"El puente" - читать интересную книгу автора (Banks Iain)

Cuatro

Era el mago el que me lo dio, me dijo que era un familiar; sí, sí, un duende de esos que sirven para ayudar a los magos y eso, sentado en mi hombro dando el coñazo todo el rato. No se puede aguantar, pero no tengo más cojones, porque lo tengo ahí pegado y no para de hablar y hablar. El mago me dijo que me ayudaría; me dijo que me diría cosas, pero pensaba que eran cosas útiles y no mierdas, porque solo dice cosas raras y no calla. Quería sobornarme porque pensaba que lo iba a matar, y sí que iba a matarlo, y me dijo que si no lo mataba me daría a un familiar para vigilar por las noches y ayudarme y eso. Y le dije, bueno, vale, a ver qué hace el familiar ese, y el mago va a su armario y saca una caja pequeña y mete algo dentro y dice unas palabras o algo así (yo lo vigilaba de cerca, por si intentaba algo raro, tenía la espada en su cuello, por si intentaba convertirme en algún bicharraco o algo, pero no). Saca de la caja una cosa rara como un gato o un mono, todo peludo y negro, con dos alas negras en la espalda y los ojos bizcos, y me lo pone en el hombro y me dice: «toma, muchacho». Y a mí me acojonó un poco porque era una cosa rara sentada aliado de mi cabeza, pero yo aún tenía la espada en el cuello del mago, y miré a la cosa de ojos saltones y le pregunté: «entonces, ¿dónde está el puto oro?», y me contestó, «en el baúl detrás de la cortina, pero es un baúl mágico y parece que no tenga nada, pero tú podrás sentir el oro y se hará visible cuando lo saques». El mago podía sacar el oro como yo, así que le hice ir y cogerlo, y lo que dijo el familiar era verdad, así que le pregunté qué tenía que hacer entonces y me dijo: «Para empezar, mata a este viejo; es un cliente conflictivo». Así que me cargué al mago, pero la cosa peluda no dijo nada útil desde ese momento, está agobiando todo el día y eso.

– … por supuesto, según las normas preceptivas de la Nueva Simbología, y tal como se representa en la Gran Cábala francesa, la torre representa el refugio, la limitación de contacto con el mundo real, una extrospección filosófica. En resumen, no guarda relación alguna con la preocupación literalmente infantil por el simbolismo fálico que mencioné anteriormente. De hecho, excepto en el caso de las sociedades más opulentas de moralidad, cuando las personas quieren soñar con el sexo, sueñan con el sexo. En realidad, la combinación de las cartas La Toury La Mine en el juego menor se considera particularmente reveladora, y la preeminencia de la torre sobre el foso, ciertamente, denota una resonancia sexual de propósitos predictivos, que la simple combinación de refugio y miedo al fracaso no parece implicar de inmediato; no obstante…

Lo que decía, para volverse loco, joder. Y no puedo quitarme al puto bicho del hombro porque tiene las garras clavadas en mi carne y eso. Ahora no me duele, pero verás cuando me lo haya quitado… y ni siquiera puedo darle un golpe con una roca o clavarle la espada porque se pone a gritar como un loco y a saltar y no hay forma de darle, así que mejor no pierdo el tiempo y eso.

Igualmente, todo me ha ido bien desde que está conmigo, así que a lo mejor me da suerte y todo. Porque pensaba que las cosas serían fáciles sin el mago, pero no; yo soy un caballero de la espada, y no un puto brujo. Además, se conoce que se me ha dado todo bien desde que llevo al familiar en el hombro, y encima me ha enseñado palabras nuevas y eso, así que ahora soy mucho más culto y todo. Ah, sí, y me he olvidado de decir que si intento quitármelo del hombro o no le doy de comer, se pasa toda la noche hablando y no me deja dormir; pero no come mucho, así que se puede decir que es mejor que nos llevemos bien y eso. Espero que no se me cague por la espalda.

– Interesante observación. Es decir, poseo una seguridad plena en que no se habrá percatado, precisamente por ser tan monotemático (o más bien mononeuronal, si se me permitiese la franqueza), pero en las tierras de abajo la situación es precisamente la inversa a la de esta extraña altitud (¿se ha dado cuenta de que apenas puede respirar? No, probablemente, no). Aquí, en las campiñas cuya quintaesencia es el verde prado, las mujeres ostentan el mando y los hombres viven como párvulos durante todas sus vidas.

Ya está otra vez con su rollo, y ya me veo que lo vendré escuchando hasta arriba de esta puta torre, con la espada llena de sangre y dolor de brazo y eso, porque uno de los guardas me ha pillado antes en la puerta y me he perdido en este laberinto que tiene muchas habitaciones pequeñas, y además hay el fuego que he encendido antes, porque aquí huele a humo y no quiero quemarme vivo y eso, y el puto bicho no calla, para variar. A este paso nunca cogeré a la reina con sus poderes y eso. Otro guarda se me ha echado encima, pero me lo he cargado y he pasado por encima de él para seguir hasta arriba de la torre.

– Dios, estos zánganos resultan tediosos. Es cierto que su mentalidad colmenar resultaría de gran utilidad entre los vertebrados (etiqueta aplicable a usted, en mi opinión, únicamente en lo que a la estatura se refiere). ¿Sigue perdido? Me lo temía. ¿Preocupado por el humo? Naturalmente. Un tipo inteligente resolvería ambos inconvenientes de una vez simplemente mediante la observación de la dirección seguida por el humo, ya que este tiende a desplazarse hacia arriba y en este piso no proliferan las ventanas. No obstante, temo que existen pocas posibilidades de que usted pueda llegar a dicha conclusión, dado que su ingenio es tan vivaz como el de un haragán ahíto de tranquilizantes. Lástima que su flujo de conciencia no haya entrado aún en su era interglaciar, pero no todos podemos ser gigantes mentales. Imagino que todo se debe a una descodificación genética deficiente, posiblemente iniciada en el vientre materno, cuando todas las reservas sanguíneas fueron destinadas a la formación de los músculos y el cerebro se limitó al desarrollo de la parte reservada en casos normales para el dedo gordo del pie, o algo por el estilo.

Pensaba que ya estaba perdido y eso, pero miré para dónde iba el humo y vi la trampilla, así que pienso que se podrá salir por ahí o algo, pero es difícil intentar pensar algo cuando el familiar con los ojos bizcos me come la oreja todo el rato.

– Volviendo al tema de los niños, como decía antes, hemos hallado una salida hacia la planta superior, ¿no es así? Bien, felicidades. ¿Recordaremos cerrar la trampilla? Fantástico, allá vamos. El siguiente paso será atarse usted mismo los cordones de los zapatos… posiblemente unos con los otros, pero en cualquier caso, es un comienzo. ¿Por dónde iba? Niños, efectivamente. En las tierras de abajo, son las mujeres quienes están a cargo de todo. Los machos nacen bajo una aparente normalidad, pero únicamente crecen durante un tiempo, y su desarrollo se interrumpe en la estatura de un niño de dos años. Sexualmente, su madurez se completa y sus cuerpos se revisten de vello y, en ocasiones, se ensanchan ligeramente. Poseen unos genitales completamente desarrollados, pero se mantienen todas sus vidas en una talla idónea para ser acunados, y de ningún modo llegan a crecer hasta el punto de convertirse en una posible amenaza. Por supuesto, jamás alcanzan una evolución mental completa, pero, si preguntamos a cualquier mujer, este hecho no supone cambio alguno. Estos pequeños seres peludos son utilizados para procrear y perpetuar estirpes, y los resultados son pequeñas y maravillosas mascotas, pero las mujeres tienden a establecer relaciones serias entre ellas, lo que, en mi opinión, resulta de lo más procedente. Y, exceptuando otros aspectos irrelevantes para el caso que nos ocupa, se necesitan tres o cuatro machos para formar un quórum táctil satisfactorio en las relaciones sexuales, en contraposición con la mera inseminación…

Joder, es que no puede callarse la boca. Este pequeño cabrón ya estaría chamuscado si yo no hubiera encontrado la salida. Aquí arriba hace un viento del carajo, parece un pedo de dragón haciendo volar todas las cortinas y eso. Estoy buscando el camino al piso de arriba y unos guardas como osos con cabezas de hombres me han perseguido con hachas, pero también me los he cargado, y uno se ha caído por un balcón y lo he visto mientras caía hasta que se ha hecho papilla abajo, y parecía una mancha pequeñita, pero todo esto no me ha ayudado a encontrar a la puta reina y eso.

– Apostaría a que, en estos momentos, el pobre está lamentando no haber tomado aquellas clases de vuelo. Pero contemple el paisaje, hágame el favor. Cadenas de colinas, bosques, arroyos que emulan venas de mercurio… Una belleza extraordinaria que deja sin respiración. Aun con máquina de respiración asistida, me temo. No, pero usted tampoco lo requeriría, supongo; no existen excesivas posibilidades de que usted sufra de una falta de oxígeno. Imagino que posiblemente le basten un par de moléculas diarias. Dios mío, mírese; convertirse en un vegetal supondría un ascenso en su caso.

»No obstante, debo ser justo y admitir que se ha deshecho de los ofensivos carnívoros con una notable tranquilidad. Casi han logrado intimidarme, pero usted los ha abordado calmosamente, ¿no es así? Sí; tiene agallas, amigo. Es una lástima que se encuentren donde debería hallarse su cerebro, pero, como creo haber dicho anteriormente, no se puede tener todo. Personalmente, no pensaba que el trono fuese tan importante. No parece existir enlace alguno entre este piso y el superior, pero debe de haberlo en algún lugar. Si yo fuera monarca, querría un paso rápido y accesible, por si las cosas se torcieran en el salón del trono. Curiosamente, no es frecuente encontrarse ante una línea de unión entre un trono y su estrado. Pero este no es el tipo de detalle que esperaría que usted apreciase, amigo sin cerebro.

Un día este puto bicho se la va a ganar, todo el día hablando y hablando en mi oreja y eso. Me lo quitaría de encima, pero no sé cómo hacerlo. Ni puta idea. Me siento en la silla grande esta, el trono, la trona, o como coño se llame, y cuando me siento resulta que esto empieza a subir, y el maldito familiar sigue dale que te pego en mi oreja.

Y lo mejor de todo es que este es Jimmy, ya lo verás.

– Vaya, menuda sorpresa. Un ascensor poco convencional, ¿no es así? Planta setenta y nueve: lencería femenina, ropa de cama y accesorios.

Vaya sitio más raro, es para alucinar. Una sala enorme con camas pequeñas y sofás y eso, y mujeres encima, pero las mujeres no están enteras, les faltan trozos.

Están todas tumbadas en las camas pequeñas y huele a perfume por todas partes y un tío raro y gordo llega todo brillante de aceite y con una voz de pito como las mujeres. Se frotaba las manos y cantaba con una voz fuerte y lloraba como una nena y tenía la cara llena de lágrimas y eso, así que me quedé sentado un rato y luego fui a dar una vuelta por ese sitio tan raro con el gordo persiguiéndome y el familiar clavado en el hombro.

Las mujeres todas estaban vivas pero les habían cortado trozos, ninguna tenía brazos o piernas, solo los cuerpos y las cabezas. Parecía como si hubieran estado en una batalla y eso, pero no tenían cicatrices en la cara o en el cuerpo, algún cabrón les había hecho eso. Pero estaban buenas, tenían las tetas grandes y buenos cuerpos y caras bonitas. Estaban atadas con correas y algunas también lloraban.

Joder, hay tíos que tienen gustos muy, pero que muy raros, sobre todo si esto es para la reina, pero los brujos y las brujas también son muy retorcidos y eso. Aunque el gordo no me seguía a mí porque creo que se estaba tirando a las tías esas, pero yo ya me estaba hartando y me lo cargué y luego encontré a unos bichos raros como mi familiar detrás de una cortina que iban vestidos con una ropa muy rara y eso.

No sé cómo no los he visto antes, pero se me acercan y empiezan a agacharse y a tocar con las manos una antorcha y se ponen a gritar. Les pregunto dónde está la reina y el maldito oro pero empiezan a hablar raro y eso, y no entiendo una mierda. Pero yo sé de uno que sí que lo entiende.

– Qué felicidad la del hombre indocto. Estoico aun cuando es vencido. El amigo de ustedes, me refiero al individuo obeso, colisionó con la espada de mi acompañante muscular hará unos instantes, un corte desafortunado, más aún si cabe que su lesión original. Creo que la paciencia de mi adjunto está mermando de forma considerable, y ya en circunstancias óptimas es mínima, con lo que, si no desean terminar como el susodicho gordinflón (bien cuando estaba vivo, bien como se encuentra en estos momentos), yo, en su lugar, cooperaría. Dicho lo cual, ¿cómo podemos encontrar a la reina? Ah, Molochius, sí, tú siempre fuiste el hablador, ¿no es cierto? Sí, por supuesto que quedarás libre. Tienes mi palabra. Aja, ya veo. El espejo. Solo plástico, imagino. Escasamente original, pero efectivo.

Corro el espejo de detrás de los bichos raros y salen unas escaleras que suben y eso. Cojonudo.

– Fantástico, descerebrado, ahora déjese llevar por su instinto natural y veamos adónde nos dirigimos.

Me cargué también a los tíos raros esos. Solo eran huesos y piel porque la espada casi no se manchó de sangre. Mejor, porque ya me estaba cansando y me dolía el brazo de tanto matar gente y eso. La reina estaba arriba de la torre en una habitación abierta y pequeña y muy alta, acojonaba un poco por la altura y eso. Pero, bueno, la reina estaba allí vestida con un vestido como de novia, pero negro, y una bola en la mano y me miraba como si yo diera asco o así. No está muy buena, pero no es tan vieja como me creía, te la podrías hacer a oscuras y todo. No sabía lo que tenía que hacer y sus ojos eran como raros, no podía dejar de mirarle los ojos y sabía que me estaba haciendo algo de magia y eso pero no podía moverme ni abrir la boca. Hasta el familiar se quedó callado un rato y todo, y luego dijo: «Mi pobre señora. Esperaba una lucha algo mejor. Esperad un momento, que debo cruzar unas palabras con mi amigo».

– ¿Se sabe aquel del hombre que entra en un bar, con un cerdo en los brazos, ornado con una cinta roja de regalo, y el camarero le pregunta «¿de dónde lo ha sacado?», y el cerdo responde…?

«Él no importa», le dice la reina… ¡al puto familiar! Y yo que no puedo mover un maldito músculo y eso. Será zorra, lo que me ha hecho… «¿Cómo has salido?», pregunta.

– El viejo Xeronisus fue algo estúpido. Contrató a este bruto y luego intentó no pagarle. Este idiota ha sido astuto. Siempre afirmé que los viejos fraudes se sobrevaloraban. Imagino que olvidó en qué caja me había guardado y me clavó en el hombro de este memo pensando que yo era uno de esos familiares baratos con una garantía de dos días y la perspicacia de un juanete.

– ¡Idiota! -le dice la reina-. No sé por qué te confié a él en primer lugar.

– Uno más entre vuestros muchos errores, querida.

¡Ya le daré yo errores cuando pueda volver a mover el brazo de la espada! ¡Los dos cabrones hablando como si yo no estuviera aquí!

– Entonces, vienes a reclamar tu lugar legítimo, ¿no es así? -dice la reina.

– Efectivamente. Y en el nanosegundo preciso, por lo que puedo apreciar; parece que las cosas se han descontrolado un poco bajo vuestro mando.

– Bueno, tú me enseñaste todo lo que sé.

– Sí, querida, pero afortunadamente, no os enseñé todo lo que yo sé.

(Y yo pienso: joder, venga, esto está fatal, vamos a hacer algo ya de una puta vez).

– ¿Qué es lo que piensas hacer? -dice la reina con una voz que parecía que iba a ponerse a llorar de un momento a otro.

– Deshacerme de esta reserva de animales escaleras abajo, en primer lugar. ¿Y vos?

– Ya sabes cómo me gano el sustento. Las damas los excitan y luego yo… los ordeño.

– Podríais haber elegido sementales más jóvenes.

– Ninguno tiene más de veinte años, en realidad. Lo que ocurre es que el proceso los deja secos.

– Y la espada de mi amigo todavía más.

– Bueno, no se puede tener todo -dice la reina, y parece un poco triste y se seca una lágrima de la cara y eso, y yo sigo ahí como un pasmarote sin poder moverme y pensando pobre tía y ¿qué coño pasa aquí?, cuando de repente la tía se levanta de la silla y viene hacia mí como un murciélago y eso, con la bola apuntando directa al familiar.

Casi me cago del susto, pero el familiar salió de mi hombro y fue directo a la cara de la reina y la pegó fuerte y la sentó otra vez en la silla y eso. El bicho no se despegaba de su cara y se le cayó la bola y probó a intentar despegarlo, chillando, arañándolo y dándole leches y eso.

Menuda suerte que tuve. Por fin el bicho se había quitado de mi hombro. Los miré mientras peleaban y luego quería cogerla bola de la reina, pero quemaba un huevo, así que me fui hacia las escaleras y de repente una explosión de la hostia me echó para atrás y lo dejó todo hecho polvo. Joder, menos mal que no me había dado ningún golpe con nada, pero ahora las escaleras ya no estaban y todo se había quedado al aire libre y eso, como si todo hubiera desaparecido, y ni rastro de la reina y del familiar. Cabrones.

No encontré el maldito oro. Me tiré a las mujeres aquellas y me largué. Menuda pérdida de tiempo, pero por lo menos me quité al puto familiar de encima y eso, pero no he vuelto a tener tanta suerte y a veces echo en falta al tonto ese, pero da igual. Soy un puto caballero de la espada.


No, no, no, no, era mucho peor que todo aquello (el futuro, el presente, el despertar frente a la pálida luz gris que atraviesa las cortinas, con los ojos legañosos, un nauseabundo sabor de boca y un terrible dolor de cabeza). Yo estaba allí. Aquel era yo, y deseaba a aquellas mujeres mutiladas. Me excitaban y las violé. Para el bárbaro, eso no significaba nada, menos que una mancha de sangre en su espada, pero yo ansiaba poseerlas y las hice mías. Me ahogo en mi propia repugnancia. Dios mío, es preferible la ausencia de deseo que la excitación provocada por la mutilación, el desamparo y la violación.

Salgo a trompicones de la cama, tengo una jaqueca horrible y me mareo. Un sudor frío emana de mi piel como aceite sucio y me duelen todos los huesos. Descorro las cortinas.

Hay muchas nubes bajas. El puente (en este nivel) está envuelto en una inmensa masa gris.

Dentro, enciendo todas las luces, el fuego y el televisor. El hombre postrado en la cama de hospital está rodeado de enfermeras. Su pálido rostro no demuestra sensación alguna, pero yo sé que siente dolor. Oigo mi propio lamento y desconecto el aparato. El dolor de mi pecho viene y va a un ritmo regular, con insistencia, sin descanso.

Voy dando tumbos, como un borracho, hasta el cuarto de baño. Aquí, todo es blanco y matemático, sin ventanas que muestren la niebla húmeda que hay en el exterior. Puedo cerrar la puerta, encender más luces y rodearme de reflejos precisos y superficies duras. Abro el grifo de la bañera y me quedo mirando mi imagen en el espejo durante un buen rato. Al cabo de un momento, es como si todo se volviese oscuro de nuevo, como si el mundo a mi alrededor se desvaneciese. Los ojos, según recuerdo, solo ven mediante el movimiento; unas vibraciones minúsculas los agitan de forma que la imagen apreciada cobra vida; si se paralizan los músculos oculares, o se fija algo a la córnea de forma que el objeto fijado se desplace con el ojo, la visión desaparece…

Sé que sé todo eso. Lo aprendí una vez, en algún lugar, pero no sé dónde ni cuándo. Mi memoria es un páramo inundado y yo me encuentro en un acantilado estrecho, mirando lo que en otros tiempos era un paisaje de llanuras fértiles y valles escarpados. Ahora solo se aprecia la superficie uniforme del agua, y algunas islas que fueron montañas; recortes producidos por la tectónica insondable de la mente.

Me despierto de mi pequeño trance para descubrir que mi imagen ha desaparecido; el agua corriente es muy caliente y el vapor que se arremolina frente al espejo se ha condensado en su fría superficie, enmascarándola, cubriéndola, borrándome de ella.


Vestido y aseado de forma impecable, bien desayunado y habiendo comprobado -casi con sorpresa- que la consulta del doctor sigue donde ayer y que mi cita no ha sido cancelada ni aplazada («Buenos días, señor Orr, qué alegría verlo. Por supuesto que el doctor se encuentra aquí. ¿Desea una taza de té?»), me siento en el despacho del médico, preparado para las preguntas de mi mentor.

Mientras desayunaba, he decidido que mentiré sobre mis sueños. Después de todo, si he podido inventarme los dos primeros, puedo hacer lo mismo con los sucesivos. Diré al doctor que esta noche no he soñado, e improvisaré el presunto sueño del día anterior. Ni que decir tiene que de ningún modo le explicaré lo que he soñado en realidad. Una cosa es el análisis y otra, muy distinta, la vergüenza.

El doctor, vestido con su atuendo gris habitual, y con esquirlas de hielo en la mirada, me observa expectante.

– Bien -empiezo con un tono como de disculpa-, tengo tres sueños. O un sueño con tres partes.

– Ajá. Bien, adelante -responde el doctor asintiendo y anotando algo en su bloc.

– El primero es muy breve. Me encuentro en una mansión grande y lujosa, mirando una pared negra del final de un pasillo oscuro. Todo el entorno es monocromo. De un lateral sale un hombre; anda lentamente y con pasos pesados. Es calvo y sus mejillas están sonrosadas. No oigo ningún sonido. Camina de izquierda a derecha, pero cuando pasa por el punto que yo estoy mirando, me percato de que la pared más lejana en realidad es un espejo enorme, y de que su imagen se repite una y otra vez gracias a otro espejo que debe estar frente al primero, por detrás de mí. Así, puedo ver a todos esos hombres gruesos en una gran fila, caminando con un compás perfecto, más que digno de cualquier formación de soldados… -Miro al doctor a los ojos. Tomo aliento-. Lo más curioso -prosigo- es que el reflejo más cercano al hombre, el primero, no mimetiza sus movimientos; durante un segundo, solo un instante, se vuelve y lo mira, sin perder el paso, moviendo únicamente los brazos, llevándoselos a la cabeza de esta forma -muestro la pose al doctor- y extendiéndolos, para llevarlos inmediatamente a la posición normal. El hombre auténtico, el original, no se da cuenta de nada de lo que ha sucedido. Y… bueno, eso es todo.

El doctor frunce los labios y chasquea sus gruesos dedos.

– ¿También se identificó con el hombre del mar en algún momento? Igual que se sintió como el hombre que observaba desde la orilla, ¿en algún punto tuvo la sensación de ser el otro? Después de todo, ¿cuál de ellos era más real? El hombre de la playa parece haber desaparecido en un momento concreto; el hombre del látigo con cadenas dejó de verlo. En fin; no responda ahora, piense en ello, y en que el hombre que era usted no tenía sombra. Continúe, por favor. ¿Cuál es su siguiente sueño?

Miro al doctor Joyce con la boca abierta. No doy crédito.

¿Qué es lo que acaba de decir? ¿He oído lo que creo haber oído? ¿Qué es lo que le he contado? Dios mío, esto es todavía peor que lo de anoche. Estoy soñando y usted forma parte de mi sueño.

– ¿Cómo…? Perdone, ¿qué…? ¿C-c-cómo ha podido…?

– ¿Discúlpeme? -el doctor parece atónito.

– Lo que acaba de decir… -balbuceo.

– Lo siento -apunta el doctor Joyce mientras se quita la gafas-, pero no sé a qué se refiere. Lo único que he dicho ha sido «continúe, por favor».

Dios mío, ¿acaso aún estoy dormido? No, no, definitivamente no. Resulta impensable pretender que esto sea un sueño. Vamos, adelante, seguro que se trata de un desfase temporal; todavía tengo algo de fiebre, eso es todo. Seguro que es eso. Tengo la mente algo obnubilada, pero no debo permitir que eso me inquiete. El espectáculo debe continuar.

– Sí, sí. Lo siento muchísimo. Es que hoy no estoy muy concentrado. He dormido mal esta noche; posiblemente por eso no he tenido ningún sueño -afirmo y sonrío intentando aparentar normalidad.

– Por supuesto -responde el doctor, poniéndose de nuevo las gafas-. ¿Se siente bien para continuar?

– Sí, sí, claro.

– De acuerdo. -El doctor sonríe con un toque de artificialidad, como un hombre probándose una corbata chillona que sabe que no le sienta bien-. Por favor, prosiga cuando esté listo.

No tengo elección. Ya le he dicho que eran tres sueños.

– En mi siguiente sueño, también en monocromo, estoy observando a una pareja en un jardín, tal vez un laberinto. Están sentados en un banco, besándose. Detrás de ellos hay un seto, y una estatua de… bueno, una estatua, una escultura sobre un pedestal cercano. La mujer es joven, atractiva, y el hombre -que lleva un traje elegante- es mayor que ella y tiene un aire distinguido. Se abrazan apasionadamente.

He evitado mirar al doctor a los ojos; recuperar el temple y enfrentarme a su mirada requiere una considerable dosis de voluntad.

– Entonces, aparece un sirviente -continúo-, un mayordomo o un lacayo, que dice algo así como «su excelentísima, llaman de la Embajada», mientras el hombre mayor distinguido y la joven miran a su alrededor. La mujer se levanta del banco, se alisa el vestido y dice algo así como «maldita sea. El deber me llama. Lo siento, cariño», y se marcha tras el sirviente. El hombre mayor, frustrado, se acerca a la estatua, se queda mirando uno de los pies de mármol de la figura y saca un martillo enorme que estrella contra el dedo gordo de la escultura.

El doctor Joyce asiente, toma algunos apuntes y dice: -Me interesaría saber qué cree que significa el dialecto. Pero, siga, siga.

Trago saliva. En mis oídos, resuena un extraño zumbido.

– El último sueño, o la tercera parte del sueño, tiene lugar durante el día, en las escarpas que dan a un río en un hermoso valle. Un niño está sentado comiendo un trozo de pan, junto a otros niños y una bella profesora… Están todos comiendo, creo, y detrás tienen una cueva… No, no hay ninguna cueva… Bueno, el niño tiene un bocadillo en la mano y yo lo estoy mirando de cerca. De pronto, aparece una gran salpicadura roja en el sándwich, y luego otra. El niño mira hacia arriba, perplejo, para ver una mano en el saliente de la escarpa, sosteniendo una botella de salsa de tomate que va vertiendo sobre el pan del niño. Es todo.

¿Y ahora qué?

– Mmm… -empieza el doctor-. ¿Fue un sueño húmedo?

Lo miro de nuevo. La pregunta es suficientemente reveladora y, por descontado, todo lo que se dice aquí es completamente confidencial. Me aclaro la garganta antes de responder:

– No. No lo fue.

– Ya veo -prosigue el doctor, que se toma un rato para anotar media página de impecables notas microscópicas. Me tiemblan las manos. Estoy sudando.

– Bien -dice el doctor-, parece que hemos llegado a un… fulcro, ¿no cree?

¿Un fulcro? ¿Qué querrá decir?

– No sé de qué está hablando -respondo.

– Tenemos que pasar a otra fase del tratamiento -aclara el doctor Joyce. No me gusta cómo suenan sus palabras.

El doctor suspira de una forma profesionalmente calculada.

– Aunque pienso que podríamos tener una… una buena cantidad de material -vuelve atrás en el bloc y consulta algunos apuntes-, no creo que vayamos a acercarnos al núcleo del problema. Estamos dando vueltas en círculo a su alrededor, eso es todo. ¿Sabe?, si pensamos en la mente humana como en un castillo…

Vaya, mi doctor cree en las metáforas.

– … lo único que ha hecho en las últimas sesiones ha sido llevarme en una visita guiada alrededor del mismo. Atención, no estoy diciendo que intente decepcionarme de forma deliberada, estoy seguro de que quiere ayudarse a sí mismo tanto como yo quiero ayudarlo a usted, y posiblemente usted piense que estamos avanzando, pero, según mi experiencia, puedo asegurarle que no vamos a ninguna parte, John.

– Ah. -No se puede sacar más jugo de la comparación con el castillo-. Y ahora, ¿qué? Siento mucho no haber…

– Oh, no tiene que disculparse por nada, John -asegura el doctor Joyce-, pero pienso que necesitamos utilizar una técnica nueva con su caso.

– ¿Qué nueva técnica?

– La hipnosis -revela el doctor con una sonrisa entre triunfal y condescendiente-. Es la única forma de adentrarnos en el castillo. Pero no se preocupe, que no será difícil, lo hará usted muy bien -añade al ver mi expresión sombría.

– ¿En serio? -pregunto, algo incrédulo-, bueno…

– Es posible que sea la única forma de avanzar -asiente el doctor. ¿La única forma de avanzar? Y yo que pensaba que de lo que se trataba era de retroceder…

– ¿Está seguro? -Tengo que pensarlo. ¿Hasta dónde quiere llegar el doctor Joyce? ¿Qué es lo que espera de mí?

– Segurísimo -contesta el doctor-. Completamente seguro.

¡Menudo énfasis!

Jugueteo nervioso con mi brazalete. Voy a tener que pedirle que me deje un tiempo para pensarlo.

– Pero tal vez necesite pensarlo un poco -se adelanta el doctor Joyce, sin conseguir aliviarme-. Además, tengo una reunión en media hora -añade mientras consulta su reloj de bolsillo-, y me gustaría programar su visita sin restricciones, con lo que tal vez ahora no es el momento adecuado. -Empieza a recoger, guarda el bloc en el cajón de su escritorio y comprueba que su lápiz plateado está convenientemente introducido en su bolsillo. Se quita las gafas y las limpia con un pañuelo-. Usted tiene unos sueños excepcionalmente intensos y… coherentes. Una notoria fertilidad mental.

¿Me lo parece a mí, o le brillan los ojos?

– Eso es muy amable, viniendo de usted, doctor -le digo.

El doctor se toma uno o dos segundos para digerir lo que he dicho y luego esboza una sonrisa. Me dispongo a marcharme, comentando con el médico lo molesta que resulta la niebla. Me someto a la ceremonia inane e impecable de ofrecimiento de té o café por parte del recepcionista, ya que al menos no me provocará efectos psicológicos nocivos.

Cuando salgo, me encuentro con el señor Berkeley y su policía. El aliento le huele a bolas de naftalina. Supongo que en este caso cree ser una cómoda o una cajonera.


Camino por Keithing Road, a través de la nube de niebla que nos ha inundado. Las calles se han transformado en túneles entre la bruma; las luces de las tiendas y las cafeterías emiten un resplandor borroso sobre la gente que surge de la niebla como pálidos fantasmas.

Tras de mí, se oye el sonido de los trenes. Cada cierto tiempo, una nube gruesa de humo ferroviario se eleva de la plataforma, como un coágulo de niebla. Los trenes aúllan como almas perdidas, con un llanto angustioso que la mente no puede evitar interpretar a su manera; tal vez los silbatos fueron diseñados con el propósito de inspirar acordes animales. Desde el agua, ahora invisible, a cientos de metros hacia abajo, se oyen las sirenas de los barcos en coros aún más lastimeros, como si cualquier sitio en donde sonasen fuese el escenario de un naufragio terrible y llorasen por los navegantes ahogados en el desastre.

Uno de esos taxis propulsados por muchachos aparece con furia de entre la niebla y advierte de su llegada mediante las bocinas de los zapatos del conductor. Transporta a una mujer joven. Me vuelvo instintivamente a mirarla y veo un rostro blanco con una melena negra dentro del vehículo, ataviada con ropas igualmente oscuras. Pasa por delante de mí a toda velocidad (y juraría que me devuelve la mirada) y me deja una tenue luz roja que se abre paso entre la niebla desde la parte trasera del taxi. Entonces, se oye un grito -al tiempo que la pálida luz se desvanece y desaparece- y el sonido de las agudas bocinas de los talones se ralentiza hasta detenerse por completo. Camino en la dirección del vehículo hasta alcanzarlo. El rostro blanco, brillante entre la niebla, dirige la mirada hacia mí a través del palio.

– ¡Señor Orr!

– Señorita Arrol.

– ¡Qué sorpresa! Parece que vamos en la misma dirección.

– Y con prisa -añado. Me quedo de pie junto al vehículo de dos ruedas. El conductor me mira, jadeante, con gotas de transpiración rodando por su piel. Tengo a una sonrojada Abberlaine Arrol en primer plano. Siento un extraño placer al ver que sus arruguitas siguen bajo sus ojos; tal vez sean permanentes, o quizá haya pasado otra noche loca por ahí. Puede que en estos momentos se dirija a su casa…, pero no; la gente tiene un aspecto por la mañana y otro por la noche, y la hija del ingeniero Arrol rezuma frescura por todos los poros de su piel.

– ¿Quiere que lo acerque a algún sitio?

– Muy agradecido… y encantado de verla -le digo mientras ejecuto una versión abreviada de una de sus exageradas reverencias. Se echa a reír, con una risa profunda y algo masculina. El chico que conduce el taxi nos observa con fastidio y mira su reloj con ademán ostentoso.

– Es usted muy amable, señor Orr -dice la señorita Arrol, asintiendo-. Suba al taxi, por favor.

– Encantado -acepto, desarmado. Me subo al vehículo. La señorita Arrol, ataviada con unas botas, una falda pantalón y una chaqueta oscura, me hace sitio en el asiento. El conductor hace sonar un bocinazo y empieza a hablar y a gesticular efusivamente. Abberlaine Arrol le responde en su idioma, con ademanes conciliadores. El chico suelta el manillar con otro bocinazo y se dirige a un café al otro lado de la calle.

– Ha ido a buscar a otro chico -aclara la señorita Arrol-. Lo necesitará para mantener la misma velocidad con dos pasajeros.

– ¿Es seguro este transporte cuando hay tanta niebla? -Puedo sentir cómo se filtra por mi abrigo el calor del banco acolchado antes ocupado por ella.

– Claro que no -afirma Abberlaine Arrol. Sus ojos, más verdes que grises bajo esta luz, se entornan, lo mismo que su boca-. Forma parte de la diversión.

El chico regresa con un compañero, sujetan un asa del manillar cada uno y, con una sacudida, emprendemos la marcha entre la niebla.

– ¿Estaba dando un paseo, señor Orr?

– No. Vuelvo de una visita con el doctor.

– ¿Cómo van sus progresos?

– Son algo irregulares -confieso-. Ahora mi médico quiere someterme a hipnosis. Lo cierto es que estoy empezando a cuestionar la utilidad de mi tratamiento, si es que se lo puede llamar así.

La señorita Arrol me mira los labios mientras hablo; un gesto entrañable, pero curiosamente inquietante. Esboza una gran sonrisa y mira hacia delante, a los dos jóvenes conductores abriéndose paso entre la niebla, dispersando a los transeúntes a un lado y al otro.

– Tiene que tener fe, señor Orr -asegura.

– Mmm… -murmuro mientras también observo nuestro precipitado avance a través de la nube gris-. Creo que debería optar por llevar a cabo mis propias investigaciones.

– ¿Sus propias investigaciones, señor Orr?

– Efectivamente. Supongo que nunca ha oído hablar de la Biblioteca de Archivos y Material Histórico de la Tercera Ciudad, ¿me equivoco?

– No. Lo siento -niega con la cabeza.

Los conductores profieren un grito. Por apenas un palmo, esquivamos a un anciano que se encuentra en medio de la calle. Con la sacudida del vehículo, mi cuerpo se precipita sobre el de la señorita Arrol.

– La mayoría de personas a las que he preguntado no la conoce. Y quienes han oído hablar de ella, no saben dónde está.

La señorita Arrol se encoge de hombros, sin dejar de mirar entre la niebla con los ojos entornados.

– Esas cosas pasan -añade con cierta solemnidad. Me mira de nuevo-. ¿Es ese el límite de sus investigaciones, señor Orr?

– No. Me gustaría saber más sobre el Reino y la Ciudad, sobre lo que hay más allá del puente. -Observo su rostro, esperando alguna reacción por su parte, pero ella parece muy concentrada en la niebla y en la calle por la que circulamos-. Pero, posiblemente, eso me obligaría a viajar -prosigo- y sufro bastantes restricciones a ese efecto.

– Bueno. -Se vuelve hacia mí, arqueando las cejas-. Yo he viajado bastante. Tal vez…

– ¡Abran paso! -grita uno de los chicos que conducen el taxi. La señorita Arrol y yo miramos al frente a la vez, y vemos un palanquín justo delante, aparcado en pleno centro de la plataforma de la calle que transitamos. Dos hombres sostienen una de sus varas rotas y se lanzan a un lado de la calle mientras nuestros chicos intentan frenar, pero ya estamos demasiado cerca. Ellos esquivan el palanquín y el vehículo empieza a inclinarse. La señorita Arrol me protege con un brazo en el pecho y yo miro al frente como un estúpido, mientras nuestro taxi derrapa, vibra, chirría y vuelca junto al palanquín. Su cuerpo sale despedido contra el mío y el lateral del techo del taxi me golpea en la cabeza. La niebla se espesa durante un momento, y luego todo se desvanece.

– ¿Señor Orr? ¿Señor Orr?

Abro los ojos. Estoy tumbado en el suelo. Todo es gris y extraño, y una multitud se agolpa a mi alrededor y no deja de mirarme. Una joven de pelo largo y oscuro, de pálido rostro y ojos caídos, está de pie junto a mí.

– Señor Orr…

Oigo el sonido de unas naves aéreas. Oigo el zumbido de los aviones que sobrevuelan la bruma marítima. Inmóvil, escucho (intentando determinar sin éxito) hacia qué dirección vuelan (me siento frustrado, así que debe de tratarse de algo importante).

– ¿Señor Orr?

El ruido de los motores se desvanece. Decido esperar a que las manchas débiles de sus señales de humo aparezcan entre la niebla fantasmal.

– ¿Señor Orr?

– ¿Sí? -estoy mareado, y mis oídos también emiten su propio sonido, similar al de una catarata.

La niebla es espesa y las luces tintinean como trazos de un lápiz sobre una página gris. Hay un palanquín destrozado y un taxi propulsado a pie en medio de la calle. Dos chicos jóvenes y dos hombres mantienen una discusión acalorada. La joven, que se ha arrodillado junto a mí, es bella, aunque un hilo de sangre cae bajo su nariz, y su mejilla izquierda está manchada, posiblemente por haberse frotado con el puño. Una sensación de calor, como una cálida luz roja entre la niebla, me aborda desde mi propio interior cuando me doy cuenta de que conozco a la joven mujer.

– Ay, señor Orr, cuánto lo siento, ¿se encuentra bien? -se sorbe la nariz, se limpia la sangre, y sus ojos brillan entre la confusa luz, pero no parecen lágrimas. Su nombre es Abberlaine Arrol, ahora lo recuerdo. Pensaba que había más personas agrupadas junto a mí, pero no hay nadie. Solamente ella. Entre la niebla, veo cómo la gente mira con curiosidad los vehículos accidentados.

– Estoy bien. Perfectamente -respondo mientras me incorporo para sentarme.

– ¿Está seguro? -La señorita Arrol se agacha frente a mí. Asiento, mientras me palpo una sien dolorida. Parece que tengo un golpe, pero no sangro.

– Sí, estoy seguro -afirmo. En realidad, siento que todo lo que me rodea se encuentra algo distante, pero ya no estoy mareado. Incluso tengo el aplomo mental para buscar mi pañuelo en el bolsillo y ofrecérselo a la señorita Arrol. Lo acepta y se limpia la sangre de la nariz.

– Gracias, señor Orr -dice. Los cuatro conductores de los dos vehículos se están gritando e insultando. Otras personas se añaden a la comitiva. A duras penas, me levanto como puedo, ayudado por la chica.

– En serio, estoy bien -aseguro. El zumbido de mis oídos se desvanece gradualmente.

Caminamos hacia donde se encuentran los dos vehículos accidentados. Ella me mira y me dice a través del pañuelo:

– Supongo que el golpe en la cabeza no le ha hecho recuperar la memoria, ¿verdad? -Su voz suena nasal, como si estuviera resfriada. Su mirada tiene un aire malicioso. Mientras la señorita Arrol rescata un pequeño maletín de piel del interior de nuestro vehículo y limpia los restos de polvo, niego con la cabeza.

– No -respondo, tras pensar durante unos segundos (no debería haberme sorprendido en absoluto descubrir que aún recordaba menos que antes)-. ¿Y usted cómo está? Su nariz…

– Sangra con relativa facilidad -contesta-. No la tengo rota. En todo caso, tendré algunas magulladuras. -Empieza a toser y a emitir unos extraños sonidos y me doy cuenta de que, en realidad, se está riendo. Niega violentamente con la cabeza-. Lo siento, señor Orr. Ha sido todo culpa mía. Es mi pasión por la velocidad. -Me muestra el maletín-. Mi padre, que está en la próxima sección, necesita estos planos y me pareció una buena excusa. Hubiera llegado antes en tren, pero… Mire, debo marcharme urgentemente. Si está seguro de encontrarse bien, tomaré un ascensor y un tren desde aquí. Usted debería sentarse. Aquí arriba hay un bar, le invitaré a un café.

Intento protestar, pero mi vulnerabilidad me vence y me dirijo, escoltado, hasta el bar. Fuera, la señorita Arrol discute acaloradamente con los conductores de ambos vehículos durante un minuto más o menos, y seguidamente detiene otro taxi. Cruza unas palabras con el chico que lo conduce y después vuelve conmigo al bar, donde ya estoy disfrutando de mi café.

– Solucionado. Ya tengo otro taxi -me dice con la respiración entrecortada-. Debo irme -separa el pañuelo manchado de su nariz, lo mira, sorbe experimentalmente y lo guarda en su bolsillo-. Se lo devolveré. ¿Está seguro de que se encuentra bien?

– Sí.

– Bien. Adiós. De verdad que lo siento. Cuídese. -Se aleja, saludando con la mano. Una vez fuera, chasquea los dedos para avisar al chico del taxi, hace otro aspaviento, y se aleja entre la niebla.

El camarero se acerca para volver a llenarme la taza de café.

– Esta juventud… -dice, sonriendo y negando con la cabeza. Ni que me hubieran declarado ciudadano honorífico por veteranía… (aunque, viendo mi imagen en un espejo del bar, se entiende). Estoy a punto de responder cuando las bocinas estridentes de un taxi propulsado por un chico nos obligan a mirar al exterior. El nuevo vehículo de la señorita Arrol reaparece, derrapa y se detiene justo frente a la puerta del bar. Ella asoma la cabeza.

– ¡Señor Orr! -exclama. Le hago un gesto con el brazo mientras observo la cara de circunstancias de su nuevo chófer. Los dos anteriores, así como los portadores del palanquín, la miran sin dar crédito-. ¡Debemos hablar sobre mis viajes! Seguiremos en contacto, ¿de acuerdo?

Asiento con la cabeza. Parece satisfecha. Esconde de nuevo la cabeza en el taxi y chasquea los dedos. Tras una sacudida, el vehículo se aleja definitivamente. El camarero y yo nos miramos.

– Dios debió de estornudar al darle la vida -comenta. Asiento y tomo un sorbo de café, para mostrar que no me apetece entablar conversación. El hombre se marcha a fregar vasos.

Estudio el pálido rostro del espejo, por encima de una fila de vasos y por debajo de otra de botellas. ¿Debo someterme a hipnosis? Creo que ya estoy hipnotizado.


Me recupero durante un rato más en el bar. Los conductores de los vehículos siniestrados se marchan por fin, arrastrando lo que queda de sus automóviles. La niebla se torna aún más espesa, si cabe. Me marcho del bar y tomo un ascensor, un tren y otro ascensor hasta casa. En la puerta, hay un paquete esperándome.

El ingeniero Bouch me ha devuelto el sombrero, junto con una nota con disculpas tan variadas como poco originales, y con mi nombre mal escrito: «Or».

El sombrero está como nuevo. Se nota que ha sido limpiado y arreglado por unas manos expertas; cuando lo llevé al Dissy Pitton's no olía tan bien ni gozaba de aspecto tan impecable. Lo saco afuera y lo lanzo desde el balcón. Desaparece entre la niebla siguiendo una curva descendente, rápido y silencioso, como si se hubiera embarcado en una importante misión en las aguas grises del profundo mar invisible.


Triásico


No tendría que estar aquí. No. Podría estar en cualquier sitio si me diera la gana.

Aquí en mi cabeza, en mi cerebro, en mi cráneo (y todo parece tan ob…)

no (no, porque «todo parece tan obvio» es un tópico y yo siento hacia los tópicos una repugnancia arraigada, intrínseca e indignante (y hacia los trópicos, y hacia los trompicones). En realidad, se trata de tirar desde un punto y eso (algo matemáticamente imposible, porque si tiramos de un punto creamos una línea, en cuyo caso, ya no existe el puto punto, ¿no es cierto). Lo que quiero decir es: ¿cuál es el dichoso punto? ¿Dónde estaba? (Cómo agobian las luces y los tubos, y que te den la vuelta, y que te pinchen. Es como para perder la concentración y eso).

Rebobinando y volviendo atrás, era el

problema de identidad mente/cerebro). ¡Aja! No hay problema (buf, menos mal), no hay problema porque son exactamente lo mismo y completamente diferentes. O sea, que si la cabeza no está en el puto cráneo y eso, ¿entonces dónde cono está? ¿O es que eres uno de esos religiosos idiotas?

(Pausadamente): No, señor.

Definitivamente y absolutamente no, señor. ¿Ves la trinchera?

El tema de tirar de un punto era cien por cien válido, tanto que estoy tremendamente orgulloso de ello. Siento ser tan malhablado, pero me encuentro bajo una terrible presión en estos momentos (soy el la mermelada del bocata/soy la arena en un bocata de mermelada). No estoy bien, puedo demostrarlo. Que me dejen rebobinar hasta aquí…

Al hospital a toda velocidad, con las luces encima. Grandes y potentes luces blancas en el cielo; operativo de urgencias, situación crítica, bla, bla, bla (que le den por culo al tío, siempre he estado en situación crítica), situación estable (ya está bien, las cosas me iban bien desde hacía poco y eso), cómodo (qué coño voy a estar cómodo, ¿quién va a estar cómodo así?). Ya hemos rebobinado, ahora volvamos hacia delante de nuevo…

Oye, tío, tú no quieres escuchar mis problemas y eso (y yo no quiero escuchar los tuyos), qué tal si te presento a mi amigo, un viejo colega de hace tiempo y eso, y podrías darle

Capital Fantasma.

Buen chico. Como decía, nos conocemos de hace tiempo y eso, y quiero que le des un

Capital Fantasma. Ciudad de…

Va, va, va. En marcha.

… cabrón.


Capital Fantasma. Ciudad de variopintos semblantes, lugar gris de ruinas y senderos, edificios nuevos y antiguos alternados entre el río y las colinas, con su propio tocón de piedra, una proporción helada de materia antigua fracturada que le producía auténtica fascinación.

Se instaló en Sciennes Road sin conocer el lugar, solo porque le gustaba el nombre. Era un sitio cómodo, tanto para acceder a la Universidad como al Centro, y si apretaba el rostro contra la ventana de su helada habitación, podía ver el filo de los Peñascos, ondulaciones grisáceas sobre los tejados de pizarra y el humo de la ciudad.

Nunca olvidaría lo que sintió aquel primer año, aquella sensación de libertad que le produjo su libre albedrío. Estaba solo, tenía su propia habitación por primera vez, su propio dinero para gastar como quisiera, sus propias compras que realizar, sus propias decisiones que tomar y sus propios lugares por visitar. Era una sensación sublime y gloriosa.

Su hogar se encontraba al oeste del país, en un centro industrial en decadencia, descuidado, sin energía y en peligro de extinción. Allí había vivido con su padre, su madre y sus hermanos y hermanas, en una vieja casa emplazada en una finca bajo las colinas, cuyas únicas vistas eran el humo de las fábricas y las chimeneas de los talleres ferroviarios donde trabajaba su padre.

Su padre tenía palomas en un almacén situado sobre terreno baldío. Al menos había una docena de almacenes en la extensión yerma, todos altos y sin orden ni disposición. Estaban hechos de acero laminado y pintados en negro mate. Casi todos los veranos, cuando iba a ayudar a su padre o a observar a las palomas, la temperatura interior del almacén era extremadamente alta, y él se sentía allí como en otro mundo, oscuro y de fuertes olores.

Su rendimiento en la escuela fue bueno, aunque, naturalmente, se decía que podía haber sido mucho mejor. Fue el primero en Historia, porque quiso, y ya tuvo suficiente. Se ponía las pilas cuando era necesario y, sobre todo, si era necesario. En su tiempo libre leía, jugaba, dibujaba y veía la televisión.

Su padre sufrió un accidente laboral y se vio obligado a permanecer en cama durante un año y medio. Su madre tuvo que empezar a trabajar en la fábrica de tabaco (sus hermanos y hermanas eran lo suficientemente mayores como para cuidar unos de otros). Su padre se recuperó y volvió a ser, guardando ciertas distancias, el hombre que había sido -tal vez algo más propenso a enfadarse- y su madre pasó a trabajar media jornada hasta que la despidieron por reducción de plantilla al cabo de unos años.

A él le gustaba su padre hasta que empezó a avergonzarse ligeramente de él, al tiempo que se avergonzaba ligeramente de toda su familia. Su padre vivía para el fútbol y para cobrar la nómina. Escuchaba viejos discos de Harry Lauder y de música de gaita, y sabía recitar de memoria una cincuentena de los poemas más conocidos de Burns. Naturalmente, era un acérrimo simpatizante de los laboristas, siempre fiel pero cauto, siempre preparado para las mentiras, las chapuzas y las traiciones. Mantenía que jamás había bebido un trago en compañía de algún tory, con la posible excepción de algunos publicanos que esperaba, por el bien de la causa socialista, que fueran conservadores (o también liberales, a quienes consideraba honrados, desorientados y relativamente inofensivos). Un hombre entre hombres; un hombre que nunca huía de una pelea ni abandonaba a un compañero de trabajo que necesitase una mano, un hombre que nunca dejaba de vitorear un gol, ni de abuchear una falta. Un hombre que nunca dejaba una pinta de cerveza a medias.

Su madre era como una sombra en comparación con su padre. Siempre estaba dispuesta cuando la necesitaba, para lavarle la ropa, para peinarlo, para comprarle cosas y para curarlo si se hacía alguna herida, pero él nunca la conoció realmente como persona.

Se llevaba bien con sus hermanos y sus hermanas, aunque eran bastante mayores que él (hacía solo unos años que había descubierto que él fue «un despiste»), y ya parecían adultos cuando él alcanzó la edad suficiente como para interesarse realmente por ellos. Lo mimaban, lo toleraban o lo vejaban en función de cómo se sentían ellos mismos. Él no se consideraba bien tratado y envidiaba a los miembros de familias menos numerosas que la suya, pero poco a poco llegó a comprender que lo habían mimado y consentido más que atormentado y culpado. Al fin y al cabo, él también era su niño y también era especial para ellos. Siempre mostraban una gran admiración cuando él contestaba a las preguntas de los concursos de televisión antes que los participantes, y estaban orgullosos -y algo sorprendidos- de que leyese dos o tres libros de la biblioteca cada semana. Al igual que su padre y su madre, sonreían y luego fruncían el ceño cuando leían sus calificaciones escolares, ignoraban los excelentes y los notables y cuestionaban los suficientes (en Religión; menuda confusión arrastró durante años porque su padre aprobaba el ateísmo, pero no el bajo rendimiento en cualquier asignatura) y los insuficientes (odiaba al profesor de gimnasia y el sentimiento era mutuo).

Todos fueron marchándose, cada uno a su manera. Las chicas se casaron, Sammy se alistó en el ejército, Jimmy emigró… Morag fue la más afortunada, según él, porque contrajo matrimonio con un jefe de ventas de material de oficina de Bearsden. Él fue perdiendo progresivamente el contacto con todos ellos, pero nunca olvidó el tinte de orgullo casi respetuoso que impregnó todas sus felicitaciones -por teléfono, por correo y algunas incluso en persona- cuando lo aceptaron en la universidad, a pesar de la sorpresa de todos ante su elección de Geología en lugar de Historia o Literatura.

Pero, aquel año, la gran ciudad lo era todo para él. Adiós al centro neurálgico, a Glasgow y sus tierras altas. Siempre se sentiría cercano a ellos, siempre tendría recuerdos suyos, mezclados con los de los días de infancia ya lejanos y las visitas a tías y abuelos; todo aquello era parte de él, parte de su pasado.

La vieja capital, Edimburgo, era como otro país para él; un lugar nuevo y maravilloso, el paraíso terrenal eterno, posterior a su deseo ansioso de escapar de los detalles técnicos de la inocencia infantil.

El aire era distinto, pese a encontrarse a ochenta kilómetros de casa; los días parecían más brillantes, al menos en los albores del otoño, e incluso el viento y la niebla eran factores que siempre había deseado, que siempre sobrellevaba con una especie de cuidada vanidad, como si todo aquello fuera solamente para él; una preparación o un acuerdo previo.

Exploraba la ciudad siempre que podía, a pie, en autobús, subiendo colinas, bajando escalones… siempre lo observaba y lo estudiaba todo, los edificios, su disposición y la arquitectura de la zona, con el regocijo posesivo de un señor feudal al inspeccionar sus tierras. Se ponía en pie sobre los vestigios volcánicos, con los ojos cercenados por el viento del norte, y miraba más allá de la ciudad, a través de las punzantes gotas de lluvia que empapaban los puertos y la explanada de la costa. Serpenteaba erráticamente por las calles de la parte vieja, caminaba por la limpia geometría de la parte nueva, paseaba entre la tranquila niebla del puente Dean. Descubrió el pueblo dentro de la ciudad, en su decrepitud aún no pintoresca, y deambuló por la conocida calle de las tiendas iluminada por el sol de los sábados; admiró el castillo de piedra construido sobre el núcleo del volcán extinto, así como su real sucesión de facultades universitarias y despachos, una almena incrustada de edificios a lo largo del espinazo basáltico de la colina.

Empezó a escribir poemas y letras de canciones y, en la universidad, caminaba silbando alegremente por los pasillos.

Conoció a Stewart Mackie, compañero de estudios de Geología; un joven canijo, de voz pausada y tez amarillenta, procedente de Aberdeen. Junto con él y otros amigos, decidieron que eran los Geólogos Alternativos y se denominaron a ellos mismos «los Roqueros». Bebían cerveza en los pubs de Rose Street y de la Royal Mile, fumaban hierba y algunos consumían ácido. Los grupos White Rabbit y Astronomy Dominé sonaban con fuerza en los aparatos de música y, una noche, en Trinity, él por fin perdió aquel último fantasma de la inocencia pueril con una joven enfermera del Western General, cuyo nombre ya no recordaba al día siguiente.

Conoció a Andrea Cramond una noche, tomando unas cervezas con Stewart Mackie y otros Roqueros. Los demás se marcharon, sin decirle nada, a un conocido y reputado burdel de Danube Street. Posteriormente, le aseguraron que lo habían hecho porque se habían percatado de que la chica de cabello rojizo le había echado el ojo.

Ella tenía un apartamento en Comely Bank, relativamente cerca de Queensferry Road. Andrea Cramond era del mismo Edimburgo; sus padres vivían tan solo a ochocientos metros, en una de aquellas casas altas y grandes que rodeaban Moray Place. Vestía con ropas psicodélicas, tenía los ojos verdes, unos pómulos muy marcados, un Lotus Elan, un piso de cuatro habitaciones, doscientos discos y un suministro aparentemente inagotable de dinero, encanto y energía sexual. Se enamoró de ella a primera vista.

Cuando se conocieron, hablaron de la realidad, de las enfermedades mentales (ella estaba leyendo a Laing), de la importancia de la geología (ese era él), del cine contemporáneo francés (ella), de la poesía de T. S. Eliot (ella), de la literatura en general (ella, principalmente), y de Vietnam (ambos). Ella tenía que acudir a casa de sus padres aquella noche, porque era el cumpleaños de su padre al día siguiente y en su familia seguían la tradición de iniciar las celebraciones desayunando con champán.

Una semana más tarde, tropezaron literalmente al lado de la estación de Waverley. Él iba a tomar el tren para pasar el fin de semana en casa, y ella salía a ver a unos amigos después de hacer unas compras navideñas. Se detuvieron a tomar algo y, tras varias copas, ella lo invitó a su apartamento a fumar. Llamó a un vecino para que avisase a sus padres de que se retrasaría.

Ella tenía whisky en su apartamento. Escucharon varios discos de Dylan y los Stones, se sentaron en el suelo frente a la estufa de gas mientras oscurecía fuera y, al cabo de un rato, él se encontró acariciando su melena pelirroja, y después besándola, tras lo que llamó de nuevo al vecino para decir que debía terminar un trabajo y no podría ir a casa en todo el fin de semana. Ella llamó a unos amigos que la esperaban en una fiesta para decirles que le sería imposible acudir. Pasaron el resto del fin de semana en la cama o frente a la estufa de gas.

Pasaron dos años antes de que él confesara haberla visto entre el bullicio de gente en North Bridge aquel día, cargada con sus compras, y que la había seguido y adelantado antes de tropezar deliberadamente con ella. Él había notado que ella tenía la cabeza en otro lado y no miraba a su alrededor, y le dio vergüenza pararla con algún pretexto. Cuando oyó la historia, ella se echó a reír.

Bebían, fumaban y follaban, y salieron un par de veces de vacaciones juntos. Ella lo llevó a museos y a galerías de arte, y le presentó a sus padres. Su padre era abogado, un hombre alto y canoso, imponente, con una voz profunda y unas gafas en forma de media luna. La madre de Andrea Cramond era más joven que su marido, con algunos cabellos blancos, muy elegante y tan alta como su hija. También tenía un hermano mayor, dedicado a la abogacía, y un círculo de amigos de su antigua escuela. Fue cuando conoció a todas aquellas personas cuando empezó a avergonzarse de sus amigos, de su pasado, de su acento occidental e incluso de algunos términos de su propio vocabulario. Todos ellos le hicieron sentirse inferior, no en lo referente al intelecto, sino a la formación y a la educación que había recibido de sus padres; poco a poco, empezó a cambiar, intentaba hallar un término medio entre todos los rasgos que quería poseer y la fidelidad a su infancia, su procedencia y sus principios, pero fiel también a su nuevo espíritu amoroso, a sus nuevas alternativas y a la posibilidad de una paz y de un mundo menos avaricioso y corrupto… y fiel sobre todo a su propia certeza fundamental sobre el conocimiento y la maleabilidad de la tierra, del medio ambiente; en última instancia, el todo.

Fue esa convicción la que no le permitió aceptar completamente cualquier otra creencia. La visión de su padre, según él percibía en aquellos momentos, era demasiado limitada, por la geografía, por la clase y por la historia. Los amigos de Andrea eran demasiado pretenciosos, y sus padres se mostraban excesivamente satisfechos de ellos mismos, y la Generación del Amor, aunque no le gustase reconocerlo, era muy ingenua para él.

Creía en la ciencia, las matemáticas y la física, en la razón y la comprensión, en la causa y el efecto. Adoraba el concepto de elegancia y la lógica transparente y objetiva del pensamiento científico, que empezaba diciendo «supongamos…», pero a continuación podía construir fundamentos seguros y hechos demostrables desde un punto de partida sin prejuicios ni restricciones. Cualquier clase de fe se iniciaba de forma imperativa con un «creamos:», y desde tal insistencia temerosa, solo se podían evocar imágenes de miedo y dominación, algo a lo que someterse, pero generado desde el sinsentido, los fantasmas y los efluvios antiguos.

Aquel primer año, tuvo que pasar por momentos difíciles. Se horrorizó de sus propios celos cuando Andrea durmió con otro y maldijo una y otra vez la educación que había recibido, según la cual un hombre debía ser celoso y una mujer no tenía derecho a tirarse a otras personas, pero un hombre sí. Consideró la posibilidad de pedirle vivir juntos (hablaron sobre el tema).

Tenía que pasar aquel verano en el oeste, trabajando para el Departamento de Limpieza Urbana, ocupado en barrer las hojas secas y las mierdas de perro de las calles. Andrea se marchó al extranjero, primero con su familia a una villa en Creta y después a visitar a unos amigos en París. Pero, a principios del curso siguiente -para sorpresa de él- retomaron su relación prácticamente donde la habían dejado.

Decidió abandonar Geología, mientras todos los demás estudiaban Literatura Inglesa o Sociología (o, al menos, esa era la impresión que él tenía), para dedicarse a algo realmente útil. Empezó un curso de Diseño de Ingeniería. Algunos de los amigos de Andrea intentaron persuadirle de matricularse en Literatura, ya que aparentemente sabía bastante sobre el tema (había aprendido a hablar de ella, pero no a disfrutarla), y porque escribía poesía. Era culpa de Andrea que todos lo supieran; él nunca había querido que le publicasen nada, pero ella encontró unos poemas en su habitación y se los mandó a un amigo que editaba una revista llamada Radical Road. Él se había sentido mitad avergonzado y mitad halagado cuando ella lo sorprendió con el ejemplar de la revista, que blandió triunfalmente frente a él, como un regalo. No; él estaba completamente decidido a hacer algo que pudiese resultar realmente útil para el mundo. Los amigos de Andrea podían burlarse lo que quisieran, pero él lo tenía clarísimo. Su amistad con Stewart Mackie continuó; en cambio, perdió el contacto con el resto de los Roqueros.

Algunos fines de semana, Andrea y él se marchaban a la segunda residencia de los padres de ella en Gullane, emplazada en las dunas de la bahía de la costa este. La casa era grande y espaciosa, y se encontraba cerca del campo de golf, orientada hacia las aguas azul grisáceo de la alejada costa de Fife. Permanecían allí todo el fin de semana y paseaban por la playa o por las dunas sobre las que, en ocasiones, hacían el amor, inmersos en su paz y tranquilidad.

A veces, cuando el día era excepcionalmente bueno y claro, caminaban directamente hasta el final de la playa y escalaban la duna más alta, porque él estaba convencido de que, desde su cima, podrían ver los tres picos del famoso Forth Bridge, que le había impresionado profundamente cuando era un niño y que tenía el mismo color -le decía siempre a ella- de sus cabellos.

Pero, por muy claro que fuese el día, nunca llegaron a verlo.


Ella se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, después de tomar un baño. Se cepilló la larga melena pelirroja. El kimono azul que llevaba reflejaba la luz del fuego, y su rostro, sus piernas y sus brazos brillaban con un tono anaranjado a juego con el de las llamas. Él estaba junto a la ventana, mirando la nebulosa noche, con las manos parapetadas a los lados de la cara y la nariz pegada al gélido cristal. Ella le preguntó:

– ¿Qué opinas?

Él permaneció en silencio durante un instante, tras lo cual se apartó de la ventana y corrió las cortinas de terciopelo marrón. Se volvió hacia ella, encogiéndose de hombros.

– La niebla es muy densa. Podríamos ir, pero no sé si es buena idea conducir. ¿Y si nos quedamos?

Ella continuó cepillándose el pelo lentamente, ladeando la cabeza para dejar colgar su melena a un lado y poder peinarla con mimo y paciencia. Él casi podía escuchar sus pensamientos. Era domingo por la noche, y debían dejar la casa de la costa para regresar a la ciudad. Aquella mañana, al despertarse, la niebla era muy espesa y llevaban todo el día esperando a que se disipase, pero hora tras hora, el tiempo no hizo sino empeorar. Ella había hablado con sus padres y, por lo visto, en la ciudad también había grandes bancos de niebla, lo mismo que en toda la costa este, según el centro de meteorología, con lo que la situación no iba a mejorar fuera de Gullane. El trayecto tenía poco más de treinta kilómetros, pero eso era un largo camino entre semejante masa de niebla. Ella odiaba conducir con mal tiempo (y él había obtenido el permiso de conducir seis meses antes, y le encantaba la velocidad). Dos de sus amigos habían sufrido accidentes de circulación aquel año. Todo había quedado en un susto, pero aun así… Él sabía que ella era supersticiosa y creía en aquello de «no hay dos sin tres». Ella no quería regresar, pese a tener tutoría a la mañana siguiente.

Las llamas crepitaban en los troncos de la chimenea.

– De acuerdo -concluyó, asintiendo lentamente-. Aunque no sé si nos queda mucha comida…

– A la mierda la comida, ¿tenemos hierba? -preguntó él mientras se sentaba junto a ella, le acariciaba el pelo y esbozaba una gran sonrisa. Ella le golpeó en la cabeza con el cepillo.

– Adicto.

Él emitió una especie de maullido y se enroscó en el suelo, frotando la cabeza contra ella. Seguidamente, dado el nulo efecto de la maniobra -ella seguía cepillándose el pelo tranquilamente-, se volvió a sentar y se apoyó en el armario. Desvió la mirada hacia el viejo tocadiscos.

– ¿Quieres que vuelva a poner Wheels of Fire?

– No… -respondió ella negando con la cabeza.

– ¿Electric Ladyland?-sugirió.

– Pon algo… antiguo -decidió ella mientras observaba el reflejo de las llamas en los pliegues de las cortinas.

– ¿Antiguo? -dijo él, fingiendo indignación.

– Sí. ¿Tenemos aquí Bringing It All Back Home?

– Ah, Dylan -respondió mientras se frotaba sus largos cabellos-. No creo que lo tengamos, pero voy a mirarlo. -Habían llevado una maleta llena de discos-. Mmm… no, no está aquí. Escoge otra opción.

– No. Elige tú. Algo antiguo. Hoy me siento nostálgica. Pon algo de los buenos tiempos -pidió entre risas.

– Estos son los buenos tiempos -apuntó él.

– No es lo que decías cuando Praga ardió y París no -repuso ella.

– Sí, ya lo sé -dijo él, suspirando mientras buscaba entre los discos.

– En realidad -añadió ella-, no es lo que decías cuando el señor Nixon salió elegido, o cuando el alcalde Daly…

– Vale, vale, de acuerdo. Venga, ¿qué quieres escuchar?

– Ay, pon Ladyland otra vez -aceptó con un suspiro de resignación. Él puso el disco en el tocadiscos-. ¿Quieres salir a cenar? -propuso.

Lo cierto es que no estaba seguro. No quería alejarse de la intimidad acogedora de la casa y le gustaba estar a solas con ella. Por otro lado, no podía permitirse salir fuera todo el tiempo y ella pagaba la mayor parte de las comidas y cenas.

– Ya nos apañamos aquí -dijo él, soplando en la aguja del brazo del tocadiscos para quitarle el polvo.

– Voy a ver qué hay en el frigorífico -decidió ella, mientras se levantaba del suelo y se estiraba el kimono-. Creo que tengo algo de hierba en el bolso.

– Ah, genial -exclamó él-. Voy a liar un cigarrillo de la risa.


Más tarde, jugaron a las cartas, después de que ella llamase a sus padres para avisarles de que regresarían al día siguiente. Tras ello, ella sacó una baraja del tarot y empezó a leerle el futuro. Ella era bastante aficionada a la astrología, al tarot y a las profecías de Nostradamus; no creía profundamente en todo aquello, aunque sentía curiosidad e interés. Pero él pensaba que eso todavía era peor que creer ciegamente en esas cosas.

Ella se enfadó con él durante la lectura, porque él se mostraba sarcástico. Guardó las cartas, muy disgustada.

– Solo quería saber cómo funciona… -intentó explicar él.

– ¿Por qué? -preguntó ella mientras se tumbaba en el sofá, recogiendo la funda de disco utilizada como tablero.

– ¿Por qué? -rió él negando con la cabeza-. Porque es la única forma de entender cualquier cosa. Para empezar, ¿funciona?, y a continuación, ¿cómo?

– Tal vez, querido -empezó ella mientras daba una calada-, no sea necesario comprenderlo todo. A lo mejor no todo tiene una explicación científica, como las ecuaciones y las fórmulas.

Volvieron una vez más al recurrido tema. Sentido emocional versus lógica. Él creía en una especie de Teoría de Campo Unificada sobre el conocimiento. Este existía para ser entendido, era un compendio de emociones, sentimientos y pensamiento racional y lógico; una entidad, con todo, dispersa en hipótesis y resultados, los cuales, no obstante, funcionaban a través de los mismos principios fundamentales. Al final, todo quedaría comprendido en una unidad, era cuestión de tiempo e investigación. Para él, todo aquello resultaba tan obvio que tenía serias dificultades para aceptar cualquier otro punto de vista.

– Si pudiera hacerlo, a cualquiera que creyese en la astrología, en la Biblia, en la fe curativa y en todas esas cosas, no le permitiría utilizar la energía eléctrica, ni conducir vehículos con motor, ni usar ningún objeto hecho de plástico. Esta gente quiere creer que el universo funciona según sus estúpidas normas, ¿no? De acuerdo, que vivan a su manera, pero ¿por qué habría que permitirles gozar de los frutos del trabajo duro de la mente humana? ¿Cosas que solo existen porque personas mejores que ellos han tenido en alguna ocasión el juicio y la voluntad de…? ¿Dejarás de reírte de mí? -la miró, para percatarse de cómo reía en silencio mientras liaba otro porro.

Ella se volvió hacia él y le extendió una mano.

– A veces eres muy divertido -le dijo, mientras él tomaba su mano y la besaba con solemnidad.

– Es para mí un honor divertirte, querida.

Él no pensaba que sus teorías fuesen divertidas. ¿Por qué se reía de él? A la larga tuvo que reconocer que no la comprendía realmente. No comprendía a las mujeres. No comprendía a los hombres. Ni siquiera comprendía muy bien a los niños. Lo único que comprendía de verdad era a él mismo y al resto del universo. No lo entendía todo, ni por completo, naturalmente, pero los comprendía a los dos lo suficientemente a fondo como para saber que lo que quedaba por descubrir tendría sentido al final; todo encajaría y se iría componiendo gradualmente y con paciencia, como un rompecabezas infinito que se va completando, sin bordes ni esquinas, y sin aparente final, pero con el objetivo de destinar un espacio concreto para cada una de sus piezas.

En una ocasión, cuando era niño, su padre lo había llevado con él a la nave ferroviaria donde trabajaba. Allí ponían a punto las locomotoras, y su padre le había enseñado las inmensas máquinas, cómo las desmontaban y las montaban, las limpiaban, las pulían y las reparaban. Él recordaba con claridad cómo había observado una prueba estática de una locomotora a velocidad máxima sobre tambores de acero, con las ruedas enormes girando difuminadas y temblorosas desde los platos metálicos, y el vapor enroscándose entre los radios estroboscópicos, cuyas juntas y barras parpadeaban en el temblor y el eco de la enorme nave. Las ráfagas de humo intermitentes emergían de la chimenea de la locomotora y se marchaban por un tubo de ventilación remachado que ascendía hasta el techo de la nave. La experiencia era terriblemente ruidosa y atronadoramente potente; indescriptiblemente intensa. Él se sentía a la vez horrorizado y maravillado, henchido de una sensación de sobrecogimiento frente al poder categórico y puro de la máquina.

Aquella potencia, aquella energía de trabajo controlada, aquel símbolo metálico de que todo podía conseguirse gracias al trabajo, al sentido común y a la materia, quedaron impregnados en su ser durante años. Algunas noches soñaba con todo aquello y despertaba sudoroso, nervioso y con el corazón latiendo a toda velocidad, sin poder afirmar si sentía miedo o excitación, o ambos a la vez. Lo único que tenía claro era que, después de haber contemplado aquella máquina majestuosa y poderosa, todo era posible. Nunca había sido capaz de describir la experiencia original de forma plenamente satisfactoria, y ni siquiera había intentado explicársela a Andrea, porque jamás había podido explicársela a sí mismo.

– Toma -le dijo ella, alargándole el porro y un encendedor-, a ver si lo pones en funcionamiento. Él lo encendió y le lanzó un círculo de humo. Ella se rió y dispersó el aro gris de su melena recién lavada.

Fumaron el último, y ella preparó unos magníficos huevos revueltos que él nunca olvidó y que ella nunca pudo reproducir. Después, fueron caminando entre risas y risillas a un hotel cercano para tomar una copa rápida, y volvieron entre risas y risillas a la casa, haciendo el tonto, tocándose, besándose y, finalmente, follando sobre la hierba junto a la carretera, invisible (y helada) entre la niebla, mientras a poco más de seis metros se oían voces de personas y se veían los faros de los coches que pasaban por allí.

De nuevo en la casa, se secaron y entraron en calor mientras ella liaba otro porro y él leía un periódico de hacía seis meses que encontró en un revistero y se reía de las cosas que la gente creía importantes.

Se fueron a la cama, tomaron la última copa de whisky escocés de malta que ella había llevado, y empezaron a cantar canciones como Wichita Lineman y Ode to Billy Joe, pero cambiando frases (sin importarles demasiado la rima) para hacerlas escocesas («…en las turbias aguas del puente de Forth Road…».


El lunes a mediodía, con la niebla aún inmutable, regresaron a la ciudad, a una velocidad excesivamente lenta para él y excesivamente rápida para ella. Él había empezado un poema el viernes e intentaba continuarlo mientras conducía, pero la inspiración no lo acompañaba. Era una especie de poema contra las rimas y contra las canciones de amor, producto en parte de su odio a los temas musicales que casaban palabras como «corazón» y «pasión» y que hablaban de estupideces tales como los amores dulces y eternos y más fuertes que las montañas y los océanos (amar/luchar/mar, piel/hiel/miel)…

Los versos que ya tenía, pero no pudo completar en la niebla, eran:


Dama de piel suave, míos son tus huesos

todo será polvo antes de hundirse otra montaña.

Se secarán arroyos, ríos y océanos

antes de secarse nuestros ojos y nuestros corazones.