"El puente" - читать интересную книгу автора (Banks Iain)

Cuaternario

– ¿Sabes? Hacía tres años que tenía el disco cuando me enteré de que el título era un juego de palabras. ¿De dónde eres?

– Soy de Fife -le dijo a Stewart, sacudiendo la cabeza.

– Bien, tío -respondió este.

– Dios, a veces soy tan estúpido… -murmuró, mirando con tristeza su lata de Export.

– Sí, tío -asintió Stewart-. Sí, tío. -Se levantó para darle la vuelta al disco.

Él miró por la ventana, contemplando las vistas de la ciudad y los lejanos árboles del Glen. Su reloj marcaba las 2:16. Ya estaba oscureciendo. Supuso que ya estaban cerca del solsticio. Bebió un poco más.

Se había tomado cinco o seis latas, y todo apuntaba a que tendría que quedarse en casa de Stewart a pasar la noche, o bien tomar un tren de regreso a Edimburgo. Un tren, pensó. Hacía años que no viajaba en uno. Estaría bien tomar un tren desde Dunfermline y pasar sobre el viejo puente; podría lanzar una moneda y desear el suicidio de Gustave, o que Andrea estuviese embarazada y quisiese tener a su hijo en Escocia, o…

Basta, idiota, pensó. Stewart se volvió a sentar. Habían estado hablando de política y habían acordado que, si eran sinceros sobre sus creencias, marcharían a Nicaragua a luchar por los sandinistas. También habían recordado viejos tiempos, vieja música y viejos amigos… pero no habían hablado de ella. Comentaron la adhesión del Reino Unido a la Iniciativa de Defensa Estratégica, que tampoco les quedaba tan lejos; ambos conocían gente en la universidad que trabajaba en circuitos ópticos integrados en los que el Pentágono mostraba un notable interés.

Hablaron sobre la nueva cátedra Koestler de Parapsicología de la universidad, y sobre un programa que ambos habían visto en televisión unas semanas antes, sobre los sueños lúcidos y sobre la hipótesis de la formación causativa (él dijo que, efectivamente, era interesante, pero recordaba cuándo las teorías de Von Daniken habían sido realmente «interesantes»).

Hablaron sobre una historia comentada aquella semana en televisión y en prensa, sobre un ingeniero ruso emigrado a Francia que había sufrido un accidente de tráfico en Inglaterra. Habían encontrado una gran cantidad de dinero en su coche y el hombre era sospechoso de haber cometido un crimen en Francia. Aparentemente, había entrado en coma, pero los médicos creían que estaba fingiendo. «Qué cabrones y rebuscados somos los ingenieros», le dijo a Stewart.

En realidad, habían hablado de casi todo excepto del único tema sobre el que deseaba hablar él en el fondo. Stewart había intentado sacarlo en varias ocasiones, pero él siempre se salía por la tangente. El programa sobre los sueños lúcidos había surgido porque fue su último motivo de discusión con Andrea; y la hipótesis de la formación causativa porque, posiblemente, sería el siguiente. Stewart no lo presionó con el asunto de Andrea y Gustave. Tal vez solo necesitase hablar, de lo que fuese.

– Por cierto, ¿qué tal están los niños? -preguntó.


Stewart comió algo y le ofreció, pero él no tenía hambre. Se fumaron otro porro, él se tomó otra cerveza y siguieron hablando. La tarde dio paso a la oscuridad. Stewart decidió echar una cabezadita porque estaba cansado. Puso el despertador para tomar un té más tarde. Tal vez irían a tomar unas pintas después de cenar.

Escuchó a Jefferson Airplane con los auriculares, pero el disco estaba rayado. Echó un vistazo a la colección de libros de su amigo, bebiendo de la lata y apurando el último porro. Al final, se acercó a la ventana, contemplando los tejados de pizarra, el palacio en ruinas y la abadía.

La luz del día se escapaba lentamente del cielo nublado. Las calles estaban iluminadas y las carreteras estaban plagadas de coches aparcados o circulando lentamente; sin duda, la gente empezaba a efectuar sus compras navideñas. Se preguntó cómo habría sido aquel lugar cuando en el palacio todavía habitaban los reyes.

Y el reino de Fife. Ahora era una extensión reducida, pero había sido lo suficientemente grande en otros tiempos. Roma también había empezado pequeña, pero aquello no la había detenido; cómo habría sido el mundo si una parte de Escocia (antes de existir como estado) hubiera florecido como lo hizo Roma… No, no tenían el bagaje ni el legado históricos en Escocia en aquella época. Atenas, Roma, Alejandría; todas tenían bibliotecas cuando aquí solamente había fortalezas; no éramos bárbaros, pero tampoco civilizados. Cuando estábamos listos para tomar parte, ya era demasiado tarde; siempre llegábamos pronto o con retraso, y los mayores logros los hemos llevado a cabo para otros pueblos.

Bueno, «escocesismo» sentimental, pensó. ¿Qué tal centrarnos en la conciencia de clases antes que en el nacionalismo? Bien, efectivamente.

¿Cómo era ella capaz de hacerlo? Al margen de que aquel fuera su hogar, donde vivía su madre y sus amigos más antiguos, donde se forjaron sus primeros recuerdos y su personalidad, ¿cómo podía dejar todo lo que tenía en aquel momento? Al margen de él mismo; él abandonaba el escenario sin rechistar si era necesario…, pero ella tenía tanto que hacer y que decir… ¿cómo era capaz de hacerlo?

Sacrificio personal, la mujer detrás del hombre, cuidar de él, relegarse a un segundo plano…: aquello era totalmente contrario a todos sus principios y creencias.

Él aún no había sido capaz de hablarlo abiertamente con ella. Su corazón latía a toda prisa; dejó la lata sobre la mesa, pensando. En realidad, no sabía lo que quería decir realmente; solo tenía claro que necesitaba hablar con ella, abrazarla, estar a su lado y decirle todo lo que sentía por ella. Debía contarle cómo se encontraba, lo que pensaba sobre Gustave, sobre ella, sobre él mismo. Tenía que ser completamente sincero con ella, de forma que, al menos, ella fuera consciente de sus sentimientos con exactitud, sin falsas ideas. Era importante, maldita sea.

Terminó su lata de cerveza de un trago y dobló la lata roja. Unas gotas se escaparon del aluminio aplastado y cayeron sobre su mano. Se limpió. Debía decírselo. Tenía que hablar con ella en aquel preciso momento. ¿Qué hacía ella aquella noche? Estaban en casa, ¿no? Sí, así era. Lo habían invitado, pero a él le apetecía ver a Stewart. Decidió llamarla. Se acercó al teléfono.

Línea ocupada. Posiblemente, otra conferencia de larga distancia con Gustave. Incluso cuando no estaba en Francia pasaba la mitad del tiempo con él. Colgó el teléfono y caminó de un lado al otro por la habitación, con el corazón latiendo a toda velocidad y las manos sudorosas. Tenía ganas de orinar; se dirigió al baño, se lavó las manos después, se enjuagó la boca con elixir. Se encontraba bien, no se sentía colocado ni borracho. Volvió a intentar llamar por teléfono, pero la línea seguía ocupada. Se quedó de pie, junto a la ventana. Si miraba hacia abajo, bien pegado al cristal, podía ver el Jaguar. Un fantasma blanco y esbelto en la calle oscura. Consultó de nuevo su reloj. Se sentía bien, muy sereno. Podía conducir perfectamente.

¿Por qué no?, pensó. Podía arrancar el Jaguar albino en la oscuridad, dirigirlo hacia la autopista y recorrer el puente-carretera con el motor revolucionado, una arrogante sonrisa y un brote de dolor auricular por culpa del primer cabrón que se presenta a hacer daño… mierda, demasiado miedo y asco, muy al estilo de Hunter S. Thompson. Joder, ese libro siempre ha provocado que conduzcas demasiado rápido, tío. Eso te pasa por escuchar a White Rabbit hace un rato. No, no, mejor olvídate de conducir, no estás en condiciones.

Qué coño, todo el mundo lo hace en esta época del año. Si conduzco mejor borracho de lo que muchos lo hacen sobrios. Solo tienes que tomártelo con calma, no es tan difícil. Te conoces el camino. En ciudad vas con más cuidado por si algún crío cruza corriendo la calle y tus reflejos no están en su momento óptimo, y en la autopista vas tranquilo, respetas estrictamente el límite de velocidad, o incluso conduces ligeramente por debajo, sin dejarte intimidar por ningún jovencito que provoca con su Capri y sin dar sorpresas a cualquier conductor de BMW con cristales tintados; no te dejes provocar, mantén la concentración y no pienses en tiburones rojos o ballenas blancas, en probar la suspensión sobre el asfalto ni en la conducción deportiva en las curvas. Solo tómatelo con calma y escucha la música. Quizá Auntie Joanie. Algo suave pero no soporífero, rítmico pero no excitante, melodías homogéneas pero no enervantes; nada de eso…

Intentó telefonear una última vez. Se acercó a ver a Stewart, que dormía plácidamente y se dio la vuelta ante el resplandor de la luz del distribuidor. Le escribió una nota y se la dejó junto al despertador. Cogió la chaqueta y el pañuelo bordado y salió del apartamento.

Le llevó un rato llegar a la autopista. Había caído un chaparrón y las calles estaban mojadas. Steeltown de Big Country sonaba en el equipo de sonido mientras el Jaguar se abría paso entre el tráfico. Él todavía se sentía bien. Sabía que no debía conducir, e incluso se atrevió a calcular su tasa de alcoholemia aproximada en caso de tener que soplar, pero una parte (sobria) de él mismo observaba y evaluaba su conducción; lo estaba haciendo bien, lo lograría, siempre que no perdiese concentración y que la suerte lo acompañase. Nunca más lo haría, se dijo a sí mismo, cuando finalmente encontró una calle desierta que llevaba a la autopista. Solo aquella vez. Era importante, al fin y al cabo.

Y tendré mucho cuidado.

Como era una calzada con dos carriles, dejó que el coche se lanzase hacia delante, sonriendo mientras su espalda se clavaba en el asiento. «Me encanta el rugido del motor», murmuró para sí mismo. Sacó la cinta de Big Country del casete, frunciendo el ceño a modo de reprobación por exceder el límite de velocidad. Aminoró la marcha.

Música no demasiado estridente, pero que estimule el nivel de adrenalina para aproximarse al gran puente gris y atravesarlo. ¿Bridge over troubled water?, se preguntó con una irónica sonrisa. Hace siglos que esa canción no está en el coche. En la otra cara de la cinta estaban Lone Justice y Los Lobos. La volvió a coger y le echó un rápido vistazo mientras se acercaba a la autopista. No, no estaba dispuesto a esperar a que se rebobinase. Mejor escucharía a los Pogues. Rum Sodomy amp; The Lash; un disco con canciones ideales para conducir. Tampoco pasa nada por un poco de estrépito. Es mejor para mantenerse despierto. No es necesario seguir el ritmo de la música todo el tiempo. Allá vamos…

Entró en la M 90, dirección sur. El cielo era azul oscuro al otro lado de las espesas nubes. Un anochecer suave, apenas frío. La carretera seguía mojada. Cantó junto a los Pogues mientras intentaba no conducir demasiado rápido. Tenía sed; normalmente llevaba alguna lata de Coca-Cola o Irn Bru en el coche, pero había olvidado reponer la última. Aquellos días estaba muy despistado. Encendió las luces del coche después de que varios vehículos se lo advirtieran con ráfagas.

La autopista recorría la cresta de una colina entre Inverkeithing y Rosyth, desde donde se veían las luces del puente-carretera, repentinos destellos sobre las agujas de las dos inmensas torres. Una vergüenza, por cierto; él prefería las antiguas luces rojas. Se apartó al carril de la derecha para dejar pasar a un Sierra, y contempló cómo se alejaba frente a él en la oscuridad, pensando: en circunstancias normales, no me adelantarías con tanta facilidad, amigo. Se acomodó en el asiento y se puso a dar toques en el volante con los dedos al ritmo de la música. La carretera atravesaba una escarpada ladera rocosa que formaba la pequeña península; la señal de North Queensferry apareció iluminada. Podría haber descendido por allí y haberse detenido una vez más bajo el puente ferroviario, pero prolongar aquel trayecto no tenía sentido; hubiera implicado tentar al destino, o al menos, a la ironía.

¿Por qué estoy haciendo esto?, pensó. ¿Acaso supondrá alguna diferencia? Odio con todas mis fuerzas a los conductores borrachos, ¿por qué demonios hago yo lo mismo que ellos? Pensó en dar media vuelta y en tomar la carretera hasta North Queensferry. Allí había una estación; podía aparcar y tomar el tren (en cualquier dirección)…, pero pasó de largo la última salida antes del puente. Mierda. Tal vez podía detenerse al otro lado, en Dalmeny, y aparcar allí en lugar de arriesgar la pintura de la carrocería en el torrente de tráfico prenavideño de Edimburgo. Podía volver por la mañana a recoger el coche, sin olvidar ponerle antes todas las alarmas.

El tramo rocoso de la carretera finalizó tras cruzar las colinas. Desde aquel punto, se veía South Queensferry, el puerto deportivo de Port Edgar, el cartel de la destilería de Vat 69, las luces de la fábrica de Hewlett Packard y el puente ferroviario, oscuro bajo el último resplandor del atardecer. Tras él, más iluminación, como la de la refinería de aceite con la que tenía un subcontrato, y más lejos, las luces de Leith. Los huesos vacíos del viejo puente ferroviario eran del color de la sangre seca.

Qué puta belleza, pensó… Qué estructura tan inmensa y majestuosa. Tan delicada desde la distancia, tan colosal y fuerte al aproximarse a ella. Elegante y soberbia; una forma perfecta. Un puente de gran calidad; soportes de granito, una buena plataforma de acero, y una indeleble pintura roja…

Echó un vistazo a la calzada del puente, y observó cómo ascendía suavemente hasta su cima suspendida. El suelo estaba algo húmedo, pero no había de qué preocuparse. Todo controlado. Tampoco conducía excesivamente rápido, se mantenía en el carril de la derecha, mirando el torrente de agua que se acercaba desde el puente ferroviario. Una luz parpadeaba al otro extremo de la isla situada debajo de la sección intermedia del puente.

Un día te habrás ido. No hay nada que dure para siempre. Tal vez eso es lo que quiero decirle. Tal vez quiero decir: no, por supuesto que no me importa, debes marcharte. No puedo envidiarle eso al otro hombre; habrías hecho lo mismo por mí, y yo por ti. Es una lástima, pero no hay más. Márchate, sobreviviremos. Tal vez algún…

Vio al camión que tenía delante adelantando en una maniobra brusca. Había un coche detenido, abandonado en su mismo carril. Tomó aliento, clavó los frenos, intentó esquivarlo; pero ya era demasiado tarde.

Hubo un instante en que su pie apretó el freno tan a fondo como pudo, y cuando hubo girado el volante al máximo en un solo movimiento, se dio cuenta de que no podía hacer más. No supo cuánto duró aquel instante, solo alcanzó a ver que el coche era un MG, aparentemente sin ocupantes (una ola de alivio en el maremoto del pánico) y que iba a colisionar con él, en un fuerte impacto. Llegó a vislumbrar brevemente la matrícula; VS algo. ¿No era un número de la costa oeste? El símbolo octogonal de MG del maletero del coche averiado raspó el morro del Jaguar mientras este se descontrolaba y empezaba a derrapar. Él intentó enderezar el coche y recuperar el dominio, pero con el pie clavado en el freno, no fue posible. Pensó: eres imbé…


El Jaguar blanco personalizado, matrícula 233 FS, colisionó contra la parte trasera del MG. El conductor del Jaguar salió despedido hacia delante cuando el vehículo empezó a dar vueltas de campana. El cinturón de seguridad lo mantuvo en su asiento, pero el volante deportivo se clavó en su pecho con la fuerza de un martillazo.


Colinas suaves bajo un cielo oscuro; las nubes escarlata parecen reflejar los contornos lisos de la tierra sobre ellas. El aire es pesado y denso; huele a sangre.

El suelo está encharcado, pero no de agua. La batalla que se ha librado aquí, sea cual sea, sobre estas colinas cuya extensión parece eterna, ha empapado la tierra de sangre. Hay cuerpos por todas partes, cadáveres de cada animal y de cada color y raza de ser humano. Al final, encuentro al hombre bajito, ocupándose de los cuerpos.

Sus ropas son harapos; la última vez que nos vimos fue en… ¿Mocea? (¿Occam? No sé, algo así), cuando golpeaba las olas con su látigo de acero. Ahora hace lo propio con los cuerpos. Cuerpos muertos que reciben cien latigazos cada uno, como si no estuvieran ya bastante destrozados. Lo observo durante un rato.

Su proceder es tranquilo, metódico; cien latigazos exactos a cada cuerpo antes de pasar al siguiente. No muestra preferencia alguna respecto a especie, sexo, tamaño o color; golpea a cada cadáver con el mismo vigor decidido, en la espalda si es posible, y si no, tal como lo encuentra. Solamente los toca si llevan armadura, para apartar la visera o desabrocharla.

– Hola -saluda. Me mantengo a una distancia prudencial, por si su cometido fuese dar latigazos a cualquier cuerpo que tuviera delante, tanto vivo como muerto.

– ¿Me recuerda? -le pregunto. Acaricia su látigo manchado de sangre.

– Lo cierto es que no -responde. Le hablo de la ciudad en ruinas junto al mar. Niega con la cabeza-. No; no era yo -asegura. Escarba entre sus harapos durante un segundo, y extrae una especie de tarjeta rectangular. La limpia con una tira de sus andrajosas ropas y me la extiende. Me acerco con cautela-. Tenga -añade-, me dijeron que se la diese.

La cojo y doy un paso atrás. Es un naipe; el tres de diamantes.

– ¿Para qué la quiero? -le pregunto. Se limita a encogerse de hombros y limpia el mayal con un jirón de su manga.

– No lo sé.

– ¿Quién se la dio? ¿Cómo sabían…?

– ¿Son todas esas preguntas realmente necesarias? -inquiere, moviendo la cabeza.

– Supongo que no -respondo, avergonzado, mientras sostengo la carta-. Gracias.

– No hay de qué -concluye. Había olvidado lo cálida que era su voz. Me doy la vuelta, dispuesto a marcharme, y vuelvo a mirarlo de nuevo.

– Una última cosa -digo señalando los cuerpos que cubren el suelo como una capa de hojas secas-, ¿qué ha pasado aquí? ¿Qué le ha ocurrido a toda esta gente?

– No escucharon sus sueños -dice, encogiéndose de hombros, y acto seguido vuelve a su tarea.

Emprendo de nuevo mi camino hacia la lejana línea de luces que cubre el horizonte como un rayo de oro blanco.


Abandoné la ciudad de la cuenca marítima seca y caminé junto a la vía del tren, siguiendo la misma dirección que el tren del mariscal de campo antes de sufrir el ataque. Nadie me perseguía, pero mientras caminaba, oí el sonido de un tiroteo lejano procedente de la ciudad.

El paisaje fue cambiando gradualmente y se transformó en un entorno menos árido. Encontré agua y, al cabo de un tiempo, árboles frutales. El clima fue volviéndose más agradable. De vez en cuando, veía personas, caminando solas igual que yo o en grupos. Yo me mantenía alejado de ellas y ellas me evitaban. Cuando me aseguré de que podía avanzar sin peligro, y encontré agua y comida, los sueños empezaron a sucederse cada noche.

Siempre era el mismo hombre sin nombre y la misma ciudad. Los sueños iban y venían, repitiéndose una y otra vez. Yo veía muchas cosas, pero todas inciertas. En dos ocasiones, casi consigo averiguar el nombre del hombre. Empecé a creer que mis sueños eran la auténtica realidad, y me despertaba cada mañana bajo un árbol o sobre rocas volcánicas, con la esperanza de hacerlo en otra existencia, en una vida diferente; en una cama limpia de hospital, por ejemplo…, pero no. Siempre me encontraba allí, en llanuras templadas que terminaban convirtiéndose en un campo de batalla, y donde estaba el hombre del látigo. No obstante, sigo viendo la luz al final del horizonte.

Me dirijo hacia esa luz. Parece el final de las húmedas nubes; el gran párpado de un ojo dorado. En la cima de una colina, vuelvo la vista hacia el hombre bajo y deforme. Sigue ahí, dando latigazos a los guerreros caídos. Tal vez debería haber regresado y haberle permitido golpearme. ¿Podría ser la muerte la única forma de despertarme de este terrible sueño embrujado?

Eso requeriría fe. Y yo no creo en la fe. Creo que existe, pero no creo que funcione. No sé cuáles son las normas en este lugar; no puedo arriesgarme a tirar todo por la borda por una posibilidad remota.

Llego al lugar donde terminan las nubes y empieza un acantilado. Más allá, solo hay arena.

Un lugar antinatural, pienso, mientras miro el final de la masa de nubes oscuras. Demasiado marcado, demasiado uniforme. La frontera entre las tierras sombrías con sus ejércitos caídos en forma de cadáveres y la extensión de arena dorada está definida con demasiada precisión. Un aire caliente se levanta desde la tierra y arrastra los olores rancios y densos del campo de batalla. Bebo una botella de agua y como algo de fruta. La chaqueta de mi uniforme de camarero es fina, el viejo abrigo del mariscal de campo está sucio. Todavía conservo el pañuelo.

Salto desde la última colina a la arena cálida, y desciendo por la pendiente dorada, deslizándome hacia el suelo del desierto. El aire es caliente y seco, totalmente desprovisto de los olores hediondos del campo de batalla que acabo de abandonar, pero también embriagado de otra clase de muerte: la promesa de que voy a adentrarme en un lugar donde no hay agua, ni comida, ni sombra.

Empiezo a caminar.


En una ocasión, pensé que me moría. Había caminado y me había arrastrado, sin encontrar una sombra bajo la que cobijarme. Al final, caí por la pendiente de una duna y me di cuenta de que sería incapaz de levantarme sin agua, sin líquido o sin lo que fuera. El sol era un hoyo blanco en un cielo tan azul que no tenía color. Esperé a que se formasen nubes, pero nada ocurrió. Más tarde, aparecieron unos pájaros oscuros de grandes alas. Empezaron a volar en círculos sobre mí, siguiendo un remolino invisible; esperando.

Los miré, con los párpados casi pegados. Las aves se movían en una gran espiral sobre el desierto, como si hubiera un inmenso cilindro giratorio e invisible suspendido encima de mí, y ellas fueran pequeños fragmentos de seda negra pegados a su superficie, moviéndose lentamente al ritmo de la gran columna.


Entonces, veo a un hombre que aparece en la cima de una duna. Es alto y musculoso, y lleva una especie de armadura ligera, que deja al descubierto sus piernas y brazos dorados. Lleva una enorme espada y un casco ornado, que sostiene bajo una de sus axilas. Parece transparente e insustancial para su voluminosa complexión. Puedo ver a través de su cuerpo: tal vez es un fantasma. La espada centellea bajo los rayos del sol, pero con un brillo apagado. El tipo se balancea allí de pie; no me ha visto. Apoya una mano en su ojo; parece que está hablando con el casco que lleva bajo el brazo. Medio camina, medio se tambalea; sumerge sus musculosas piernas en la arena. Parece que todavía no ha reparado en mí. Su pelo rubio se ha desteñido con el sol, y la piel de su cara, sus brazos y sus piernas está quemada. Arrastra la espada tras de sí y va dibujando un surco en la arena. Se detiene cuando llega a mis pies, mirando a lo lejos, balanceando su cuerpo. ¿Acaso ha venido para matarme con su enorme espada? Bueno, al menos, será rápido.

Sigue de pie, sin dejar de tambalearse, con los ojos clavados en la difusa lejanía. Juraría que está demasiado cerca de mí, demasiado cerca de mis pies; como si sus propios pies se hubiesen fusionado de alguna forma con los míos. Permanezco tumbado, esperando. Él lucha por mantenerse en pie, y extiende un brazo de pronto mientras intenta equilibrarse. El casco que lleva bajo el brazo se cae sobre la arena. El ornamento, una cabeza de lobo, profiere un grito.

Los ojos del guerrero se quedan en blanco. Se precipita sobre mí, y yo cierro los ojos, preparado para que me caiga encima.

No siento nada. Tampoco oigo nada. El guerrero no cae sobre la arena junto a mí, y cuando abro los ojos, no hay ni rastro del hombre o de su casco. Vuelvo a mirar al cielo, a la doble espiral de aves que vuelan el círculo y presagian la muerte.


Utilicé mis últimas reservas de fuerza para desabrocharme el abrigo y la chaqueta, y dejar mi pecho al desnudo frente a la columna giratoria invisible del cielo. Me quedé tumbado con los brazos abiertos durante un rato; y dos de los pájaros se posaron sobre la arena, junto a mí. No me moví.

Uno de ellos me golpeó la mano con su afilado pico, y luego se apartó. Seguí tumbado, inmóvil, esperando.

Cuando se dispusieron a atacarme en los ojos, los agarré por el cuello. Su sangre era densa y salada, pero, para mí, aquel era el sabor de la vida.


Veo el puente. De entrada, estoy seguro de que se trata de una alucinación. Después pienso que puede ser un espejismo, algo parecido a un puente que se refleja en el aire y (para mis ojos resecos y obsesivos) va tomando su forma. Me acerco a él, a través del calor y de las dunas de arena. Llevo el pañuelo en la cabeza para protegerme del sol. El puente brilla a lo lejos, y forma una línea indefinida de cumbres.

Voy acercándome lentamente a lo largo del día, descansando solo durante un breve lapso de tiempo en el que el sol se encuentra a su máxima altura. En ocasiones, trepo hasta las cimas de las dunas, para asegurarme de que el puente está realmente ahí. Me encuentro a unos tres kilómetros de distancia cuando mis confusos ojos reconocen la verdad; el puente está en ruinas.

Las secciones principales están prácticamente intactas, aunque algo deterioradas, pero los enlaces, las plataformas y los pequeños puentes dentro de otros puentes han sido destruidos, y muchas zonas de los extremos de la sección han desaparecido con ellos. El puente ya no parece una sucesión de hexágonos extendidos, sino más bien una línea de octógonos aislados. Todavía tiene pies y huesos, pero sus brazos, sus conexiones, se han esfumado.

No veo movimiento alguno, ni destellos de luz repentina. El viento suspira arena sobre las dunas, pero no se oye ningún sonido procedente del gran esqueleto ocre del puente. Sigue erguido, pálido, demacrado, enclavado en la arena, con las suaves olas doradas lamiendo sus pedestales de granito.

Finalmente, me introduzco bajo su sombra, con un tremendo sentimiento de gratitud. El viento ardiente gime entre las grandes vigas. Encuentro una escalera de caracol y empiezo a subir. Hace mucho calor y vuelvo a tener sed.

Reconozco este lugar. Sé dónde estoy.


Todo está desierto. No veo esqueletos, pero tampoco encuentro supervivientes. Sobre la plataforma del tren yacen algunos viejos vagones y locomotoras, oxidados como los raíles sobre los que reposan; finalmente fusionados con el propio puente. La arena ha llegado también hasta aquí, tiñendo de dorado las vías y las máquinas.


Mi viejo refugio, al fin. Encuentro el Dissy Pitton's. Apenas reconocible. Las cuerdas y los cables que sostenían las sillas y las mesas están cortados; los sofás y las butacas están tirados en el suelo polvoriento, como cuerpos de la antigüedad. Algunas piezas de mobiliario todavía cuelgan en una esquina, chirriando en el tétrico entorno. Me dirijo al salón con vistas al mar.

Una vez me senté aquí con Brooke. Justo aquí. Contemplamos el exterior y nos quejamos de los dirigibles; y después nos sobrevolaron los aviones. El desierto resplandece bajo los verticales rayos del sol.

La consulta del doctor Joyce. No reconozco el mobiliario, aunque siempre se trasladaba de un sitio a otro. Los estores, ondeando suavemente tras las ventanas rotas, parecen los mismos.

Una larga caminata me lleva al apartamento de verano abandonado de los Arrol. Está medio sumergido en la arena. La puerta está abierta. Solo se ven algunas partes de los muebles cubiertos por sábanas. La estufa está enterrada bajo las dunas de arena, lo mismo que la cama.


Vuelvo a la plataforma del tren y contemplo desde arriba la resplandeciente extensión de arena que rodea al puente. A mis pies, encuentro una botella vacía. La cojo por el cuello y la lanzo al vacío. Vuela centelleando bajo el sol y se desploma en la arena.


Más tarde, se levanta un viento que aúlla a través del puente, acariciándome y sacudiéndome. Me refugio en una esquina, observando cómo descascarilla la pintura de la gran estructura como una espátula que rasca sin descanso.

– Me rindo -afirmo.

Me da la impresión de que las dunas inundan mi cerebro. Mi cráneo es como el fondo de un reloj de arena.

– Me rindo. Ya no sé nada. Que alguien me lo diga: la cosa o el lugar. -Creo que es mi propia voz. El viento sopla cada vez más fuerte. No puedo oírme hablar, pero sé lo que intento decir. De pronto, estoy completamente seguro de que la muerte tiene sonido; es una palabra que cualquier persona puede pronunciar y que provocará y será su propia muerte. Intento pensar en esa palabra cuando algo rechina y se mueve a lo lejos, y unas manos me ayudan a alejarme de este lugar.


Una cosa es absolutamente evidente: todo es un sueño. De cualquier forma, sea como sea. Ambos lo sabemos.

No obstante, tengo una oportunidad.


Estoy en un lugar vacío donde todo resuena, tumbado en una cama. Hay máquinas a mi alrededor y cables conectados a mi cuerpo. Cada cierto tiempo, entra gente y me mira. Algunas veces, el techo parece de yeso blanco; otras, es como metal gris, otras como ladrillo rojo; y otras como láminas de acero ribeteadas, pintadas del color de la sangre. Al final, me doy cuenta de dónde estoy: en el interior del puente, dentro de sus huecos huesos metálicos.

Un líquido fluye hacia mi interior a través de mi nariz, y sale de mí mediante un catéter. Me siento más como una planta que como un animal, un mamífero, un simio, un humano. Parte de la máquina. Todos los procesos se han ralentizado. Tengo que encontrar un camino de vuelta; ¿romper los depósitos, tirar de los cables, romper las válvulas?

Algunas de estas personas me resultan familiares.

El doctor Joyce está aquí. Lleva una bata blanca y toma notas en un bloc. Estoy seguro de haber visto a Abberlaine Arrol, solo un segundo, hace un momento…, pero ataviada con un uniforme de enfermera.

Este lugar es grande y vacío. A veces huele a hierro y óxido, a pintura y a medicinas. Me han quitado el naipe y el pañuelo.


Estamos volviendo, ¿no es así? El doctor Joyce me sonríe. Lo miro e intento hablar. ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? ¿Qué me está ocurriendo?

«Tenemos un tratamiento nuevo», me explica el doctor, como si hablase con un niño especialmente tonto. «¿Quiere que lo probemos? ¿Quiere? Podría mejorar. Firme aquí».

«Traiga, traiga. En vena, si quiere. Le vendería mi alma si creyera que la tengo. ¿Qué tal una fianza de varios millares de neuronas? Están bien cuidadas, doctor, su propietario es muy cuidadoso (ejem); ni siquiera las lleva a misa los domingos…»


Cabrones; es una máquina.

Tengo que contarle todo lo que recuerdo a una máquina que parece una maleta metálica encima de un carrito.

Es un proceso un poco lento.


Somos la máquina y yo, nada más. Durante un rato, han estado aquí un tipo de rostro amarillento y una enfermera, e incluso el buen doctor, pero ya se han marchado todos. Solo quedamos la máquina y yo. Empieza a hablar:

– Bien -dice…


Mira, todo el mundo puede equivocarse. ¿No se suponía que esta era la era de…? Bah, da lo mismo. Bien, de acuerdo. Yo estaba equivocado. Es mi puta culpa; lo siento. ¿Quieres un poco de sangre?


– Bien -dice-, sus sueños ya estaban terminando. Aquellos eran los últimos, justo antes de que apareciera aquí. Ahora es realmente usted.

– No me lo creo -afirmo.

– Lo hará.

– ¿Por qué?

– Porque soy una máquina y usted confía en las máquinas, las comprende y no le asustan; le impresionan. Pero con las personas no le ocurre lo mismo.

Pienso en todo eso e intento formular otra pregunta:

– ¿Dónde estoy?


– Su yo real, su cuerpo físico, se encuentra en estos momentos en la Unidad de Neurocirugía del Southern General Hospital de Glasgow. Lo trasladaron aquí desde el Royal Infirmary de Edimburgo… hace un tiempo -La máquina parece no tenerlo claro.

– ¿No sabe cuánto? -le pregunto.

– Es usted quien no lo sabe -responde-. Lo trasladaron, es todo lo que ambos sabemos. Puede que fuera hace tres meses, tal vez cinco o incluso seis. En cualquier caso, en su sueño se encontraba a dos tercios del recorrido. Los tratamientos y las medicinas que han probado con usted han alterado su sentido de la percepción del tiempo.

– ¿Tiene…, tengo alguna idea de la fecha en la que estamos? ¿Cuánto tiempo llevo así?

– Eso es algo más fácil; siete meses. La última vez que Andrea Cramond vino a verlo mencionó que al cabo de una semana era su cumpleaños, y que si usted despertaba, sería el mejor…

– Ah, bien -interrumpo a la máquina-. Eso nos sitúa a principios de julio porque su cumpleaños es el día 10.

– Perfecto.

– Mmm… y supongo que no sabe mi nombre, ¿verdad?

– Correcto.

Permanezco en silencio durante un rato.

– Entonces -prosigue la máquina-, ¿piensa despertarse?

– No lo sé. Desconozco las alternativas. ¿Qué opciones tengo?

– Quedarse así o despertar -dice la máquina-. Tan simple como eso.

– Pero ¿cómo despierto? Ya intenté hacerlo de camino aquí, antes de llegar al desierto. Intenté despertar en…

– Lo sé. Me temo que no puedo ayudarlo con eso. No sé cómo debe hacerlo. Solo sé que puede hacerlo, si quiere.

– Y yo qué sé… ¿Quiero?

– Su opción -señala la máquina- es tan buena como la mía.


No sé qué me están inyectando, pero todo resulta muy confuso. La máquina parece real, cuando está aquí, pero no ocurre lo mismo con las personas. Es como si hubiera niebla dentro de mis ojos, como si su líquido se hubiera oscurecido, como si se hubieran inundado de cieno. Mis otros sentidos están afectados de una forma similar; oigo sonidos blandos y distorsionados. No huelo a nada ni noto ningún sabor. Me parece que incluso mis pensamientos se mueven a muy pocas revoluciones.

Estoy tumbado. Soy un hombre plano con respiración plana que intenta pensar con profundidad.


Al cabo de un rato, nada. Ni personas, ni máquina, ni visiones, ni sonidos, ni sabores, ni olores, ni tactos. Ni conciencia de mi propio cuerpo. Todo es gris. Solo recuerdos.

Me duermo.


Me despierto en una habitación pequeña con una puerta; hay una pantalla en una pared. La estancia es cúbica, está pintada de gris y no tiene ventanas. Estoy sentado en un gran sillón de piel que me resulta familiar, hay uno igual en la casa de Leith, en el estudio. En el brazo derecho hay un trocito quemado por un trozo de porro que cayó… ah, no; aquí no. Debe de ser un sillón nuevo. Me miro las manos. Tengo una pequeña cicatriz en una de ellas. Llevo unos zapatos Mephisto, unos vaqueros Lee y una camisa de cuadros. No tengo barba. Me siento más delgado de lo que recordaba.

Me levanto y echo un vistazo a la habitación. La pantalla no tiene botones. La iluminación de la estancia está oculta tras un falso techo. Todo es de cemento gris y hace calor. No hay una sola veta en las paredes o en el suelo, un trabajo impecable; me pregunto quiénes serían los contratistas. La puerta es de madera vulgar. La abro.

Al otro lado hay una habitación similar. No tiene sillón ni pantalla; solo hay una cama. Es una cama de hospital vacía; con sábanas blancas almidonadas y una manta de color gris doblada por una esquina, a modo de invitación.

Se oye un ruido procedente de la estancia que acabo de abandonar.

Si vuelvo allí y me encuentro a un tipo que se parece a mí, saldré como sea y encontraré a esa máquina y protestaré y me quejaré.

Regreso a la habitación del sillón. No me encuentro con Keir Dullea caracterizado. La habitación está vacía, pero la pantalla se ha encendido. Me siento en el sillón y la miro.


De nuevo, es el hombre postrado en la cama. Pero esta vez la imagen tiene colores; puedo verlo mejor. Está tumbado en una posición distinta, en una cama distinta, en una habitación distinta. En realidad es una sala pequeña, con tres camas más, dos de ellas ocupadas por hombres mayores con las cabezas vendadas. El lecho de mi hombre está rodeado por biombos, pero yo estoy sobre él, mirándolo desde arriba. Sus entradas son bastante evidentes. Me toco la cabeza; también tengo una considerable calva. Y el vello de mis brazos no es negro, sino marrón muy oscuro. Mierda.

El ambiente es más acogedor de lo que recordaba. Hay un jarro con flores amarillas sobre una mesita de noche. No hay ningún gráfico colgado a los pies de la cama; tal vez ya no sea un uso habitual en estos tiempos. El hombre lleva un brazalete de plástico en la muñeca, pero no alcanzo a leer lo que pone.

Ruidos lejanos; personas hablando, risillas de mujer, tintineos de botellas y un chirrido de ruedas en el suelo, creo. Aparecen dos enfermeras, entran en la zona rodeada por los biombos y le dan la vuelta al hombre. Le colocan bien las almohadas y lo dejan medio sentado, sin dejar de charlar entre ellas. Maldita sea, no puedo oír lo que dicen.

Las enfermeras abandonan la habitación. Empieza a entrar gente en escena, acercándose a las otras dos camas ocupadas. Son personas normales; una pareja joven visita a un abuelo, y una mujer mayor habla con el otro anciano. Nadie acude a ver a mi hombre. Aunque él tampoco parece muy preocupado.

Entonces llega Andrea Cramond. La veo rara desde mi perspectiva superior, pero está claro que es ella. Lleva un traje de chaqueta blanco de seda natural, unos zapatos rojos de tacón alto y una blusa de seda roja. Deja cuidadosamente la chaqueta (¿no se la compré el año pasado en Jenner?) a los pies de la cama, se acerca al hombre y se inclina para besarlo en la frente, y después en los labios; acariciándole el pelo con la mano. Se sienta en una silla junto a la cama, y cruza las piernas, apoyando el codo en el muslo y la barbilla en la mano. Mira al hombre. Yo la miro a ella.

Hay más líneas de expresión en su rostro, sosegado a la vez que preocupado. Las arruguitas bajo los ojos siguen ahí, pero ahora están acompañadas de ligeras sombras oscuras. Tiene el cabello más largo de lo que recordaba. No puedo ver bien sus ojos, pero esos pómulos, esa elegante nariz, esas cejas oscuras, esa fuerte mandíbula y esa suave boca…, todo eso sí puedo verlo.

Se inclina hacia delante y toma su mano, sin dejar de mirarlo. ¿Por qué está aquí? ¿Por qué no está en París?

Perdona, nena, ¿vienes mucho por aquí y eso?

(¿Esto es el presente? ¿Es el pasado?)

Al cabo de un rato, durante el que no le ha soltado la mano ni ha dejado de contemplar su rostro pálido e inexpresivo, baja lentamente la cabeza hacia las sábanas y entierra la cara en esa blancura almidonada. Sus hombros se contraen; una vez, dos veces.


La pantalla se oscurece y las luces se apagan. Las lámparas de la habitación contigua siguen encendidas.

Mi subconsciente, sospecho, trata de decirme algo. Las sutilezas nunca fueron su fuerte. Suspiro, apoyo las manos en los brazos del sillón de piel, y me levanto despacio.

Me quito la ropa y la tiro al suelo, junto a la cama. Hay un camisón de hospital doblada sobre la almohada. Me la pongo, me meto en la cama, me duermo.