mera chispa. Anda, pon la maldita música. – Espera, hace tiempo que no se usa, déjame que lo limpie un poco… -Stewart pasó un paño por el vinilo y lo puso. Can't stand the Rezillos. Dios mío, pensó, era de 1978; una verdadera vuelta al pasado. Stewart movía la cabeza al ritmo de la música mientras se acomodaba en un sillón. – Me encantan estas canciones melódicas -gritó. Había puesto la aguja sobre Somebody's Gonna Get their Head Kicked In Tonight. – Madre de Dios, ¡siete años! -Levantó la lata para brindar con Stewart. Stewart se inclinó hacia delante, señalándose la oreja. Él volvió la mirada hacia el giradiscos y gritó: – He dicho «siete años»… -asintió hacia el equipo de música-. Del setenta y ocho. Stewart se recostó de nuevo, moviendo enfáticamente la cabeza. – ¡Oh, no! ¡Treinta y tres y un tercio! -gritó. Me veo reducido a contar historias para vivir. Asalto a mis propios sueños para extraerles sabrosos pedazos y alimentar así a mi mariscal de campo celoso y a su variopinta banda de insípidos ayudantes homicidas. Nos sentamos ante una fogata de banderas caídas y libros preciados, con las llamas reflejándose en sus bandoleras y sus bayonetas; comemos cerdo asado y bebemos whisky fuerte; el mariscal de campo se jacta de las grandes batallas que ha ganado, de las mujeres a las que se ha follado y, entonces, cuando ya no se nos ocurren más mentiras, me pide que cuente una historia. Empiezo a narrar la del niño cuyo padre tenía un nido de palomas, y que, siendo ya un hombre, nunca se sintió más feliz que cuando rechazaron su petición de matrimonio, en la cima de un nido de palomas de proporciones monumentales. El mariscal de campo no parece impresionado, por lo que vuelvo al principio. Cuando me recuperé del desvanecimiento melodramático en la oficina del hombre canoso que golpeaba su mostrador gris con una llave, el tren en el que me habían subido había cruzado el resto de la República, humeando sobre la calzada elevada en dirección a la costa lejana del mar circular, y luego a través de una llanura baldía. Me habían puesto otro atuendo; el uniforme del tren. Me encontraba en una litera pequeña y me había mojado los pantalones. Me sentía fatal; con un fuerte martilleo en la cabeza y molestias en varios puntos del cuerpo; el dolor circular en el pecho había regresado. El traqueteo del tren resonaba dentro de mí. Yo tenía que ser camarero. El tren transportaba a varios directivos ancianos de la República que marchaban a una misión de paz -nunca descubrí exactamente quiénes eran ni qué clase de paz perseguían-, y yo, con ayuda del jefe de camareros, debía esperarlos en el vagón comedor, servirles bebidas, tomarles nota y llevarles la comida. Afortunadamente, los viejos burócratas estaban borrachos la mayor parte del tiempo, y casi todas mis pifias iniciales pasaron desapercibidas durante mi fase de aprendizaje. En ocasiones también debía hacer las camas, o barrer y limpiar el polvo de los vagones. Pensé que, si aquello era un castigo, era bastante suave. Más tarde, descubrí que lo que me había salvado de un destino peor era el hecho de ser (para aquella gente) un analfabeto mudo y sordo. Como no entendía ninguna conversación ni sabía leer ningún informe o anotación olvidados en algún vagón, podían fiarse de mí y utilizarme. Obviamente, llegué a aprender algo de aquel lenguaje, pero mi vocabulario se limitaba básicamente a cuatro elementos de vajilla y cubertería, y a interpretar los carteles de «no molestar» y similares. Hice mi trabajo. El tren atravesó la llanura baldía golpeada por el viento, pasó por pequeños pueblos y campamentos y puestos militares. La contextura del tren fue cambiando gradualmente. A medida que nos alejábamos de la República, la actitud de los directivos pasó de la ebriedad relajada a la tensión borracha. Grandes columnas de humo negro ascendían lentamente en el horizonte y, de vez en cuando, una flota de aviones de guerra planeaba y rugía junto al tren. Los directivos se escondían instintivamente bajo las mesas cuando los aviones nos sobrevolaban, y luego se reían, se aflojaban las corbatas y asentían de forma apreciativa ante la rápida retirada de los aeroplanos. Me buscaban con la mirada y chasqueaban los dedos para pedir otra copa. Al principio teníamos un par de vagones planos con dos ametralladoras antiaéreas de cuatro cañones, una delante de la locomotora y la otra en la parte posterior del furgón del guarda, y más tarde, un vagón para transportar el pelotón de armas y otro blindado lleno de munición extra. Los militares solían limitarse a sus propios vagones, y nunca me llamaban para servirles nada. Más tarde, un par de vagones de pasajeros fueron desensamblados en una pequeña población donde aullaban lejanas sirenas y una hoguera ardía junto a la estación. Fueron remplazados por vagones blindados que transportaban tropas cuyos oficiales ocuparon parte de los coches cama. Pero la mayor parte de los pasajeros seguían siendo burócratas. Los oficiales eran educados. El aire cambió. Empezó a nevar. Pasamos junto a una carretera de grava con grandes orificios en la superficie, donde varios camiones inutilizados se alineaban en la cuneta. Empezaron a aparecer hileras de militares y civiles de aspecto desvalido, que empujaban cochecitos de bebé cargados con utensilios del hogar. Los soldados caminaban en ambas direcciones, y los civiles solamente en una, la opuesta a la nuestra. El tren se detuvo en varias ocasiones sin motivo aparente, y a menudo, en la vía lateral, nos cruzábamos con trenes con vagones cargados de piedras, grúas y tramos de vía. Normalmente, los puentes que se alzaban sobre la llanura cubierta de nieve estaban construidos sobre las ruinas de otros puentes más antiguos, y controlados por ingenieros militares. El tren los cruzaba muy despacio; y yo me apeaba y caminaba junto a él para estirar las piernas, tiritando con mi chaqueta fina de camarero. Casi antes de darme cuenta de lo que estaba sucediendo, ya no quedaban civiles en el tren; solo oficiales militares y el personal de a bordo. Todos los vagones estaban blindados; teníamos tres locomotoras diesel al frente y otras dos detrás, vagones planos con ametralladoras antiaéreas, coches cubiertos que transportaban artillería ligera y obuses, una radio con su propio generador, otros vagones con tanques y lanzagranadas, y otros que hacían la función de barracones, hasta arriba de reclutas. Ya solo servía a oficiales. Bebían más y solían cuidar menos las cosas, pero no tiraban la cubertería si al camarero se le caían los platos sucios. La luz del sol cada vez era más escasa, los vientos más fríos, las nubes más espesas y oscuras. Ya no vimos a más refugiados; solo ruinas de pueblos y ciudades que parecían bosquejos de carboncillo, con las piedras recubiertas de hollín y el blanco vacío de la nieve posándose sobre ellas. Había campamentos militares, vías muertas plagadas de trenes como el nuestro, o trenes con cientos de tanques viajando sobre vagones planos, o artillería pesada en vagones articulados de varios ejes, tan largos como seis o siete de los normales. Sufrimos el ataque de un grupo de aviones; la plataforma antiaérea crujía con fuerza y enviaba nubes de humo acre que se elevaban junto al convoy, mientras los aeroplanos lanzaban proyectiles que impactaban contra las ventanillas. Las bombas erraron su blanco por unos cien metros. Yo estaba tumbado en el suelo del vagón cocina, junto al jefe de camareros, abrazado a una caja de copas de cristalería fina mientras las ventanillas estallaban a nuestro alrededor. Los dos observamos horrorizados cómo una ola de líquido rojo entraba por la puerta del vagón, y pensamos que alguno de los oficiales había sido herido. Pero solo era vino. Repararon los daños y el tren siguió avanzando hacia unas colinas bajas coronadas por nubes oscuras. La nieve las cubría de forma parcial y, aunque el sol ya no se elevaba demasiado en el cielo, el aire empezó a volverse más cálido. Pensé que podría inspirar el aroma del océano; a veces llegaban ráfagas de olor a azufre. Los campamentos militares cada vez eran mayores. Las colinas empezaron a transformarse en montañas, y el primer volcán lo vi una noche mientras servía la cena; lo confundí con un terrible ataque nocturno en la lejanía. Los soldados se limitaron a echarle un rápido vistazo y me pidieron que no derramase la sopa. Para entonces, se oían explosiones lejanas todo el tiempo, algunas provocadas por los volcanes y otras por el hombre. El tren marchaba sobre vías recién reparadas y rebasaba grandes filas de hombres de rostro gris equipados con mazos y palas. Huimos de los ataques aéreos avanzando a toda velocidad en rectas y curvas, donde los vagones se inclinaban peligrosamente, ocultándonos en túneles; varios objetos se precipitaban y se rompían dentro del tren mientras las paredes del túnel reflejaban la luz de las chispas de los frenazos de emergencia. Descargamos tanques y vagones inservibles, y subimos a muchos heridos al tren. Los escombros y las ruinas de la guerra se extendían sobre valles y colinas como frutas podridas en una huerta abandonada. Una noche, vi los restos de varios tanques atrapados en un torrente de color rojo rubí. La lava descendía por, el valle que se encontraba bajo nosotros como barro ardiendo, y los tanques destrozados (con las orugas deshechas y los cañones inclinados) se dejaban arrastrar por la marea incandescente como si fueran extraños productos de la propia tierra; anticuerpos infernales en aquel gran torrente rojo. Yo continuaba sirviendo a los oficiales, aunque ya no quedaba vino y las reservas de comida habían menguado considerablemente, tanto en cantidad como en calidad. La mayoría de los militares que se habían subido al tren, tras introducirnos en la zona del conflicto bélico, miraba el plato durante varios minutos seguidos, contemplando con incredulidad lo que había en la mesa, tan confusos y molestos como si hubiésemos servido un tazón de tornillos para cenar. Teníamos las luces siempre encendidas; las oscuras nubes, el sol bajo que no se dejaba ver en varios días y las cortinas inmensas de negro humo volcánico se habían puesto de acuerdo para convertir los valles y las montañas cubiertas de escombros en tierras de constante penumbra. Todo era incertidumbre. La oscuridad del horizonte podía traducirse en nubes de tormenta o en humo; una capa blanca sobre una colina podía convertirse en nieve o en cenizas; el fuego podía transformarse en un fuerte en llamas o en grietas en los volcanes. Viajábamos a través de la oscuridad, el polvo y la muerte. Pero al cabo del tiempo, te acostumbras. Creo que, de haber seguido, el tren (salpicado de lava, rebozado de polvo, desconchado y remendado) hubiera acumulado tal cantidad de masa solidificada en el techo de los vagones que habría acabado por camuflarse de forma natural entre las rocas; con una piel regenerada, una capa protectora desarrollada en tan desabrido entorno, como si los metales del cuerpo articulado del tren volviesen de forma espontánea a sus formas originales. El ataque sobrevino entre fuego y vapor. El tren descendía por un desfiladero. A un lado, por un valle poco anguloso, descendía un rápido torrente de lava, casi a la misma velocidad que el tren. Cuando nos adentramos en un túnel a través de una formación rocosa, un inmenso velo de vapor se alzó frente a nosotros, y un sonido como el de una cascada gigantesca ahogó lentamente el ruido del tren. En el otro extremo del nebuloso túnel, vimos un glaciar que bloqueaba el flujo del torrente de lava; la formación de hielo se extendía desde un valle lateral, creando un gran lago con las aguas derretidas. La lava desembocaba en él, con el consecuente nacimiento de una ola inmensa de agua humeante cargada de escombros al frente. El tren avanzaba dudoso hacia otro banco de niebla espesa. Yo estaba trabajando en el coche cama. Cuando las primeras piedras empezaron a rodar por la ladera de la montaña, abandoné aquel lado del vagón y observé, a través de una puerta abierta, cómo iba aumentando gradualmente el tamaño de las rocas que se estrellaban contra el tren, rompiendo ventanillas o apaleando los laterales del convoy. Una roca inmensa se acercaba directamente hacia mí, y salí corriendo por el pasillo. De todas partes llegaban fuertes sonidos de impactos, golpes y un lejano ruido de artillería, confuso y de objetivo incierto. El tren dio una gran sacudida y luego un fuerte estruendo borró todos los demás sonidos; la lava vaporizando el agua, los disparos, y las rocas chocando contra el tren. Todo el vagón se inclinó hacia un lado, salí despedido contra una ventanilla y caí de espaldas al suelo, justo en el momento en que las luces parpadearon y se desvanecieron. El sonido de la destrucción parecía proceder de todas partes, y el techo y las paredes jugaron conmigo a la pelota durante un buen rato. Más tarde, me di cuenta de que una parte del asolado tren se había soltado del resto y bajaba sin control por la pendiente pedregosa hacia las hirvientes aguas del improvisado lago. El grupo del mariscal de campo corría ciegamente en mi dirección, gritaba e intentaba recolocar la cabeza del jefe de camareros sobre lo que quedaba de sus hombros. Solo le faltaba la manzana en la boca. El idioma volvió a salvarme. Los hombres hablaban mi misma lengua; me llevaron hasta el mariscal de campo, que se encontraba en un pequeño tren de la misma línea. El mariscal de campo es muy alto y corpulento, con unas piernas desproporcionadamente largas y un inmenso trasero. Tiene la cara ancha y el pelo lacio, teñido de negro. Parece que le gustan los uniformes de colores chillones. Estaba sentado en un escritorio de su vagón, escuchando música en la radio y comiendo membrillo cristalizado de un platito cuando me condujeron hasta él, todavía medio inconsciente. Me preguntó sobre mi procedencia, y creo recordar que le conté la verdad, que encontró extremadamente divertida. «Serás mi ayuda de cámara», me dijo, «me gusta escuchar buenas historias durante la cena». Me encerraron en una celda minúscula de uno de los vagones mientras los hombres del mariscal de campo terminaban de saquear y matar. Cuando fueron a buscarme, me quitaron el pañuelo. Vi al mariscal de campo sonarse la nariz con él al cabo de unos días. Los hombres del mariscal de campo volvieron de mi antiguo tren, llenos de salpicaduras de sangre y cargados con armas y objetos de valor. De pronto, se desató un fuerte viento que agitó los vapores de la caldera natural formada en el valle. El lago estaba prácticamente seco; finalmente, el torrente de lava y el glaciar se habían encontrado en una serie de explosiones tremendas que lanzaron fragmentos de hielo y rocas a cientos de metros por los aires. Nuestro pequeño tren escapó, traqueteando y chirriando, huyendo de los escombros de la vía que habíamos dejado atrás y del cataclismo de elementos que tenía lugar en el valle. El tren del mariscal de campo era más corto y menos equipado que el que sus hombres habían saqueado. Solamente nos movíamos de noche, a menos que el cielo estuviera cubierto por nubes muy espesas, ocultándonos en túneles durante el día o cubriendo el tren con redes de camuflaje. Durante los primeros días, se respiraba una atmósfera de tensión en el tren, pero, pese a una huida por los pelos de un bombardero y al estremecedor cruce de un inmenso viaducto curvado y deteriorado bajo un ataque continuo de artillería pesada, el ambiente entre el grupo variopinto se distendía perceptiblemente a medida que nos alejábamos del escenario de la emboscada. La actividad volcánica también disminuyó; solamente quedaban humaredas y algún géiser, y pequeños lagos de lodo hirviente bajo aquellas glaciales tierras. La vanidad del mariscal de campo era alojar a la docena de cerdos que transportaba en vagones oficiales, mientras mantenía cautivos a los presos humanos en un par de coches para ganado de la parte posterior del tren. Cada semana, los cerdos se bañaban en la bañera de hidromasaje del mariscal de campo, que ocupaba una buena parte de su propio vagón. Dos soldados se encargaban de atender a los cerdos permanentemente, mantenían limpio el lecho de sábanas y mantas donde dormían los animales, les llevaban los alimentos (comían exactamente lo mismo que nosotros) y velaban por su bienestar. Lanzar a los soldados capturados a charcas de barro hirviendo era un evento bastante habitual, realizado únicamente con fines lúdicos y de entretenimiento. El mariscal de campo pudo constatar que, para mí, dicha actividad resultaba cuando menos angustiosa. – Or -decía (así pronunciaba mi apellido)-, Or, ¿no te gustan nuestros juegos? Y yo me limitaba a esbozar una sonrisa hipócrita. Los días cada vez eran más claros, y los volcanes dormidos dieron paso a colinas bajas y extensas llanuras. Privado de su barro burbujeante, el mariscal de campo ideó un nuevo deporte: atar una cuerda corta al cuello de un hombre y ponerlo a correr frente al tren. El mariscal de campo tomaba los mandos y reía estúpidamente mientras abría el estrangulador y perseguía a su presa. Normalmente, las víctimas aguantaban poco menos de un kilómetro antes de tropezar y caer contra las traviesas, o intentaban saltar a un lado, en cuyo caso el mariscal de campo se limitaba a abrir la válvula del estrangulador y a arrastrarlos por el borde de las vías. Lanzó a un hombre atado a una cuerda en la última charca de barro y, una vez hervido, lo extrajo, lo cubrió con una capa de lodo cocido, ordenó a sus hombres que le dieran forma con una pala y, cuando se secó, colocó la estatua retorcida en la que se había convertido en la orilla cenicienta de un mar interior apestoso y salado. Cruzábamos el fondo de un mar seco, en dirección a una ciudad emplazada sobre un gran acantilado circular, cuando aparecieron los bombarderos. El tren aumentó la velocidad para adentrarse en un túnel situado bajo la ciudad en ruinas. Teníamos pocas ametralladoras antiaéreas y todas eran manuales. Tres bombarderos medianos volaban en línea recta hacia nosotros, a poco menos de treinta metros de las vías. Empezaron a lanzar las bombas a la zaga cuando estaban a poco más de cuatrocientos metros de distancia. Yo observaba la escena a través del metacrilato del techo del vagón observatorio del mariscal de campo, donde había abierto una botella de eiswein. El maquinista frenó bruscamente, lanzándonos a todos hacia delante. El mariscal de campo se precipitó sobre mí, abrió una salida de emergencia y se lanzó al exterior. Yo lo seguí, cayendo sobre un terraplén polvoriento, justo cuando la serie de bombas impactó contra los vagones, abatiéndolos como las botas de un soldado aplastarían una maqueta ferroviaria. Aquello parecía una cama elástica, con una ducha de fragmentos de tren y pedruscos rebotando desde el cielo. Me quedé tumbado, hecho un ovillo, tapándome los oídos. Ahora nos encontramos en una ciudad abandonada, el mariscal de campo, otros diez hombres y yo; los únicos supervivientes. Tenemos algunas armas y un cerdo. La ciudad en ruinas está llena de grandes edificios con banderas colgadas y altos obeliscos de piedra. Acampamos en una biblioteca porque es el único lugar donde encontramos objetos que se puedan quemar. La ciudad está construida a base de piedra o de una madera oscura que se limita a enrojecer levemente, aun prendiéndola con dinamita extraída de los cartuchos de un rifle. Conseguimos agua de una cisterna oxidada en el tejado de la biblioteca, y atrapamos y engullimos algunos de los pálidos animales nocturnos de la ciudad, que revolotean como fantasmas entre las ruinas, como buscando algo que parecen no encontrar nunca. Los hombres protestan por la escasez de las raciones alimenticias. Terminamos de comer y se limpian los dientes con sus cuchillos bayoneta; uno de ellos se cerca a una estantería llena de libros y golpea algunos antiguos tomos, haciéndolos caer con propósitos productivos. Los lanza a la hoguera, doblándolos por el lomo y arrugando las páginas para que ardan mejor. Le cuento al mariscal de campo la historia del bárbaro y la torre encantada, el familiar y el brujo, y la reina y las mujeres mutiladas; esta última le gusta. Más tarde, el mariscal de campo se retira a su habitación privada con dos de sus hombres y el último cerdo. Yo limpio los platos y escucho a los hombres quejarse por la dieta monótona y el aburrimiento. Tal vez se amotinen pronto, porque el mariscal de campo no ha tenido ni una sola idea sobre qué hacer a partir de ahora. Me llaman en las dependencias del mariscal de campo, un antiguo despacho, creo. Contiene muchas mesas y una cama. Los dos hombres se retiran, no sin antes dedicarme una amplia sonrisa. Cierran la puerta. «Ponte esto», me dice el mariscal de campo. Es un vestido; un vestido negro. Lo sostiene ante mí, mientras se suena la nariz con el pañuelo que me quitó cuando me capturaron. «Póntelo», repite. El cerdo está tumbado boca abajo en su cama, resoplando y chillando, con las patas atadas con cuerdas a los postes del lecho. Un perfume flota en el aire. «Póntelo», insiste el mariscal de campo. Observo cómo guarda mi pañuelo. Me pongo el vestido. El cerdo gruñe. El mariscal de campo se desviste; guarda su uniforme en un viejo baúl. Coge una gran ametralladora que hay sobre una mesa cubierta de libros y me la pone en las manos. Sostiene la serie de cartuchos como si fuera un gran collar de oro a conjunto con mi largo vestido negro. «Mira estas balas». (Miro las balas). «No son de fogueo, ¿lo ves? Mira lo mucho que confío en ti, Or. Haz lo que te digo», me ordena el mariscal de campo. Su cara enorme está empapada en sudor; su aliento apesta. Tengo que meter la ametralladora entre sus nalgas mientras él monta al cerdo; eso es lo que quiere. Ya está excitado solo ante la idea. Empapa una mano en aceite y sube a la cama, sobre el cerdo inquieto, dándole palmadas entre las piernas con la mano impregnada. Yo estoy listo, a los pies de la cama, con el arma a punto. Detesto a este hombre. Pero ni él ni yo somos estúpidos. Había pequeñas marcas en los cartuchos; posiblemente se habían sometido a las mandíbulas de alguna herramienta o llave y habían sido despojados de la dinamita. Y posiblemente, las puntas de las balas incluso se habían disparado anteriormente. El cerdo tiene la cabeza apoyada sobre una almohada. El mariscal de campo se recuesta sobre el animal, y gruñen juntos. Una de sus manos reposa cerca del lateral de la almohada. Me parece que hay otra pistola debajo. – Ahora -dice, gruñendo. Agarro el cañón del arma con ambas manos, lo levanto y, en un solo movimiento, lo dejo caer como un martillo sobre la cabeza del mariscal de campo. Mis manos, mis brazos y mis oídos me aseguran que está muerto incluso antes de que lo hagan mis ojos. Nunca antes he sentido u oído reventar un cráneo, pero la señal me llega claramente a través del metal de la ametralladora y del aire perfumado de la estancia. El cuerpo del mariscal de campo sigue moviéndose, pero solo porque el cerdo sigue sacudiéndolo. Miro bajo la almohada, donde se mezclan la sangre humana y la baba animal, y encuentro un cuchillo largo y muy afilado. Lo utilizo para abrir el baúl donde el mariscal de campo había guardado su uniforme; cojo el revólver y algo de munición, compruebo que la puerta está cerrada con llave y vuelvo a ataviarme con mi atuendo de camarero. También cojo uno de los abrigos del mariscal de campo y me dirijo a la ventana. El marco oxidado chirría, pero no con tanta fuerza como el cerdo. Ya tengo los dos pies sobre el alféizar cuando recuerdo el pañuelo, que recupero del uniforme del hombre muerto. En la ciudad reina la oscuridad, y los hombres erráticos y confundidos que la habitan corren sin rumbo fijo, en busca de un refugio, mientras yo deambulo entre las ruinas. |
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