"El puente" - читать интересную книгу автора (Banks Iain)Dos Habíamos combatido durante todo el día, bajo un cielo del color del topacio, que se había ido nublando como si el humo de nuestros disparos y nuestras armas lo hubieran ido cubriendo desde abajo. Las nubes empezaron a adquirir un tono rojo oscuro con la puesta de sol y, bajo nuestros pies, la cubierta se había teñido de sangre. Seguíamos luchando, ya desesperados, aunque la luz se estaba desvaneciendo y quedábamos una cuarta parte de los que éramos al principio. Los muertos y los que agonizaban estaban tirados en el suelo como esquirlas; el pan de oro de nuestro barco majestuoso estaba negro y quemado, los mástiles habían caído y las velas, antes erguidas gloriosas y ornadas, colgaban como harapos desgastados de los mástiles, o tapaban los restos tirados en las cubiertas, donde se desataban fuegos y gemían los moribundos. Nuestros oficiales habían muerto y nuestros barcos estaban quemados o destrozados. Nuestro bajel se estaba hundiendo, envuelto en llamas. La forma de su destino inevitable dependía únicamente de la carrera entre el agua del mar y el fuego por alcanzar los polvorines. El navío enemigo, que se revolvía entre los restos que flotaban en el mar, parecía encontrarse en condiciones algo mejores que el nuestro; aún conservaba un mástil, aunque algo inclinado, y gran parte de la vela. Intentamos derribar las jarcias restantes, pero ya no teníamos artillería pesada. No quedaba casi nada de pólvora en cubierta. El navío enemigo viró hacia nosotros y nos cerró el paso. Disparamos el último cañonazo y recurrimos a los sables y a las armas de fuego. Abandonamos a los heridos a su suerte. La distancia entre los dos barcos fue menguando y nos preparamos para saltar a bordo del buque enemigo en el momento de la colisión ya inminente. El otro barco también se quedó silencioso, mientras las últimas nubes de sus cañones se disolvían ante él, sobre el oleaje ceniciento del océano vacío. Nuestras dos humaredas se fundían a medida que los navíos se acercaban. Los dos cascos malheridos se tocaron y nosotros saltamos de nuestra nave desahuciada. La colisión tumbó el último mástil improvisado de nuestro enemigo y las dos embarcaciones se separaron de nuevo. Entramos a trompicones y gritamos y maldijimos, tambaleándonos sobre la cubierta del galeón enemigo, mientras nuestro navío se dejaba vencer por el mar, pero no encontramos hombres contra los que combatir. Solo muertos y heridos agonizantes. No encontramos pólvora ni armas, solo el agua que nos atrapaba y el fuego que quemaba la embarcación. Solo había madera carbonizada y restos de bajel. Resignados y exhaustos, nos reunimos en la borda astillada. Bajo la luz tenue y tintineante de las hogueras, dirigimos la mirada a nuestro barco, sobre una porción de océano manchada y sangrienta. Sus mástiles ardían entre las llamas, sus velas se habían transformado en humo. Su reflejo se quemaba sobre las aguas que nos separaban. Era como un fantasma lívido e invertido. A través del humo, vimos que, desde nuestro barco, nuestros enemigos nos observaban en silencio. Mi apartamento está en una zona alta de esta sección del puente, cercano a la cumbre y a uno de los ángulos del hexágono formado por este sector. Es como si mereciera ubicación tan privilegiada, puesto que soy uno de los pacientes estrella del doctor Joyce. Las habitaciones del apartamento son amplias, con techos altos, y las paredes del lado del mar son vigas de cristal del propio puente. A través de ellas, puedo ver a unos trescientos metros, siempre que la panorámica no quede oscurecida por las nubes grises que suelen envolver el puente desde el mismo cielo. Las habitaciones de mi apartamento estaban prácticamente vacías cuando llegué del hospital. Ahora están mucho mejor, después de haberlas decorado con varios muebles y una modesta, pero cuidadosamente elegida, colección de pequeños cuadros, figuras y esculturas. Casi todas las pinturas exhiben detalles del puente o vistas del mar. También hay algunas de yates y botes pesqueros. En cuanto a las esculturas, la mayor parte son figuras de trabajadores del puente inmortalizados en bronce. Acaba de empezar el día y me estoy aseando y vistiendo. Esto último lo hago pausadamente, en fases mesuradas. Tengo un armario generoso, me dieron mucha ropa buena, para causar buena impresión. Después de todo, las prendas hablan un idioma: no dicen demasiado de uno, pero son lo que ellas mismas quieren decir. Los trabajadores del puente de menor categoría, naturalmente, deben llevar uniforme, y no tienen que preocuparse por qué ponerse cada mañana. Eso es lo único que les envidio, aunque ellos aceptan su parcela en la vida y su posición en la sociedad con una sumisión que me parece sorprendente a la par que decepcionante. Yo no me conformaría con trabajar en una estación depuradora o en una mina de carbón durante toda la vida, pero esta gente encaja en la estructura, como pequeños remaches felices que aceptan su colocación con la adhesión y la cohesión de las capas de pintura. Me peino. Mi cabello es abundante, de color negro intenso, y tiene las suficientes ondas como para darle cuerpo y volumen. Elijo una corbata y un reloj de bolsillo esmaltado a juego. Admiro mi porte aristocrático durante un momento y compruebo que los puños de la camisa están alineados, el chaleco centrado, el cuello recto… Ya estoy listo para desayunar. Hay que hacer la cama y lavar o guardar la ropa de ayer, pero la clínica, haciendo gala de una gran consideración, manda a gente para hacer ese tipo de cosas. Mientras me dirijo a escoger un sombrero, me detengo en seco. El televisor se ha encendido solo. Empieza a emitir un siseo de nuevo. De entrada, cuando voy hacia la sala de estar, creo que estoy confundido, que el sonido debe de ser algún escape en alguna tubería de agua o gas. Pero no. La pantalla empotrada en la pared está encendida, y muestra la misma imagen de anoche: el hombre postrado en la cama, inmóvil y callado, en blanco y negro. Aprieto el botón del aparato y la imagen desaparece. Lo vuelvo a apretar y el enfermo regresa, y el mando a distancia parece no funcionar, porque intento cambiar de canal y no puedo. Pero ahora la luz es distinta. Parece que hay una ventana en la pared más alejada de la cama, más allá de las máquinas que rodean al paciente. Estudio la estampa con detenimiento, a ver si encuentro algo que pueda darme alguna pista. La imagen es demasiado granulosa como para poder leer los rótulos de las máquinas. Ni siquiera me es posible determinar el idioma utilizado en esa habitación de hospital. ¿Cómo ha podido encenderse solo el televisor? Lo apago y oigo un zumbido procedente de fuera. Desde las ventanas de la habitación, veo un día luminoso, con el cielo muy azul. Una formación aérea sobrevuela el puente, desde la dirección donde se encuentra el Reino. Se trata de tres aviones, idénticos, de aspecto pesado y voluminoso. Son monoplanos monomotores, volando uno por encima del otro. El que se encuentra más abajo está prácticamente a mi altura, el siguiente a unos quince metros por encima, y este, a su vez, está quince metros por debajo del avión más alto. Pasan de largo, con los motores rugiendo y las hélices girando a toda velocidad, como si fueran discos de cristal brillantes. De cada una de sus colas emergen ráfagas aleatorias de humo oscuro. Las pequeñas nubes que forman se sostienen en el aire, ensartadas como un extraño código cifrado. Una larga estela de señales de humo marca el recorrido de los aviones y desaparece hacia el lado de la Ciudad, como una especie de cerco suspendido en el aire. La situación me sorprende y me entusiasma. Desde que estoy en el puente, no había visto ni oído aviones. Ni siquiera había oído a nadie hablar de ellos, ni tampoco de barcos voladores, que los ingenieros y científicos del puente son obviamente capaces de diseñar, construir y hacer funcionar. Los aviones no tenían tren de aterrizaje, al menos a la vista, ni flotadores. Y no parecían poder despegar desde el agua. Supongo que tendrían algún sistema retráctil de ruedas y que procedían de algún aeropuerto de tierra firme, lo cual resultaría cuando menos alentador. Las nubes de humo se mezclan con el viento suave que sopla hacia la Ciudad. A medida que los aviones se alejan, se disipan en el gran cielo azul. El ruido de los motores va perdiendo intensidad hasta desaparecer también. Las bocanadas de humo parecen seguir un vago patrón; están agrupadas en líneas de tres, separadas entre ellas por un espacio similar. Observo el movimiento gradual de los grupos de nubes, como esperando que formen letras o números, o alguna otra forma identificable, pero a los pocos minutos, lo único que queda es una cortina tenue de aire que se dirige lentamente a la zona de la Ciudad, como una gigantesca bufanda de gasa deteriorada. Agito la cabeza. Ya en la puerta, recuerdo el extraño funcionamiento del televisor, pero cuando intento llamar a mantenimiento, el teléfono tampoco se encuentra operativo; transmite una serie de pitidos lentos, no del todo regulares. Es hora de irme. Aunque el mundo -el puente, en todo caso- se esté volviendo loco, un hombre no debe dejar de desayunar. En la puerta del ascensor, reconozco a un vecino. Observa la aguja de latón que indica los pisos y golpea el suelo impacientemente con un pie. Lleva el uniforme de un directivo superior de programación de horarios. Da un respingo, asustado. La alfombra debe de haber silenciado mis pasos. – Buenos días -lo saludo, mientras la aguja desciende lentamente. El tipo gruñe, saca su reloj de bolsillo y lo mira. Acelera los golpes con el pie-. Supongo que no ha visto los aviones, ¿no? -pregunto. Me mira con una extraña expresión. – ¿Perdón? – Los aviones. Un grupo de aviones que ha pasado por… No hace ni diez minutos. El hombre me mira, incrédulo. Parpadea repetidas veces mientras echa un vistazo rápido a mi muñeca. Ve el brazalete de la clínica. El ascensor llega. – Ah, sí -dice el directivo-. Los aviones, claro. -Las puertas se abren lentamente, y el hombre mira en el interior del ascensor mientras le hago una seña para que entre él primero. Consulta de nuevo su reloj, masculla una disculpa y se aleja a toda prisa por el pasillo. Bajo solo. En un banco circular, forrado de cuero, observo la superficie ondeante de un acuario situado en una esquina, mientras el ascensor desciende por el puente. Junto a la puerta, hay un teléfono. Lo descuelgo. El aparato de metal es pesado. De entrada, no oigo nada, pero después suenan unos pitidos que me recuerdan a los que salían del teléfono de mi apartamento. Rápidamente, los tonos cesan para dar paso a la voz de un operador algo seco. – ¿Sí? ¿Qué desea? -Siento cierto alivio al escucharlo. – ¿Cómo dice? El ascensor aminora la velocidad al acercarse a la planta a la que me dirijo. – Nada, no importa. -Cuelgo el aparato. Abandono el ascensor por un soportal de una de las plataformas superiores del puente. Comienzo a caminar a paso ligero por la calle, donde las tiendas empiezan a vender el género fresco, recién llegado en los trenes de mercancías de primera hora de la mañana. Me detengo en un pequeño puesto de flores y escojo un clavel que contraste armónicamente con el reloj y la corbata. Acto seguido, me dirijo al bar Inches para tomar el desayuno. Las paredes están recubiertas de paneles y no tienen ventanas. Están pintadas con eficaces (pero poco convincentes) imágenes de verdes tierras de pasto. El bar es un lugar tranquilo y pequeño, con techos altos y luz tenue, alfombras gruesas y porcelana fina. Me acompañan a mi mesa habitual, en la parte de atrás. Sobre ella, me espera un periódico doblado, cuyo contenido consiste de forma casi íntegra en acontecimientos relativos al puente, como la regularización de las leyes, el mantenimiento de la estructura, el tráfico, las promociones y las muertes de los miembros de su administración, las reuniones sociales, notablemente aburridas y promovidas por las mismas personas, y los arcanos y escasos eventos deportivos, que no gozan de excesiva popularidad. Pido un plato de pescado ahumado, riñones de cordero, una tostada y un café. Antes de hojear el periódico, echo un vistazo a la pintura de la pared de enfrente. En ella se ve un prado en la ladera de una montaña, bordeado con árboles de hoja perenne y cubierto de flores de colores vivos. Al otro lado del valle, se ven tres colinas lejanas, iluminadas por los rayos del sol. ¿Acaso aquellas escenas existían en algún lugar, o únicamente en la cabeza del pintor? Me traen el café. Nunca he visto un cafetal, ni tan siquiera un cafeto, en el puente. Y los riñones de cordero también procederán de algún sitio, pero… ¿de dónde? En el puente, se hace referencia al lado en contra de la corriente, al lado a favor de la corriente, a la Ciudad y del Reino… O sea que debe de haber tierra firme (¿qué sentido tendría si no un puente?), pero ¿a qué distancia? Yo investigué todo lo que me fue posible, teniendo en cuenta las limitaciones de idioma y acceso que la administración del puente impone al investigador aficionado, pero, en todos los meses de trabajo, ni me aproximé a descubrir la ubicación de la Ciudad o del Reino. Sigue siendo un completo enigma. Mi búsqueda de información, abandonada hace algún tiempo, se está hundiendo indudablemente en las capas del miasma que rezuma la estructura organizativa de las autoridades del puente. Me da la impresión de que todas mis preguntas iniciales sobre el tamaño del puente, sobre los lugares que une y otros aspectos similares habrán pasado de un departamento a otro, se habrán replanteado, precisado, borrado, parafraseado, traspapelado y retransmitido con tanta frecuencia y entre tantos despachos y oficinas, que para cuando alguien haya podido (o querido) responderlas, ya habrán perdido todo el sentido o el significado… y si, por obra de algún milagro, han sobrevivido a semejante proceso sin contaminarse lo bastante como para resultar incomprensibles, toda respuesta, por muy pragmática y concisa que sea, generará con toda certeza una mayor incomprensión en el momento en que llegue a mis manos. El proceso de investigación me pareció tan frustrante que, por un momento, me planteé seriamente la posibilidad de esconderme en un tren e ir a buscar en persona el maldito Reino o la dichosa Ciudad. Mi brazalete, que me identifica a nivel oficial e informa a los conductores ferroviarios sobre el departamento de la clínica al que deben cargar el importe de mi billete, limita los recorridos que puedo efectuar a dos términos; una docena de secciones del puente, o lo que es lo mismo, unos veinte kilómetros en ambos sentidos. No es una distancia menospreciable, pero es una restricción al fin y al cabo. Decidí no convertirme en un polizón; creo que es más importante recuperar los territorios perdidos de mi cabeza antes que explorar las tierras lejanas de por aquí. Me quedaré donde estoy y tal vez me marche cuando esté curado. – Buenos días, Orr. Me reúno con el señor Brooke, un ingeniero que conocí en la clínica. Es un hombre de baja estatura, sombrío, que parece encontrarse bajo una presión constante. Se deja caer en la silla que está frente a mí, con el ceño fruncido. – Buenos días, Brooke. – ¿Has visto esa mierda de…? -Su entrecejo se arruga aún más. – ¿Aviones? Sí, ¿y tú? – No, solo el humo. Menuda gracia. – Te molesta, veo. – ¿Molestarme? -Brooke parece sorprendido-. Yo no soy nadie para que me molesten las cosas, pero he llamado a un colega de Tráfico Marítimo y Programación de Horarios, y allí no sabían nada de esos… aviones. La maniobra estaba totalmente desautorizada. Rodarán cabezas, y si no me crees, al tiempo. – ¿Hay leyes en contra de lo que han hecho? – Más bien es que no hay leyes que lo permitan, Orr, ahí está el tema. La gente no puede ir donde le dé la gana sin más. Hay que mantener una… estructura. -Niega con la cabeza, con un gesto desaprobatorio-. Orr, a veces tienes unas ideas muy raras. – No sabes cuánta razón tienes. Brooke pide un plato de pescado con arroz al curry. Estábamos en la misma planta de la clínica. Él también ha sido paciente del doctor Joyce. Brooke es ingeniero superior, especializado en el efecto del peso del puente sobre el fondo del mar. Sufrió una lesión importante en un accidente, en uno de los artesones que sostienen parte del granito herrado de la estructura de una de las pilas. Físicamente, ya está del todo recuperado, pero, desde entonces, sufre un cuadro agudo de insomnio. Es una persona algo apagada. Incluso bajo el sol directo, él parece encontrarse en plena penumbra. – Me ha sucedido otra cosa rara esta mañana -le cuento. Me mira con cautela. – ¿En serio? -pregunta. Le cuento lo del hombre postrado en la cama de hospital, el televisor que se enciende solo y la avería del teléfono. Parece aliviado-. Ah, ese tipo de cosas ocurre a menudo. Supongo que habrá cruces de líneas en algún lugar. Llama a Reparaciones y Mantenimiento, y dales la lata hasta que te lo solucionen. – Así lo haré. – ¿Y cómo está el doctor Joyce? – Sigue perseverando en mi caso. He empezado a tener sueños, pero creo que son demasiado… estructurados para él. Se puede decir que prácticamente ignoró el primero de ellos. Y me ha criticado por abandonar mis investigaciones. – Mira, Orr, él es el médico y todo lo que quieras, pero yo, en tu lugar, dejaría de perder el tiempo con todas esas… -hace una pausa, buscando el término ideal-… cuestiones. No creo que te lleven a ningún sitio. Desde luego, lo que no harán es que recuperes la memoria. -Hace un ademán desdeñoso hacia una de las pinturas pastorales de la pared, como si hubiera reparado en una mancha antiestética en los paneles decorados. – Pero, Brooke, ¿no tienes ganas de ver algo que no sea el puente? ¿Montañas, bosques, desiertos? Piensa en… – Amigo -dice contundentemente, observando cómo el camarero le sirve el café-, ¿sabes cuántos tipos distintos de roca reposan bajo los cimientos? -Su voz suena paciente, casi cansada. Me va a caer un discurso, ya lo veo, pero al menos podré comerme los riñones de cordero, que se están enfriando. – No -reconozco. – Te lo contaré -empieza Brooke-. Al menos existen siete tipos principales, sin contar las trazas de decenas de otras clases. Todos los estratos están representados: el sedimentario, el metamórfico y el de tipo ígneo intrusivo y extrusivo. Hay grandes depósitos de basalto, dolerita, arenisca cálcica y carbonífera, aglomerados basálticos, lavas basálticas, arenisca roja y terciaria, y cantidades considerables de gravilla; y todos ellos se hallan presentes en sistemas complejos cuyos antecedentes ya han… No puedo tragar más piedras. – Quieres decir -interrumpo mientras le traen su plato (que rocía con una nevasca de sal y pimienta, semejante a una capa de cenizas volcánicas)- que el puente ofrece material más que suficiente a las mentes inquietas y elimina la necesidad de recurrir a otros lugares. – Exacto. En mi opinión, eso es algo más aproximado que exacto, pero bueno. En todo caso, realmente hay algo más allá del puente. Algo que casi llego a recordar, pero no puedo. Parece que tengo abstracciones, ideas generales sobre cosas imposibles de encontrar en el puente, como glaciares, catedrales, automóviles… una lista prácticamente interminable. Pero no puedo acordarme de nada específico, mi mente no registra ningún tipo de imagen. Me defiendo con el idioma y con las costumbres del puente (supongo que pasé por algún tipo de formación en algún momento), pero no hay manera de que recuerde nada sobre mi infancia, los años de colegio… Estoy completo en todo, excepto en recuerdos. Donde las demás personas tienen el equivalente a una enciclopedia… yo tengo un diccionario de bolsillo. – Mira, no puedo evitarlo, Brooke -afirmo-. Parece que aquí hay muchos temas sobre los que no se puede hablar, como el sexo, la religión o la política, para empezar. Brooke hace una pausa, con el tenedor cargado de arroz a medio camino entre el plato y su boca. – Bueno -dice con un tono ligeramente incómodo-, no hay nada malo en… Lo primero, si uno está casado o la chica tiene licencia o yo qué sé… Maldita sea, Orr -deja el tenedor de nuevo en el plato-, siempre sales con eso de «religión» o «política», ¿a qué te refieres exactamente? Parece que habla en serio. ¿Dónde diablos me he metido? Primero esto y luego una sesión con el doctor Joyce. Y, por enésima vez, durante los siguientes diez minutos, intento exponer una definición convincente a un Brooke cada vez más perplejo y desconcertado. Cuando concluyo mi disertación, me dice: – Mmmm… No sé para qué necesitas dos palabras. A mí me parece que las dos cosas son lo mismo. Me apoyo con resignación en el respaldo de la silla. – Brooke, tendrías que haber sido filósofo. – ¿Filo… qué? – Da igual. Cómete el arroz, anda. Un tranvía me conduce a la sección del puente donde pasa su consulta el doctor Joyce. La estrecha plataforma superior está plagada de trabajadores aposentados en asientos desgastados y leyendo el periódico, centrados en la sección deportiva y en los resultados de la lotería. Son trabajadores siderúrgicos o soldadores; sus chaquetas gruesas no llevan bolsillos exteriores y tienen muchas quemaduras. Hablan entre ellos y me ignoran completamente. De vez en cuando, pillo alguna palabra (¿estarán utilizando algún dialecto de mi lengua?), pero cuanto más escucho, menos comprendo. Definitivamente, debería haber esperado a un tren para clases acomodadas, pero hubiera llegado tarde a mi cita con el doctor Joyce. Y si creo en algo, es en la puntualidad. Tomo un ascensor hasta el nivel donde el bueno del doctor tiene la consulta. Se oye una música enlatada, pero mí me suena como una recopilación aleatoria de notas y acordes embrollados y sin criterio, como si toda la música del puente fuese una especie de código cifrado. Ya he desistido de intentar escuchar algo que luego pueda recordar o tararear. Comparto el ascensor con una mujer joven durante la mayor parte del trayecto. Es morena y delgada, y mira tímidamente al suelo. Tiene las pestañas negras y largas, y unos pómulos exquisitos. Lleva un traje de corte elegante, con falda larga y chaqueta corta. Sin apenas darme cuenta, me encuentro mirándole los pechos que se esconden bajo la blusa de seda blanca. Ni siquiera me mira cuando se baja del ascensor. Solo deja tras de sí un débil rastro de perfume. Me centro en estudiar una fotografía colgada en uno de los paneles de madera de la puerta del ascensor. Es antigua, de color sepia, y muestra la construcción de tres de las secciones del puente. Están solas, inconexas entre ellas, excepto por su dentada e incompleta similitud. Tubos y vigas que sobresalen, engalanados con andamios, y pesadas grúas de vapor que se reparten por los cables oscuros de acero. Las tres secciones inacabadas casi forman un hexágono. No hay fecha a pie de foto. Un intenso olor a pintura impregna la consulta del doctor. Dos trabajadores ataviados con mono blanco sacan una gran mesa por la puerta. La recepción está vacía, excepto por las sábanas blancas que cubren el suelo y la mesa, que los operarios han colocado en el centro de la estancia. Echo un vistazo a la consulta del doctor. También está vacía, con sábanas blancas en el suelo. El rótulo con el nombre del doctor Joyce ya no está en la puerta de cristal. – ¿Qué ha ocurrido? -pregunto a los obreros. Me miran con los ojos vacíos. De vuelta al ascensor. Me tiemblan las manos. Por fortuna, el mostrador de recepción de la clínica continúa en su sitio. Espero mientras una pareja joven con un niño pequeño recibe indicaciones para alejarse después por un largo pasillo. Es mi turno. – Estoy buscando la consulta del doctor Joyce -comunico a la tiesa recepcionista de detrás del mostrador-. Estaba en la habitación 3422; estuve allí ayer mismo, pero por lo visto, se ha trasladado. – ¿Es usted un paciente? – Mi nombre es John Orr -aclaro, mientras le dejo leer los detalles en mi brazalete. – Un momento. -Descuelga el teléfono. Me siento en un sofá que está en el centro de la recepción, rodeado de pasillos que emergen como radios de una rueda. Los más cortos llevan al exterior del puente, a través de unas cortinas finas que ondean con una suave brisa. A la recepcionista la transfieren de una persona a otra. Finalmente, cuelga el teléfono-. Señor Orr, el doctor se ha trasladado a la habitación 3704. Saca un plano en el que me muestra el camino a la nueva consulta del doctor. Siento por un momento un eco de dolor circular en el pecho. – El señor Brooke le manda recuerdos. El doctor Joyce alza la mirada desde su bloc de notas, parpadeando. Ya le he contado el sueño sobre los galeones que intercambian los grupos de abordaje. Me escuchaba sin emitir comentario alguno, asentía de vez en cuando, fruncía el ceño ocasionalmente y tomaba notas. El silencio se hizo casi eterno. – ¿El señor…? -pregunta Joyce sorprendido, con su fino portaminas plateado suspendido sobre el bloc como si fuera una daga a punto de clavarse. – El señor Brooke -le recuerdo-. Salió de Cirugía prácticamente al mismo tiempo que yo. Un ingeniero que sufría de insomnio. Usted lo estuvo tratando. – Ah, sí -recuerda el doctor al cabo de unos segundos-. Ése. -Se inclina de nuevo sobre sus apuntes. La nueva consulta del doctor Joyce es aún más amplia que la anterior. Está tres niveles más arriba, con más vistas y espacio. Parece que el doctor continúa avanzando. Ahora, además del recepcionista, también tiene una secretaria personal. Por desgracia, su ascenso no ha comportado la sustitución del TR. (Oh, oh, señor Orr, sin duda tiene usted un aspecto excelente. Qué alegría verlo. Permítame su abrigo. ¿Desea una taza de café? ¿Tal vez un té?) El pequeño portaminas plateado ha regresado a su lugar, en el bolsillo frontal del doctor. – Bien -dice, entrelazando las manos-. ¿A qué asocia este sueño, Orr? – Pues, mire -respondo, intentando mosquearle-, no tengo la menor idea. No soy un experto en la materia. ¿Qué opina usted? El doctor me mira fijamente durante unos instantes. Seguidamente, se levanta de su asiento y lanza el bloc de notas sobre el escritorio. Se acerca a la ventana y se queda allí, de pie; mira hacia fuera y niega con la cabeza. – Le diré lo que pienso, Orr -prosigue. Se vuelve y me mira-. Creo que ambos sueños, el de hoy y el de ayer, no nos dicen nada. – Ah -contesto. Y, tras mi convincente intervención, me aclaro la garganta, sin un ápice de alteración-. Bien, entonces, ¿qué hacemos ahora? Los ojos azules del doctor Joyce brillan con fuerza. Abre un cajón de su escritorio y saca un gran libro con páginas plastificadas y un rotulador. Me los alarga. El libro contiene, en su mayor parte, ilustraciones incompletas y pruebas psiquiátricas de manchas de tinta. – Vaya a la última página -me indica el doctor. Obedientemente, paso todas las páginas hasta llegar a la última, que contiene dos dibujos.
– ¿Qué tengo que hacer? -pregunto. La situación me resulta algo infantil. – ¿Ve las líneas cortas, cuatro en el dibujo superior y cinco en el inferior? – Sí. – Debe completarlas formando flechas que indiquen la dirección de la fuerza que las estructuras de la ilustración ejercen sobre esos puntos. -Levanta el brazo cuando abro la boca para formular una pregunta-. Es todo lo que puedo decirle. No se me permite dar pistas ni contestar a nada más. Cojo el rotulador, completo las líneas como me ha solicitado y le alargo el libro de vuelta al doctor. Lo mira. Asiente. Pregunto: – ¿Y bien? – Bien, ¿qué? -Saca un paño de un cajón y limpia el dibujo mientras dejo el rotulador sobre la mesa. – ¿Lo he hecho bien? – ¿Qué se entiende por «bien»? -dice con voz áspera mientras se encoge de hombros y vuelve a guardar todo el material en el cajón-. Si fuera una pregunta de examen, la habría contestado bien, de acuerdo, pero esto no es ningún examen. Se supone que debe decirnos algo sobre usted. -Anota algo en el bloc con el pequeño portaminas retráctil. – ¿Y qué es lo que nos dice sobre mí? Vuelve a encogerse de hombros, mientras repasa atentamente sus apuntes. – No lo sé -concluye, negando con la cabeza-. Algo debe de decir, pero no sé el qué. Aún. Me asaltan unas ganas enormes de atizar un puñetazo a la nariz rosada del doctor Joyce. – Ya veo -añado-. Espero hacer sido de utilidad para el progreso de la ciencia médica. – Yo también -afirma el doctor Joyce, echando un vistazo a su reloj-. Bien, creo que es todo por hoy. En cualquier caso, pida hora para mañana, pero si no tiene ningún sueño, llame para cancelar la visita, ¿de acuerdo? – Dios de mi vida, sí que ha ido rápido, señor Orr. ¿Qué tal? ¿Le apetece un té? -El recepcionista impecablemente aseado me ayuda a ponerme el abrigo-. Ha entrado y salido en menos que canta un gallo. ¿Prefiere una taza de café? – No, gracias -contesto, mientras veo al señor Berkeley y a su policía esperando en la recepción. El señor Berkeley está tumbado en posición fetal, de costado, en el suelo, frente al policía sentado que apoya los pies sobre él. – Hoy el señor Berkeley es un reposapiés -me aclara con orgullo el Terrible Recepcionista. En las zonas de la estructura superior, aireadas y espaciosas, los techos son altos y la alfombra amplia y tupida de los pasillos desérticos desprende un olor regio y húmedo. Los paneles de madera de las paredes son de teca y caoba, y los cristales de las ventanas con marcos de aluminio (que revelan un día gris y un mar cubierto de neblina) lucen una tonalidad azulada, como la del cristal plomizo. En los huecos de las paredes oscuras, viejas estatuas de burócratas olvidados amenazan como fantasmas sombríos, y masas elevadas de banderas colgadas, como redes pesadas extendidas para secarse, se balancean al son de una brisa suave y helada que arrastra el polvo rancio a través de los pasillos altos y oscuros. A una media hora desde la consulta del doctor, descubro un viejo ascensor frente a una ventana circular gigantesca que da al estrecho estuario, como un reloj analógico despojado de sus agujas. La puerta del ascensor está abierta, y dentro, un anciano canoso duerme sentado sobre un taburete alto. Lleva un abrigo largo de color burdeos con botones brillantes. Tiene los brazos cruzados sobre la barriga y su barbilla, con una impresionante barba, reposa sobre su pecho abotonado, mientras la cabeza plateada se mueve arriba y abajo, con el vaivén de su pesada respiración. Toso. El viejo sigue durmiendo plácidamente. Golpeo un saliente de la puerta. – ¿Hola? Se despierta sobresaltado, descruza los brazos y se pone de pie, junto a los controles del ascensor. Suena un clic y las puertas empiezan a cerrarse, chirriando y crujiendo, hasta que el hombre pone los brazos en las palancas metálicas para volver a abrirlas. – Vaya. ¡Qué susto me ha dado, señor! Estaba echando una cabezadita. Pase, pase. ¿A qué piso se dirige? El ascensor es considerablemente amplio y está lleno de sillas de todo tipo, colocadas de cualquier manera, de espejos desconchados y tapices polvorientos. A menos que sea una ilusión creada por los espejos, tiene forma de «L», cualidad única en un ascensor, al menos según mi experiencia. – A la plataforma del tren, por favor. – Enseguida, señor. El anciano botones engancha su atrofiada mano a la palanca de control. Las puertas se cierran entre crujidos y chirridos, y tras varios codazos y golpes calculados sobre el disco de las palancas, el hombre consigue finalmente que el ascensor se ponga en marcha. Desciende, con un solemne estruendo, mientras los espejos vibran, la estructura traquetea y las sillas se balancean sobre la moqueta desgastada del suelo. El viejo se inclina con precariedad sobre su taburete y se agarra a uno de los raíles de las palancas de control. Sus dientes castañetean a un volumen audible. Me sujeto a un pasamanos brillante y ligeramente descolgado. Un ruido como de metal rasgado suena por encima de nuestras cabezas. Con tranquilidad fingida, me pongo a leer una lista amarillenta colgada a la altura de mi hombro, que presenta los distintos pisos a los que accede el ascensor, así como los departamentos, secciones de alojamiento y otras instalaciones que se encuentran en dichos niveles. Uno de ellos, en la parte superior, llama mi atención. ¡Eureka! ¡La encontré! – Disculpe -le espeto al anciano. El hombre vuelve la cabeza, como un paralítico, para mirarme. Señalo la lista colgada-. He cambiado de idea. Me gustaría ir al piso 52. A la Biblioteca de la Tercera Ciudad. El viejo me mira con desesperación durante un instante y luego apoya una de sus manos temblorosas en los ruidosos controles, al tiempo que baja una palanca antes de apoyarse imperiosamente de nuevo en el raíl. Cierra los ojos. El ascensor chirría, protesta, se agita y vibra de un lado al otro. Casi me caigo, lo mismo que el compañero del taburete. Las sillas se vienen abajo. Un espejo se resquebraja. Un aplique se descuelga del techo y rebota, como un ahorcado, deteniéndose entre balanceos en medio de una cascada de yeso, polvo y cables colgando. Nos detenemos momentáneamente. El viejo ascensorista se sacude el polvo de los hombros, se recoloca la chaqueta y el sombrero, recoge el taburete y vuelve a accionar los controles. Ascendemos, con un movimiento mucho más suave en comparación. – Lo siento -le grito al anciano. Me mira con furia y luego empieza a escudriñar el ascensor, como si intentase descubrir por qué crimen terrible me estoy disculpando-. No pensaba que parar y volver atrás iba a resultar tan… aparatoso -prosigo. El tipo parece completamente fuera de juego, y no deja de observar con detenimiento el interior damnificado del ascensor decrépito, como si no pudiera comprender de qué va todo este jaleo. Paramos. Al llegar, no suena ninguna campana, sino un potente timbre cuyo estruendo debe de haberse escuchado a kilómetros. El ascensorista mira asustado hacia arriba. – Ya hemos llegado, señor -grita. A continuación, me abre las puertas a un panorama caótico y vuelve a entrar en el ascensor. Durante unos instantes, observo anonadado el lugar, mientras avanzo lentamente. El ascensorista se asoma con curiosidad para ver algo, pero sin moverse de su sitio. Parece que hemos aterrizado en el escenario de una catástrofe terrible. El vestíbulo es inmenso y está lleno de escombros. Frente a nosotros hay fuego, vigas desplomadas, tuberías destrozadas, cables sueltos. Varios hombres uniformados se precipitan de un lado al otro equipados con mangueras de incendios, camillas y otros accesorios que no logro identificar. Una nube colosal de humo envuelve todo. El estruendo y el jaleo formado por los sonidos discordantes de alarmas y bocinas, explosiones y gritos de mando amplificados resultan atemorizantes, incluso para unos oídos ya prevenidos de alguna forma por el timbre escandaloso que ha anunciado nuestra llegada. ¿Qué diablos ha pasado aquí? – Pues no es por nada -dice el anciano entre toses-, pero esto no parece una biblioteca, ¿verdad? – No, lo cierto es que no -respondo, y observo que unos doce hombres transportan una especie de bomba inmensa entre los escombros que inundan el vestíbulo-. ¿Está seguro de que este era el piso? – Completamente, señor -contesta, mientras comprueba el indicador del ascensor y golpea la esfera con su puño artrítico. Una explosión repentina en una pila de tuberías y vigas emite un cilindro de humo negro y chispas en nuestra dirección. Unos hombres sofocan el conato. Uno de ellos, uniformado con un mono amarillo brillante y un sombrero alto, nos ve y agita un megáfono. Pasa por encima de unas camillas ocupadas y se acerca a nosotros. – ¡Oigan! -grita-. ¿Qué demonios creen que están haciendo? ¿Acaso son macabros o morbosos? ¿Es eso? Márchense por donde han llegado. – Estoy buscando la Biblioteca de Archivos y Material Histórico de la Tercera Ciudad -respondo pausadamente. El hombre señala, con el megáfono, el panorama caótico que tiene detrás. – ¡Y nosotros también, imbécil! ¡Hay que joderse! ¡Largo de aquí! -Lanza el megáfono hacia mi pecho y se da la vuelta, furioso; tropieza con uno de los cuerpos de una camilla y corre hacia los hombres que manipulan la bomba gigante. El viejo ascensorista y yo nos miramos. Cierra las puertas. – Qué tipo más descortés, ¿eh, señor? – Parecía algo nervioso, sí. – ¿A la plataforma del tren, señor? – Mmm… Ah, sí, por favor. -Vuelvo a sujetarme al pasamanos mientras descendemos-. Me pregunto qué le habrá pasado a la biblioteca. – A saber, señor -añade el anciano, encogiéndose de hombros-. En estas zonas tan altas siempre pasan cosas curiosas. He visto cada caso… -Niega con la cabeza y murmura-: Se sorprendería, señor. – Sí -reconozco a mi pesar-, probablemente sí. Por la tarde, en el club de frontón, gano un partido y pierdo otro. Los aviones y sus extrañas señales son el único tema de conversación; la mayor parte de los socios del club (profesionales y burócratas) perciben el extraño vuelo no autorizado como una atrocidad injustificada frente a la que hay que tomar medidas. Pregunto a un periodista si se ha enterado de un terrible incendio en la planta que presuntamente alojaba la Biblioteca de la Tercera Ciudad, pero ni siquiera ha oído hablar de la biblioteca y, desde luego, no tiene noticias sobre ninguna catástrofe en la parte superior de la estructura del puente. Consultará con sus fuentes. Desde el club, llamo a Reparaciones y Mantenimiento para dar parte de las averías de mi televisor y mi teléfono. Como algo en el club y voy al teatro por la noche, a ver una obra poco inspirada sobre la hija de un guardavía, enamorada de un turista que resulta ser el hijo de un jefe ferroviario que va a casarse y quiere tener una última aventura amorosa. Me marcho al finalizar el segundo acto. En casa, mientras me desvisto, un trozo de papel arrugado se cae de uno de mis bolsillos. Es el diagrama que la recepcionista de la clínica me dibujó para mostrarme el camino hasta la nueva consulta del doctor Joyce. Es algo así:
Me quedo mirándolo, con cierta confusión. La cabeza me da vueltas mientras la estancia parece inclinarse, como si todavía me encontrase en el ascensor en forma de «L» con el viejo ascensorista, ejecutando otra maniobra no programada y peligrosa por el hueco del ascensor. Por un momento, mis pensamientos se revuelven, mezclados como las señales de humo emitidas por los extraños aviones de la mañana (y, por un instante, mareado y tambaleante, yo también me siento turbio e indefinido, como una masa caótica y amorfa similar a la neblina que se enrosca entre la enrevesada complejidad del puente y cubre las capas de pintura antigua de sus vigas y sus radios como una transpiración de la propia estructura). Suena el teléfono, que me resucita bruscamente de mi extraño momento. Descuelgo el auricular, pero lo único que oigo son los mismos tonos regulares de antes. – ¿Hola? ¿Hola? -digo. Nada. Cuelgo. Vuelve a sonar y se repite la escena. Esta vez lo dejo descolgado y tapo el auricular con un cojín. Ni siquiera intento poner en marcha el televisor. Ya sé lo que veré. Mientras me dirijo a la cama, me doy cuenta de que aún sostengo el papel arrugado. Lo tiro a la papelera. |
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