"El puente" - читать интересную книгу автора (Banks Iain)Plioceno Ella volvió, lo mismo que la señora Cramond, que parecía más enjuta y envejecida. Él esperaba que la señora se deshiciese de la casa, pero no lo hizo; en lugar de eso, Andrea se trasladó a vivir con ella tras vender el apartamento de Comely Bank, alquilado durante aquellos años por unos estudiantes. Madre e hija se entendían considerablemente bien. De hecho, la casa era lo suficientemente grande para las dos, y vendieron el gran sótano como vivienda, dado que tenía baño y cocina propios. Las cosas empezaron a marchar bien una vez ella hubo regresado. Él dejó de preocuparse por su calvicie incipiente, el trabajo le iba bien (seguía considerando la posibilidad de asociarse con sus dos compañeros) y su padre parecía bastante feliz en la costa oeste, pasando la mayor parte del tiempo en un club de jubilados donde, aparentemente, atraía la atención de varias viudas (solo con la mayor de las desganas se dejaba tentar con un fin de semana en Edimburgo y, una vez allí, se sentaba a mirar el reloj y a protestar por estar perdiéndose su partida de cartas con los amigos, o el bingo, o la clase de baile. Paseaba la nariz por los platos de los mejores cocineros de Edimburgo y suspiraba lánguidamente por la carne picada y los menús miserables que estarían tomando los demás en el club). Y Edimburgo podía estar empezando a convertirse en una capital, aunque de forma limitada una vez más. El traspaso de competencias se respiraba en el ambiente. Él comenzó a notar un leve sobrepeso; movimientos de carnes en el abdomen y los pectorales al subir corriendo las escaleras, un pequeño problema al que debía hacer frente. Empezó a jugar al squash, pero no le gustaba. Prefería tener su propio territorio en el juego, según decía a los demás. Por otro lado, Andrea siempre le ganaba. Empezó a practicar el bádminton y la natación en la Commonwealth Pool dos o tres veces a la semana. Pero se negó a salir a correr; todo tiene un límite. Asistía a conciertos. Andrea había regresado de París con gustos católicos. Lo arrastraba al Usher Hall a escuchar a Bach y Mozart, ponía discos de Jacques Brel cuando estaban en la casa de Moray Place, y le regalaba álbumes de Bessie Smith. A él le gustaban más los Motels y los Pretenders, Martha Davis cantando Total Control y Chrissie Hynde gritando «¡fffuck off!». Estaba convencido de que la música clásica no tenía ningún efecto sobre él hasta que un día se sorprendió a sí mismo intentando silbar la obertura de Las bodas de Fígaro. A partir de entonces, desarrolló una especial predilección por complicadas piezas de clavicordio; eran ideales para conducir, siempre y cuando el volumen fuese lo suficientemente alto. Descubrió a Warren Zevon y deseó haber escuchado su álbum cuando lo editaron por primera vez. Y se encontró saltando y brincando con los Rezillos en las fiestas. – ¿Que vas a hacer qué? -preguntó Andrea. – Voy a comprarme un ala delta. – Te romperás el cuello. – Qué va. Parece divertido. – ¿El qué? ¿Estar en un pulmón de acero? No compró el ala delta; decidió que aún no eran del todo seguros. En lugar de eso, se lanzó en paracaídas. Andrea estuvo un par de meses redecorando la casa de Moray Place, para supervisar a los carpinteros y decoradores, y pintar la mayor parte ella sola. A él le gustaba ayudarla, y trabajar hasta altas horas de la noche con ropas viejas manchadas de pintura, escuchándola silbar en la habitación de al lado o hablando con ella mientras pintaban. Una noche, se llevaron un buen susto cuando él notó un pequeño bulto en un pecho de ella, pero al final resultó ser benigno. Él se notaba la vista cansada en el trabajo, mientras estudiaba planos y bosquejos, y decidió acudir al óptico porque sospechaba que iba a necesitar gafas. Stewart tuvo una breve aventura con una estudiante de la universidad y Shona lo descubrió. Ella sopesó dejarlo y prácticamente lo echó de casa. Él acogió a un arrepentido Stewart en su casa y fue a hablar con Shona a Dunfermline para intentar suavizar las cosas. Le describió el dolor de Stewart y la forma en que siempre los había admirado como pareja, e incluso envidiado el clima de afecto tranquilo y pausado que se profesaban cuando estaban juntos. Se sentía extraño allí sentado, intentando convencer a Shona de no abandonar a su marido por haberse acostado con otra mujer; era algo casi irreal, incluso cómico desde un determinado punto de vista. Para él parecía ridículo; Andrea estaba en París aquel fin de semana, seguramente liada con Gustave, y él había estado con una paracaidista alta y rubia aquella noche en Edimburgo. ¿Acaso eran los papeles firmados los que marcaban la diferencia? ¿O el vivir juntos, o los hijos, o la fe en los votos, la institución o la religión? Probablemente no fue gracias a él, pero se reconciliaron. Shona solo mencionaba el asunto ocasionalmente, cuando estaba borracha, y cada vez con menos amargura con el paso del tiempo. No obstante, todo aquello le demostró a él la fragilidad de la relación aparentemente más segura si se quebrantaban las normas acordadas, fueran cuales fueran. Qué demonios, pensó, y finalmente se asoció con sus dos compañeros de trabajo. Encontraron una oficina en Pilrig y buscaron un asesor contable. Él se unió al partido Laborista y tomó parte en diversas campañas de envíos de cartas para Amnistía Internacional. Vendió el Saab y se compró un Golf GTI e hipotecó su apartamento. Cuando estaba limpiando el Saab para entregárselo al comprador, encontró el pañuelo blanco de seda que habían utilizado aquel día en la torre. No quiso dejarlo allí para que lo encontrase cualquiera y lo aclaró en una charca cuando regresaron, pero luego lo perdió. Pensó que se habría caído del coche. Apareció arrugado y tieso bajo el asiento del copiloto. Lo lavó y consiguió quitar todas las huellas dactilares, pero la mancha de sangre seca, que formaba un círculo que parecía un residuo de tinte barato, no desapareció de ninguna forma. De todas formas, se lo ofreció a Andrea. Ella le dijo que lo guardase, pero cambió de idea y se lo llevó, devolviéndolo una semana más tarde, impecable, casi nuevo, y con sus iniciales bordadas. Él quedó impresionado. Ella nunca le dijo cómo lo había lavado con ayuda de su madre; era un secreto de familia. Él lo guardó con sumo cuidado y nunca lo llevaba cuando sabía que iba a beber mucho, no fuera a ser que lo olvidase en algún bar. – Fetichista -le dijo ella. El fabuloso referéndum, efectivamente, fue manipulado. Un montón de trabajo al garete. Andrea estaba traduciendo textos rusos y escribiendo artículos sobre literatura de Rusia para diversas revistas. Él no supo nada de todo aquello hasta que leyó algo de ella en Edinburgh Review, un extenso trabajo sobre Sofia Tolstoy y Nadezhda Mandelstam. Sintió una punzada de confusión, incluso de mareo, mientras lo leía. Por fuerza tenía que ser la misma Andrea Cramond; escribía tal y como hablaba, y él podía escuchar casi literalmente el ritmo de su discurso al leer las palabras impresas. Se sintió dolido y le preguntó por qué nunca se lo había contado. Ella sonrió, se encogió de hombros y se excusó con que no le gustaba presumir. También había escrito varios artículos esporádicos para algunas revistas parisinas. Había retomado las lecciones de piano, tras dejarlas cuando estudiaba en el instituto, y asistía a clases nocturnas de dibujo y pintura. Ella también había formado una especie de sociedad; había invertido en una librería feminista que habían creado dos antiguas amigas suyas. Otras mujeres se habían unido al proyecto y ya eran siete en el colectivo. «Locura económica» era la expresión que su hermano empleaba para definir el negocio. Ella ayudaba en la tienda ocasionalmente y él siempre acudía allí en primer lugar cuando buscaba un libro en concreto, pero se sentía ligeramente incómodo, y raras veces hallaba lo que quería. En una reunión, una de las mujeres reprochó a Andrea el haberle dado un beso de despedida tras haber comprado unos libros. De entrada, Andrea se limitó a reírse de ella, pero luego se sintió poco respaldada. Pidió disculpas por la risa, pero no por el beso. Cuando ella se lo contó, él se cuidó de no besarla o tocarla cuando visitaba la librería. – Oooh, mierda -dijo él mientras veían los resultados de las elecciones en televisión, sentados en la cama. Andrea negó con la cabeza, decepcionada, y alargó el brazo hacia el Black Label, que estaba en la mesita de noche. – No pasa nada, muchacho; tómate un whisky e intenta no pensar en ello. Piensa mejor en el tipo de gravamen. – A la mierda con eso. Prefiero cuidar más mi conciencia que mi saldo bancario. – Tu asesor se va a marear con tus archivos. Un nuevo informe oficial anunció otra victoria tory, ovacionada por sus seguidores. El también negó con la cabeza. – Este país se va a la mierda -murmuró. – Pues sí -coincidió Andrea, haciendo rodar el vaso de whisky entre sus manos y mirando el televisor a través de él, con las cejas levantadas. – Bueno… al menos es una mujer -dijo él, abatido. – Será una mujer, pero vaya mujer. Escocia votó a los laboristas, que vencieron sobre el SNP. La honorable Margaret Thatcher entró en el Parlamento. Él volvió a negar efusivamente con la cabeza. – Ooooh, mierda. El negocio marchaba bien, incluso tuvieron que rechazar varias solicitudes. Al cabo de un año, su asesor contable ya le recomendaba que adquiriese una casa mayor y un coche nuevo. «Pero a mí me gusta mi apartamento», se quejó a Andrea. «Mantenlo y cómprate otra casa», resolvió ella. «¡Pero solo puedo vivir en un sitio! En cualquier caso, siempre he pensado que es inmoral tener dos casas cuando hay gente que vive sin un techo bajo el que cobijarse». Andrea se desesperaba con él. «Pues deja que alguien viva en el apartamento, o en la casa que vas a comprar, pero recuerda la cantidad de impuestos extraordinarios que tendrás que pagar si no haces caso a tu asesor contable». «Ah», asintió él. Vendió el apartamento y compró una casa en Leith, con vistas al estuario del río Forth. Tenía cinco dormitorios y un gran garaje de dos plazas: compró un nuevo GTI y un Range Rover, para tener contento a su asesor y para llenar el garaje. En realidad, el coche grande le resultaba muy útil en las visitas de obras. Aquel año, habían trabajado mucho con empresas de Aberdeen, con lo que se reunió en varias ocasiones con la familia de Stewart. En una de sus visitas, terminó en la cama con una hermana de Stewart, una profesora divorciada. Nunca se lo contó a su amigo, aun sin la certeza absoluta de que le hubiese importado. Pero sí se lo dijo a Andrea. – ¡Una profesora! -exclamó ella con una sonrisa-. ¿Ha sido una experiencia educativa? -Él le sugirió no comentarle nada a Stewart-. Muchacho… -respondió ella sujetándole el mentón con una mano y mirándolo muy seria-, eres tonto. Andrea lo ayudó a decorar la casa y le aportó en esquemas completamente nuevos. Una tarde, él se había subido a una escalera para pintar el techo de color rosa, cuando experimentó un repentino déjà vu. Dejó de dar brochazos. Andrea se encontraba en la habitación de al lado, silbando distraídamente. Él reconoció la melodía: The River. Permaneció en la cima de la escalera, en la estancia vacía y resonante, y se recordó a sí mismo de pie, en una amplia habitación llena de muebles cubiertos con sábanas en la casa de Moray Place un año antes, ataviado con la misma ropa manchada de pintura, escuchándola silbar desde el dormitorio contiguo, y sintiendo una enorme y simple felicidad. Tengo la mayor de las suertes, pensó. Tengo tantas cosas buenas… pero todavía quiero más, probablemente más de lo que puedo abarcar; en realidad, anhelo cosas que seguramente no me harían feliz aunque las consiguiera. Pero, aun así, las quiero. Forma parte de la satisfacción. Si mi vida fuese una película, pensó, ahora saldrían los títulos de crédito, con un fundido de esta sonrisa beatífica en una habitación vacía, el hombre encaramado en la escalera improvisando, renovando, mejorando. Corten. Fin. Bueno, se dijo a sí mismo, pero no es una película. En aquellos momentos, se encontraba inmerso en una oleada de pura alegría, el simple placer de estar donde quería estar y de ser quien quería ser, y de conocer a quien quería conocer. Lanzó la brocha a una esquina de la habitación, saltó de la escalera y fue en busca de Andrea, que trabajaba con el rodillo sobre una pared. – ¡Dios mío! Creía que te habías caído… ¿Se puede saber qué significa esa sonrisa? – Me acabo de acordar -respondió él, quitándole el rodillo de las manos y tirándolo tras él- de que no hemos estrenado esta habitación. – Ya no me acordaba del efecto que te produce el olor a pintura. Follaron contra la pared, por cambiar un poco. La camisa de Andrea se quedó pegada a la pintura húmeda; no pudo parar de reír hasta que le cayeron las lágrimas. Él se había aficionado al cine. Durante el último festival, ambos habían asistido a más proyecciones que a obras o conciertos, y de repente, se dio cuenta de que se había perdido cientos de películas que deseaba ver. Se unió a una sociedad cinéfila, se compró un vídeo y rastreó diversas tiendas en busca de buenos largometrajes. Si por casualidad tenía que viajar a Londres por trabajo, intentaba empaparse de cine todo lo que podía. Le gustaba casi todo; en realidad, le gustaba ir al cine. Un grupo musical escocés, llamado The Tourists, triunfó notablemente en las listas de éxitos. Su cantante terminó convirtiéndose en la voz femenina solista de Eurythmics. La gente le preguntaba si tenían algún parentesco. «Desgraciadamente, no», suspiraba él. Andrea tuvo varias aventuras amorosas y él intentó no sentir celos. En realidad, no son celos, se decía a sí mismo; es algo más parecido a la envidia. Y al miedo. Alguno podría ser mejor hombre y mejor amante que yo. En una ocasión, ella estuvo fuera de circulación durante casi dos semanas seguidas, intervalo de tiempo durante el que mantuvo una relación con un joven profesor de la universidad Heriot-Watt, que empezó con un flechazo y terminó con portazos, lanzamiento de objetos y cristales rotos en un lapso de doce días. Él la echaba mucho de menos. Se tomó la segunda semana libre y salió a pasar unos días fuera. El Range Rover y el GTI se habían complementado con una Ducati; tenía una tienda de campaña individual, un saco de dormir y el mejor equipamiento de excursionismo. La moto salió rugiendo hacia el oeste y lo llevó a varios días de caminatas solitarias por las colinas. Cuando regresó, ella ya había terminado con el profesor. Hablaron por teléfono, pero ella se mostraba extrañamente reticente a verlo. Él se quedó preocupado y le costó dormir durante unos días. Cuando finalmente se reunieron una semana más tarde, él vio restos de una marca amarillenta en el ojo izquierdo de ella. Se dio cuenta porque ella olvidó no quitarse las gafas oscuras en el pub. – ¿Por eso no querías verme? -preguntó él. – No hagas nada -respondió ella-. Por favor. Ya se ha terminado todo. Podría haberlo estrangulado, pero ahora ya está. Si le pones un dedo encima, no te vuelvo a hablar en la vida. – No todos recurrimos a la violencia con tanta facilidad – repuso él fríamente-. Tendrías que habérmelo contado. Llevo una semana muy preocupado. Entonces, deseó no haber dicho todo aquello, porque ella se desmoronó, lo abrazó y rompió a llorar, y él se dio cuenta de lo mal que lo debía de haber pasado. Se sintió egoísta y mezquino por suponer una preocupación más para ella. Le acarició los cabellos mientras ella sollozaba en su pecho. – Vamos a casa -susurró. Él salió de acampada a las colinas en varias ocasiones más, aprovechando las estancias de ella en París para escapar de Edimburgo y visitar las islas y las montañas, parándose a ver a su padre, tanto a la ida como a la vuelta. Un atardecer, había acampado en la ladera de la montaña Beinn a' Chaisgein Mor -había un refugio cerca, pero prefería dormir al aire libre si el clima era agradable- con vistas al Fionn Loch y a la calzada elevada que cruzaría al día siguiente, en dirección a las montañas más lejanas, cuando de pronto pensó que, lo mismo que él nunca había ido a París en todos aquellos años, Gustave tampoco había visitado Edimburgo. Ah. Tal vez solo fueran los efectos del último porro, pero en aquel momento, aunque estaban a mil kilómetros de distancia y con muchos años sin compartir, se sintió extrañamente cerca del francés al que jamás conoció. Rió en voz alta bajo el frío aire de los montes escoceses, mientras la brisa movía el cuerpo de la tienda de campaña como si respirase con vida propia. Uno de sus primeros recuerdos era una cadena de montañas y una isla. Su madre y su padre, su hermana pequeña y él habían ido a Arran de vacaciones; él tendría unos tres años. Mientras el barco chapoteaba sobre las resplandecientes aguas del río en dirección a la lejana masa de tierra de la isla, su padre le mostró al Guerrero Durmiente; la forma de la cresta de la montaña del extremo norte de la isla se asemejaba a un soldado tumbado sobre el paisaje, heroico y caído. Nunca olvidaría aquella visión y tampoco la mezcla de sonidos que la acompañaban: el graznido de las gaviotas, el chapoteo de las hélices de los barcos, un grupo de acordeonistas tocando en cubierta, las risas de los pasajeros. Aquello le proporcionó también su primera pesadilla; su madre tuvo que despertarlo y sacarlo de la cama que compartía con su hermana en la casa donde se alojaban, porque llevaba un rato llorando y quejándose. En su sueño, el gran guerrero de piedra se había despertado y se dirigía lentamente, con paso firme y pesado, a asesinar a sus padres. La señora y la señorita Cramond sacaron el máximo partido de su gran casa; organizaban eventos sociales muy agradables y sus fiestas se popularizaron notablemente. Alojaban a gente; poetas que recitaban su obra en la universidad, un pintor que intentaba vender sus cuadros a una galería, un escritor invitado por la librería para una firma de ejemplares… Algunas tardes, él se encontraba con todo un círculo de personas a las que no conocía en la casa; normalmente parecían menos acomodados que los amigos de Andrea, y solían comer y beber bastante más. La señora Cramond, aparentemente, pasaba la mitad del día preparando pasteles, panes y quiches. A él le preocupaba que, incluso en su viudedad, la señora estuviese todo el tiempo haciendo cosas para los demás, pero Andrea le dijo que no fuera estúpido; a su madre le encantaba ver cómo la gente disfrutaba con algo que ella había hecho. Él lo aceptó, pero observaba cómo los huéspedes itinerantes se llenaban los bolsillos de pasteles y de alguna que otra botella de vino con un persistente sentido de la explotación ajena. – Estas personas son intelectuales -le dijo en una ocasión a Andrea-. ¡Estás fundando una especie de club social de esnobs! Ella se limitó a sonreír. Andrea compró una camada de cuatro gatos siameses a una amiga. Uno murió, y ella bautizó a los dos machos Franklin y Phineas, y a la elegante hembra Fat Freddie, por culpa de la maldita nostalgia, según sus propias palabras. A la señora Cramond le regalaron un cavalier king charles spaniel al que llamó Cromwell. A él, solo el hecho de prepararse para ir a la casa le hacía sentir bien; conducir hasta allí le creaba una excitación casi infantil; la casa era otro hogar, un lugar cálido y acogedor. En ocasiones, especialmente si había tomado alguna que otra copa, debía combatir contra un absurdo sentimiento de ternura ante la visión del vínculo entre madre e hija. Añadió un Citroën CX al GTI y al Range Rover, y luego vendió los tres y compró un Audi Quattro. Viajó a Yemen por trabajo y visitó las ruinas de Moca, en la costa del Mar Rojo; sintió el cálido viento de África que levantaba los granos de arena, y experimentó la constante y dura indiferencia del desierto, su tranquila continuidad, el espíritu de aquellas tierras antiguas. Acarició con sus manos las piedras erosionadas por el paso del tiempo, y observó cómo las olas azules rompían en brotes de seda blancos sobre la solidez dorada de la cosa. Los acontecimientos siguieron sucediéndose; Lennon recibió un disparo, Dylan sucumbió a la religión. Nunca supo determinar cuál de los dos hechos lo deprimió más. Estaba trabajando en Yemen cuando los israelíes invadieron el sur del Líbano porque habían disparado a un hombre en Londres, y cuando los argentinos desembarcaron en Port Stanley. No supo que su hermano Sammy formaba parte del destacamento militar hasta que este no hubo zarpado. Cuando regresó a Edimburgo, discutió con sus amigos, defendió que los argentinos merecían las malditas islas, decía, y se preguntaba cómo diablos los partidos revolucionarios podían apoyar el imperialismo de una junta fascista. ¿Por qué siempre tenía que haber un lado equivocado y otro correcto? Su hermano volvió sano y salvo. Él todavía discutía sobre la guerra con su padre, con Sammy y con sus amigos radicales. Cuando se convocaron las siguientes elecciones, empezó a plantearse si sus compañeros tenían razón después de todo. – Oooh, ¡venga ya! -exclamó con desesperación. Otra mayoría laborista vapuleada, el SDP chupando votos; otra sorprendente victoria conservadora. Los expertos habían predicho que los tories seguirían en la línea de resultados de la última vez, pero aumentarían su número de escaños-. ¡Menuda mierda! – Esto ya se está haciendo repetitivo -dijo Andrea, alargando el brazo hasta la botella de whisky. Margaret Thatcher apareció en la pantalla del televisor, radiante ante su victoria. – ¡Fuera! -gritó él, ocultándose bajo las sábanas. Andrea apretó con fuerza el botón del mando a distancia y la televisión se apagó-. Oh…, Dios -murmuró él desde su guarida-. Y no me digas nada sobre el tipo de gravamen. – No he dicho una palabra, muchacho. – Dime que esto solo es una pesadilla. – Esto es solo una pesadilla. – ¿En serio? – Pues no. Es la realidad. Solo te decía lo que querías escuchar. – ¡Panda de idiotas! -le espetó a Stewart-. Otros cuatro años con esos peleles al mando. ¡Me cago en todo! ¡Un payaso senil rodeado de reaccionarios xenófobos! – Reaccionarios xenófobos no electos -apuntó Stewart. Ronald Reagan había sido reelegido para la siguiente legislatura, y la mitad de los votantes potenciales no había acudido a las urnas. – ¿Por qué no puedo votar yo? -rugió-. Mi padre vive a tiro de piedra de Coulport, Faslane y el Holy Loch; si el bufón de turno aprieta un botón, mi viejo la palma. Y seguramente nosotros también; tú, yo, Andrea, Shona y los niños; toda la gente a la que quiero… Así que no sé por qué cono no puedo votar yo. – No existe aniquilación sin representación -sentenció Stewart pensativamente-. Y volviendo al tema de los reaccionarios no electos, ¿qué crees que es el Politburó? – Una perspectiva más responsable que esa cuadrilla de mierdosos alucinados. – Vale, suficiente. Pon otra ronda. La casa de Moray Place, residencia de la señora y la señorita Cramond, ya era de sobra conocida, especialmente en épocas de fiesta. No se podía entrar en el lugar sin tropezar con algún artista o alguna nueva autoridad en ficción escocesa, o algún cabreado adolescente con acné arrastrando sintetizadores y amplificadores de un lado al otro. «El Club de las Últimas Oportunidades», llamaba él a la casa. Andrea se había encauzado en una vida que le parecía notablemente agradable; seguía trabajando en la librería, traduciendo libros rusos, escribiendo artículos, tocando el piano, dibujando y pintando, socializándose, visitando a amigos, viajando a París, acudiendo a conciertos, obras y estrenos de películas con él, y también a la ópera y al ballet con su madre. Un día, fue a buscarla al aeropuerto. Volvía de París. La miró; caminaba segura de sí misma, con la cabeza bien alta, saliendo de aduanas; lucía un gran sombrero rojo, una chaqueta azul, una falda roja, medias azules y unas botas rojizas de piel. Sus ojos brillaban, su tez estaba resplandeciente; su rostro se transformó en una amplia sonrisa cuando lo vio. Tenía treinta y tres años y nunca había estado tan hermosa. En aquel instante, él sintió una extraña amalgama de emociones. Envidió su felicidad, su seguridad, su proceder tranquilo ante los problemas y los traumas de la vida, la forma en que lo trataba todo, como se trata a un niño que se ilusiona con una historia; sin condescendencia, con esa graciosa seriedad, la misma mezcla irónica de indiferencia y afecto, incluso amor. Él recordó sus conversaciones con el abogado, y pudo ver parte del carácter de aquel hombre en su hija Andrea. Eres una mujer afortunada, Andrea Cramond, pensó mientras ella le tomaba el brazo, en el vestíbulo del aeropuerto. No por mí, y no tan afortunada como yo de alguna forma, porque disfruto de más tiempo contigo que cualquier otra persona, porque si no… Dejemos que fluya, pensó. No hay que permitir que los idiotas vuelen el mundo, ni que ocurra nada terrible. Tranquilo, muchacho. ¿Con quién estamos hablando en realidad? No tardó demasiado en poner la moto en venta. Aquel invierno, su padre se cayó y se rompió la cadera. Parecía muy pequeño y frágil cuando fue a verlo al hospital, y también mucho más viejo. La primavera siguiente, se sometió a una operación por una hernia y volvió a caerse poco después de abandonar el hospital. Se rompió la pierna y la clavícula. Pero no aceptó trasladarse a vivir a Edimburgo con su hijo, porque tenía cerca a todos sus amigos. Morag y su marido también se ofrecieron para alojarlo, y Jimmy escribió desde Australia para proponerle pasar unos meses con él allí. Pero el viejo no quería moverse de donde estaba. Aquella vez estuvo más tiempo ingresado y, cuando le dieron el alta, no logró recuperar el peso que había perdido. Una enfermera de asistencia domiciliaria acudía a ayudarlo cada mañana. Un día, lo encontró junto a la chimenea, aparentemente dormido, con una suave sonrisa en el rostro. También había sido el corazón. El doctor dijo que, probablemente, no se había enterado de nada. Lo organizó todo para el funeral, al que asistieron todos sus hermanos y hermanas, incluso Sammy, de permiso por razones familiares, y Jimmy desde Darwin. Él le preguntó a Andrea si le importaba no acudir, y ella le aseguró que no, haciéndose cargo de la situación. Cuando todo hubo terminado, le sentó bien volver a Edimburgo, al trabajo y a ella. Nunca llegó a perder la sensación de malestar que se apoderaba de él cuando recordaba a su anciano padre, y pese a no haber derramado una lágrima, sabía que lo había querido y no se sintió culpable por su seco dolor. – Ay, mi muchacho huérfano -le decía Andrea cariñosamente, y aquel era su consuelo. La empresa se expandió y contrataron a varias personas. Compraron oficinas nuevas en la New Town. Discutió con los otros socios sobre los sueldos de los empleados; para él, todos deberían de tener cierto nivel de participación. – ¿Cómo? -exclamaron los otros dos-. ¿Un colectivo de trabajadores? -Sonrieron con cierta tolerancia. – ¿Y por qué no? -preguntó él. Los dos eran simpatizantes del SDP; y la participación del trabajador era una de las ideas aprobadas por la alianza. Se negaron, pero establecieron un sistema de primas. Un día, Andrea llegó de París, pero en aquella ocasión no sonreía. En realidad, parecía que se le revolvieran las tripas. Oh, no, pensó. ¿Qué pasa? Ella no habló de ello, fuese lo que fuese. Aseguró que no ocurría nada malo, pero estaba muy seria y pensativa la mayor parte del tiempo, reía poco, y miraba distraídamente al infinito, se disculpaba y había que repetirle las cosas. Él estaba muy preocupado. Pensó en telefonear a Gustave en París para preguntarle qué diablos le sucedía a Andrea, y qué había ocurrido. No llamó. Inquieto, trató de distraerla, llevándola a cenar, a ver una película o a casa de Stewart y Shona; intentó organizar una velada nostálgica en el Loon Fung, cerca de su antiguo apartamento de Canonmills, pero nada de todo aquello funcionó. No conseguía imaginar qué le sucedía. La señora Cramond compartía su preocupación por ella, y también intentó sonsacarle el problema. Y finalmente lo consiguió, tres meses y dos visitas a París más tarde. Andrea le contó a su madre lo que le ocurría y volvió de nuevo a Francia. La señora Cramond lo llamó por teléfono, «EM», le dijo. Gustave tenía esclerosis múltiple. – ¿Por qué no me lo has dicho? -preguntó él. – No lo sé -respondió ella con desgana, con los ojos nublados y la voz apagada-. No lo sé. Y no sé qué hacer. No tiene a nadie que lo cuide, al menos no como hay que hacerlo… Cuando escuchó aquellas palabras, un escalofrío recorrió su cuerpo. Pobre tío, pensó, con toda la sinceridad; pero luego siguió pensando… Es una enfermedad tan lenta, ¿por qué no podía morir rápidamente? Y se odió a sí mismo por sus pensamientos. Otra discusión: durante la huelga del 84, se negó a aplastar un piquete de mineros y la empresa perdió un contrato. Andrea cada vez pasaba más tiempo en París; y cada vez menos gente acudía a la casa de Moray Place. Cuando venía de Francia tenía un semblante cansado y, aunque le costaba enfadarse y era dócil con los demás, también le costaba reírse y se guardaba de tomarse cualquier disfrute realmente en serio. A él le pareció notar algo más de ternura en ella cuando hacían el amor, lo mismo que una sensación de lo preciosos y efímeros que eran aquellos ratos con ella. Ya no podía calificarse de divertido como antes, pero de alguna forma, el acto había adquirido una resonancia añadida, se había transformado en una especie de lenguaje. A veces, cuando ella estaba en París, él se encontraba solo en la gran casa, leyendo o mirando la televisión o trabajando en la mesa de dibujo; y si su nivel de alcoholemia estaba dentro de lo permitido, cogía el Audi Quattro y conducía hasta North Queensferry para sentarse bajo el gran puente oscuro, escuchando el sonido del agua contra las rocas y el rugido de los trenes sobre su cabeza. Se fumaba un porro o respiraba el aire fresco. Si acaso sentía lástima por sí mismo, solo era una tímida parte de su mente la que lo hacía; la otra parte parecía un halcón o un águila; hambrienta, cruel y de mirada penetrante. La autocompasión duraba apenas unos segundos, y luego el ave depredadora se lanzaba sobre ella, y la rasgaba y la abría. El pájaro era el mundo real, un mercenario enviado por su avergonzada conciencia, la enfurecida voz de todas las personas del mundo, aquella gran mayoría que era peor que él; una cuestión de sentido común. Descubrió, con un disgusto importante, que el puente no se pintaba de un extremo al otro a lo largo de un período de tres años. Se hacía de forma gradual, y el ciclo duraba entre cuatro y seis años. Se cayó otro mito; gajes del oficio. Andrea pasaba casi la mitad del tiempo en París. Allí tenía otra vida y otro grupo de amigos. Él conoció a algunos de ellos cuando visitaron Edimburgo; un editor de una revista, una mujer que trabajaba en la UNESCO, un profesor universitario que impartía clases en la Sorbona; gente agradable. Todos eran amigos de Gustave. Debería haberme marchado yo también, se decía a sí mismo, tendría que haberme ido y hacer nuevos amigos. ¿Por qué seré tan estúpido? Puedo diseñar una estructura que soporte miles de toneladas durante treinta años o más, y hacerla tan resistente, sólida y segura como cualquier otro ingeniero, con un buen equilibrio entre peso y presupuesto, pero no soy capaz de ver a dos palmos de mis narices cuando se trata de ser sensato con mi propia vida. Si acaso existe un diseño para mí, se me escapa. Se compró un Toyota MR2 y el último modelo del Audi Quattro. Se apuntó a clases de vuelo, desarrolló un sistema de sonido con piezas fabricadas en Escocia, se compró la cámara Minolta 7000 en cuanto salió a la venta, incorporó un reproductor de CD al equipo de música y se planteó la posibilidad de comprar un yate. Salía a navegar río arriba hacia los dos grandes puentes desde el puerto deportivo de Port Edgar, en la ribera sur del Forth, con antiguos amigos de Andrea. No estaba del todo satisfecho con el Audi y el Toyota. Siempre había un coche mejor; un Ferrari o un Aston o un Lambo o una edición limitada de Porsche o lo que fuera… Decidió abandonar la competición y optar en su lugar por la elegancia. Compró a un particular un Jaguar MK II 3.8 muy bien cuidado; vendió el Audi y el Toyota. Retapizó su nuevo coche en piel rojiza. En un taller mecánico especializado lo desmontaron, cambiaron los pistones, las válvulas y el carburador, y le adaptaron el sistema de inyección electrónica; revisaron completamente la suspensión, instalaron mejores frenos, neumáticos nuevos y una nueva palanca de cambios. Él completó el proceso con cuatro nuevos cinturones de seguridad, el parabrisas laminado, faros más potentes, elevalunas eléctricos, cristales tintados, techo solar y un dispositivo antirrobo del que nunca lograba acordarse. El coche pasó tres días en otra empresa especializada, donde le instalaron un nuevo sistema de sonido con un reproductor de CD. «Hace sangrar los oídos», le decía él a todo el mundo, «y todavía no he encontrado todos los altavoces que quiero. Con el amplificador, no sé qué es lo que se rasgará primero con las vibraciones, si mis tímpanos o la carrocería» (lo había repintado con una capa de antioxidante y doce de pintura, todo a mano). – ¡Qué pasada! -exclamó Stewart cuando le confesó lo que le había costado todo-. Por ese precio, podías haberte comprado un coche nuevo. – Lo sé -repuso él-. Pero también te puedes comprar un coche nuevo con lo que pagas por el seguro de un año y por un juego de neumáticos nuevos. Pero nada parecía funcionar a la perfección. El coche hacía ruidos preocupantes, el reproductor de CD de casa se quedaba atascado, tuvo que cambiar la cámara de fotos, casi todos los discos que compraba parecían rayados y la lavadora no dejaba de inundar la cocina. Se percató de que había perdido temple con los demás, y los embotellamientos urbanos lo enfurecían; una especie de impaciencia penetrante se había adueñado de él, lo mismo que una insensibilidad de la que no podía evadirse. Hizo una donación a Live Aid, pero su primera reacción cuando escuchó el disco de Band Aid fue recordar un revolucionario dicho de moda que comparaba la caridad bajo el capitalismo con curar el cáncer con una tirita. Ni siquiera el festival de 1985 pudo mejorar su estado de ánimo. Andrea pasó unos días con él, en la butaca contigua de una sala de conciertos o de un cine, o en el asiento del copiloto del coche, o al otro lado de la cama, pero no estaba realmente con él, al menos no con todo su ser. Parte de sus pensamientos estaban escondidos, ocultos para él. Seguía sin querer hablar del tema. Se enteró por terceros de que la EM de Gustave se estaba complicando e intentó sacar el asunto a colación, pero ella no cooperaba en absoluto. Le desesperaba que hubiera temas de los que no pudieran hablar. En realidad era culpa suya; él nunca había querido hablar de Gustave. Y ahora ya no se podían cambiar las normas. En ocasiones soñaba con el hombre moribundo de la otra ciudad, y a veces le daba la impresión de que podía verlo, tumbado en una cama de hospital y rodeado de máquinas. Andrea regresó a París a medio festival. Él solo no podía soportar el bombardeo cultural, y le pidió prestada una Bonneville a un amigo para salir hacia Skye. Llovía. La empresa iba mejorando día a día, pero él había empezado a perder el interés. Al final, ¿qué es lo que estoy haciendo?, reflexionaba. Otro puto ladrillo en el muro, otra muela en la máquina. Hago dinero para las empresas y sus accionistas, y para los gobiernos que se lo gastan en armas que nos pueden matar a todos una y mil veces; ni siquiera desempeño las funciones de un trabajador decente, como hacía mi padre; soy un puto jefe, contrato gente, tengo empuje e iniciativa (o, al menos, los tenía); en realidad, hago que las cosas funcionen solo un poquito mejor de lo que funcionarían sin mí. Volvió a racionarse el whisky y pasó temporadas limitándose al agua mineral. Dejó el hachís casi completamente cuando se dio cuenta de que ya no lo disfrutaba. Solo fumaba cuando iba a ver a Stewart. Por los viejos tiempos. Empezó a esnifar coca con regularidad; al principio, era el ritual de los lunes por la mañana, y después el comienzo natural de algunas salidas nocturnas, hasta una noche en que estaba viendo la televisión y preparando un par de generosas rayas antes de salir de copas. Emitían un reportaje sobre la hambruna en África. Se vio obligado a apartar la vista de un niño con los ojos extintos y la piel negra y seca como las alas de un murciélago. Miró hacia abajo, a la mesa junto a la que estaba agachado, y vio su rostro reflejado en el cristal a través del fulgente polvo blanco. Se había metido tres mil libras de aquella cosa por la nariz la semana anterior. Mierda, pensó. Un mal año. Otro mal año. Empezó a fumar. Aceptó finalmente que necesitaba gafas. Su calvicie ya era del tamaño del desagüe de una bañera. Sus sentimientos se debatían entre las últimas inquietudes de la juventud y las últimas oportunidades propias de la edad. Tenía treinta y seis años, pero se sentía como un joven de dieciocho a punto de cumplir setenta y dos. En noviembre, Andrea le dijo que estaba pensando en quedarse en París para cuidar de Gustave. Tendrían que casarse si su familia insistía. Esperaba que lo entendiese. – Lo siento, muchacho -dijo ella, con la voz apagada. – Sí -respondió él-. Y yo también. Qué coño, supongo que no puedo quejarme, no me ha ido mal y eso, pero no me apetece dejarlo todo justo ahora. Supongo que un caballero de la espada nunca deja de serlo. Muy pocos viven hasta mi edad, soy excepcional, es lo que hay. Me imagino que no lo habría conseguido sin el maldito familiar en el hombro, pero no se lo digo; bastante engreído es ya sin que yo le haga la rosca. Sin embargo, no ha encontrado la solución para nuestro pequeño problema, o sea, hacernos viejos. Parece que no es tan listo. De todas formas, aquí estoy, sentado en la cama, mirando los monitores de vigilancia de circuito cerrado y pensando guarradas, intentando que se me ponga dura. Me acuerdo de Angharienne y de todo lo que hacíamos. ¡Cómo nos despertábamos! Parece difícil de creer, pero cuando eres joven lo pruebas todo. Vale, solo se es joven una vez, como se suele decir (el pequeño familiar no está de acuerdo, pero aún tiene que demostrar que me equivoco). Supongo que trescientos años no están mal, pero joder, todavía no estoy preparado para morirme, aunque parece que no tengo elección. El familiar ha intentado algunas cosas (él tampoco tiene elección, porque lo tengo unido a mí), pero hasta ahora ninguna ha funcionado y creo que al muy cabrón se le han agotado las ideas. Dice que aún le quedan balas en la recámara, que no sé lo que quiere decir, pero bueno. Lo que sea. El familiar está sentado en la mesita de noche, arrugado y gris. Ya no se sienta en mi hombro desde que hicimos el castillo volador (él lo llama «barco», pero le gusta confundir las cosas, porque a la habitación la llama «puente de mando»). Lo que pasó fue que volvimos a ver al brujo que me ayudó a entrar en el Inframundo y los dos (el brujo y el familiar) tuvieron una pelea y yo tuve que mirar desde un rincón, congelado por un hechizo que el maldito familiar nos había echado. Al final ganó el familiar, pero entonces, cuando ya podía habérmelo quitado de encima, se dio cuenta de que no podía hacer lo que quería, que era ocupar el cuerpo del brujo; parece que va contra las normas y eso; yo lo podía sacar del Inframundo, pero él no podía poseer un cuerpo vivo, tenía que hacerlo con un objeto inanimado. Se quedó hecho polvo, el pobre. Atrapado en el pequeño cuerpo del familiar y sin poder escapar. Se cabreó mucho y empezó a destrozar la guarida del brujo, y yo pensé que luego iría por mí, pero no. Al final se tranquilizó, volvió a mi hombro y me liberó del hechizo. Me explicó que estábamos destinados a estar juntos para bien o para mal, y que tendríamos que llevarnos lo mejor posible. Quizá es lo mejor, nunca se sabe. No creo que hubiera vivido tanto tiempo sin él; a veces tenía ideas muy buenas y eso. La primera fue volver a ver a la joven con la que hice tratos poco antes de rescatarlo del Hades. Angharienne, así se llamaba; el familiar pensó que ella y yo podríamos llegar a una especie de pacto, según dijo. Al principio, ella no lo tenía nada claro, pensó que el familiar quería ocupar su cuerpo y eso, pero entonces tuvieron una charla bastante complicada y los dos hicieron magia y entraron en trance (menudo aburrimiento), y se despertaron sonriendo y estando de acuerdo. El familiar me dijo que íbamos a cumplir una especie de trato. «Vale», acepté, «siempre que no haya nada sucio en él». De todas formas, me da a mí que así es como he llegado a ser un viejo caballero de la espada. – ¿Qué está haciendo? ¿Acaso quiere resucitar a los muerto»? – Cállate; no es asunto tuyo. – Claro que es asunto mío. ¿Y si sufre un ataque al corazón o algo similar? – Entonces haces algo de magia para revivirme. – Ni soñarlo. Seguro que estiraría la pata. Déjelo, haga el favor, es indecoroso para un hombre de su edad. Su cerebro puede seguir retrasado, pero su edad física es avanzada. – Es mi pito y es mi vida. – También es mi vida y no puede jugar con una vida si ello implica jugar también con la otra. Haga el favor de ser consciente de la relación. – No quiero hacerme una paja, solo ver si todavía se pone dura la cosa. Vamos, veamos un vídeo guarro, ¿eh? – No. Siga mirando los monitores. – ¿Para qué? – Usted siga mirando. Nunca se sabe lo que puede ocurrir. No todo está perdido. – Tendríamos que haber seguido buscando la fuente de la eterna juventud. – Bah… seguramente se habría meado usted en ella. – Menuda mierda -concluyo, y me quedo ahí tumbado con los brazos cruzados, y siento lástima de mí mismo. El castillo volante está sobre la ladera de una colina; aterrizamos aquí hace semanas, después de visitar el planeta donde dicen que hacen que la gente viva para siempre. Pero no consiguieron nada con nosotros (dijeron que no tienen experiencia con caballeros de la espada y los familiares). Yo quería ir a una de esas ciudades grandes de la Tierra y tomarme alguna de esas drogas mágicas que tienen en estos tiempos; unas semanitas de diversión quemándote como un tío joven, te limpias las tuberías rápido y fácil, y te lo pasas en grande en el proceso; pero el familiar no quería, y pilotó el castillo hasta aquí, en medio de la nada, en esta ladera con frío y viento, despidió a todos los guardas y sirvientes y eso, y también echó a dos bisnietos y regaló la mitad del equipamiento mágico que teníamos: bolas de cristal que dicen el futuro, submáquinas encantadas, misiles mágicos y todas esas cosas. Parecía que quería demostrar a todo el mundo que nos estábamos preparando para palmarla, pero no lo dio todo; se quedó con el castillo volante y guardó algunas cosas como chaquetas para volar, el traductor universal y varias toneladas de platino invisible en la bodega. Incluso encontró pilas nuevas para la daga. Se quedó sin pila hará un siglo más o menos y no era nada útil, pero me la quedé por razones sentimentales. El familiar se puso muy pesado porque decía que era una copia barata y que ya me había avisado, pero hace poco encontró pilas nuevas y la puso al mando de la seguridad en la puerta del castillo volante. A saber por qué coño lo hizo; a lo mejor el familiar se está volviendo excéntrico con la edad. Sigo sin dejar de pensar en la esposa. La palmó hace casi medio siglo, pero todavía puedo ver su cara huesuda como si se hubiera muerto ayer. Resulta que no era tan joven como parecía; nunca descubrí su edad, pero el familiar dice que debía de tener unos mil años o así. Ni siquiera envejecía despacio como se supone que envejecen las brujas; se hizo magia y eso, y siempre parecía que era una adolescente, hasta que la diñó. Entonces le pilló todo de golpe y se convirtió en una estatua. Una escultura pequeña de madera marrón, dura y oscura y vieja. Dejó instrucciones de ser plantada en el bosque cercano a donde nació, y allí se convirtió en un arbolito poco después. El familiar dice que el arbolito que ahora es pequeño y marchito se convertirá en uno grande y más joven, y luego irá encogiendo como si fuera hacia atrás en el tiempo, hasta quedarse reducido a una semilla, y luego ni idea de lo que pasará. Parece triste mientras me cuenta todo eso, porque sabe que cuando yo me muera (bueno, los dos, porque no puede vivir sin mí), se desintegrará y se convertirá en polvo, y ni siquiera tendrá una existencia en el Inframundo. Es que seguramente no me dejarían ni entrar en el infierno desde lo que pasó la última vez que estuve allí, al pequeño familiar aún se le escapa la risa cuando hablamos de los viejos tiempos de cuando lo rescaté; parece que tuvieron que cambiar todo el sistema después de que el tal Caronte se convirtiera en piedra; un par de tíos llamados Virgilio y Dante se pusieron al mando por un tiempo y ahí siguen. A saber cómo coño me reciben cuando atraviese sus puertas, o lo que tengan ahora instalado. Seguramente me dejen entrar, pero tengan algo muy feo preparado. Me parece que queda claro por qué no tengo ningunas ganas de palmarla. – Ajá. – Ajá, ¿qué? – Ya decía yo que debía usted mirar los monitores. – Que sí, que sí, ¡un momento! ¿Quién coño es ese? – Nadie que nos quiera bien, eso está claro. – ¡Menuda mierda! -Bajando por la ladera de la montaña, hay un tío con el pelo rubio y una gran espada. Tiene los hombros muy anchos y unas cintas de metal en todo su cuerpo, unas botas enormes y una especie de casco con una cabeza de lobo, rugiendo. Me siento en la cama, asustado. Estos días están siendo muy duros (todo es duro menos lo que tendría que ponerse duro) y entre el reuma y eso, que me tiemblan las manos y que necesito gafas, no me veo yo enfrentándome a un guerrero joven con una gran espada-. ¿Qué coño ha pasado con la zona de exclusión total, eh? ¡Pensaba que la gente se quedaba frita cuando intentaban entrar en el castillo volante! – Mmm… -dice el familiar-, debe de ser el casco que lleva; posiblemente lleve algún dispositivo de neuromonitorización. Veamos si el láser puede con nuestro intruso. El tío cachas baja por la pendiente, mira el castillo con atención, con los músculos tensos y balanceando la espada. De pronto, pone cara de sorprendido y empieza a balancear la espada más rápido, y en la pantalla se ve borroso y luego sale un rayo de luz y la imagen desaparece y el monitor se queda muerto. – ¡Oh, no! ¿Ahora qué pasa? -Intento salir de la cama, pero mis viejos músculos se ha convertido en gelatina o algo, y estoy sudando como un cerdo. El monitor resucita y muestra la puerta del castillo desde dentro. – Mmm… -dice de nuevo el familiar, como si estuviera impresionado o algo así-. No está mal. Aquí hay una especie de presciencia limitada, podría jurarlo. Él sabía a ciencia cierta que el láser iba a dispararle. Posiblemente solo ve unos segundos hacia el futuro, pero lo bastante como para que resulte difícil de detener. Buen truco el del láser, probablemente algún campo reflectante de la espada. Tal vez el hecho de que la luz se haya proyectado justo en las cámaras sea una coincidencia, pero, de no ser así, tenemos un adversario valeroso. – ¡No puedo moverme! ¡Haz algo! Qué coño de adversario valeroso; ¡vámonos de aquí! ¡Pon el castillo a volar! – Me temo que no hay tiempo -responde el familiar, increíblemente tranquilo-. A ver si la daga puede detenerlo. – ¡De puta madre! ¿Es lo único que tenemos? – Me temo que así es. Eso y un par de esclusas de aire no muy útiles. – ¿Y ya está? Serás gilipollas… No sé por qué tuviste que dejar marchar a todos los guardas, y a los… – Se debió a un error de apreciación, imagino -contesta el familiar, y bosteza. Salta sobre mi hombro y los dos miramos la puerta del castillo por dentro. La punta de una espada aparece a través del metal, cortando un círculo del mismo, que se cae al suelo y deja pasar al capullo del pelo rubio-. Campos -susurra el familiar-. La puerta de la esclusa tenía refuerzos de monofilamentos; y para cortarlos se necesitan cuchillas tremendamente afiladas. Tal vez el tipo lleve alguna clase de arma… aunque podría ser al revés, por supuesto. – ¿Dónde está la puta daga? -Ahora ya estoy gritando; no puedo moverme y estoy a punto de cagarme en la cama. El capullo del pelo rubio está caminando por dentro del castillo. Parece que lleva mucho cuidado, pero anda con decisión, con la espada preparada para cualquier cosa. Mira hacia un lado y sus ojos se encienden de furia. La daga se le acerca, pero demasiado despacio; casi indecisa. El rubio no deja de mirarla. La daga se para en el aire, se cae al suelo y se va rodando a un rincón. – ¡Oh, no!-grito. – Ya le advertí de que era una copia barata; tuvieron que equiparla con un circuito de identificación. Posiblemente, la espada de nuestro intruso (o su casco) emitieron una señal falsa. Lo ideal son los agentes independientes, capaces de formular sus propios juicios… motivo preciso por el cual no nos resultan del todo útiles. – ¡Deja de hablar como un comercial y haz algo de una puta vez! -le grito al familiar. Pero él encoge sus pequeños hombros grises y suspira. – Demasiado tarde, me temo. Lo siento. – ¡Lo sientes! -berreo en su cara-. No es a ti a quien esperan en Hades, tío. Han tenido trescientos años para pensar en algo muy malo para mí; ¡trescientos putos años! – Tranquilícese, viejo amigo. ¿No puede afrontar la muerte con un poco de dignidad? – A la mierda la dignidad, ¡yo quiero vivir! – Mmm… bien -dice el familiar mientras el capullo del pelo rubio desaparece del monitor. Se oye el ruido de un golpe fuerte al otro lado de la puerta de la habitación, y el suelo tiembla-. ¡Oh, no! -Me meo en la cama; es que no puedo parar-. ¡Mami! ¡Papi! La puerta se abre de golpe. El capullo rubio está ahí de pie, ocupando todo el quicio. Aún es más grande de lo que parecía en pantalla. Y la puta espada es casi tan larga como yo. Me encojo en la cama, me tiembla todo el cuerpo. El guerrero tiene que agacharse porque si no el casco de cabeza de lobo toca con el techo. – ¿Q-q-qué pasa, colega? -le digo. – No pasa nada -dice el tío mientras se acerca a la cama. Pedazo de mastodonte. Levanta la espada y apunta hacia mí. – Va, tío, espera un momento, por favor. No puedes Puede. En la vida he sentido un golpetazo así, como si Dios me estuviera dando una paliza, o un millón de voltios me estuvieran atravesando. Veo estrellas y luces y me mareo. Puedo ver cómo la espada se cae sobre mí, centelleando en la luz, y puedo ver la expresión en la cara del guerrero, y oír un ruidito en mi oreja, un ruido como una risilla; juraría… que es como una risilla, de verdad. El tío de la cama estaba muerto con el cráneo partido en dos, como un coco podrido. Y la cosa rara esa que tenía en el hombro desapareció en una nube de humo. Me mareé y vi estrellas y eso. Parecía que el tío de la cama era diferente del principio cuando entré en la habitación, no tenía el pelo tan gris y eso, me parece. – Bien… parece que la transferencia funcionó. ¿Cómo se siente? -Era el casco que hablaba. Me senté en la cama y me lo quité y miré a la cabeza de lobo. – Estoy un poco raro -le dije. – Y no es el único -contestó y la cabeza de lobo me miró y sonrió-. Estoy gratamente sorprendido porque mi dilatado intelecto ha sobrevivido a la transliteración, completo e intacto, con lo que no puedo imaginar que, con la fidelidad de transmisión de tan colosal biblioteca de sabiduría mental, exista la más remota posibilidad de que su conato de conciencia no haya sufrido algún daño en el proceso. De todas formas, volviendo a lo que nos ocupa, los circuitos de nuestro medio de transporte se percatarán de que hay un intruso a bordo; y no captarán que usted es el legítimo propietario de su nuevo cuerpo, y todavía necesito algo de tiempo para resintonizar los circuitos telepáticos de este ridículo casco. Con lo cual, deberíamos marcharnos antes de que el castillo se barrene a sí mismo, lo que provocaría una explosión termonuclear si no me equivoco, problema del que dudo que ni yo, ni usted, ni su maravillosa espada pudieran protegernos, así que, mejor será que nos apresuremos. – Vale, vale, tío -digo y me levanto y me pongo el casco. Estoy de puta madre, es como si hubiera soñado y me hubiera despertado; un sueño de ser un hombre viejo, como el que está tieso en la cama. Bueno, y qué coño importa. Es mejor que nos larguemos del castillo si la cabeza de lobo lo dice. Levanté la espada y salí corriendo afuera. Otra vez, no había ni un puto tesoro ni nada, pero no se puede tener todo, pero da igual, hay muchos castillos y magos y bárbaros viejos y eso… »Menuda vida, ¿eh? ¡Es la leche! |
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