"China Lake" - читать интересную книгу автора (Hyde Anthony)

4

Tannis no se engañaba a sí mismo. Había tenido suerte. Los del FBI y los de la Marina habían pasado por alto lo más obvio de Buhler porque no querían verlo, pero acabarían por verse obligados a mirar. Por consiguiente, su ventaja era sólo temporal; podía durar una hora, o un día, pero contar con que durara mucho tiempo era una estupidez. Tenía que moverse con rapidez. Pero también sabía que aquélla sería tal vez su única oportunidad, de modo que debía tener éxito, lo cual implicaba que debía tomarse tiempo para pensar. Además, estaba en libertad de hacerlo. Por ejemplo, ahora estaba seguro de que la llamada del viernes no había sido intervenida, lo que sin duda le confería otra ventaja. Así que, aquella tarde, sentado en su despacho, a la tenue luz de su lámpara flexo, con las fotos de la pared, se relajó y pensó. Pensó en todo aquello mientras se tomaba una copa de tequila y contemplaba la puesta de sol. Reflexionó mientras las estrellas comenzaban a puntear el cielo.

Empezó a repasar sus propias teorías. Punto uno: Buhler y Harper estaban relacionados, ése era el aspecto fundamental. Nickel y Benson podían jugar con las palabras, pero no podía existir otra explicación para lo que había ocurrido el viernes por la noche. Él, Buhler y el misterioso interlocutor tenían una cosa en común, y esa cosa era David Harper. Punto dos: por extrañas que parecieran las acciones de Buhler, planeaba algo; incluso Benson había tenido que admitirlo. A la primera oportunidad, aquel vulgar maquinista germano oriental había ido derecho a China Lake, que no era precisamente un popular destino turístico; debía de tener algún plan en la cabeza. Y punto tres: puesto que Buhler no hablaba inglés, su propósito, fuera cual fuese, tenía que involucrar a una persona que hablara alemán; literalmente, no podría haberse comunicado con nadie más. Finalmente, era esa persona que hablaba alemán la que lo había asesinado, bien a causa de algo impredecible que había ocurrido aquella noche en la carretera de Trona, o como parte de un plan deliberado, probablemente para involucrar al propio Tannis. Aquellas suposiciones parecían irrecusables, y en conjunto establecían tres requisitos que debía cumplir el asesino de Buhler: tenía que estar relacionado con el caso Harper, hablar un alemán decente y seguir viviendo en el Panamint.

Tomando estos datos como base, Tannis empezó a compilar una lista de nombres. Naturalmente, el primero era el suyo. No lo hacía del todo a la ligera. Había un leve componente de duda en su última suposición, es decir, que el hombre a quien Buhler había ido a ver también lo había matado. Así que, consideró Tannis, era teóricamente posible que Buhler hubiera realizado su extraordinario viaje para verlo a él. ¿Pero por qué no lo había hecho? Llevaba en Lone Pine una semana, según el FBI, y todo lo que tenía que hacer era buscar el nombre de Tannis en el listín telefónico. Aun dejando aquella cuestión de lado, existía otro problema. Si Buhler había querido ir a verlo, eso significaba que a Buhler lo habían matado seguramente para evitar el encuentro. Pero entonces, ¿por qué el hombre que lo había llamado el viernes por la noche, evidentemente el asesino, le había alertado sobre la presencia de Buhler? Había respuestas para estas preguntas, pero eran todas muy hipotéticas. Al mismo tiempo, Tannis tenía que admitir que cumplía todos los demás requisitos. Su alemán era excelente. Lo había aprendido en un principio en México de un viejo buscador alemán, un amigo de su padre, y más adelante lo había estudiado en CalTech. Por supuesto, sus conocimientos del idioma era una de las razones por las que la inteligencia naval lo había reclutado. Finalmente, cuatro años en Alemania, una gran parte dedicada a interrogar a alemanes, le habían dado una auténtica fluidez, de modo que incluso ahora podía cambiar su mente y oír sus pensamientos auf Deutsch gesprochen [17]. Por consiguiente, podría haber hablado con Buhler y desde luego había estado relacionado con el caso Harper y nunca había abandonado el Panamint. Sin embargo, era demasiado improbable, pensó. Repasó sus recuerdos, sus archivos, incluso las viejas fotografías, pero continuó prácticamente convencido de que él y Buhler no se habían conocido nunca. No podía afirmar categóricamente que no se hubieran encontrado nunca (se había encontrado con un montón de alemanes), pero resultaba difícil creer que un sólo encuentro que él no recordaba pudiera haber sido tan importante para Buhler, como para haber ido a buscarlo cuarenta años más tarde.

Tras haberse eliminado a sí mismo, continuó con el siguiente nombre, y era el de Harper. También improbable. Pero no imposible. ¿Se hallaba en el Panamint? El tercer requisito parecía descartarlo. Porque el FBI ya habría comprobado si estaba allí. Estaba dispuesto a jurar que la cinta que había escuchado con la voz de Harper había sido grabada en las últimas veinticuatro horas. No cabía duda de que no era una vieja grabación extraída de la antigua investigación sobre Harper, y nadie hubiera intervenido su teléfono a esas alturas. De modo que el británico debía de haber hecho un trabajo especial, rápido y sucio. Pero si Harper no encajaba en ese punto, sí lo hacía en los otros. Él era el caso Harper. Y hablaba un buen alemán. Ésa había sido incluso una parte de los motivos por los que se había sospechado de él. Tannis dejó volar su imaginación hacia los días pasados y las sesiones de interrogatorios, el espejo por un lado que era cristal por el otro, las emborronadas transcripciones, las cintas que parecían grabadas en el fondo de un pozo y después las interminables sesiones de información. Fue el checo. El aviador checo le había enseñado a Harper un poco de alemán cuando éste era un muchacho, sobre la base de que debemos odiar a los nazis pero no al pueblo alemán. Harper lo había aprendido de buena gana: «Había una especie de inquietud subversiva en ello…» Tannis recordaba a Harper pronunciando aquella frase y esbozando una mueca de disgusto; no era el tipo de debilidad que se debía confesar cuando a uno le interrogaban sobre espionaje. Y luego, la última carta del checo hablando sobre el dinero estaba escrita en alemán.«Ich werde es nie verwenden. Vielleicht wird es für Davids Ausbildung behilflich sein[18] ¿Pero qué podía significar eso? Imaginar un nexo entre Harper y Buhler era aceptar que Harper había sido culpable y Tannis estaba absolutamente seguro de lo contrario. Era una de las pocas cosas de las que podía estar seguro. ¿Y por qué habría vuelto si no? ¿Venganza? ¿Nostalgia? ¿Un intento por reconciliarse con el pasado? Ninguna de estas respuestas servía, aunque sólo fuera porque Harper odiaba aquel lugar, odiaba el desierto, siempre lo había odiado (aunque a su mujer le encantaba), y por lo tanto Tannis no conseguía imaginárselo allí ahora, en un motel, con un coche aparcado fuera, escuchando cómo soplaba el viento. Se había sentido incómodo, tenso, desplazado, inhibido. No. Sencillamente no era Harper.

De aquel modo quedaba despejado el terreno, eliminando, en su propia mente, la posibilidad de una solución «engañosa». Ahora se puso a trabajar en serio. Dejó que sus pensamientos vagaran libremente, volviendo hacia atrás más de veinte años, viendo con los ojos de la mente antiguos expedientes, viejos rostros, recordando voces medio olvidadas. Empezó a anotar nombres al azar en un bloc. Y aunque recordara un nombre con mayor frecuencia, aunque un candidato le pareciera más probable que los demás, siguió siendo profesional, metódico. Repasó cada departamento de la base, el Mike Lab en especial (el Laboratorio Michelson), donde Harper había trabajado, y luego trazó un somero gráfico de la organización del Programa Sidewinder y lo rellenó cuidadosamente: Código 352, el ingeniero del proyecto; 3525, controles de producción y calidad; 3527, aerodinámica, propulsión, lanzamiento; 3529, estudios sobre sistemas de guiado, espoletas, cabezas de guerra. Harper habría conocido a personas de la mayor parte de aquellas áreas. Mediada la tarde, cuando Tannis se tomó un descanso (una botella de Corona, media papaya y lima), tenía un buen puñado de hojas apiladas sobre su escritorio. Casi sin excepción se trataba de científicos o técnicos. Su edad, en aquel momento, debía de oscilar entre la muerte y la cuarentena, pero la mayoría debían de estar jubilados y viviendo en cualquier lugar desde Florida a Costa Rica. Stern, por ejemplo, había acabado en San Miguel de Allende. Sí, lo recordaba. De hecho, pensó mucho en Stern. Era el hombre de los instrumentos. Stern montaba artilugios que medían microvoltios a nueve mil metros de altura, y luego transmitían de vuelta cada oscilación de la aguja. Era un genio de ingenuidad, un manitas. Su pasatiempo, todo el mundo lo sabía, era arreglar relojes, con la cabeza inclinada y la lupa en el ojo. Al tratar de recordar su rostro lo que le vino a la memoria fue su cabeza inclinada, todo concentración, como una cigüeña abalanzándose sobre un pez. Habiéndolo medido todo, Stern lo había sabido todo, al menos en teoría era un sospechoso básico que, además, hablaba alemán. Pero no podía ser Stern porque aquel hombre estaba muerto, había muerto allí, en México, Tannis estaba seguro. Claro está que se podía amañar cualquier cosa en México, pero él lo había comprobado en su momento; lo recordaba. Él mismo había investigado a Stern sin hallar nada anormal. No obstante, tenía que estar seguro, tenía que volver a comprobarlo y sabía cómo hacerlo. Stern había sido una persona peculiar con respecto al dinero. No era tacaño, pero sí estricto, cuidadoso. Así pues, Tannis se dio un bonito paseo en coche por la 395 hasta Mojave y desde una cabina telefónica llamó a la base, donde solicitó hablar con un viejo conocido de Pagos y Pensiones. Quería un favor, le dijo. Estaba intentando encontrar a unos cuantos tipos de los viejos tiempos y quería sus direcciones. Le dio los nombres: Stern, Pritchard, Jackson, Kowalchuk… Pritchard era una invención, pero Kowalchuk estaba también en su lista. Un experto en diseño reticular, en gatillos por vibración, imágenes de objetivos y campos de visión. Resultó que vivía en San Diego. De Jackson no tenían constancia. Y habían interrumpido el pago de la pensión de Stern hacia más de diez años. «Murió en México. No hay ningún superviviente que reciba su pensión, así que no hay esposa. He tenido que mirarlo en los viejos archivos, no los han cambiado nunca.» Bien, Tannis conocía a su Stern: de haber estado vivo, de un modo u otro se las habría apañado para cobrar la pensión.

Por lo tanto tachó a Stern de su lista, pero luego, mientras se tomaba el café, aún en Mojave, repasó cuidadosamente los demás nombres. Todos eran americanos. Todos hablaban alemán.

Además del hecho de conocer a Harper, o poder haberlo conocido, ése era el rasgo común. Pero en realidad, decidió, el mejor modo de hacer la selección era en términos de destreza lingüística. Todos eran científicos y, como el mismo Tannis, mayores que Harper. Formaban parte de una generación para la que el alemán había sido todavía el idioma de la ciencia y de las matemáticas, de modo que todos ellos lo hablaban un poco. Pero él buscaba unos conocimientos que fueran más allá de lo rudimentario. Al repasar sus recuerdos, aquel dato consiguió mermar la lista. Pero aún quedaba otra consideración pendiente. Tenía que ser alguien que estuviera en aquella zona, puesto que Buhler había viajado hasta allí. Volvió pues al teléfono y marcó el número de información para pedir los nombres de todas las ciudades y condados de la zona, desde Los Ángeles hasta Bakersfield y Bishop. Le llevó más de una hora y exasperó a varias operadoras de larga distancia, pero al final consiguió reducir la lista a cinco nombres, cinco hombres que probablemente habían conocido a Harper, que hablaban alemán y que aún vivían en aquella parte del desierto.

El siguiente paso era fácil. Sencillamente, se limitó a llamar a cada uno de ellos por turno, dirigiéndose a la persona que contestó al teléfono en su excelente alemán. De los cuatro primeros, sólo dos consiguieron responder, y uno de ellos era en realidad el hijo del hombre al que buscaba, un antiguo especialista en cargas de «barra» que ahora estaba postrado en cama. Así llegó al candidato final, después de Stern, el más probable de todos, motivo por el cual lo había dejado para el final: Kenneth Helmsley, un eminente químico que había ofrecido su amistad a Harper, amistad que, al recordar Tannis los detalles, demostraba lo brillante que había sido Harper, puesto que, a pesar de su juventud y el hecho de que no fuera americano, Harper había sido nombrado miembro del Grupo de Trabajo sobre Medios de Infrarrojos (WGIRB), un comité de élite formado por las fuerzas armadas americanas en 1954 para estudiar las aplicaciones militares y problemas de los rayos infrarrojos. Dos científicos de China Lake habían formado parte de este grupo, uno de ellos era Helmsley. Hablaba un alemán excelente porque había estudiado en Alemania; era la relación viviente con los primeros trabajos sobre los infrarrojos que se había realizado en Alemania entre guerras, lo cual tenía su importancia (se dio cuenta Tannis) por otros motivos. Helmsley había estudiado en la Universidad de Frankfurt con un profesor llamado Czerny, cuyo trabajo había sido dirigido hacia la Zeiss Company de Jena en los años cuarenta. En esa compañía, un equipo había desarrollado un dispositivo de rayos infrarrojos, conocido como Kiel IV, que podía montarse en un avión de combate para detectar bombarderos enemigos de noche. Por lo tanto, ahí existía una pequeña línea de investigación. ¿Habría tocado esa línea a Buhler? Jena estaba en el Este (una buena parte del complejo Zeiss había sido desmantelada y enviada a Rusia). Además, como Tannis había descubierto durante su época en la Misión Técnica, la mayor parte del resto del trabajo de investigación alemán sobre la radiación infrarroja había acabado en las zonas central y orientales de la Alemania que los rusos habían ocupado. En cualquier caso, cualesquiera que fueran los vínculos que lo relacionaran con Buhler, no cabía la menor duda de que existía una relación entre Helmsley y Harper: se conocían ya antes de que Harper llegara a China Lake. Y lo que resultaba más intrigante de todo, Helmsley aún vivía en Ridgecrest. Así que Tannis marcó su número con cierta esperanza, pero tras cinco minutos de escuchar la respuesta desconcertada y balbuceante (aunque con un acento pasable) de Helmsley, estuvo completamente seguro de que Buhler no había hablado nunca con él.

El día llegaba a su fin, era lo bastante tarde como para decidir que su suerte se había esfumado, lo bastante tarde como para volver a casa. Pero no estaba desanimado y seguía convencido sobre el punto esencial: Buhler había ido a China Lake para hablar con alguien que sabía alemán. Se mantendría firme en esta convicción.

A la mañana siguiente, aunque sin abandonar definitivamente su lista inicial, decidió abordar el problema desde otro punto de vista. En lugar de investigar a partir de Harper y de la base hacia el Panamint, le daría la vuelta al problema; repasaría todos los nombres de la zona del Panamint y seleccionaría los que sonaran a alemán. Para estrechar un poco el campo de acción, supuso que el lugar de la muerte de Buhler no había sido casual y que el asesino vivía en algún lugar del Valle del Panamint a lo largo de la carretera de Trona, es decir, en la zona sudeste del condado de Inyo. Tannis sabía que no era necesariamente una elección defendible. Estaba seguro de que la carretera de acceso había sido escogida como lugar de encuentro porque el cercano radar hacía muy difícil todo tipo de vigilancia electrónica y, por lo tanto, lo más probable era que el misterioso comunicante viviera en realidad en otra parte. Pero la conveniencia, derivada de la peculiar complejidad administrativa de la zona, hizo que ignorara este punto. Casualmente, China Lake se sitúa casi exactamente en el punto de intersección de las fronteras de tres condados. Ridgecrest y la mayor parte de las secciones residenciales de China Lake caían dentro del condado de Kern, que se extiende hasta Bakersfield y tiene una población de alrededor de medio millón de habitantes; de modo que a un hombre le resultaría muy difícil encontrar algo en los registros del condado. Pero la situación era aún peor en cuanto a Trona, la población más cercana al lugar del crimen, porque se halla situada exactamente en el condado de San Bernardino, que se extiende hacia el sur hasta la periferia misma de Los Ángeles. En consecuencia, el condado de Inyo era la elección más fácil. Aunque este condado cubre un área enorme a través del Valle de la Muerte hasta la frontera con Nevada, al norte, hasta el Parque Nacional Yosemite, tiene una población de menos de veinte mil habitantes. En cualquier caso, ese viernes por la mañana muy temprano, recorrió los ciento sesenta kilómetros por la carretera 395 que lo separaban de Independence, la sede del condado, a donde llegó hacia las nueve de la mañana. Examinando exhaustivamente los registros de hacienda, el censo electoral y el listín telefónico, empezó a reunir una lista de todos los nombres que sonaran a alemán en la sección del Panamint del condado y hacia el mediodía, cuando llegó al número nueve, dio con un nombre que le sonaba.

Vogel, Karl Rudolph.

Formó las palabras en su mente pronunciándolas en inglés y en alemán… y se produjo algo. No era un viego amigo exactamente, tampoco una explicación segura para la llamada, pero era algo. Y luego le vino a la mente una asociación que no habría esperado: caballos. Cerró los ojos y mientras sostenía el auricular vio la misma imagen que había visto una semana antes: la carretera hacia San Diego y la breve visión de una mujer con la espalda erguida cabalgando una y otra vez alrededor de un blanco corral con el sombrero volando al viento tras de ella. «¡Cielos! ¡Debo de parecerme a Dale Evans!»

Sí. Lo recordó todo. La mujer de Harper. Lo bastante británica y lo bastante burguesa como para diferenciar un lado de un pony del otro, le había encantado montar y durante su estancia en China Lake había alquilado caballos de un hombre llamado Vogel. El mismo Tannis había ido a cabalgar con ella en una ocasión y recordaba que ella le había contado dónde alquilaba las monturas, una «heredad», lo había llamado ella, un pobre rancho que pertenecía a un hombre cuya mujer había muerto. Tenía que cuidar de una niña pequeña, había una especie de situación doméstica vagamente trágica. Pero no podía recordar si Vogel hablaba en realidad alemán, de hecho, no recordaba al hombre en absoluto, aparte de su relación con Diana Harper. ¿Habría alquilado Harper también caballos? Pensando en ello, Tannis no estaba seguro, le parecía improbable, y no podía haber existido otro medio por el que Harper conociera a Vogel, ya que estaba seguro de que Vogel no había trabajado en la base y no había conocido a ningún científico, ni a Stern ni a Helmsley, a ninguno de ellos. Así pues, la única relación que existía era a través de su mujer y los caballos. Y ni siquiera eso era absolutamente seguro. Existía una dificultad que no podía aclarar. El rancho de Vogel, y sin duda la zona por donde Diana Harper solía cabalgar, estaba en el Valle de Indian Wells, al sudoeste de la base, pero el Vogel que acababa de encontrar pagaba sus impuestos por una tierra en el Valle del Panamint, 30 o 50 kilómetros al noreste. Tras investigar en la oficina del catastro descubrió que había comprado aquella tierra tan sólo dos años antes. O bien se había trasladado o no se trataba del mismo hombre.

En realidad Tannis no creía esto último. Quedaban un montón de preguntas sin respuesta. Si él no conocía a Vogel, ¿cómo lo conocía Vogel a él? La coincidencia era demasiado evidente: Harper, caballos, Vogel, todo encajaba a la perfección. Pero si era cierto, si los dos Vogel eran la misma persona, sabía que era prácticamente seguro que había descubierto al asesino de Buhler, de modo que incluso la más leve duda podía resultar desastrosa. Tenía que comprobarlo. Lo que de nuevo lo condujo a topar con el enrevesado gobierno local de aquella parte del desierto, ya que el Valle de Indian Wells está situado en el condado de Kern, cuyas oficinas gubernamentales se encuentran en Bakersfield, y Bakersfield quedaba a doscientos cuarenta kilómetros de donde se hallaba. Sin embargo no lo dudó. Llenó el depósito de la camioneta, compró cuatro barras KitKat y se puso en camino. Llegó hacia las tres de la tarde. Para entonces había situado mentalmente el rancho de Vogel, es decir, el rancho donde Diana Harper alquilaba caballos, con tanta precisión que lo encontró en el segundo libro de registro de la propiedad que le entregaron. Los dos hombres eran el mismo: Karl Rudolph Vogel. Tenían que ser el mismo… no obstante, había un detalle curioso. Según el registro, Vogel no había pagado impuestos por la propiedad del condado de Kern desde 1960 y ahora había una serie de gravámenes y embargos sobre la tierra. Así que, al parecer, la había abandonado, incluso se había ido de aquella parte del país, sólo para regresar muchos años más tarde y comprar una segunda propiedad. ¿Qué había ocurrido? ¿Adónde había ido y por qué había vuelto? ¿Y por qué había comprado una segunda propiedad cuando sólo pagando los impuestos atrasados podría haber reclamado la anterior? Pero aunque éstas eran preguntas muy interesantes, su importancia última dependía de la respuesta a la pregunta principal: ¿hablaba alemán Vogel? Había un modo de descubrirlo. Desde una cabina telefónica marcó el número de Vogel. Contestó una mujer. Su voz era fuerte, clara y con un acento totalmente americano. Tannis vaciló, estuvo a punto de colgar, casi habló en inglés, pero luego decidió intentarlo:

– Ja, ich möchte Karl Vogel sprechen [19].

– Ah… lo siento… Er ist in diesem Augenblicke nicht da… [20] Lo siento, no hablo muy bien alemán. Mi padre no está.

– Comprendo. De acuerdo. ¿Sabe cuándo volverá?

– En realidad no. Está en Los Ángeles. ¿Quiere darme su nombre?

– No importa, señorita Vogel, no sabría quién soy. Pero llamaré más tarde. Gracias.

Colgó y, con el auricular aún en la mano, aspiró profundamente. Quizá el alemán de la chica no había sido perfecto, pero no había demostrado sorpresa alguna cuando le había preguntado por su padre en ese idioma. Sí, estaba casi seguro. Había dado en el clavo. Vogel era el hombre a quien Buhler buscaba, el hombre que había causado su muerte.

Eran ya las cuatro de la tarde, una hora razonable para tomar una copa cuando se acababa de resolver un caso de asesinato. Y Tannis estaba cansado. Había trabajado durante todo el día anterior y desde la siete de la mañana había recorrido 400 kilómetros o quizá más. Pero no se le ocurrió detenerse en ningún momento, como tampoco a un jugador de dados (él lo habría podido expresar así) se le ocurriría jamás pasar los dados al llegar su turno. De Bakersfield viajó a Ridgecrest, otros ciento treinta kilómetros, lugar donde se detuvo a poner gasolina y a comprar un montón de latas de Coca Cola en el Qwik Korner Deli; pero pronto estuvo en camino de nuevo. Un paso seguía a otro, la lógica del impulso lo arrastraba. Ridgecrest Boulevard. La carretera de Trona. A su izquierda apareció brevemente China Lake más allá de la valla, llano, marchito, cubierto de polvo, un paisaje de un marrón blanqueado sobre el que se cernía Lone Butte, una cicatriz gibosa y púrpura con una señal en cal para los aviones. La lógica del impulso. Como un mapa con su clave. Y él la había descubierto. Buhler-Harper-Vogel. Él había rastreado las conexiones. Al reclinarse en el asiento del coche y encender un cigarrillo, se produjo aquel salto característico en su interior, de modo que todo se veía aumentado, más lúcido y las perspectivas cambiaban, emergían los esquemas. Todo adquiría significado. Los primeros principios estaban claros. Si x, entonces… Sí, los primeros principios se abrieron paso a través de los datos, ordenando, seleccionando. Todo significaba algo, desde Buhler atravesando el Control Charlie hasta Diana Harper montando a caballo; desde la Tercera División Blindada entrando en Nordhausen hasta la Exhibición Aérea Tushino y, finalmente, «no hablaba una sola palabra de inglés». Sí, el significado había surgido de todo aquel caos. Como un destello de oro en la arena de la criba. Pero él era el único que lo veía. Era su secreto. Cuando subió por el Valle de Salt Wells y Poison Canyon, cuando alcanzó la cima que dominaba Trona, el mundo entero le pareció su secreto. Él mismo era un secreto. Solo. Las torres de hierro sobre las fábricas, los interminables giros de las cintas transportadoras, los montones de ceniza y sal, los negros estanques de desperdicios que se evaporaban, sólo él podía verlos. En todo el valle no había nadie más para verlos, sólo él y Dios, si había un Dios… y si no lo había, él era ciertamente invisible. Estaba solo en aquel vasto lugar, nadie más lo conocía, así que allá donde mirara se contemplaba en un espejo, como en un estanque donde brillara un perfecto reflejo de su rostro. Sabía todo lo que debía saber, todo se había vuelto inevitable, el destino. Sus ojos recorrieron todo el lado de la carretera, como rastreando huellas de caballos, como si buscar la relación entre el cadáver de Buhler y el nombre de Vogel fuera una mera continuación de la investigación que había iniciado a lo largo de aquel aluvión, un rastro evidente perdido en una zona de esquisto, recuperado de nuevo, borrado con un arbusto a modo de rastrillo, traicionado por fin por las brasas enterradas del fuego de la noche anterior descubiertas por el viento de la mañana. Y justo en el momento adecuado sus ojos se alzaron. En el desierto ciertas figuras son más claras con la distancia, como los cimientos de antiguos edificios que se revelan únicamente desde una cierta altitud. La carretera de Vogel era así. Al alzar la cabeza, Tannis la vio a ochocientos metros de distancia. Era una línea demasiado regular, demasiado blanca, que se curvaba hacia el norte y el oeste atravesando la llana superficie arenosa. Pero una vez que alcanzó el final con la mirada, aquella línea se perdió casi en detalles. No había letreros ni buzón, ni prueba real de que existiera una carretera en absoluto. Pero unas negras marcas de neumáticos revelaban el lugar donde alguien había girado, y las siguió.

Al principio persistió la ambigüedad de la pista. La camioneta iba dando violentas sacudidas a medida que el terreno se hacía más pedregoso y casi pensó que se había equivocado, que no había ninguna carretera. Pero también sabía que lo descubriría. Por supuesto que sí. Y justo entonces dio con una recta aplanada en la que se podían ver los surcos dejados por un refinador al dar media vuelta marcha atrás. Con un ojo en el odómetro apretó el acelerador: seiscientos cuarenta metros… ochocientos… novecientos sesenta metros… Alrededor de él no parecía haber nada más que roca negra, creosota y una neblina salada; un paisaje que continuamente se replegaba sobre sí mismo, un punto indistinguible de cualquier otro. Pero en tal lugar, monótono, monocromático, hipnotizante, incluso el más leve cambio en la configuración del terreno podía ocultar o revelar mucho y, de repente, a un kilómetro y medio exactamente, la carretera ascendió ligeramente, rodeó dos grandes cantos rodados y bajo él, en medio de una amplia y poco profunda cuenca, vio una vivienda remolque sobre tacos de madera. Bruñido por el viento y la arena, el remolque relucía al sol. De las ventanas a cada extremo sobresalían aparatos de aire acondicionado, en el techo se cimbreaba una antena curvada y tres peldaños de hormigón conducían hasta una estrecha puerta. Esparcidos a su alrededor había un par de bidones de aceite, trozos de silenciador de tubos de escape y un montón de ladrillos. Era como un pedazo de yermo industrial y la casa podía haber sido un furgón abandonado en una vía muerta. Redujo la velocidad, luego frenó a unos treinta y cinco metros y esperó mientras la estela de polvo que había provocado la camioneta subía en remolinos hacia el cielo y el zumbido del motor se desvanecía en el silencio. Pero no apareció nadie. Tras unos minutos tocó la bocina. Nadie. Pero tenía que haber alguien dentro, pues distinguió un viejo coche polvoriento (le costó un rato reconocer un Peugeot) aparcado junto a la puerta. Bajó de la cabina y se movió muy lentamente, con cuidado de mantener su cuerpo tras la puerta. Después de todo, Vogel sabía usar un arma. Al mismo tiempo, deliberadamente, evitó coger el arma que había tras el asiento, el 30-30 Marlin que siempre llevaba allí. Para mantener su incertidumbre. Para no alarmarlo… todavía. Pero tampoco él estaba seguro, ya que cuando entornó los ojos para protegerse del sol y olió el viento seco y cálido, empezó a sentirse muy expuesto. Estaba a punto de volver a subir a la camioneta cuando finalmente vio a alguien.

Una niña pequeña.

Salió corriendo desde detrás del remolque. Corría tan rápido como podía con la lengua entre los dientes y los brazos extendidos tratando de mantener el equilibrio. Había tomado una dirección que la alejaba de él y de la casa y en su determinación no lo vio durante un momento, pero cuando lo hizo, se detuvo en seco. Lo miró fijamente. Y luego volvió lentamente la cabeza hacia atrás y llamó: «¡Mami!» Volvió a mirarlo, observándolo de pies a cabeza, luego volvió a llamar: «¡Mami!» Pero su voz tenía más de orden que de alarma, y cuando volvió una vez más a mirarlo, añadió, con toda tranquilidad:

– Debemos tener cuidado. Hay una serpiente de cascabel bajo nuestra casa.

La sorpresa de Tannis, extrañamente, se debió más a la presencia de la niña que a su declaración. Los niños, siempre que los encontraba, suponían un trastorno, un aspecto de la vida que olvidaba normalmente, o pasaba por alto. No eran uno de sus supuestos. Pero por esta misma razón los tomaba siempre en serio, lo cual, en aquellas raras ocasiones en que tropezaba con ellos, ellos solían percibir y en general apreciaban. Pero ahora, aunque la creyó a pies juntillas, vaciló, preguntándose qué podía tener que ver una niña pequeña con Harper, Buhler y Vogel, y la niña lo interpretó aparentemente como una duda. Se adelantó y con un tono de cierta seriedad repitió:

– He dicho: hemos de tener cuidado porque hay una serpiente de cascabel debajo de nuestra casa. -Luego agregó-: ¿Cómo se llama, por favor?

– Cracker Jack. -La niña sonrió al oírlo y Tannis le preguntó-: La serpiente, ¿en qué lado de la casa está?

– En el centro, creo.

– ¿No te ha mordido?

– Por supuesto que no. Si me hubiera mordido, estaría llorando, tonto.

No había réplica posible y Tannis se volvió hacia el remolque, mirando atentamente la negra línea de sombra que había debajo. En el calor de aquel día era justo el lugar a donde iría una serpiente. No vio nada y se volvía ya de nuevo hacia la niña cuando apareció otra figura, también corriendo y también desde detrás de la casa. Esta vez era un mujer. Jadeaba y tenía una herida sangrante en la mejilla. Al igual que la pequeña parecía apartarse del remolque, pero tan pronto como descubrió a Tannis se detuvo. Y entonces él tuvo su primera impresión sobre ella; una poderosa impresión de miedo y de belleza. Era una belleza morena, de baja estatura, pelo oscuro, ahora algo revuelto, y una cara alargada y bronceada con grandes ojos oscuros. El miedo estaba en los ojos, y en aquel vasto paisaje, aquellos ojos parecían todo lo que había por ver.

Estaba lo bastante lejos como para que Tannis tuviera que alzar la voz, pero habló con tono calmado:

– ¿Adónde ha ido?

Ella se inclinó hacia delante, la manos apoyadas en las rodillas, y respiró ávidamente. Alzó la mirada y finalmente contestó:

– Debajo de la casa.

– ¿Qué aspecto tenía exactamente?

– De un color claro. Amarillo… -Su voz empezó a temblar, pero era una voz profunda. Era la misma mujer que había contestado al teléfono, la mujer que se había identificado como la hija de Vogel-. Tenía manchas marrones en el lomo y…

– Muy bien. -Casi seguro era una serpiente de cascabel-. Espere aquí -le dijo-. Puede enseñarme el lugar. Tengo un arma en la camioneta.

Pero ella gritó desesperadamente:

– No, no, no pasa nada. No pasa nada. Cuando se haga de noche se irá. Esta noche… ya no pasará nada…

«Esta noche… ya no pasará nada.» La rima [21] se le quedó grabada mientras la miraba de nuevo. Estaba asustada, había visto una serpiente de cascabel. Bajo tales circunstancias no había motivo para tomarla demasiado en serio. Pero sus palabras le parecieron tan raras que se quedó mirándola fijamente y vio que algo vacilaba tras sus ojos, como si aquellas palabras hubieran sido una admisión, una revelación involuntaria. Así que Tannis imaginó «esta noche» cuando «ya no pasará nada», y a ella tumbada en la cama y despierta en la oscuridad mientras la serpiente se movía bajo la casa. ¿Cuántas otras noches habría estado despierta de ese modo? Oh, bastantes, pensó Tannis. Se lo imaginaba perfectamente. Y entonces se produjo la primera conexión entre ellos, porque él supo que ella sabía lo que él había visto, pues se giró al llegar a la altura de la niña y dijo con voz entrecortada:

– Lo siento, no sé… Dios santo… no sé.

Tannis sonrió. Era una mujer. Y al contrario que los niños, las mujeres no constituían un aspecto de la vida que Tannis hubiera ignorado. Respondió:

– Recupere el aliento, tómese su tiempo. A cualquiera le asustarían. Normalmente no se ven en pleno día.

– También yo pensaba eso -replicó ella, tras respirar hondo e intentar una sonrisa.

– Probablemente algo la ha asustado, un halcón o una serpiente rey. Lo crea o no, cazan serpientes de cascabel.

Volvió a sonreír. Sin pretenderlo, se había acercado más a ella. De repente estaba allí, junto a la mujer. Lo bastante cerca como para notar que llevaba perfume, un ligero aroma floral, un toque fuera de lugar, pero en realidad estaba cuidadosamente arreglada e incluso vestida «haciendo conjunto» de una manera sencilla: una fresca camisa blanca con los puños arremangados y unos tejanos desteñidos metidos por dentro de unas botas Frye de color marrón. Retrocedió un poco alejándose de él, pasándose los dedos por los cabellos y echando la cabeza hacia atrás para revelar un destello de plata en su cuello, alguna especie de adorno navajo. Por un instante a Tannis se le ocurrió que podía ser india; su piel era lo bastante oscura. En cualquier caso resultaba evidente que no era de por allí; sin embargo, resultaba difícil decir de dónde procedía. ¿México? No era imposible, su oscura piel tenía algo de mexicana, y Vogel había hablado mexicano, suponiendo que él fuera el hombre que lo había llamado y, sí, eso era lo que suponía. Por otro lado… Su mente rondó la pregunta. Luego resistió. ¿Qué significaba aquella mujer para él? Nada. Pero ése era el problema. Después de todo, él era el único que había encontrado significado en el caos y ahora todo cobraba sentido. Todo, precisamente, tenía sentido. Incluyendo aquella extraña pareja. La mujer tenía la mitad de su edad. Cuando Harper había estado en aquel desierto, ella debía de ser una niña, una niña de la edad de su propia hija, o incluso más pequeña. Siguió con el pensamiento la cadena de aquella descendencia, los vínculos por separado, una fornicación conduciendo a otra. Para entonces ella había recuperado el aliento, se había repuesto y sonreía.

– Lo siento. No he oído su nombre.

– Jack -contestó él. Y también sonrió-. Jack Tannis.

– Marianne Vogel -anunció ella, tras una inclinación de cabeza.

– He venido para ver a su padre.

– Usted es el que ha llamado, ¿verdad?, esta mañana.

Él volvió a sonreír y asintió, todo amabilidad.

– Estaba en Ridgecrest y he pensado que podía acercarme. Hace mucho tiempo que no he hablado con su padre, pero tiene una propiedad en el condado de Kern que intento comprar.

– No tiene ninguna propiedad en el condado de Kern.

– ¿No? -inquirió Tannis, irguiendo la cabeza-. Bien, a duras penas, supongo que podría decirse. El condado está a punto de adueñarse de ella. -Sacó entonces una fotocopia del registro de la propiedad de su bolsillo y se la pasó. Ella la miró con el ceño fruncido y él siguió hablando rápidamente, tratando de no darle tiempo para dudar o preguntar-. Mire, con respecto a esa serpiente, probablemente tiene razón, en cuanto refresque se irá. Pero quizá no. Ése es el problema. No se puede decir con seguridad. Y una mordedura de una serpiente como ésa… si mordiera a su hija, sería probablemente…

Mientras pronunciaba estas palabras ambos miraron a la niña. Se había alejado al azar y estaba en cuclillas sobre el polvo, jugando con dos pequeñas figuras de plástico no más grandes que las chucherías que se daban como obsequio en las fiestas. Les hablaba con una voz suave, confidencial. Debbie, una de las figuras, al parecer se marchaba de viaje a Búfalo. Tenía que escribir sin falta. Cuando volviera, William iría a buscarla al autocar. Mientras continuaba con su diálogo, Tannis se enteró de que la pequeña se llamaba Anna y de que no estaba en absoluto asustada. A Tannis le pareció que de algún modo aquello formaba parte de la situación, el hecho de que la mujer hubiera absorbido todo el miedo.

– Déjeme echar un vistazo -dijo-. Usted quédese aquí con ella, o quizá quiera jugar en la trasera de la camioneta.

Marianne asintió, lo miró… y entonces, cuando se dio media vuelta, hubo un momento, no del todo reconocido, en que la fotocopia pasó permanentemente a las manos de ella, como el pequeño regalo que él le hacía, el secreto de su papá… Al poco, él llevaba el arma y caminaba hacia la casa.

No la engañó. Rodeó dos veces el remolque. Pero si la serpiente estaba allí, había vuelto a reptar hacia el espacio que había debajo. Se asomó con cuidado y vio un revoltijo de tablones, herramientas rotas, trozos de alambrada, viejo cable eléctrico; pero ninguna señal de la serpiente. Volvió a dar la vuelta hasta la parte de atrás. Allí había más chatarra, esparcida de manera tan aleatoria que desafiaba todo esquema: viejos ladrillos y bloques de cemento, tablillas para tejados, rollos de cable, un viejo bidón de aceite lleno de basura, e incluso una vieja hormigonera, fosilizada por su último proyecto. Pero también había cinco neumáticos viejos y un generador Yamaha de dos kilovatios con un cable que salía de allí y se metía por la ventana de la cocina. Junto a él había además un tanque de gasolina medio lleno. Hizo rodar un par de neumáticos hasta el borde de la base del remolque, los situó a cierta distancia uno de otro y les prendió fuego con gasolina del tanque del generador. Al principio no pareció causar efecto alguno, tan sólo una andanada de calor y una ondulación en el aire demostraron que se estaban quemando, pero el fuego arreció y empezaron a arder sin llama. El viento era perfecto, no demasiado fuerte, pero constante. En un momento había volutas de un denso humo negro rodando por debajo de la casa.

Tannis dio la vuelta hasta la parte delantera.

Sabía que Marianne y la niña estaban mirando desde la camioneta, pero él mantuvo los ojos fijos en las sombras bajo la casa. Olía la goma quemada. Tras unos instantes apareció una espiral de humo gris y arenoso, seguido, unos cinco minutos más tarde, por la serpiente. Emergió, de hecho, justo por debajo de la puerta delantera, serpenteando por el segundo peldaño, como una extraña grieta en el cemento. Era de un color amarillo arenoso, tal como la mujer la había descrito, con un dibujo de manchas más oscuras en forma de diamante a lo largo del lomo. Tenía unos ciento veinte centímetros de largo, calculó Tannis; era una serpiente de cascabel del Mojave muy larga. Se movió lentamente escalones abajo, luego hacia el otro lado, luego se dio la vuelta, dudó, su negra lengua estaba probando, y se deslizó a lo largo de los escalones.

Tannis la contempló.

Sentía a la mujer observándola.

Tuvo la tentación de volverse, de contemplarla a ella contemplando, pero había pasado demasiado tiempo en el desierto para quitarle los ojos de encima a una serpiente, así que se movió con mucho cuidado, rodeándola, para que una bala rebotada no pudiera llegar hasta la mujer y la niña. La serpiente se deslizó alrededor de una roca, serpenteó por el polvo, siguiendo su sinuoso trazado, moviéndose un poco más rápido. Inclinándose hacia delante, Tannis la observó, con el tórrido sol cayendo sobre su nuca, la frente perlada de sudor. La siguió. Pero no quería que se fuera, que estuviera allí fuera, campando por sus respetos, y cuando sobrepasó el Peugeot (Tannis temió que se metiera debajo del coche), dio cuatro rápidas zancadas tratando de detenerla, acercándose así bastante. Con una sorprendente velocidad, la serpiente se dio la vuelta y se enroscó. Tannis se detuvo. Estaba a unos cuarenta centímetros. Levantó el rifle y echó hacia atrás la palanca. Luego, con toda delicadeza, casi discretamente, la cabeza de la serpiente se irguió para examinar y se mantuvo rígida, momento en el que a Tannis le vino a la memoria un recuerdo de Harper y su mujer en un determinado día, al anochecer, en que había paseado con ellos (una de las pocas veces que habían salido los tres juntos) y habían visto una serpiente, un crótalo cornudo americano, que avanzaba hacia ellos con su típico movimiento lateral por la ondulada arena en sombras. Diana había retrocedido aterrorizada, refugiándose en los brazos de Harper (como una heroína de películas de serie B, había bromeado ella misma más tarde, y había sido la única ocasión en que les había visto abrazarse siquiera tan ligeramente), y Harper había explicado, sí, todavía recordaba su voz, pero seguía sin poder imaginar aquel rostro joven y sin rasgos, que aquél era el primer detector de infrarrojos del mundo (pensando, naturalmente, en el misil): la serpiente, de sangre fría, como si no estuviera totalmente viva, mientras que nosotros éramos como carbones, como pequeños soles perpetuos, de modo que nuestro calor llegaba hasta las fosas debajo de sus ojos y, al compararlo con su propia frialdad, sabía dónde estábamos. Un tercio de un grado bastaba. Si uno excedía la temperatura ambiente tan sólo ese tercio de grado, la serpiente lo localizaba. Ahora, en el Panamint, aquella serpiente sin duda tenía a Tannis, y él lo sabía. Lo miraba fijamente con sus ojos sin párpados, con la cola erguida, aunque aún no sonaba, y su gran cabeza triangular encajaba perfectamente con el paisaje que la rodeaba. Una vez más, ¿qué significaba? Porque todo aquello también significaba algo. Entonces apretó el gatillo y la cabeza de la serpiente explotó en una nube rosa. Acabó así de rápido. Se bajó el rifle del hombro cuando escuchó el eco del disparo. Se volvió hacia la mujer, que había palidecido y tenía un puño apretado contra la boca. Mientras, la niña sencillamente observaba el resto de la serpiente retorcerse y agitarse y morir. Finalmente se quedó quieta. Tannis se acercó. Sus botas levantaban polvo. Notó la mirada de la mujer fija en él. Ella había tenido miedo de la serpiente. Él había matado a la serpiente. Ahora le temía a él. Tannis sabía exactamente qué pasaba por su mente. Podía sentirlo en la nuca, podía sentir el modo en que lo encajaba a él en el modelo de su miedo. Pero no se volvió a observarla de nuevo. Cogió a la serpiente por la cola, la llevó detrás del remolque, el bicho era pesado y grueso y se balanceaba en su mano, y lo tiró dentro de un bidón de aceite que estaba lleno de basura. Echó luego más desperdicios por encima para que los pájaros no la alcanzaran, luego apartó los neumáticos ardientes de la casa y les echó arena por encima hasta que se apagaron. Todo esto le llevó sus buenos diez minutos y cuando volvió a rodear el remolque para salir a la parte de delante, la mujer y la niña se habían ido.

La puerta estaba cerrada; hubiera apostado dinero a que la habían cerrado con llave.

Empezó a subir los escalones, pero se detuvo. Algo le impedía continuar. Sintió una peculiar concentración de la atmósfera. Miró alrededor. A lo lejos, destacando sobre el horizonte hacia el oeste, distinguió las negras y dentadas colinas de Argus Range. Pero más cerca no podía ver nada más allá del borde de aquella cuenca polvorienta y rocosa. No soplaba el viento. Nada se movía. Desde el remolque no llegaba ningún sonido, ningún signo de que hubiera alguien allí. Pero desde luego, ella lo vigilaba y, por un momento, Tannis pensó que simplemente había sentido su mirada, que estaba siendo enfocado. Pero entonces recordó algo acerca de Harper. Harper había sido un experto en «cuerpos negros», absorbentes y emisores perfectos de los rayos infrarrojos; los atraían hacia sí con total eficacia, o les permitían irradiar desde su seno sin interferencia alguna… era, por tanto, un foco de otro tipo. Eso era lo que él sentía. Era el mismo fenómeno que antes. No había nadie más que lo viera, nadie más que lo observara. Aquélla era la única partícula de vida y todo se veía atraído hacia ella o irradiaba de ella. Había atraído a Vogel hasta allí; también a Buhler; también a él. ¿Por qué? La mujer lo sabía. La mujer, la niña, incluso la serpiente; de momento eran el meollo del misterio. Alzó los ojos hacia la puerta. Ella tenía la respuesta. Pero por supuesto mentiría, aunque se preguntaba por qué, porque él había sabido, siempre sabía, cuándo una mujer decía no pero en realidad quería decir sí, o cuándo un hombre hacía una apuesta pero era un farol. Nunca se equivocaba. Así que cuando llamó a la puerta y ella no la abrió inmediatamente, la aporreó con tal fuerza que el marco tembló. Y cuando finalmente ella la abrió, a Marianne apenas le fue posible ofrecer una excusa: «Estaba preparando el baño de Anna.» E incluso así, Tannis subió los peldaños tan rápidamente y con tal determinación que ella apenas pudo apartarse y él pasó rozándola. Se quedó cerca de ella, demasiado cerca para ser completamente normal, pero, tal como él había pensado, el hecho de que ella se alejara hubiera desvelado demasiadas cosas. Miró en derredor. Después de estar a la brillante luz del exterior, el remolque parecía muy oscuro. Parpadeó, oyendo más que viendo: el zumbido de un ventilador y una cinta colgada que revoloteaba empujada por su brisa, un grifo abierto, un silbido que no logró determinar. Sus ojos se adaptaron. Una salita de estar reducida y oscura, más allá, dos puertas. Y un umbral con una cortina de cuentas. La cocina estaba a la derecha.

– Debería darle las gracias… por lo de la serpiente.

Pero ni siquiera le concedió aquello.

– No, si no quiere.

Ella se apoyaba en el umbral de entrada a la cocina. Intentó encogerse de hombros, pero no lo logró. Él veía claramente que estaba asustada. Después de todo, tenía un arma en la mano y era un hombre corpulento. En aquel pequeño remolque parecía muy grande. Tannis podía pegarle. Podía sacarle la verdad a golpes, así de sencillo. Pegarle con la mano abierta. Eso era, pensó Tannis, tenía miedo de eso, pero no querría admitirlo. Así pues, su truco consistiría en permitirle comprender la verdad sin contársela de sus propios labios, sin que tuviera que pegarle. Se convertía de ese modo en una especie de juego. Una comedia. Sonrió otra vez. Cerca de ella, casi sentía su calor… bueno, era como la serpiente. Tannis dio media vuelta para adentrarse en la oscura y fría salita de estar. Estaba claro que iba a echar un vistazo, tanto si ella quería como si no, pero él percibía que la apariencia de normalidad era tan importante para ella que en su mente se estaría formando el pensamiento «¿Por qué no entra y se sienta?» Pero claro está, no lo dijo; no podía confiar en que su voz no la delatara. Todo había ido ya demasiado lejos. Tannis se encaminó hacia el umbral con cortina de cuentas. Era el dormitorio de la niña. Tenía una litera de madera pegada contra la pared; había unas muñecas agradablemente colocadas bajo la ropa de la litera inferior mientras que el vestido de la niña aparecía extendido sobre la superior. En la pared había un póster desvaído, los colores apenas visibles: «El Desierto Viviente de Walt Disney.» Retrocedió. Las cuentas sonaron al volver a su sitio. A un lado de la salita había un corto pasillo. Oyó a la niña al otro extremo, salpicando agua en el baño. Aparte de esa puerta había tan sólo una más y la abrió. Dentro encontró otro dormitorio con dos camas individuales pegadas a paredes opuestas y un tocador en medio. Estaba muy desnudo, una cárcel, un monasterio, un internado. Sin alfombras. Sin cuadros. El único signo de que alguien lo habitaba era un cepillo para el pelo sobre el tocador y un espejo colgado encima en el que vio a la mujer tras él, observándolo. Tannis sonrió, mirando las camas, de modo que ella pudo verle sonreír. «Pero no diré nada.» Cerró la puerta. Se dio media vuelta. Y ella se alejó hacia la salita de estar. Ésta tenía un toque más personal. En el suelo, esparcidas por todas partes, había capas de alfombras y mantas; mantas indias, mantas navajo, y otras colgando de las paredes. No había auténticos muebles, sólo cojines y más mantas enrolladas, para sentarse encima. En realidad la habitación en la oscuridad recreaba verdaderamente el ambiente de una tienda india, o de la de un beduino. ¿Sería aquello parte de la verdad? Se preguntó de nuevo si ella sería medio india, pero luego descartó tales pensamientos. La verdad sobre ella, sobre ella y sobre la niña y Vogel, era mucho más evidente. Como la carta robada [22]. Estaba a la vista de todos. En realidad, ya la había visto. Oyó a la niña cantando desde el otro lado del remolque, «You deserve a break today…» Vio un único parpadeo en los ojos de la mujer cuando la atención de él se centró en su hija, y fue aquello lo que finalmente le hizo hablar.

– Lo siento, mi padre no está.

– ¿Cuando vio a su padre por última vez?

– No he estado aquí en toda la semana. Estaba en Laredo.

Indios… Laredo… Río Grande…

– ¿Pero cree que está en Los Ángeles?

– Ha dejado una nota.

– Así pues, ¿cuánto tiempo cree que estará fuera?

– No mucho. -El tono fue lo bastante conversacional como para que se relajara un poco, pero aun así, se contuvo. Él la observó. Su cara era hermosa, como la forma que el ojo captaba en las aguas onduladas tras los helechos. Se ocultaba bajo el agua o entre los helechos. Lo miró con sus ojos asustados. ¿Lo había visto él? Eso fue lo que Tannis vio en sus ojos-. Sólo ha ido a comprar unas cuantas cosas, dice la nota -prosiguió ella-. Es un entusiasta de las piedras. Busca… -Se encogió de hombros.

– ¿Un tesoro enterrado? ¿El filón de Gunsight?

– Algo parecido -asintió ella, intentado sonreír. Se echó hacia atrás, apoyándose en el umbral de la cocina. Sacó cigarrillos del bolsillo superior de la camisa, Virginia Slims, y encendió uno-. Esa propiedad de la que hablaba…

Él la contempló. Sí, era como un juego: animal, vegetal o mineral. Veinte preguntas. ¿Caliente, caliente? Encendió un Lucky.

– ¿No la recuerda?

– Creo que ahora sí. Pero nos fuimos de allí cuando yo era aún más pequeña que Anna. Nos fuimos a Arizona. Luego a México.

– ¿Entonces no sabe nada sobre ella?

– No.

– ¿No recordará, por casualidad, si tenía caballos allí?

– No. No lo creo.

– ¿Los tiene ahora?

– No. No tiene caballos.

Mentía, sin duda, y él sonrió. En el bidón de aceite al que había arrojado la serpiente había visto tres o cuatro frascos con la etiqueta de sulfametanina, un medicamento para curar ahogos o neumonía a los caballos. Se fumó el cigarrillo. Se miraron. ¿Quién había parpadeado primero?; todo era así. Todo seguía teniendo significado. La mujer, la niña, la serpiente. Todo estaba relacionado, con Buhler, Vogel, Harper. Todo estaba relacionado, y empezaba a recordarlo todo. Aquélla era en cierto sentido la parte más extraordinaria de todo el asunto, pensó. Buhler había ido del campo de concentración a Alemania Oriental. Cuarenta años más tarde se había presentado allí. Vogel había abandonado el condado de Kern hacia 1960; ahí estaba ahora, a menos de cincuenta kilómetros. Y no podía olvidarse de sí mismo, el observador que formaba parte intrínseca del experimento. También él había acudido. ¿Qué significaba que estuviera ahí, que hubiera matado a la serpiente? La serpiente, como el emblema sobre un timbre o un medallón, parecía enroscarse entrelazando así la belleza de la mujer y su miedo. Adán y Eva. La carta robada. Estaba de pie allí, estableciendo aquellas asociaciones que le suscitaron un recuerdo, Munich, justo después de la guerra, cuando le habían enviado a entrevistar a un judío que había estado en Dachau, y él había ido al hospital para visitarlo cada día durante una semana. Era un moribundo. No podían reanimarlo. Pero estaba contento de poder hablar, en especial con un americano, y le pidió que le llevara algunos libros, sobre todo de Jack London, a pesar de que no tenía siquiera la fuerza necesaria para sujetarlos con las manos. Le pidió a Tannis que le leyera los títulos, los títulos de los relatos y de los capítulos: «Bátard», «Hacia lo primitivo», «La ley del garrote y el colmillo», «La dominante bestia primitiva», «El que se ganó la primacía», «El rastro de la carne», «El grito del hambre», «El cubil», «El reino del odio», «El indomable». Aquéllas eran las verdades que lo habían mantenido con vida, o al menos eso afirmaba… Y Tannis, emergiendo del paréntesis del recuerdo, continuó, pensando todavía en la serpiente enroscándose alrededor de la belleza de la mujer y de su miedo, pensando en Eva en el Paraíso. Pero se equivocaba, porque la mujer no era inocente; la niña era la prueba. Y además, podía notarlo en ella. Lo percibía. Era una mujer que lo había hecho por todas partes. Pero claro, también la inocencia era otra mentira. Siempre lo hemos sabido; él lo sabía. Lo sabía en ese preciso instante. Y ella sabía que él lo sabía. Estaba justo ahí, abiertamente, sí, igual que la carta robada. Ella notaba que estaba ocurriendo igual que lo notaba él, aquello que crecía en él, aquella lenta y cálida excitación. Ella nada podía hacer al respecto. Podía tomarla. Podía tirarla de espaldas. Follarla. En ese mismo momento. Podía llevarla a la otra habitación y follarla con la niña justo detrás de la cortina de cuentas. Si se acercaba y le tapaba la boca con la mano ella no gritaría. No, le encantaría. Miró sus ojos, con aquella mirada lenta, apagada y sobrecogida… Pero entonces, de repente, mientras estaban allí de pie los dos, con gran ímpetu y estrépito la niña se acercó corriendo desde el cuarto de baño, completamente desnuda, y se tiró al suelo. Hacía muecas y reía y aquello, extrañamente, los devolvió a la normalidad, como si hubiera sido un vecino que se hubiera dejado caer por allí para charlar un rato.

– ¡Anna! ¿Qué crees que estás haciendo? Fíjate cómo vas.

La niña rió.

– I took off my clothes! You have big toes! Nobody knows! Have a long doze! [23] -Entonces se puso seria al darse cuenta de que Tannis estaba allí; Marianne la levantó del suelo, le dio una pequeña bofetada y se produjo un pequeño lío: Tannis apurando el cigarrillo, girándose de lado cuando la mujer pasó rozándolo, un grito de Anna y todo terminó en la puerta del remolque. Pero no le importó. La iniciativa de la mujer era pura ilusión. Había conseguido lo que había ido a buscar. Pero quería llevárselo a casa. Convencerse de que no cabía la menor duda, mantener el mismo ritmo, porque sabía que seguía disponiendo de muy poco tiempo. Así pues, al llegar al último escalón se volvió y dijo:

– Será mejor que se lo diga a su padre cuando lo vea. Dígale que he venido. Y dígale que el viernes por la noche hablé con Buhler. Buhler. El sabrá lo que quiero decir.

Y se fue, sin más. Sabía que ella sabía que él sabía. Ahora ella correría. Correría y dejaría huellas tras de sí. Y él las seguiría.