"El puente" - читать интересную книгу автора (Banks Iain)

Tres

A mi espalda, el desierto. Al frente, el mar. Uno dorado y el otro azul, dos rivales y yo en el medio. Uno se movía aprisa, estallaba en crestas y ondas, se erguía en blanco y caía para vencer al anaquel de arena, con una especie de respiración regular… El movimiento del otro era más lento, pero inexorable; las inmensas olas de arena caerían también gracias al peine invisible de la mano del viento.

Entre ambos, medio sumergida por ellos mismos, reposaba la ciudad en ruinas.

Erosionadas por la arena y el agua, apresadas como una masa indefinida entre dos ruedas de acero, las piedras de la ciudad se entregaban sumisas a los caprichos del aire.

Yo estaba solo, y caminaba bajo el calor del mediodía, como un fantasma vagando entre las ruinas. Mi sombra yacía a mis pies, hacia atrás, invisible.

Las piedras rojizas se apiñaban en desorden. La mayoría de las calles había desaparecido tiempo atrás, enterrada bajo la invasión de las arenas. Arcos derrumbados, dinteles desplomados y muros derribados luchaban contra las invencibles dunas. En la costa escarpada, crinados por las aguas, más bloques de piedra hacían romper las olas. Algo más adentrados en el mar, torres inclinadas y un fragmento de un arco emergían desde las aguas, lamidos por las olas como huesos de cuerpos de náufragos ahogados.

Sobre las puertas vacías y las ventanas cubiertas de arena, había frisos cincelados con figuras y símbolos. Estudié atentamente aquellas curiosas imágenes, apenas legibles, en un intento de descifrar sus patrones lineales. La arena arrastrada por el viento había erosionado algunos muros hasta el punto de que el grosor de la piedra era menor que la profundidad de los símbolos. El cielo azul brillaba a través de las ruinas rojizas.

Conozco este lugar, me dije a mí mismo. «Te conozco», dije a lo que quedaba de ciudad.

Una colosal estatua se alzaba a cierta distancia del conjunto de ruinas. Representaba a un hombre, de un tamaño tres o cuatro veces superior al normal, mirando en diagonal entre la línea de la costa y el centro de las calladas ruinas. Sus brazos se habían caído tiempo atrás, se notaba por los muñones, redondeados por la erosión del viento y la arena. Por la espalda y uno de los costados, tanto el cuerpo como la cabeza mostraban los efectos de las inclemencias del entorno con el paso de los años. Pero de frente, y por el otro lado, todavía podían apreciarse los detalles de la escultura; un torso desnudo, con una considerable tripa, y el pecho cubierto de cadenas, joyas y gruesos collares. La cabeza era grande, con muy poco pelo, y llevaba pendientes y tachuelas en nariz y orejas. La expresión de aquel rostro desgastado por el tiempo me pareció intraducible, lo mismo que los símbolos cincelados en las ruinas; tal vez denotaba crueldad, tal vez amargura, tal vez una indiferencia insensible frente a todo, excepto quizá frente a la arena y el viento.

– ¿Mofa? ¿Moca? -Sin apenas darme cuenta, de mi boca emanó un susurro dirigido a aquellos ojos de piedra. El gigante no respondió. Mi voz se perdió con el viento, despacio. Los nombres también desaparecen. Primero se alteran, después se reducen y al final se olvidan.

En la playa que se veía frente a la ciudad, a cierta distancia de la mirada pétrea de la estatua, vi a un hombre. Era de estatura baja, cojo y jorobado, y yacía de rodillas sobre las olas que morían en la arena, mojando sus harapos en el mar, mientras golpeaba la superficie del agua con una especie de látigo pesado, con cadenas, y reflexionaba en voz alta.

Su cabeza se hundía bajo el peso de su espalda deforme. Su cabello, largo y mugriento, se abatía enmarañado sobre las olas y, de vez en cuando, como un pelo grisáceo que irrumpía desde aquella imprecisa masa oscura, una larga hebra de saliva caía en el agua y se alejaba mar adentro.

No dejaba de levantar y dejar caer el brazo derecho, batiendo las olas con su mayal, un instrumento pesado, de escasa longitud, con una lustrosa asa de madera y una decena de cadenas de acero oxidadas. Las aguas que lo rodeaban formaban espuma y burbujas bajo su ataque firme e incesante, y se enturbiaban con los granos de arena de la orilla.

El jorobado detuvo los azotes durante un momento, se movió ligeramente hacia un lado (como un cangrejo), se limpió la boca con el puño y reanudó su actividad; mientras farfullaba sin cesar, las cadenas se levantaban, subían, caían y chocaban contra el agua. Me quedé de pie en la orilla, tras él, mirándolo durante un buen rato. Volvió a detenerse, se limpió la cara de nuevo, y dio otro paso hacia un lado. Una ráfaga de viento agitó su vestimenta andrajosa y su pelo grasiento y enredado. Mi propia ropa fue golpeada por la misma racha de aire y, posiblemente, el jorobado notó entonces mi presencia, porque no retomó su acción de inmediato. En lugar de ello, movió levemente la cabeza, como intentando localizar algún débil sonido. Me pareció que quiso enderezar su espalda retorcida, pero desistió al momento. Se volvió lentamente, mediante una sucesión de pequeños pasos laterales, como si tuviera los pies anclados a un eje. Finalmente, se detuvo cuando nos encontramos cara a cara. Elevó la cabeza muy despacio, hasta que pudo mirarme a los ojos. Entonces se levantó, con las olas aún rompiendo en sus rodillas y el mayal colgando de su mano contraída.

Apenas se le veía el rostro entre la embrollada masa de cabello que se dejaba caer hacia el agua, como si de otra cadena se tratase. Su expresión era inextricable. Esperé a que hablase, pero se quedó callado, pacientemente, hasta que al final dije:

– Perdóneme. Continúe, continúe.

No medió palabra durante un rato. Ni siquiera dio señales de haberme oído, como si una corriente de aire fluyese entre los dos. Pero entonces, contestó con una voz sorprendentemente cálida:

– Es mi trabajo, ¿sabe? Me han contratado para hacer esto.

– Ah, claro -asentí. Esperé alguna explicación adicional. De nuevo, pareció oír mis palabras bastante después de haberlas pronunciado. Al cabo de un rato, empezó a decir:

– Verá: una vez, un gran emperador…

Entonces su voz se desvaneció y guardó silencio durante unos instantes. Esperé. Después negó con la cabeza y volvió a arrastrarse en círculo hasta encontrarse de nuevo frente al azul horizonte. Le grité, pero no dio señales de haberme oído.

Empezó a pegar otra vez a las olas, a la vez que farfullaba y murmuraba de forma templada y continua.

Lo observé un rato más mientras golpeaba el mar y luego me di la vuelta y empecé a andar. Un brazalete de acero, parecido a la manilla de una esposa (cuya presencia no había notado hasta entonces), tintineaba rítmicamente en mi muñeca mientras caminaba de vuelta hacia las ruinas.


¿Realmente he soñado todo eso? La ciudad en ruinas junto al mar, el hombre con el látigo de cadenas… Por un momento, me siento confundido. ¿Acaso me acosté anoche con la intención de soñar algo para contárselo al doctor?

En la oscuridad de mi cama, grande y cálida, siento una especie de alivio. Río calmosamente, complacido conmigo mismo por haber logrado tener un sueño para poder trabajar con el doctor con plena conciencia de ello. Me levanto y le pongo un albornoz. Hace frío en el apartamento; la aurora gris resplandece suavemente a través de las grandes ventanas. Una minúscula luz parpadeante brilla a lo lejos, en el mar, tras un gran banco de nubes bajas, como si las nubes fuesen tierra firme y la boya parpadeante una señal de puerto.

Se oye un carillón lejano, seguido de las campanadas que anuncian que son las cinco de la mañana. El silbato de un tren sopla en la distancia, y un murmullo apenas perceptible atestigua el paso de un convoy de mercancías.

En la sala de estar, observo la imagen gris y estática del hombre en la cama de hospital. Las figuras de bronce situadas en diversos puntos de la estancia, que representan a trabajadores del puente, reflejan la luz tenue y monocroma en sus superficies toscas. De pronto, una mujer, enfermera, entra en silencio en la pantalla y se acerca a la cama del hombre. No puedo verle el rostro. Parece que le está tomando la temperatura.

No se oye otro sonido que el de un siseo distante. La enfermera rodea la cama para comprobar las máquinas. Desaparece de nuevo, detrás de la cámara, para regresar enseguida con una bandeja metálica. Coge una jeringuilla, la llena con un líquido procedente de una botellita, coloca la aguja e inyecta el fluido en el brazo pálido del hombre. Siento un ligero escalofrío; nunca me han gustado las inyecciones. Estoy seguro.

La imagen es demasiado granulosa como para permitirme apreciar cómo la aguja perfora la epidermis del paciente, pero con mi imaginación, veo el filo de la aguja penetrando en la pálida piel del enfermo… Se me escapa una mueca de dolor solidaria y apago el televisor.

Levanto el auricular del teléfono. Los pitidos continúan, tal vez algo más rápidos que antes. Vuelvo a colgar y el aparato suena al momento. Descuelgo de nuevo, pero en lugar del tono de línea…

– Ah, Orr, por fin te encuentro. Eres tú, ¿no?

– Sí, Brooke, soy yo.

– ¿Dónde has estado? -pregunta arrastrando las palabras.

– Durmiendo.

– ¿Dónde, dices? Lo siento, es que con este ruido… -Oigo muchos parloteos de fondo.

– En ningún sitio. Estaba durmiendo -repito.

– ¿Durmiendo? -pregunta en voz muy alta-. Muy mal, Orr, pero que muy mal. Estamos en el bar Dissy Pitton's. Vente para acá, que te hemos guardado una botella.

– Brooke, estamos en plena noche.

– Madre de Dios, ¿en serio? Vaya horitas de llamar, las mías, ¿no?

– Está a punto de amanecer.

– ¿De verdad? -la sorprendida voz de Brooke se aleja del teléfono. Se oye cómo grita algo, a lo que siguen unos vítores-. Entonces date prisa, Orr. Coge un tren o algo. Te esperamos.

– Brooke… -empiezo, pero vuelvo a oírle hablando lejos del teléfono y, a continuación, más gritos.

– Ah, sí -prosigue-. Tráete un sombrero. Tienes que traer sombrero. -Más gritos de fondo-. Y tiene que ser de ala ancha. ¿Tienes un sombrero de ala ancha?

– Yo… -Me interrumpen más gritos.

– ¡Sí, tiene que ser de ala ancha! -grita Brooke-. No se te ocurra venir con un sombrero que no sea de ala ancha. ¿Lo tienes o no?

– Me parece que sí -respondo, con la sospecha de que mi afirmación es como un compromiso para acudir a la cita.

– Perfecto -concluye Brooke-. Nos vemos ahora, entonces. No olvides el sombrero.

Fin de la llamada. Cuelgo el teléfono, vuelvo a descolgar y oigo los tonos regulares otra vez. Miro de nuevo la luz parpadeante bajo el banco de nubes, me encojo de hombros y me dirijo al vestidor.


El bar Dissy Pitton's está dispuesto entre varios pisos asimétricos, en una zona poco elegante, a pocos niveles por encima de la plataforma del tren. Justo bajo la planta inferior hay una fábrica de cuerdas, donde grandes y estrechas bobinas sujetan metros de cuerdas y cables enrollados. Como para no desentonar con el entorno, el Dissy Pitton's es un local de cuerdas y cables, donde las mesas y las sillas cuelgan del techo, en lugar de reposar sobre el piso. Como Brooke observó en una ocasión, en uno de sus raros brotes de humor, en el Dissy Pitton's ni siquiera los muebles tienen los pies en el suelo.

El guardia de seguridad de la entrada se ha dormido de pie, apoyado contra la pared del local, con los brazos cruzados y la cabeza gacha. La visera de su gorra le protege los ojos de la luz del cartel de neón que cuelga sobre la puerta. Está roncando. Entro sin despertarlo y subo por dos pisos oscuros y desiertos, hacia donde suena el ruido indicador de que la fiesta continúa.

– ¡Orr! ¡El mismo que viste y calza! -Brooke se acerca con pasos inestables entre la gente y el conjunto balanceante de mesas, sillas, butacas y pantallas suspendidas. Tropieza con un cuerpo tumbado en el suelo.

En el Dissy, los borrachos rara vez permanecen en las mesas durante mucho rato. Normalmente, terminan tumbados en algún rincón del bar, tentados por el interminable suelo de teca a gatear conducidos por un instinto hondamente arraigado de curiosidad infantil, o tal vez por el deseo de fingir ser babosas reptantes.

– Qué bien que hayas venido, Orr -exclama Brooke, cogiéndome del brazo. Le echa un vistazo al sombrero de ala ancha que he elegido para la ocasión-. Bonito sombrero -observa mientras me lleva a una mesa apartada.

– Sí -afirmo, extendiéndoselo-. ¿Quién lo quería? ¿Y para qué?

– ¿Cómo? -se detiene, le da la vuelta al sombrero y mira dentro de la copa, atónito, como buscando alguna pista.

– Me dijiste que debía venir con un sombrero de ala ancha, ¿recuerdas? -le digo-. Antes, me pediste que lo trajera.

– Mmm… -murmura Brooke mientras me conduce a una mesa de tres o cuatro personas. Reconozco a Baker y a Fowler, dos ingenieros colegas de Brooke. Se encuentran en pleno proceso de intentar levantarse. Brooke aún parece perplejo. Estudia atentamente el sombrero.

– Brooke -apunto, intentando que no se delate la exasperación en mi voz-, tú me pediste que trajera el maldito sombrero, no hace ni media hora. No puedes haberlo olvidado.

– ¿Estás seguro de que eso ha sido hoy? -pregunta Brooke con cierto escepticismo.

– Brooke, ¡me has llamado por teléfono! Me invitaste a venir aquí. Me dijiste…

– Ay, mira -prosigue Brooke, eructando e inclinándose por una botella-, tomemos un poco de vino y pensemos en ello. -Me planta una copa en las manos-. Tenemos que ponernos al día.

– Bueno, me temo que no hay nada que hacer.

– No estás enfadado, ¿verdad, Orr? -pregunta Brooke mientras me sirve el vino.

– No. Simplemente, estoy sobrio. Los síntomas son similares.

– Estás enfadado.

– No. No lo estoy.

– ¿Por qué estás enfadado?

¿Por qué me da la impresión de que Brooke no me está escuchando? En ocasiones, me pasa. Hablo con una persona, pero una especie de vacío parece cernirse sobre ella, como si su rostro fuese realmente una máscara que oculta al verdadero interlocutor, que tiene la nariz pegada a la careta como un niño al escaparate de una tienda de dulces; pero, cuando le hablo sobre un asunto complicado o inaceptable, es como si la otra persona separase la cara de la máscara y se volviese hacia su interior y representara la acción mental equivalente a quitarse los zapatos y poner los pies en alto, tomarse una taza de café y descansar durante un rato, para volver solo en el momento en que esté preparada para asentir de forma inapropiada con la cabeza y emitir cualquier observación totalmente irrelevante, carente de fundamentos. Puede que sea cosa mía. Tal vez solo yo causo ese efecto en los demás. Quizá a nadie más le ocurre lo mismo.

En fin, supongo que esa idea resulta algo paranoica y posiblemente se trate de una de esas cosas que, cuando uno ostenta el valor suficiente como para comentarlas con otras personas, resultan ser extremadamente comunes, por no decir universales. (Ah, sí, también me ha sucedido. ¡Pensaba que esas cosas solo me pasaban a mí!)

Entretanto, los ingenieros Baker y Fowler han conseguido levantarse y ponerse los abrigos. Brooke está hablando con suma seriedad con el ingeniero Fowler, que parece tremendamente sorprendido. Pero entonces, este último parece iluminarse y emite una afirmación a la que Brooke asiente antes de volver conmigo.

– Bouch -me dice, justo antes de coger su chaqueta del respaldo de una silla.

– ¿Qué? -pregunto.

– Tommy Bouch -dice Brooke mientras se pone la chaqueta-. Él era quien quería el sombrero.

– ¿Para qué?

– No lo sé, Orr -admite Brooke.

– Bueno, ¿y dónde está? -pregunto, mirando por todo el bar.

– Se marchó hace un rato -contesta Brooke. Se abrocha la chaqueta. Fowler y Baker lo esperan a una distancia prudencial.

– ¿Os marcháis los tres? -pregunto, más bien tontamente.

– Tenemos que hacerlo -dice Brooke, tras lo que me sujeta el brazo y me susurra en alto-. Tenemos cita urgente en casa de la señora Hanover.

– La señora… -empiezo. La casa de la señora Hanover es un burdel con licencia. Sé de buena tinta que Brooke y sus colegas lo visitan ocasionalmente, y sospecho que el lugar está frecuentado mayoritariamente por otros ingenieros (por diversos comentarios que los delatan). Me han invitado varias veces a ir con ellos, pero siempre he dejado claro que no tengo ningún interés en aceptar. Mi reticencia procede de la vanidad, no de ninguna clase de escrúpulo moral, ya se lo he aclarado a Brooke, pero sospecho que él sigue pensando que, detrás de mi discurso sobre el sexo, la política y la religión, no dejo de ser un mojigato.

– Supongo que no te apuntas, ¿verdad?

– No, gracias -contesto.

– Mmm, ya lo suponía -asiente Brooke. Me vuelve a sujetar por el brazo y se acerca a mi oído-. Lo cierto, Orr, es que es un poco embarazoso…

– ¿El qué? -pregunto mientras observo al ingeniero Fowler hablando con un joven de pelo largo sentado detrás de él. Otro chico está desplomado sobre la mesa contigua.

– Es la hija de Arrol -susurra Brooke, mirando de reojo por encima de su hombro.

– ¿Quién?

– La hija del ingeniero jefe Arrol -prosigue Brooke en voz baja-. Se nos ha agregado, ¿sabes?, y su hermano se ha quedado frito, y si nos marchamos ahora, no habrá nadie que… Mira, podrías… hablar con ella, ¿no?

– Brooke -espeto fríamente-, primero me llamas a las cinco de la madrugada, y luego… -Ya no me dejan continuar.

Baker, apoyado por un ansioso Fowler, se precipita hacia Brooke y le dice:

– Creo que deberíamos irnos, Brooke. No me siento demasiado… -El ingeniero Baker calla. Parece que va a vomitar. Sus mejillas se hinchan, traga, hace una mueca y asiente en dirección a la escalera que lleva al piso de abajo.

– Tenemos que marcharnos, Orr -dice Brooke precipitadamente, sujetando a Baker por un brazo mientras Fowler hace lo propio con el otro-. Nos vemos luego. Gracias por cuidar de la chica. Lo siento, pero tendréis que hacer vosotros mismos las presentaciones.

Los tres pasan por delante de mí y Brooke me devuelve el sombrero. Fowler arrastra a Baker hacia las escaleras, con Brooke a remolque del brazo de Baker.

– Le diré a Tommy Bouch lo del sombrero, si lo veo -me grita Brooke.

Se alejan dando tumbos entre la multitud. Cuando me vuelvo, me llama la atención el joven con el que hablaba Fowler momentos antes. Con los ojos algo idos, me mira y me sonríe.

Error. No es un joven. Es una joven. Lleva un traje oscuro de corte elegante, con pantalones anchos, un chaleco de brocado con una cadena cruzada de oro, algo ostentosa, y una camisa de algodón blanco. En el cuello abierto, luce una pajarita negra desabrochada. Zapatos negros. Su cabello es largo, hasta los hombros. Está sentada de costado sobre una silla, con una pierna encogida. Levanta una de sus cejas oscuras y yo sigo su mirada hasta donde el trío de ingenieros que acaban de abandonar la mesa intenta abrirse paso entre el mar de personas que tapan el acceso a la escalera.

– ¿Cree que lo conseguirán? -pregunta, mientras inclina la cabeza hacia un lado y la apoya sobre el puño cerrado.

– Me parece que lo llevan un poco crudo -respondo. Ella asiente, pensativa, y bebe el vino restante de una copa grande.

– Sí, yo también -afirma-. Lo siento, no sé su nombre.

– Me llamo John Orr.

– Abberlaine Arrol.

– ¿Qué tal está? -pregunto.

Abberlaine Arrol sonríe, divertida.

– Me va como quiero que me vaya, señor Orr. ¿Y a usted?

– Debe de ser la hija del ingeniero jefe Arrol. -Una respuesta irrelevante merece otra. Dejo el sombrero al final del banco (a ver si hay suerte y alguien se lo lleva).

– Efectivamente -responde-. ¿Es usted ingeniero, señor Orr? -inquiere mientras señala el asiento contiguo a ella, con una mano sin anillos. Me quito el abrigo y me siento junto a ella.

– No. Soy un paciente del doctor Joyce.

– Aaah -dice, mientras asiente lentamente. Me mira de una forma muy directa, con un modo de proceder muy inusual en el puente, como si yo fuera un mecanismo complicado que no termina de funcionar del todo. Su rostro es joven, pero de semblante sereno, como el de una mujer mayor, aunque sin arrugas en la piel. Tiene los ojos pequeños y las facciones marcadas. Su boca es grande y sonriente, pero no puedo apartar la mirada de las minúsculas líneas de expresión que reposan bajo sus ojos grises; pequeños pliegues que le otorgan una mirada sabia e irónica.

– ¿Y cuál es su problema, según los médicos, señor Orr? -No puede evitar desviar los ojos hacia mi muñeca, pero mi identificación médica queda oculta por el puño de la camisa.

– Amnesia.

– Ah, ¿sí? ¿Y desde cuándo? -No pierde el tiempo en su interrogatorio.

– Hará unos ocho meses. Unos pescadores me rescataron con sus redes.

– Ah, sí, creo que leí algo sobre el asunto. Lo pescaron en el mar.

– Eso me han contado. Es una de tantas cosas que he olvidado.

– ¿Todavía no han descubierto quién es?

– No. Nadie me ha reclamado, en todo caso. Mi descripción no concuerda con la de ningún desaparecido.

– Debe de resultar extraño -murmura mientras se lleva un dedo a los labios-. Pensaba que perder la memoria podía ser interesante y… romántico -determina mientras se encoge de hombros-, pero tal vez solo resulte… ¿frustrante?

Abberlaine tiene las cejas perfectas, muy negras.

– En gran parte, resulta frustrante, pero también tiene aspectos interesantes, como el propio tratamiento. Mi médico cree en la terapia de interpretación de los sueños.

– ¿Y usted?

– No. Aún no.

– Creerá en ella si ve que funciona -afirma.

– Seguramente.

– Pero -objeta mientras levanta un dedo-, ¿qué pasa si tiene que creer en ella antes de que muestre resultados?

– No estoy seguro de que esa idea coincida con los principios del doctor.

– Pero, si funciona, ¿qué más da?

– Si uno cree sin fundamento en un procedimiento, puede terminar creyendo sin fundamento en el resultado.

Por fin hace una pausa, pero muy breve.

– O sea, que podría pensar que está curado, cuando en realidad no lo está -alega-. Pero habrá obtenido un resultado concreto, recupere o no la memoria.

– Pero podría no recuperarla. Podría inventarla.

– ¿Inventarse su propio pasado? -inquiere con cierto escepticismo.

– Algunas personas lo hacen todo el tiempo. -La idea era bromear, pero al escuchar mis propias palabras, no puedo evitar pensarlo en serio.

– Solo para engañar a los demás. Pero saben que están mintiendo.

– No creo que sea algo tan sencillo. Pienso que las personas a quienes más podemos engañar somos nosotros mismos. Es más, puede que engañarnos a nosotros mismos sea una condición indispensable para engañar a otros.

– Ah, no -asegura firmemente-. Para ser un buen mentiroso, hay que tener muy buena memoria. Si quieres engañar a los demás, debes ser más inteligente que ellos.

– ¿Piensa que la gente no termina creyéndose sus propias historias?

– Bueno, tal vez algunos pacientes de centros psiquiátricos, pero nadie más. Creo que muchos de los que afirman creer que son otras personas están jugando de alguna forma con el personal sanitario.

¡Qué gran verdad! A veces, me da la impresión de que recuerdo cosas con plena seguridad, incluso cuando no tengo claro qué era lo que tenía tan claro.

– Seguro que piensa que es fácil engañar a los médicos – afirmo.

Ella sonríe. Su dentadura es impecable. Soy consciente de que estoy evaluándola y analizándola. Es entretenida sin ser encantadora, absorbente sin ser cautivadora. Afortunadamente.

– Creo que es fácil engañarlos cuando tratan la mente como si fuera un músculo -apunta-. No es muy frecuente que sus pacientes intenten mentirles deliberadamente.

Para el doctor Joyce, no creer todo lo que le cuentan sus pacientes parece una cuestión de ética profesional.

– Bueno -respondo-, creo que un buen médico sabe distinguir al charlatán de turno. La mayoría de la gente carece de la imaginación necesaria para asumir un papel con la convicción suficiente.

– Tal vez -dice arqueando las cejas y mirando intencionadamente al vacío-. Es que recordaba la infancia, cuando…

En este momento, el hombre sentado al otro lado, con los brazos hundidos en la mesa y la cabeza hundida en los brazos, se remueve y bosteza, mirando a su alrededor con los ojos llorosos. Abberlaine Arrol se vuelve hacia él.

– Ah, te has vuelto a despertar -le espeta al joven desgarbado de ojos turbios y nariz grande-. Por fin has reunido un grupo aceptable de neuronas, ¿eh?

– No seas capulla, Abby -le dice, tras lanzarme una mirada cargada de desdén-. Tráeme un poco de agua.

– Puede que tú seas un animal, querido hermano -responde-, pero yo no soy tu cuidadora.

El tipo echa un vistazo por la mesa, en su mayor parte cubierta de platos sucios y copas vacías. Abberlaine Arrol me mira.

– Supongo que no tiene usted hermanos, ¿no?

– No, que yo sepa.

– Ajá… -Se levanta y se dirige a la barra. El hermano cierra los ojos y se apoya en el respaldo de la silla, balanceándola ligeramente. El bar se está vaciando. Solo se ven algunos pares de piernas asomando tras las mesas distantes, testigos de donde las incursiones alcohólicas de sus propietarios a los viejos tiempos del gateo han llegado a su fin. Abberlaine Arrol regresa con una jarra de agua. Está fumando un cigarro largo y fino. Se detiene frente al joven y le vierte un poco por encima de la cabeza, al tiempo que exhala una bocanada de humo.

El joven tropieza y cae al suelo. Suelta una palabrota y se levanta como puede. Ella le acerca la jarra para que beba y lo mira con una especie de desprecio divertido.

– ¿Ha visto la famosa formación aérea de esta mañana, señor Orr? -pregunta la señorita Arrol sin dejar de mirar a su hermano.

– Sí. ¿Y usted?

– No -responde, negando con la cabeza-. Me lo han contado, pero al principio, pensaba que se trataba de alguna especie de broma.

– A mí me pareció muy real.

Su hermano se termina el agua y lanza la jarra hacia atrás, con un gesto muy teatral. El objeto se rompe contra una de las mesas del fondo, envueltas en oscuridad. Abberlaine Arrol mueve la cabeza con desaprobación. El joven bosteza.

– Estoy cansado. Vamos. ¿Dónde está papá?

– Se ha ido al club. Pero ya hace un buen rato de eso. Ya debe de estar en casa.

– Perfecto. Vamos, entonces. -Empieza a caminar hacia las escaleras. La señorita Arrol me mira y se encoge de hombros.

– Tengo que marcharme, señor Orr.

– No se preocupe.

– Me ha gustado hablar con usted.

– El placer ha sido mutuo.

Vuelve la mirada hacia al borde de las escaleras, donde el joven la espera con los brazos en jarras.

– Tal vez tengamos la oportunidad de continuar la conversación otro día -me dice.

– Eso espero.

Se queda allí de pie durante un momento; delgada, ligeramente despeinada, fumando; y emite una exagerada reverencia con un gesto de su mano, tras lo cual se retira, sosteniendo el cigarro en la boca. Una línea de humo gris se retuerce detrás de ella.


Muchos clientes se han marchado ya. La mayor parte de las personas que quedan en el Dissy Pitton's es parte del personal del local. Están apagando luces, limpiando mesas, barriendo el suelo, levantando cuerpos ebrios del mostrador… Me siento y termino mi copa de vino. Está caliente y amargo, pero odio dejar un vaso a medias.

Finalmente, me levanto y sigo el estrecho pasillo que todavía está iluminado, en dirección a las escaleras.

– ¡Señor! -Me vuelvo. Un camarero armado con una escoba tiene el sombrero de ala ancha en sus manos-. ¡Su sombrero! – exclama mientras lo agita, no fuera a ser que yo lo confundiese con la escoba. Agarro el maldito sombrero, convencido de que, si hubiera sido un preciado objeto, lo hubiera vigilado constantemente y me hubiera asegurado de no perderlo, seguramente habría desaparecido para siempre.

En la puerta, el guardia de seguridad, que ya se ha despertado de su cabezadita, está interrogando a Tommy Bouch sobre su identidad y su destino. El ingeniero Bouch parece totalmente incapaz de emitir sonidos coherentes; su rostro muestra una tonalidad verdosa y el guarda tiene dificultad para mantenerlo en pie.

– ¿Conoce a este caballero, señor? -me pregunta. Niego con la cabeza.

– No lo había visto nunca -respondo, mientras le planto el sombrero en las manos-. Pero se dejó esto dentro.

– Ah, gracias, señor -dice el guardia. Sostiene el sombrero frente al rostro del ingeniero para que pueda verlo (o verlos, porque seguramente vea doble)-. Mire, señor, su sombrero.

– Graciash -consigue pronunciar Bouch justo antes de transferir el contenido de su estómago a la copa del sombrero. Y gracias a su ala ancha, no salpica demasiado.

Me alejo caminando, con una extraña sensación de triunfo. Tal vez por eso lo quería con tanta insistencia.


– ¿Que no está?

– Oh, Dios mío, cuánto lo siento, señor Orr. Estoy terriblemente desolado, pero no. No está.

– Pero si tengo…

– Sí, tenía visita, lo sé, señor Orr. Lo tengo aquí anotado, ¿ve?

– Bien, entonces, ¿cuál es el problema?

– Reunión urgente de la Junta Administrativa del Comité de Investigación del Subcomité Primario. De verdad lo siento, pero es muy importante. El doctor está muy ocupado estos días, señor. Tiene muchísimos compromisos. No se lo tome como algo personal, señor Orr.

– No, si yo no…

– Es que las cosas funcionan así, simplemente. A nadie le gustan estos asuntos administrativos, pero es un trabajo que debe hacerse.

– Sí, si yo…

– Podría haber sucedido en la hora de visita de cualquier paciente y, precisamente, le ha tocado a usted.

– Le agradezco…

– No se lo tome como algo personal. Son esas cosas que pasan.

– Sí, por supuesto…

– Y, por supuesto, esto no guarda relación alguna con el hecho de que no le notificásemos que habíamos trasladado la consulta el otro día. Ha sido una mera coincidencia. Podría haber ocurrido con cualquier persona del mundo. Simplemente, tuvo usted mala suerte. Le prometo que no se trata de nada personal.

– Yo…

– No debe tomárselo así.

– ¡Que no me lo tomo así!

– Ay, señor Orr, no sea tan quisquilloso, que no es para tanto.


Fuera, recuerdo el accidentado viaje en ascensor de ayer y tomo la misma dirección, buscando la inmensa ventana circular opuesta a la entrada del ascensor decrépito en forma de «L».

Cada vez más frustrado e incrédulo, deambulo durante más de una hora entre la penumbra de techos altos de la estructura superior. Paso frente a las mismas estatuas de antiguos burócratas y bajo las mismas banderas, colgando como redes gruesas de barcos majestuosos, pero no encuentro la ventana circular ni al viejo ascensorista con su barba, ni el ascensor. Un recepcionista mayor, cuyos galones atestiguan que es un veterano de al menos treinta años de servicio, me mira atónito cuando le describo el ascensor y al anciano encargado de hacerlo funcionar.

Finalmente (el doctor no estaría nada contento si se enterase), me rindo.


Me paso las horas siguientes vagando por diversas galerías pequeñas de una sección lejana del puente, bastante apartada de las zonas que suelo frecuentar. Las galerías son oscuras y rancias, y los guardas parecen sorprendidos de que alguien quiera acudir a contemplar sus exposiciones. No encuentro nada que me satisfaga; todas las obras parecen desgastadas y pasadas; los cuadros, descoloridos y las esculturas, desinfladas. No obstante, todavía resulta más decepcionante la aparentemente enfermiza visión distorsionada de la forma humana que todos los artistas parecen compartir. Los escultores la han transformado en una imagen estrambótica semejante a la de las propias disposiciones del puente; los muslos parecen artesones, los torsos se convierten en tubos estructurales y las extremidades son vigas tensadas. Las articulaciones de los cuerpos están construidas con remaches pintados de rojo, y las vigas tubulares son miembros que emergen hacia grotescos conglomerados de metal y erupciones tumorosas de celdas veteadas. Las pinturas exhiben más o menos el mismo tipo de inquietud artística; una muestra el puente como una línea de enanos deformes en pie entre aguas residuales o sangre, con los brazos entrelazados; otra muestra una única formación tubular con serpenteantes venas azules que destacan bajo la superficie ocre, y pequeños hilos de sangre que emergen de cada uno de sus remaches.


Justo bajo esta parte del puente se encuentra una de las pequeñas islas que sirven de soporte a una de cada tres secciones.

Dichas islas son más o menos regulares en lo que respecta a la superficie y el tamaño aproximados, pero varían en la forma y en el uso. En algunas hay viejas minas y cuevas subterráneas, otras están cubiertas casi en su totalidad por trozos de hormigón que se desprenden de la estructura y por fosos circulares que parecen viejos emplazamientos de armas. Algunas son la base de edificios en ruinas, antiguas bocas de pozo o viejas fábricas derruidas. La mayoría de las islitas tiene un puerto en un extremo, y algunas no muestran signo alguno de vida humana, sin construcciones de ningún tipo, con simples extensiones verdes recubiertas de algas marinas.

No obstante, tienen en común un misterio: cómo pudieron llegar ahí. Parecen naturales, pero, juntas, vistas desde su lineal uniformidad, las islas comparten una especie de patrón, un orden innatural que las hace incluso más extrañas que el puente, al que, de forma intermitente, sirven de soporte.

Lanzo una moneda por la ventana del tranvía que me lleva a casa. Puedo ver cómo su brillo se adentra en el mar, no en una de las islas. Otros dos pasajeros también lanzan monedas, y por un momento, tengo la breve y absurda visión del aspecto del mar en el futuro: aguas repletas de monedas, rebosantes de los residuos monetarios de deseos pedidos, en torno a los huesos huecos de metal de un puente rodeado por un sólido desierto de dinero.


De nuevo en mi apartamento, antes de irme a la cama, observo durante un rato al hombre de la cama de hospital. Miro su imagen granulosa y gris con tanta atención y tanto tiempo que casi caigo hipnotizado por esa estampa quieta e inexpresiva. Arraigado en la oscuridad del anochecer, con la mirada fija, me parece que no estoy mirando una pantalla fosforescente de cristal, sino más bien una lámina de metal brillante, con un grabado lineal veteado en una resplandeciente tabla de acero.

Espero a que suene el teléfono.

Espero a que vuelvan los aviones.

Entonces, aparece una enfermera, la misma de antes, con la misma bandeja metálica. Se rompe el hechizo, se quiebra la ilusión de la pantalla de acero.

La enfermera prepara la jeringuilla otra vez y frota el brazo del hombre con un algodón. Me estremece un escalofrío, como si ese alcohol, ese néctar, recorriese mi cuerpo entero y me congelase la sangre.