"China Lake" - читать интересную книгу автора (Hyde Anthony)

3

Durante los seis días que siguieron, es decir, desde el viernes hasta el jueves siguiente, Tannis vio cómo se desplegaba la investigación oficial sobre la muerte de Buhler.

Disfrutaba de una posición privilegiada, pero no necesariamente cercana, ya que la dinámica de la mayoría de investigaciones sobre seguridad era centrífuga y él se vio rápidamente impulsado hacia la periferia. Pero no resultaba difícil adivinar lo que estaba ocurriendo; él mismo lo había hecho demasiadas veces. Habría mucho caos y confusión mientras se establecieran oficinas y comunicaciones, y luego el pesado trabajo de la rutina: entrevistas, informes y reuniones. Y todo, él ya lo sabía, se combinaría por el volumen mismo del esfuerzo, que en aquel caso era considerable. Llegaron muchos forasteros a Ridgecrest aquella semana y todo el mundo se enteró de que el FBI había tomado posesión de todas las habitaciones del Miracle City, el viejo motel justo enfrente de la base, donde la Marina aloja siempre a la gente.

Sin embargo, el lunes por la mañana, las cosas se habían calmado un tanto. Tannis se enteró de que el sheriff estaba fuera de la investigación y se fue a Independence, sede del condado, donde lo encontró en una cafetería. Tannis lo conocía desde hacía años. Era un hombre corpulento, sagaz y ecuánime, no del tipo que buscaba problemas, y Tannis sospechaba que se sentía muy aliviado de no verse mezclado en aquello. Pero, por principio, fingió resentimiento con poca convicción (el hombre desplazado de su propio territorio a causa de extraños) y permitió que le sonsacara los detalles de la autopsia. No obstante, no había grandes revelaciones; a Buhler le habían disparado a bocajarro con un rifle calibre 30-30 y había muerto más o menos de forma instantánea. El sheriff confirmó asimismo, aunque Tannis había visto ya la factura en el bolsillo del cadáver, que Buhler se había alojado en un motel en Lone Pine. En el camino de vuelta Tannis giró hacia el interior para echarle un vistazo. Sierra Peaks se llamaba, y estaba construido con troncos partidos por la mitad y tejado de placas de cedro. Los aparcamientos estaban señalados con postes para amarrar caballos. Sentado al otro lado de la carretera, Tannis pensó en Buhler con su sombrero de paja y su grueso traje azul; todo en él era incongruente, aunque en realidad se lo imaginaba perfectamente en aquel lugar. El motel tenía justamente la calidad rústica que podía atraer a un alemán, a un hombre que quizá no había disfrutado nunca de unas vacaciones y se había puesto aquel cómico sombrero para ambientarse. Pero aquello no olía a espionaje.

Al día siguiente se las compuso para descubrir algo más. En Trona hay un periódico semanal llamado Argus, que había recibido cierto número de llamadas con respecto a lo ocurrido el viernes por la noche. La gente hablaba de «extrañas luces en el desierto», y el FBI estaba preocupado por que se divulgara el tipo de historia equivocado. De modo que el agente especial encargado de la investigación le pidió a Tannis, quien conocía al editor, que mantuviera una charla con él. Desde luego, aquélla era una forma de involucrar a Tannis en el asunto, de tenerlo con ellos y, a modo de recompensa, le comunicaron un resumen informal sobre el curso de los acontecimientos hasta aquel momento. De esta forma se enteró de que el agregado legal del FBI en Bonn (conocido en su jerga como el Legat) había comprobado que la identidad de Buhler aparentemente era auténtica y que había cruzado legalmente a Berlín Oeste unos seis meses antes. Había cruzado solo, no tenía dinero, no había hecho intento alguno de ocultarse y, en apariencia, no abrigaba intenciones clandestinas en absoluto.

Más adelante, el miércoles, Tannis consiguió otro exquisito bocado, aunque tardó varios días en comprender su importancia, en esa ocasión aprovechándose del tipo de anomalía burocrática que sólo alguien como él podía descubrir. Ciento cuarenta y cinco kilómetros al sudoeste de China Lake se encuentra Barstow, una pequeña población sin mayor importancia, salvo por el hecho de que en aquel punto se concentran varias importantes autopistas interestatales y otras menos importantes (incluyendo la vieja carretera 66). Como consecuencia, prácticamente todo fugitivo que huya del sur de California está obligado a pasar por ella y, por lo tanto, hace tiempo que el FBI estableció allí una unidad de tres hombres, una Agencia Permanente. Éstos son los órganos más pequeños dentro de su burocracia, pero da la casualidad de que la Agencia de Barstow es la oficina más cercana a China Lake y, por consiguiente, el agente más antiguo, un hombre llamado Iverson, había sido el primer federal en presentarse en escena el sábado anterior. En realidad había hecho bien poca cosa, ya que resultaba obvio que el caso acabaría siendo llevado desde Los Ángeles, pero lo había «federalizado» (según la Sección 533, Título 28, del Código de Estados Unidos). Por este motivo, la Agencia de Barstow se convirtió automáticamente en la Oficina de Origen, la OO, para la investigación, lo que significaba que, según los métodos habituales del FBI, recibía una copia de todos los informes relacionados con el caso. Tannis conocía a Iverson, se presentó en su oficina el miércoles y almorzaron juntos. Sin tener que insistir demasiado, descubrió que Barstow había recibido un profuso mensaje directamente desde Bonn, en apariencia un abundante historial de seguridad que los alemanes habían recopilado ya acerca de Buhler. Era del tamaño de un libro, pero Iverson le enseñó a Tannis una única página. «Esto es lo que los puso nerviosos. Tú sabes alemán, quizá puedas decirme por qué.» Tannis lo leyó. Era un informe médico corriente en el que se afirmaba que Buhler padecía una enfermedad del corazón llamada cardiomiopatía. Iverson asentía al tiempo que Tannis concluía la traducción. «Eso lo explica todo. Les entró el pánico. Llevaron el cadáver a Los Ángeles e hicieron otra autopsia.» Tannis buscó el término y descubrió que la cardiomiopatía es una grave enfermedad cardíaca, a menudo consecuencia del alcoholismo.

No sabía qué significaba aquello. El miércoles por la noche estaba tan confundido como todos. Pero había participado en suficientes investigaciones como para saber que siempre se cerraban en círculo, lo cual implicaba que volverían a él. Así pues, aprovechó el tiempo para fisgonear y actuar un poco. Llamó a Howard Angell a Newport Beach para comprobar si el FBI se había puesto en contacto con él, cosa que no había ocurrido, y una tarde volvió a Lone Pine, donde conocía a un hombre que alquilaba caballos. Alquiló uno (hacía años que no montaba) y luego charló acerca de veterinarios y de dónde se podía comprar la comida, y de si había jinetes por el Panamint. No, que él supiera… No podía haber nada concreto sobre aquel punto. Algo ocurriría, o tal vez no.

Y entonces ocurrió. Bill Matheson, el director de seguridad de China Lake, es decir, el hombre que detentaba el cargo que Tannis había ocupado durante tantos años, le llamó y le pidió que fuera a verlo a la mañana siguiente.

– Han decidido que tienen que saber lo de Harper. Por supuesto, es evidente que tú eres la persona a quien hay que preguntar.

– ¿Es oficial?

– Digamos que apreciaríamos tu cooperación. Pero lo haremos aquí, en la base. El NIS ha enviado un equipo desde Washington. Quieren que todo quede en casa.

Una petición y no una orden, formulada por Matheson y no por el FBI directamente, que se realizaría en la base en lugar de en una oficina del FBI. Tannis sacó la conclusión obvia: la investigación estaba en un atolladero, necesitaban favores y lo animaban a unirse a sus filas. Lo que probablemente Tannis subestimaba, sin embargo, era el efecto de su reputación: estaban siendo delicados con sus susceptibilidades. A lo largo de los años había inculcado el temor del Señor a unas cuantas personas y hasta el último momento había mantenido la reputación de solitario recalcitrante. Además, según recordaba, podía hacer valer su rango sobre todos ellos. En todo lo que después siguió, aquello lo colocó en una situación ventajosa y, más sutilmente, de un modo que él no percibió, también le confirió otra ventaja: sólo un anacronismo andante podía haber comprendido lo que estaba pasando, y únicamente Tannis vivía tanto en el pasado como en el presente.

El jueves por la mañana, cuando se hubo levantado, afeitado y vestido, fue como si hubiera recuperado su antiguo trabajo. Su mente retrocedió hacia aquellos años. Condujo el coche a través del desierto bajo un cielo tan blanco como mahón [15] bien lavado; lo mismo podía haber sido veinte años atrás. Había un cambio sutil en su percepción, como si por un retroceso de la tecnología una película a color se hubiera convertido en blanco y negro. Estaba en una máquina del tiempo que lo devolvería a un mundo de férreas máquinas, tubos de vacío, baquelita y cigarrillos con filtro de corcho.

Extrañamente, en China Lake, tan modernizada en lo científico, no le resultó difícil mantener la ilusión. Había cambiado muy poco con el paso del tiempo, pues la misma distribución del lugar, planeada tan cuidadosamente como una zona residencial, lo constreñía a los modelos del pasado, un pasado fechado por la misma «modernidad» de sus edificios bajos y de techos planos. Existían diferencias, por supuesto. En los viejos tiempos había existido un control vigilado por marines, con M-1 en posición de tercien, pero aquella mañana hizo cola detrás de vendedores procedentes de Raytheon y Martin Marietta (con trajes de tres piezas y elegantes maletines) y recibió el pase de manos de una sonriente secretaria que trabajaba totalmente desprotegida en una recepción con aire acondicionado. Por otra parte, la carretera principal de la base, Lauritsen Drive, ya no estaba sucia, sino que era del más inmaculado asfalto, tan suave como una cinta de raso… de nuevo, una reciente subdivisión de la carretera le vino a la memoria. Pero estos pequeños toques eran tan sólo amables imposiciones del presente. En todo lo demás persistía el pasado. Por ejemplo, la entrevista se realizó en «la Casa Blanca», como se llamaba a la oficina principal de la base, uno de los edificios de madera originales, inundado de luz y reluciente barniz, como un club náutico o el hotel de una isla tropical. Las oficinas se abrían elegantemente desde el entresuelo y en la sala de juntas, donde el sol penetraba a través de las rendijas de las persianas, se tenía la sensación de que el tiempo estaba suspendido, como si al mirar al exterior a través de las persianas uno pudiera ver una amable escena de palmeras y agua reluciente, con un Mitsubishi Zeke dando vueltas haciendo su ronda. En realidad, como la mayoría de instituciones militares americanas, China Lake le debía mucho a Pearl Harbor, y en aquella habitación el pasado no parecía tan lejano. La sonriente expresión del presidente Reagan simbolizaba claramente esta ambigüedad, una sutil confusión entre el ayer y el hoy.

En cualquier caso, aunque no comprenderían por completo la causa, aquella dislocación del tiempo los afectaba a todos. Cuando Tannis entró, los dos agentes del FBI, e incluso los oficiales del Servicio de Investigación Naval, se apiñaban al fondo de la habitación, con aspecto incómodo y sintiéndose fuera de lugar. Con la punta del zapato uno de los agentes del FBI estaba jugueteando con la tapa de latón reluciente que cubría una toma eléctrica empotrada en el suelo: un anacronismo, acababa de decidir, que probablemente estaba pensado para utilizar otra cosa, quizá un proyector de películas de 16 mm. Asimismo, al mirar a Tannis, los dos hombres de la Marina encontraron algo que no era del todo correcto, aunque ninguno de los dos supo concretarlo: Tannis, de hecho, vestía un viejo uniforme, el de color caqui claro que solía servir de traje de fajina en la Marina antes de que se introdujeran los blancos de verano. Bien es cierto que ninguno de ellos había visto nunca tal uniforme, salvo en fotografías. En conjunto, todo aquello confería a Tannis todas las ventajas. El «sujeto», como el FBI lo había denominado, era quien en realidad llevaba las riendas; el interrogado halló respuestas para todas sus preguntas. El agente especial encargado, un hombre llamado Olin Nickel (venía de Los Ángeles, donde era jefe de un importante equipo de contraespionaje), no halló el modo de darle la vuelta a la tortilla. Más tarde le explicó a su ayudante (el hombre más joven, un agente especial ayudante llamado Colarco; el que había estado jugueteando con la tapa de la toma de electricidad) que aquel resultado era inevitable cuando la autoridad estaba dividida, aunque ambos sabían que en realidad no era ésa la explicación. En cuanto a los oficiales de Marina, lo vieron de un modo algo más positivo. Su postura (como ellos lo llamaban) era en parte defensiva, para proteger tanto su propia posición burocrática como la reputación de la Marina frente a un organismo civil, y así, el hecho de que ocurriera muy poco fue, si no una victoria, al menos no peor que una retirada. Su equipo estaba dirigido por un comandante, un hombre llamado Benson, joven, aunque veterano en las guerras burocráticas de Washington y Norfolk, pero tenía al lado un ayudante, un corpulento y lustroso negro, que estaba ganando peso en la cintura y el estómago, el teniente comandante Rawson, y que era la nota discordante final. En aquella habitación, bajo la tenue luz dorada, su rígido uniforme blanco pedía a gritos una servilleta doblada alrededor del brazo y una expresión muy diferente de su fácil y confiado aplomo. Fumaba un Kool lánguidamente; de vez en cuando miraba su gran reloj Rolex. Cuando se había construido «la Casa Blanca», la Marina de Estados Unidos no aceptaba negros en absoluto. Matheson, el director de seguridad de la base, su anfitrión y presidente, nominalmente quien se hallaba a cargo de todo, estaba más pendiente de sí mismo que de los demás. En realidad no le molestaban los negros, pero nunca había habido demasiados en China Lake y, a pesar suyo, seguía siendo de Arkansas. De modo que se encontraba cohibido y estaba empezando a tener un tic en el ojo. Por lo demás, era menudo y ágil, y estaba ya, a los cincuenta, camino de convertirse en un viejo menudo, correcto y honesto, como un diácono en su iglesia.

Tannis no se percató de aquella variedad de corrientes de inmediato. Él se sentía como en casa (¿a cuántas reuniones había asistido en aquella misma sala?), estaba en realidad algo perplejo por el embarazo de los otros y al principio se mantuvo tranquilo, mientras hallaba una salida a la tensión. Ésta se reveló típicamente mediante una discusión sobre el procedimiento. Tras hacer las debidas presentaciones e invitarlos a sentarse alrededor de la mesa (los hombres de la Marina y los del FBI tomaron posiciones opuestas, mientras que Tannis, el hombre de Estado de mayor edad, ocupó el lugar de honor a la cabecera), Matheson hizo algunos comentarios introductorios, que fueron sumamente precavidos. Dio las gracias a Tannis por haber acudido. Se señaló, para que constara, que lo había hecho voluntariamente. Todo el mundo esperaba sacar gran provecho de su vasta experiencia. Por supuesto, podía hablar libremente, puesto que todos estaban plenamente acreditados por la más alta instancia. Luego se refirió a un «acuerdo general» por el que estaban menos interesados en una repetición de los acontecimientos del viernes por la noche que en obtener una información general.

– En resumidas cuentas, Jack, en realidad lo que deseamos es utilizar tu cerebro. Queremos ampliar la perspectiva. Como le decía al agente Nickel, en estas cuestiones eres un archivo andante. Puedes hablarnos de lo de Harper, darnos una lección de historia, todo lo que consideres necesario.

Pero ese consenso se desmoronó rápidamente. Saltaba a la vista que no se había mantenido una discusión previa. Nickel se inclinó hacia delante; era un hombre que literalmente pretendía imponer sus puntos de vista. Existían ciertas cuestiones, dijo, que podría ser útil tratar, ciertos detalles que precisaban aclaración. Estaba seguro de que al capitán Tannis no le importaría. Sí, Nickel quería algo más que una información general. Había determinados puntos en la historia del capitán que no concordaban exactamente…

Pero Rawson, el negro, dio una calada a su Kool y torció el gesto.

– Olin, habíamos acordado que no íbamos a entretenernos con intrigas.

Discutieron tercamente y al contemplarlos Tannis empezó a captar por vez primera el alcance de su desacuerdo, no sólo entre ellos, sino que desentonaban también con aquel lugar, consigo mismo y con cualquier cosa que pudiera estar ocurriendo. Era especialmente cierto en el caso de Nickel. Aquella sala había devuelto a Tannis a los viejos tiempos, cuando los agentes del FBI compartían ciertas cualidades con el clero; tenían fe, o al menos responsabilidad, teman una racionalidad resuelta y creciente; mientras que Nickel era un burócrata puro. De un modo discreto, al menos de cara al público, Tannis había llegado a despreciar a tales hombres. El día anterior se había sonreído con aire de complicidad cuando el sheriff había dicho: «Nickel es el tipo de polizonte al que nunca se le quedarán los pies planos, pero apuesto a que es un caso desesperado de hemorroides.» Era la reacción de un hombre de acción frente a un hombre de despacho. Tannis se había pasado la vida en acción, pero en realidad los hombres como Nickel le interesaban, aunque sólo fuera porque demostraban cuánto había cambiado el campo de acción. Ahora eran los burócratas quienes dirigían las operaciones de inteligencia para conseguir objetivos burocráticos, de modo que era inevitable que hombres como Nickel las comprendiera mejor. Además, no había nada blando en Nickel, ni siquiera en lo físico. El traje se le arrugó alrededor de los hombros cuando se inclinó sobre las notas que estaban esparcidas por encima de la mesa; su rostro estaba grisáceo por la tensión. Sus expresiones, una rápida mirada hacia arriba, una leve sonrisa, marcaban los hechos, les conferían una forma invisible. Sabía adónde iba. Tenía dos objetivos primordiales. El primero resultaba obvio: el hombre que había llamado a Tannis; pero el segundo era más sutil, ¿qué significaba «Harper» exactamente? Pero abordó el tema desde un punto de vista inesperado e hizo que todo dependiera del comentario casual que Tannis había hecho sobre un delator en el caso Harper, una información crucial que había relacionado a Harper con los rusos. Nickel, que al final acabó venciendo a Rawson, preparó el terreno para llegar a ese punto.

– Según su declaración, capitán, ¿usted creyó que el hombre que lo llamó quería en realidad hablar de Harper?

– Sí.

– ¿Esa fue su primera impresión?

– En efecto.

– ¿Pero no es cierto que luego cambió de parecer?

– No. No fue así exactamente. Cuando reflexioné acerca de ello, me di cuenta de que quizá lo había dicho por otro motivo. Quizá me estaba diciendo: «Quiero hablar de Harper.» Pero podía estar utilizando ese nombre sólo para llamar mi atención. Si repasa mi declaración verá que él sólo sacó a relucir el nombre de Harper cuando le amenacé con no acudir a la cita.

– O sea que está de acuerdo en que tal vez mencionó el nombre de Harper sólo para llamar su atención. Y continuando a partir de este punto, esto no está en su declaración; creo que usted especuló con la posibilidad de que hubiera sido el individuo que le dio a usted la información sobre Harper en la época de aquel caso.

– Sí.

– ¿Lo confirma?

– Como hipótesis, por supuesto.

– Todos hemos leído el archivo, pero dejemos las cosas claras. Se trató de un individuo que le telefoneó el 5 de abril de 1960…

– Sí.

– ¿Y disfrazó entonces la voz?

– Sí.

– ¿Del mismo modo en que lo hizo el hombre que le llamó el viernes?

– No, el antiguo delator… se limitó a tapar el auricular del teléfono con un pañuelo, si mal no recuerdo. Nada del otro mundo. Mientras que el hombre que me llamó el viernes… en realidad disfrazó la voz con un acento mexicano.

– Aun así, volviendo al pasado, le dio a usted la información de que Harper iba a hacer una entrega…

– No exactamente. Dijo que Harper iba a conducir por una carretera concreta, a una hora en particular, cerca de Darwin Springs. Supuestamente lo hacía a menudo. Harper apareció allí, efectivamente, y más tarde un coche con cuatro rusos pasó por la misma carretera, pero no hubo ningún intercambio. Harper estuvo bajo vigilancia durante todo ese tiempo y no ocurrió nada.

– Y Harper explicó todo aquello -Nickel comprobó sus notas-, afirmó que se lo habían dicho, que alguien se lo había dicho…

– Fue su mujer. Él declaró haber recibido una carta anónima donde le contaban que su mujer tenía una aventura. Por lo visto ella tenía que encontrarse con alguien en aquel lugar. Ella solía salir a cabalgar con frecuencia. También lo hizo aquel día. Lo recuerdo…

– ¿Pero creyó usted esta versión? Harper no presentó nunca la carta.

– No. No creí este final. Lo inventó sin pensarlo en el momento de apuro y luego se aferró a él. No tengo la menor idea de qué demonios hacía allí.

– Bien, olvidemos esta cuestión por el momento. Usted tenía la información de que estaría allí, y así ocurrió. Lo que me preocupa ahora es ese delator. Quiero que recuerde. El delator ¿habló con usted entonces y sólo con usted?

– Sí.

– Así pues, teniendo en cuenta que disfrazó la voz, ¿podría haberse tratado del mismo hombre en ambos casos?

– Sí.

– ¿Y en ambos casos, probablemente era alguien que le conocía?

– Probablemente -contestó Tannis, sacudiendo la cabeza-, pero no necesariamente. Ni entonces ni ahora. Trabajamos mucho para descubrir quién podría ser aquel hombre y cómo sabía que Harper iba a estar allí, pero sólo llegamos a la conclusión de que debía ser un hombre de la zona.

– O sea que podría ser alguien que le conociera.

– Podría. Sí.

– ¿Y el hombre del viernes podría conocerle?

– Sí.

– De hecho, el viernes dio por sentado que usted lo reconocería. O al menos creyó que quizá lo reconociera. Fue sólo al comprobar que usted no lo hacía cuando sacó a relucir a Harper, como acaba de señalar.

– En efecto.

– Y entonces usted pensó…

– Agente Nickel, no hagamos una montaña de esto. Se me ocurrió, especulé, que esa persona no estaba ya interesada en Harper, pero que Harper podría haber sido la base de nuestra primera conexión, una conexión previa que ese hombre insistía en afirmar que habíamos tenido. Así que recordé a aquel delator. En aquella época, obviamente había sabido algo de Harper, lo suficiente para llamarme. Y quizá yo estaba en lo cierto. Después de todo, si quería hablar de Harper el viernes, ¿por qué no lo hizo?

Rawson, apoyado sobre un codo, medio reclinado sobre la mesa, murmuró:

– Un viejo principio legal, Olin. Existe intención en las consecuencias naturales de nuestros actos.

– Algo así -concedió Tannis-. Si se concentra en lo que ocurrió realmente, el nombre de Harper me atrajo hasta el Hideaway, y luego la nota me condujo al Panamint, por lo tanto, el objetivo de todo aquello era probablemente conseguir que yo fuera a Trona. Por la razón que fuera. Quizá Harper no tenía nada que ver con todo aquello. Al mismo tiempo, yo diría que usted no quiere que los árboles le oculten el bosque. Cualesquiera que fueran sus motivos, él sabía lo de Harper, y sabía que yo también lo sabía.

– Oh, no se preocupe, capitán… comandante… Ese hecho delimita nuestro universo de sospechosos. Lo que ahora me gustaría hacer…

Rawson empezó de nuevo a discutir. Tannis escuchó con menos atención. No estaba seguro de qué iba todo aquello, pero estaba llegando a una conclusión por la línea del interrogatorio de Nickel. Aunque estaban interesados en Harper, en realidad querían evitarlo. De hecho, aquélla era su primera impresión global: estaban evitando algo, retrocediendo. Había un cierto punto obsesivo que les preocupaba, tanto que no habían acertado con la gran pista, ni siquiera cuando él se la había dado. Y en realidad el mismo Tannis estaba tan concentrado en descubrir lo que ocurría que casi la pasa por alto él también. Pero consiguió cazarla al vuelo y no cabía duda de que se añadiría a sus ventajas: la extrañamente favorecedora luz que caía sobre él en aquella habitación, los ecos de voces que recogía de los rincones, su sentido de algo déjà vu como el sonido del agua reluciente sobre la larga y barnizada mesa de reuniones. No había estadísticas, ni probabilidades o parámetros; se trataba de pura deducción.

En aquel momento había trazado un círculo desde Harper hacia atrás para llegar de nuevo al comunicante anónimo de Tannis, y Nickel se apuntó otro tanto sobre Rawson, quien finalmente cruzó los brazos sobre el pecho y miró de soslayo la mesa con una expresión que expresaba en parte aburrimiento y en parte desprecio. Matheson estaba nervioso; cualquiera que hubiera sido su propósito estaba claro que no había funcionado. Benson, el jefe nominal del equipo de la Marina, apenas había pronunciado una palabra. Colarco, el ayudante de Nickel, miraba alrededor con ojos brillantes, curiosos y penetrantes. Estaba aprendiendo de todo aquello, como el chico listo de la clase. Al final Nickel empezó a leerle a Tannis en voz alta una lista de nombres. Pretendía refrescarle la memoria. Como un último disparo Rawson murmuró:

– ¿Es eso lo que llaman asociación libre, Olin?

Nickel lo ignoró.

– Son todos nombres que usted debe de conocer, capitán. Lo que quiero saber es si alguno de ellos podría haber sido quien le llamó.

– Ajá. Si me suena…

– Robert Chapman.

Tannis sacudió la cabeza.

– ¿Es eso una negativa?

– Negativo.

– Johnathan Frank.

– Negativo.

– Carver Davis… -Era una lista interesante. Tannis se preguntó cómo se las habrían arreglado para reuniría. Sus antiguas facturas de teléfono. Su archivo personal. Algunos habían sido compañeros de estudios en CalTech, a quienes apenas recordaba. Y también tenían los archivos de seguridad que él había manejado más de veinte años antes. Y disparos al azar.

– Denovan Hill.

– Negativo. Está muerto.

– Por amor de Dios, Olin…

Pero recordaba a Hill. Formó parte del equipo que había ido a Formosa en 1958. El grupo estaba compuesto por tres científicos de China Lake, más los de la Marina, más los de la CIA. En secreto habían equipado un escuadrón de Sables Nacionalistas con misiles Sidewinder que, al día siguiente, habían derribado catorce Chicom Migs, los primeros aviones de la historia en causar víctimas con misiles con sistema de guiado. La crisis de Formosa había concluido rápidamente… Nickel continuaba. Científicos, personal de apoyo, tipos de la Marina. No parecía seguir ningún orden, pero entonces, en un determinado momento, Nickel dejó de leer e inclinó la cabeza en dirección a Colarco, quien se sacó un magnetófono con microcasette del bolsillo y apretó un botón.

– La misma idea, capitán, pero ahora se trata de voces.

En realidad muchas de esas voces (borrosos recuerdos acudieron a su mente) pertenecían a nombres de la lista anterior, lo cual significaba que debían de proceder de conversaciones telefónicas intervenidas con veinte años de antigüedad. La mayoría habían sido modificadas. Estaba escuchando tan sólo una parte de una conversación. Varias voces tenían acentos extranjeros; Colarco rebobinaba tranquilamente la cinta y pasaba esas voces dos veces. Un par correspondía sin duda a ingleses. Al oír otra, aguzó el oído. «Es la toma de fuerza… Eso es cierto. Pero tendré que irme a Oxford en cualquier caso. Evidentemente ellos no… No. No, si llegan esos cheques, hay que pagarlos como de costumbre… Correcto…»

– Ése es Harper -declaró Tannis de inmediato. En realidad lo dijo casi involuntariamente. Había reconocido la voz al instante, aunque también supo instintivamente que así era como sonaba la voz de Harper ahora. La voz era más madura, más fuerte… aunque, a pesar de ese instantáneo reconocimiento, seguía sin recordar su rostro, seguía sin tener la menor idea de cómo era el hombre. Pero ellos tendrían una foto. La cinta seguía sonando. Más voces. Sus buenos diez minutos de cinta, fragmentos, retazos. Incluso unas cuantas mujeres, que provocaron un gruñido de Rawson. Luego una voz hablando alemán. Su mente tardó un instante en ajustarse. «Ya se lo he dicho muchas veces, he venido por mi corazón, porque necesito una atención médica especial, y porque ya no tengo lazos familiares allí. Mi familia está muerta y la mayoría de mis amigos… Sí, es cierto, mi hermana aún vive, y supongo que sí, lo arreglaré para que venga. Pero ni siquiera eso es seguro. Es más joven que yo. No podrá jubilarse hasta dentro de unos años, y para entonces…»

– Negativo -dijo Tannis-. Pero yo diría que ése era Buhler.

Momento en el que, por primera vez, intervino Benson.

– Tiene razón, capitán. Pero si no le importa, agente Nickel, creo que está llevando las cosas demasiado lejos. La declaración del capitán fue muy clara. Quien le llamó podía haber tenido acento alemán, pero hablaba inglés. ¿Estoy en lo cierto, capitán?

– Ajá.

Y entonces Rawson, aún apoyado sobre la mesa, exhaló un poco de humo y murmuró:

– Comprendido, capitán. No sabemos gran cosa de Walter Buhler, pero sí sabemos una cosa, no hablaba una sola palabra de inglés. Ni una palabra. No hay forma de que pudiera haber sido su misterioso comunicante.

«No hablaba una palabra de inglés.» Ahí estaba. Tannis percibió su importancia de inmediato, aunque no supo exactamente por qué. Pero no se le pasó por alto. Quedó grabado. Y Tannis se reclinó y esperó a que los otros sacaran provecho de aquello, pero siguieron adelante.

– De acuerdo, capitán -dijo Nickel-. No continuaré. Doy por supuesto que si recuerda algún nombre, nos lo hará saber.

– Por supuesto.

– Independientemente de las consecuencias.

– No creo que sea necesaria tal reserva -intervino Matheson.

– Lo retiro entonces. Pero creo que en el archivo del caso se menciona, capitán, que usted no creyó nunca que Harper fuera culpable.

– Está en el archivo.

– Y, de hecho, capitán, ése fue el caso más importante de su carrera.

– No.

– ¿No?

– Tuve casos más importantes que ése en Alemania. Se podría decir que Harper fue el caso sin resolver más importante de mi carrera.

– Capitán, ese caso se cerró oficialmente hace veinticinco años. No hay nada sin resolver en él.

– No esté tan seguro. Nadie fue nunca a la cárcel.

– Los dos sabemos muy bien lo que significa eso: absolutamente nada.

Tannis comprendió entonces adónde apuntaba Nickel, pero Benson lo interrumpió, bien en una obstrucción deliberada, o en una sutil connivencia, no estaba seguro.

– No lo llevemos demasiado lejos, capitán, pero si Harper no lo hizo, ¿quién fue? ¿Quién cree usted que le dio el Sidewinder a los rusos?

– Si el caso está resuelto, sin duda mis teorías al respecto están fuera de lugar.

– Bien… -Benson sonrió-. Quizá. Pero debe comprender, capitán, que yo no tengo ninguna teoría acerca de ello. Y como dice el comandante Matheson, usted es el cronista, el historiador.

– De acuerdo -contestó Tannis, encogiéndose de hombros-. ¿Por qué no? Tendremos que remontarnos en el tiempo. Es de suponer que los rusos tuvieron el Sidewinder ya en el 58, pero tendrán que remontarse aún más, al 56. Veintinueve de octubre, ésa fue la fecha en que se inició la Guerra de los Seis Días…

– Quizá tenga que explicársela a nuestros colegas civiles… -le interrumpió Rawson.

– Los israelíes, los británicos y los franceses invadieron Egipto. Los israelíes destruyeron la fuerza aérea egipcia antes de que despegara, y sin cobertura aérea, su ejército fue destruido. El Canal de Suez quedó fuera de servicio.

– En realidad -adujo Nickel-, conocemos la historia. Nuestros chicos ganaron.

– Excepto por el hecho de que surgieron dificultades. Para Eisenhower. Si apoyaba a los israelíes y los británicos, se convertía en un imperialista y empujaba a Nasser y a los árabes hacia los rusos. Pero los israelíes eran nuestros chicos, todo el mundo lo sabía. Así que al final Eisenhower los detuvo. Eso supuso el fin de los británicos, esa única semana. Pero en los años inmediatamente posteriores a aquella guerra nosotros intentamos mantener una postura de equilibrio, tratando de no favorecer a ningún bando. O de parecer que no favorecíamos a uno de los bandos. Tal era el caso especialmente cuando se trataba de armas, en concreto aviones y misiles. Para los israelíes los aviones y los misiles eran vitales. Superados en número como estaban, debían tener la superioridad aérea. Eso significaba que debían tener el Sidewinder, y debían tener además un suministro seguro, un suministro que no pudiera ser suspendido por el Congreso y que no nos creara una mala imagen. La solución era evidente. En 1958, 1959 y 1960, este lugar era un hormiguero de científicos israelíes. En el comedor se servía comida kosher [16]. Y en 1961 la Autoridad Rafael para el Desarrollo Armamentístico empezó a producir una versión del Sidewinder bajo el nombre de Shafrir… ¿Comprende?, no estoy diciendo que los israelíes se lo dieran, pero sí que ocurrió durante este proceso.

Benson irguió la cabeza y lo miró pensativo.

– No se menciona nada de esto en el archivo.

– ¿Le sorprende?

– Entonces, lo que está diciendo -gruñó Rawson- es que Harper era verdaderamente apropiado. Eso significa. Incluso el hecho de que no hubiera pruebas suficientes para acusar a Harper resultaba perfecto. Con ello se conseguía que todos los demás quedaran libres de responsabilidades. -Se reclinó en su asiento, que crujió bajo su peso-. Pero permítame que le haga una pregunta. ¿Tiene alguna prueba que sugiera que la muerte de Buhler, algo que haya ocurrido desde el viernes por la noche, apoya su teoría?

– No.

Rawson asintió y miró a Benson de reojo. Eso era lo que estaban buscando desde el principio. Pero de inmediato Nickel se lanzó hacia delante.

– ¿Pero no es cierto que le gustaría que se reabriera el caso Harper?

– No especialmente. -Tannis alzó la mano-. Esto es ridículo. Lo que usted está tratando de sugerir…

– No estoy sugiriendo…

– Yo creo que sí, y no me gusta. Está insinuando que yo he usado la muerte de Buhler para reavivar el caso Harper. Pero recuerde que soy un oficial retirado de la Marina de Estados Unidos. En otro tiempo fui director de seguridad de este lugar. Y usted conduce una investigación sobre una amenaza para la seguridad de esta nación. Por lo tanto, no voy a darle a usted, ni a ningún otro federal, pruebas falsas sobre nada, cualesquiera que sean mis sentimientos personales.

Los labios de Matheson se convirtieron en una delgada y forzada línea.

– Bien dicho, Jack. Era necesario puntualizarlo.

– En cualquier caso -prosiguió Tannis-, si hay una relación, Buhler tiende a confirmar, ¿cómo debo llamarlo?, la versión estándar, que Harper lo hizo.

Tannis observó que el rostro de Nickel cobraba una expresión burlona, ansiosa. Entonces comprendió el porqué. Había planteado una estrategia, y era instructiva. La única evidencia que relacionaba la muerte de Buhler con Harper era su informe sobre la llamada telefónica, y estaban intentando afirmar que él se lo había inventado, que su interlocutor no había mencionado a Harper en absoluto o, al menos, que tenía una intención diferente al sacar a relucir su nombre. Eso significaba que, por alguna razón que se le escapaba, querían desligar por completo la muerte de Buhler de toda consideración sobre seguridad. Lo cual le parecía bien, Dios lo sabía. Había jugado como ellos habían querido, y aun así había ganado.

– No comprendo adónde quiere ir a parar -manifestó Nickel finalmente.

– Yo diría -intervino un Benson pacificador- que lo que usted quiere decir, capitán, es que Buhler procedía del Este, que quizá era del KGB, y por lo tanto, crearía un contexto desfavorable, desde el punto de vista de Harper, en el que volver a destapar aquel asunto.

– Algo parecido. Usted ha leído el expediente. La mayor prueba que existía contra Harper era su viaje a Checoslovaquia.

De hecho, Benson se había leído el expediente.

– Adujo que había ido a visitar a un amigo, Miroslav… el Impronunciable. Un viejo amigo de su padre, que había pagado su educación o algo parecido.

– El padre de Harper era un técnico -explicó Tannis, tras asentir-, un armero de la RAF Benson durante la guerra. Allí tenía su base el Reconocimiento Fotográfico británico. Miroslav Rechcigl era piloto, primero en Spitfires y luego en Mosquitoes. Acabaron conociéndose. Fue el padrino de Harper. En 1948, cuando los comunistas tomaron el poder en Checoslovaquia, volvió para intentar detenerlos. Por supuesto, no lo consiguió. Y se quedó atrapado allí. Pero tenía un montón de dinero en la cuenta corriente de un banco británico, en su mayor parte su paga acumulada desde la guerra. Se las arregló para transferir el dinero a Harper y así fue como éste llegó a Cambridge. Le estaba muy agradecido. Quería darle las gracias a Rechcigl y fue a verlo.

– Sin decírselo a nadie -afirmó Benson.

– Pero ése no era el punto principal -intervino Nickel-. Lo que no ha dicho, capitán, es que Rechcigl siguió volando después de la guerra para los británicos, quienes enviaron Mosquitoes en misiones fotográficas de espionaje sobre Rusia hasta 1950. Debemos suponer que los checos lo sabían. Debieron trabajarse a Rechcigl y a partir de ahí, el paso hasta Harper era muy corto.

– Puede pensar lo que quiera -replicó Tannis-, pero nunca hubo ninguna prueba. Justo lo contrario. La visita de Harper fue improvisada. Rechcigl no tenía la menor idea de que iba a presentarse. Y por el modo en que Harper lo contó, Rechcigl se mostró preocupado todo el tiempo, porque su visita lo señalaba como alguien que tenía conexiones con el Oeste.

Nickel zanjó la cuestión en aquel punto:

– No voy a discutir con usted, capitán. No tiene sentido. Porque no veo qué conexión podría tener todo eso con Buhler. Buhler era un germano oriental, no checo. Por lo que hemos podido averiguar, no tenía relación alguna con ningún servicio de inteligencia, ni en la época de Harper ni ahora. Déjeme establecerlo así en el acta: hasta este momento no hemos conseguido establecer ningún nexo de unión entre la muerte de Buhler y el caso Harper.

– Excepto -lo interrumpió Rawson- que usted dice que su comunicante nombró a Harper.

– Pero eso podría tener varias explicaciones -añadió Benson-. Por eso es un punto tan crucial. Y admito que me intriga la teoría del capitán, en cuanto al soplo sobre Harper, quiero decir. Podría tener sentido. El delator es un hombre de la zona. Ahora descubre que un germano oriental se aloja en un motel en Lone Pine. Llama al capitán Tannis para contárselo. Cuando le parece que quizás el capitán no le escucha, nombra a Harper para que el capitán se lo tome en serio.

– Por supuesto -dijo Tannis-, el problema es que no me contó nada. Y Buhler no estaba sólo alojado en un motel; acabó en el desierto con una bala en el cuerpo.

– Así pues -adujo Rawson-, no cree usted en su propia teoría… No, no, comprendo. No la presentó como teoría. Lo que me pregunto es una cosa; volviendo a su teoría, y es su teoría, sobre los israelíes, me refiero, suponiendo que tuviera razón. Prácticamente convierte el soplo original en parte de una conspiración.

– Tal vez. O quizá tan sólo de una metedura de pata.

– Pero nadie le creyó en su momento. De hecho, algunas personas dijeron que estaba usted tan convencido de que su amigo Harper era inocente que…

– No era mi amigo, comandante. En general no me caen bien los británicos. Y él no era más que un mocoso británico arrogante y estirado…

– … que estuvo a punto de suprimir aquel soplo, de no emprender ninguna acción y que había habido otros.

– Tiene suerte, comandante -contestó Tannis, sonriendo-. Nunca golpeo a las personas que llevan gafas.

– ¿Gafas?

– Exacto. «Algunas personas dijeron», ésas son sus gafas. Por supuesto, si desea quitárselas, cuéntenos lo que usted opina…

Tannis inició el movimiento de levantarse de la mesa, gesto que era casi con toda seguridad teatral, aunque Rawson pareció rápidamente aturdido por el pánico, y Benson, apartando su silla hacia atrás, no lo parecía mucho menos. Nickel sonrió. Delante de él tenía un antiguo archivo del caso Harper. Alguien había escrito en el margen: «Tannis (lo habían subrayado con tanta fuerza que el bolígrafo había atravesado la página), qué hijo de puta, es del tipo que te metería una serpiente de cascabel en el bolsillo y luego te pediría una cerilla.»

Al final Benson hizo el papel de diplomático, se calmaron los ánimos y Tannis se apaciguó, aunque a cierto precio. Hicieron una pausa para tomar café, pero inmediatamente después Tannis tomó la iniciativa por completo.

– Bien, aclárenme un punto -preguntó-. ¿A qué se debe que todos estén tan seguros de que Buhler no era un espía?

Al decir estas palabras, Tannis no tenía ni idea de lo que esperaba como respuesta. Se limitó tan sólo a exponer el problema fundamental. Y a pesar de las tensiones existentes entre el grupo de Nickel y el de Benson, era un problema al que ambos grupos se enfrentaban. Por eso se mantenían oscilando entre la lucha cuerpo a cuerpo y la connivencia. Se hallaban en tierra de nadie. Se enfrentaban con algo que sin duda iba más allá de su experiencia habitual: métodos policiales, técnicas de seguridad perimétricas, reglas para mantener a raya a los diplomáticos. Pero Tannis no estaba en absoluto nervioso. Encendió un Lucky. Después de todo había matado a un hombre a sangre fría (¿lo habría hecho alguno de aquellos hombres?), conocía esa definición de la guerra fría. Había estado en el meollo desde el principio, sabía todo lo que había que saber acerca de China Lake. Eso era lo que sentía, una continuidad entre su propia vida, el aire en aquella habitación y lo que había estado escuchando, un sentido de que había estado allí mucho tiempo atrás, una continuidad que Nickel no experimentaba. Ni tampoco Benson. Tannis lo contempló mientras empezaba a hablar. Tannis recordaba un tiempo en que los oficiales de la Marina habían sido hijos de oficiales de Marina, o hijos de alguien: el hijo del propietario del Primer Banco Nacional de alguna pequeña y decente población, o el hijo del hombre que era dueño de los grandes almacenes locales, o el hijo del tipo que vendía acciones y bonos. Estaban en la Marina porque eso era lo que ellos eran y actuaban en consecuencia. Tannis lo comprendía. Pero Benson no era hijo de nadie. Benson tenía la carrera naval. Tenía estudios. Asistía a cursos. Podía comunicar y dirigir. No fumaba y sólo tomaba una copa por compromiso social. Si tenía estrés, tomaba un Valium. Buhler, fuera quien fuese, procedía de un mundo diferente, y también Tannis, así como la habitación. Todos formaban parte de una historia de la que Benson se había visto separado, y en realidad debía concedérsele el mérito de ser lo bastante consciente de ello como para sentirse incómodo.

– Bien… es demasiado tajante, capitán, decir que Buhler no era un espía, y yo no diría que estamos seguros. Pero es cierto que no hay pruebas de que Buhler constituyera una amenaza para la seguridad en absoluto. Por ese motivo la relación con Harper es tan desconcertante, por eso nos hemos mostrado tan interesados en esclarecer ese punto.

Miró un expediente que tenía delante. Junto a él, Rawson hacía girar su asiento con un brazo por encima del respaldo. Nickel se arrellanó, como indicando que su tarea había concluido. Entonces empezó Benson.

– Sabemos muchas cosas de Buhler, demasiadas, pensaría uno, si realmente era un espía. Para empezar, los documentos que usted le halló encima eran todos auténticos. Era exactamente quien decía ser. Nació en Leipzig. Tenía un hermano mayor y una hermana menor. Toda la familia trabajaba en los ferrocarriles alemanes y, esto nos inquietó por un tiempo, eran todos comunistas. Quiero decir con eso que todos eran miembros del Partido Comunista de Alemania, el KPD. La policía alemana tiene una lista completa de sus miembros, de modo que podemos estar seguros.

– El problema es -dijo Tannis- que hay un montón de nombres en esa lista.

– En efecto. Si todos los antiguos comunistas alemanes fueran espías… Y Buhler era muy joven en todo caso, de modo que probablemente no llegó a estar demasiado involucrado. Pero tanto su padre como su hermano mayor tenían cargos importantes en sindicatos y cuando los nazis llegaron al poder los metieron a todos en un campo de concentración. Buchenwald.

– Allí fue adonde enviaron a la mayoría de KPD -corroboró Tannis.

– Eso me han dicho. En cualquier caso, el padre murió allí. Pero a los dos hermanos los trasladaron a un campo satélite cerca de una ciudad llamada Nordhausen. En una confluencia de vías


férreas no muy lejos de Erfurt. Por supuesto, también esto me lo han contado. Por lo visto se trataba de un campo de trabajo, no de un campo de la muerte, aún estamos tratando de descubrir más cosas sobre él, pero también estaba dominado por los comunistas y había una especie de Resistencia interna. Al hermano de Buhler lo mataron por pertenecer a ella. Sin embargo Buhler sobrevivió. Estaba muy delicado, en la enfermería, pero vivo, cuando el campo fue liberado. Eso fue en abril de 1945. Tercera División Blindada, Primer Ejército Americano…

– Entonces debió de tener contactos con americanos, ¿no?

– Sí, y estamos tratando de descubrir algo, pero hasta ahora nuestros esfuerzos han sido en vano. Probablemente nada conseguiremos, puesto que no se entretuvo allí demasiado tiempo. A finales del verano estaba de vuelta en Leipzig. Aseguró estar buscando a su hermana y cuando la encontró se fueron a vivir juntos. Consiguieron salir adelante. En realidad, todo lo que ocurrió después de la guerra resulta muy normal. Ninguno de los dos se casó. Leipzig acabó en la zona oriental, pero eso no les preocupó puesto que ambos eran rojos. Buhler volvió a trabajar para los ferrocarriles, era maquinista, y así continuó hasta el retiro laboral. Todo eso puede demostrarse documentalmente, por cierto, porque los ferrocarriles estatales publican una revista interna y cada tantos años se hacía merecedor de un premio o elogio, hay incluso un par de fotografías. En cualquier caso pasó el tiempo. Y entonces, el año pasado cumplió los sesenta y cinco y se retiró. -Balanceándose hacia atrás en la silla, Benson dio unos golpes con el lápiz sobre un expediente-. Ése es un punto importante -prosiguió-. Al parecer, bajo ciertas condiciones, cuando un germano oriental llega a los sesenta y cinco, es libre de abandonar el país. A menos que se haya tenido un trabajo comprometido, uno se puede marchar tranquilamente. No te pagan la pensión y sólo puedes llevarte lo que puedas transportar en una sola maleta, pero puedes marcharte. Es un modo muy limpio de trasladar sus problemas geriátricos a Occidente. Eso fue lo que hizo Buhler. Sencillamente, atravesó caminando el Control Charlie el pasado enero. El doce de enero. Miles de alemanes orientales hacen lo mismo cada año, y en Alemania Occidental tienen programas que se ocupan de ellos. Siguiendo el procedimiento rutinario, Buhler fue enviado a un centro de recepción de Giessen. Allí lo sometieron a un control de seguridad, que es de donde ha salido la mayor parte de esta información; de ahí procede también la cinta que hemos escuchado. Era un control rutinario, pero lógicamente los alemanes occidentales estaban interesados. Era comunista. Probablemente podría haberse escapado en 1945, pero no lo intentó. ¿Por qué se iba ahora? La dificultad estribaba en que tenía respuestas perfectamente válidas para todas sus preguntas. Afirmó que tenía mal el corazón y que quería estar cerca de los medicamentos y los hospitales occidentales. Los alemanes lo comprobaron y era cierto. Nuestros médicos lo corroboran; les pedimos que hicieran otra autopsia en Los Ángeles. Además, según los alemanes, probablemente estaba preparando las cosas para la llegada de su hermana. Ella era más joven, pero sólo faltaban unos pocos años para que se retirara. Todo fue comprobado; para los alemanes occidentales Buhler parecía totalmente inofensivo. Lo establecieron en Berlín. Solicitó pasaporte, el BND se tomó su tiempo, pero lo aprobó. Dos días más tarde cogió un avión con dirección a Nueva York. Se quedó allí a pasar la noche y luego tomó otro avión para venir a Los Ángeles. Era evidente que estaba haciendo algo. Se fue del Este a la primera oportunidad. Solicitó un pasaporte alemán federal con la mayor prontitud. Pero todo lo hizo abiertamente; siempre utilizó su propio nombre, no intentó en absoluto ocultar sus pasos. Por lo que sabemos, no vino a esta base ni se puso en contacto con nadie que trabajara aquí. De hecho, no estamos absolutamente seguros de que estuviera alguna vez en Ridgecrest. Además, al parecer no sabía apenas inglés. Consiguió que alguien en Alemania (creemos que fue alguien que conoció en Giessen) le escribiera las respuestas en inglés al tipo de preguntas que se han de contestar en el impreso para alquilar un coche, y en Los Ángeles se limitó a entregarle el impreso a la mujer de Hertz. Y el encargado del lugar en el que se alojó en Lone Pine dice que apenas sabía decir hola. -Benson se giró un poco en la silla y se encogió de hombros-. Así que ya sabe lo que tenemos. Un hombre mayor con una enfermedad del corazón que no sabía hablar inglés. No era el tipo de persona que se escoge como agente, en especial el KGB.

– No. ¿Pero qué estaba haciendo allí? ¿Y por qué lo mataron? Aún tienen que responder a eso.

– Esto es como una vieja película de Audie Murphy -intervino Rawson-. Ya sabe, fueron aquellos soldados americanos en 1945. Buhler se metió en una partida de póquer y le ganó un mapa a uno de ellos. Se suponía que señalaba el emplazamiento de una mina de oro. Así que, en cuanto llegó, salió a buscarla, pero alguien le ganó por la mano.

– Quizá no esté tan lejos de la verdad como cree -observó Tannis.

– Lo estamos comprobando -dijo Nickel-. Es decir, seriamente, tratamos de encontrar una explicación personal para sus movimientos.

– Pero si fue así como ocurrió -adujo Benson-, no es asunto de nuestra competencia. Lo que, como debe suponer, nos lleva de vuelta a Harper. Por eso Harper es tan importante.

Tannis asintió. Ahora lo comprendía. Claro está que sólo se lo tragó a medias. No descartarían a Buhler tan radicalmente como pretendían. Había sido asesinado, era un germano oriental y todo había ocurrido demasiado cerca de la base. Pero no era un agente, no cabía la menor duda. El único nexo era Harper y ese nexo lo había establecido él. Lo que significaba que él, Tannis, era el piano que tendrían que mover si querían barrer todo aquello bajo la alfombra. Por lo tanto, le había llegado el turno de echarse atrás. De hacer el trabajo pesado. No negó ni se contradijo a sí mismo (no se desvió de la verdad ni una sola vez), pero, en una especie de autoinvestigación, planteó dudas, sopesó posibilidades y exploró alternativas. Intentó darle cierto crédito a la «teoría del primer delator», puesto que ya había conseguido cierta aprobación. «Yo no insistiría. Es sólo una idea. Pero debo admitir que, cuando pienso en ello, creo que realmente tenían el mismo aire…» Les vio relajarse mientras hablaba, volverse comprensivos. Hicieron otra pausa para café. El tono mejoró. Mantuvo una tranquila conversación confidencial con Nickel. No se retractaría (lo dejó bien claro), pero tampoco causaría problemas. Siguieron trabajando hasta la hora de comer. A medida que iban sintiéndose más cómodos juntos alrededor de aquella mesa, la deformación del tiempo en aquella habitación volvió a desempeñar su papel, pero de un modo totalmente distinto. La polaridad se invirtió. Tannis retrocedió mucho, mucho tiempo. Tannis conocía épocas de las que ellos sólo tenían vagas referencias, pero lo único que eso quería decir, bien mirado, era que Tannis resultaba un perro viejo interesante. Era realmente viejo. Su época había pasado. Nadie quería tomárselo demasiado en serio. Dios sabía lo que habría oído en realidad aquel viernes por la noche. Tannis vio aquellos pensamientos en sus ojos, en su mirada cristalina e indulgente. Y, mientras seguía hablando, hubiera jurado que se estaban aburriendo como ostras. Pero a ellos se les había escapado. Eso era lo que él estaba descubriendo mientras volvía una y otra vez sobre lo mismo, dándoles una oportunidad tras otra de descubrir lo que estaba debajo de sus narices. Y cuando Matheson dio por finalizada la reunión, «Jack, creo que los demás estarán de acuerdo conmigo en que nos has sido de gran ayuda», por fin se convenció de que literalmente se les había pasado por alto. Claro está que, con el tiempo, acabarían por descubrirlo. Cuando todo estaba dicho y hecho, aquellos hombres eran policías profesionales, pero en ocasiones se veían atrapados por esa misma circunstancia. Habían realizado cada paso de la rutina (adónde había ido Buhler, con quién había hablado, dónde se había gastado el dinero) antes de empezar a hacer deducciones, antes de permitirse a sí mismos pensar. Pero acabarían pensando. Así que, de un modo u otro, probablemente les sacaba ventaja, pero no por mucho tiempo. De modo que, cuando lo invitaron a comer con ellos, declinó su ofrecimiento: «Caballeros, a mi edad, si se toma una copa al mediodía, pierde uno todo el día», porque eso era precisamente lo que no quería hacer. Un viejo con el corazón enfermo que no sabía hablar inglés. ¿Por qué, entonces, había ido a China Lake? Tannis no conocía la respuesta, o al menos no toda. Pero sabía una cosa: si era cierto que Buhler no sabía inglés, sólo podía significar que el hombre a quien había ido a ver desde tan lejos, el hombre que probablemente lo había matado, debía dominar el alemán con fluidez. Y allí, en toda aquella extensión de arena y rocas, ¿cuántas personas podían dominar el alemán?