"China Lake" - читать интересную книгу автора (Hyde Anthony)1Más adelante, Tannis se preguntó a menudo si se habría producido un aviso, una pista que hubiera pasado por alto. Presumiblemente alguien lo había estado vigilando, por tanto se había producido un cambio en la rutina de su vida diaria que él debería haber notado. No le gustó. No le gustó la idea de que cualquiera pudiera arrebatarle lo mejor de sí mismo. No era «operativo» desde hacía años, pero seguía siendo un profesional… Repasó los días precedentes intentado recordar: los coches detrás del suyo de camino a Los Ángeles, las llamadas telefónicas que había recibido, o un hombre desconocido al salir de su banco. Se preguntaba: ¿Se había alterado algún detalle, entre todos los detalles sobre los que se mantenía ojo avizor? ¿Se había producido alguna diferencia sutil, crucial? No estaba seguro… En realidad, no sospechaba nada. Todo parecía como de costumbre, y aquel viernes por la noche no parecía diferente de otros cientos. En cualquier caso, desde su retiro, los días habían transcurrido idénticos unos de otros y nunca estaba completamente seguro de dónde estaba; ¿abril?, ¿noviembre?, ¿1958?, ¿1985? Qué más daba. Carecía de la conciencia del tiempo, como el desierto, y nunca «miraba atrás» en el sentido habitual; su pasado se desvanecía como la estela de un avión a reacción en un cielo lejano y blanco. Su vida era así; en apariencia no había llegado a materializarse nunca completamente, o hacía largo tiempo que se había disipado y dispersado. Había llegado a vivir los últimos coletazos de una guerra que se había convertido en un mito y había esperado a la siguiente, otro mito en cierto modo, pues no se había producido en absoluto y ahora parecía tan extraña como las películas de la última sesión, parte de un mundo que permanecería quizá misteriosamente silencioso, o que podría ser atacado desde el espacio exterior. Pero no había ocurrido. Habían liberado el poderoso átomo y roto la barrera del sonido, pero nada había ocurrido después de todo. Ya nadie hablaba de aquellos tiempos y sólo los viejos como él mismo, según había advertido, seguían llevando aún las camisas cien por cien tergal, el «tejido milagroso», o recordaban lo sorprendentes que eran los transistores. Tal vez formaba parte de una generación que había esperado su momento demasiado tiempo, y ese momento no había llegado nunca. Ahora se veían atrapados en un pasado peculiar, héroes de una historia que no conducía hasta el presente en el que se hallaban. Como consecuencia, no eran del todo visibles para quienes los rodeaban. En otro tiempo habían resultado familiares, incluso famosos, pero ahora los habían olvidado, como las viejas canciones que no se oían ya en ninguna radio. El caso de Tannis era un ejemplo evidente. Sin el uniforme de la Marina era irreconocible, y cuando la gente conseguía recordarlo, solía sorprenderse: ¿No se había muerto? ¿No se había ido a vivir a otro lugar veinte años atrás? No es que a él le preocupara. Por el contrario, prefería el anonimato. Quizás era anacrónico, pero vivía en gran medida en su propia época. No compraba aparatos japoneses, no sabía lo que era la música «disco», o lo que había sido. Además, todavía recordaba las letras de aquellas viejas canciones. Probablemente, esperando a que el semáforo se pusiera verde, había marcado el ritmo de la música contra el volante: Sin embargo, aunque no estuviera al día, Tannis sabía que se hallaba en algún momento de la «Era Reagan», que la copa que sostenía en la mano tenía aquel sabor a viernes por la noche, y que debía de ser a finales de primavera o verano, porque no había fuego de ramas de tamarugo crepitando en la chimenea detrás de él. Pero podía haber sido cualquier otra noche en el Mojave [2]. Bebiendo tequila, fumando un Lucky Strike, estaba de pie delante del gran ventanal de la sala de estar y contemplaba el sol poniente, pensando ociosamente en los valores en oro en los que había invertido, Hemlo, Franco-Nevada, Breakwater. El tequila y la puesta de sol: para Tannis era casi un ritual, y durante unos veinte minutos se limitó a estar allí de pie, silencioso, el peso de su cuerpo decantado ligeramente hacia un lado, sorbiendo el licor y mirando fijamente, por encima del desierto, las bajas y negras colinas que ocultaban Los Ángeles a la vista. Al llegar a un cierto punto (en algún lugar más allá de las dunas, de las llanuras salinas, de las lisas y alargadas sombras de las grandes rocas rojas) sus ojos perdieron el enfoque, o éste se alteró, de modo que se produjo aquella «flexión» interna característica, un cambio en su persona, y su ser se perdió en aquel exterior, como un espíritu. Su visión adquirió así una extraordinaria claridad, como alguien que mirara a través del extremo equivocado de un telescopio, o en realidad alguien que fuera clarividente, y si hubiera habido una premonición en aquella soledad, la hubiera sentido. Pero no fue así. Su mente se limitó a moverse, pensando en el oro y en los hombres que lo habían buscado allí, en el Mojave, en Randsburg y en el Panamint, y luego, en general, en otros hombres que habían mirado más allá del desierto justo de aquel mismo modo: Rommel, Cochise, san Antonio, Lawrence de Arabia. Empezó a confeccionar una lista, preguntándose qué cualidad habrían compartido, y al final decidió que todos ellos eran hombres clarividentes en busca de esperanza, gloria y descubrimientos. Pero no se podía decir que aquello fuera un presagio del futuro, aunque fue exactamente en ese momento, las 7.42 de la tarde, cuando el teléfono empezó a sonar. Se volvió de espaldas al ventanal en sombras, escuchando. Luego recorrió el pasillo hasta el otro extremo, donde tenía su pequeño despacho, y respondió como solía (como siempre contestaban los de seguridad), sin dar su nombre: – ¿Sí? – ¿Tannis? – ¿Quién es? – ¿Tannis…? ¿Eres tú, verdad? Reconozco tu voz. Y por un fugaz instante, un instante crucial, Tannis estuvo a punto de reconocer la voz del otro, emergiendo de un pasado que se abría como un sueño olvidado… pero no, no podía ser, estaba muerto, no, se había ido hacía mucho tiempo. ¿Acaso no habían muerto todos, como él mismo, veinte años atrás? Y entonces se le fue. Era la voz de… pero se había ido. – Perfecto -replicó entonces-, pero yo no conozco la suya. – No esperaba otra cosa. Hace mucho tiempo, comandante. En realidad, aquél no era su rango, pero, aunque lo hubiera sido, Tannis percibió de inmediato que su interlocutor no pertenecía a la Marina porque… porque comandante era meramente un modo de llamarle y no un rango superior o subordinado al de la persona que le llamaba. No, su interlocutor no tenía rango. Pero había algo en su voz que recordaba, aunque, incluso a medida que se iba formando el recuerdo, se dio cuenta de que aquella voz se había ocultado a sí misma deliberadamente, se había tragado a sí misma, se había amortiguado con el tiempo y la distancia, con todos aquellos años y todos aquellos kilómetros de desierto en la noche. Entonces, mientras Tannis se acercaba cada vez más, la voz volvió a cambiar, dando la vuelta en otra curva del túnel. – Nos conocimos muchos años atrás, mi almirante. Yo soy un amigo. Un viego amigo [3]… Tannis se detuvo a pensar y, durante unos últimos segundos, el día, tan corriente, recobró su impulso. Había estado en el banco, había arreglado un rastrillo, había contemplado la puesta del sol… El teléfono había sonado. Aquel hombre había contestado: «Un viejo amigo, de hace muchos años…» Era posible, por supuesto. Le había llamado «comandante», aunque años atrás le habían ascendido a capitán. O quizá se trataba de una broma y debía seguirla. Pero no era del tipo de bromas que a él le gustaba y raramente las seguía. – ¿Quién demonios es usted? -preguntó-. – Mi apellido… no tiene importancia - «Mi apellido no tiene importancia…» Pero, de repente, Tannis supo que sí la tenía. Se sintió irritado, simplemente porque no lograba recordar quién era aquel bromista, aunque lo había tenido en la punta de la lengua. – Escuche -dijo-, escuche Un sonido peculiar le llegó del otro lado de la línea, una especie de cloqueo, un sonido reprobatorio y decepcionado, algo remilgado y característico, que, cuando pensó en él más tarde, creaba la impresión de que el hombre podía ser europeo, alemán u holandés, francés incluso, pero definitivamente no mexicano. Tannis se había pasado la vida en el desierto y conocía todas las variedades del mexicano, desde los suaves acentos de las ciudades fronterizas a la pastosa elocuencia del distrito federal, y sabía que aquel hombre no era nativo. El hombre volvió a cloquear: – No, Jack. Deberías comprenderlo. Mi nombre no. Por teléfono no. – Como quiera. Voy a colgar. – No. Escucha… – Cinco segundos. Le doy cinco segundos. Éste es el primero. Dos, tres, cuatro… – No cuelgues, Jack. Si quieres un nombre, te daré un nombre. Harper. Ahí tienes un nombre. David Harper. Si realmente no sabes quién soy, por lo menos debes recordarlo a él. Harper… Tannis no había oído ese nombre al menos en veinte años y no había pensado en él desde… pero no recordaba ya desde cuándo. Y por raro que parezca, aunque reconoció el nombre al instante, no fue exactamente en Harper en quien pensó, o al menos no directamente; otro recuerdo le vino a la mente, en realidad el recuerdo de un recuerdo. Años atrás, viajando en su coche camino de San Diego y en un cierto momento, había apartado la mirada de la autopista (un instante como el del cierre del obturador de una cámara) y había vislumbrado un pequeño rancho, enclavado entre dos grandes zonas urbanizadas, una visión tan anacrónica que era por sí misma una apertura hacia el pasado: un potrero con la cerca pintada de un blanco resplandeciente, una mujer cabalgando a su alrededor sobre un caballo negro como el carbón, un sombrero de vaquero colgando del cuello y dando saltos sobre su espalda. Entonces, el sombrero le había dado la clave, de repente un rostro arrebolado y nervioso lo miraba y una melodiosa voz inglesa exclamaba «¡Cielos, debo parecerme a Dale Evans!» La mujer de Harper… Ahora recordaba incluso su nombre. Diana. La recordaba porque… pero con Harper, la mujer y todo lo que había ocurrido no era cuestión de tener que recordar en absoluto, una vez más sencillamente lo sabía. Excepto por una extraña particularidad, puesto que al tratar de evocar el rostro de Harper no halló nada, sino un vacío absoluto. ¿Cómo había sido Harper? Tannis no tenía la menor idea. Pero su hombre misterioso le urgía ya: – ¿Tannis? ¿Estás ahí? – Usted no es Harper. – No. Por supuesto que no. Por lo que yo sé, Harper podría estar muerto. Pero te acuerdas… – Me acuerdo de Harper. – Bien, amigo mío. Tenemos que hablar de eso. De los viejos tiempos, si te parece. Los buenos y viejos tiempos. – Hable pues. – Ya te lo he dicho. Por teléfono no. – Entonces quizá no sea tan importante. – Sin juegos, por favor. No tenemos tiempo, créeme. Escucha, hay un restaurante en Ridgecrest al que solía ir todo el mundo, el Hideaway. Aún está ahí, por lo que veo. Ve allí… – No pienso ir. – Irás. Digamos que correré ese riesgo. Ve allí a las nueve. Entra… – Ni hablar. – Calla un momento y escúchame. Entra. Pide alguna cosa si quieres. Yo llegaré más tarde. ¿Comprendes? Debo asegurarme de que estás solo. – Vete a la mierda. No iré. – Eso es todo… Y la línea quedó muerta. Harper… Durante unos instantes Tannis no se movió. Exteriormente demostraba una perfecta calma. Y cuando se movió, fue sólo para encender otro Lucky con su viejo Zippo de latón. Volvió sin prisa a la sala de estar, siguiendo exactamente sus pasos anteriores y terminando exactamente en el mismo lugar donde antes había estado. Y todo era igual, nada había cambiado en absoluto. El ventanal, el desierto, el sol poniente… Parecía que, después de todo, no había ocurrido nada. El tequila estaba justo donde lo había dejado y levantó el vaso, como ofreciendo un brindis a los últimos rayos de sol que caían oblicuos sobre la arena: mezcal, el sol del desierto destilado. El sabor del licor recorrió su cuerpo (aquel sabor a madera quemada en los dientes) y cuando bajó el brazo vio aparecer la imagen de su rostro durante un instante, como un fantasma, en el cristal oscurecido del ventanal, pero miró fijamente a través de él. ¿Por qué no recordaba cómo era Harper? Más allá de las llanuras alcalinas y de aluvión, el vacío sin límites. Un momento antes… ¿En qué había estado pensando? Sería mejor que volviera a pensar en ello, seguir donde lo dejó. Algo sobre… Había estado pensando… «No hay nada ahí fuera.» No, eso es lo que pensaba ahora; y entonces recordó que había estado pensando en otros hombres que habían mirado más allá del desierto como había hecho él tan a menudo, preguntándose qué habrían estado buscando, hombres como Rommel, Cochise, san Antonio. Eran todos hombres clarividentes, y en otro tiempo también él… Pero interrumpió de inmediato aquella cadena de pensamientos, puesto que le conducía, inevitablemente, hacia delante y él quería seguir hacia atrás, como si esperara hallar un lugar para desviarse, un camino que le permitiera «dar un rodeo». Así pues, dio media vuelta y sus ojos se posaron sobre el libro que había estado leyendo antes, Pero su mente empezó a retroceder, a lo largo del camino que el libro había trazado, porque lo había comprado en el camino de regreso de Los Ángeles la semana anterior. Recordaba lo siguiente: había conducido de vuelta como era habitual, y estaba completamente seguro de que nadie lo había seguido, pero había tomado el camino más largo hacia casa, conduciendo por la autopista de la costa hasta Point Mugu (el emplazamiento del Centro de Pruebas de Misiles del Pacífico) y dando un rodeo por Pacific Palisades. Fue justo entonces, cuando recorría la serpenteante y estrecha carretera a través de Rustic Canyon, con sus cabañas de troncos de millones de dólares situadas en lo profundo del bosque, cuando Tannis recordó que Mann había pasado la guerra allí, y se le ocurrió que, a pesar de hablar alemán con total fluidez (aquél era, de hecho, uno de los cimientos de su carrera como agente), no había leído nunca una sola palabra de la obra de Mann. De modo que prolongó el rodeo hasta Bakersfield y compró el libro. Lo había estado leyendo aquella tarde antes de que… Pero aún no estaba preparado para «antes» y «después» y ya se adentraba de nuevo en el pasado, esta vez siguiendo las huellas de la guerra y de Alemania. Tannis tomó aire, parecía haber estado conteniendo la respiración, y le dio la vuelta a su viejo Zippo de latón que llevaba en la mano. Estaba ahora en su despacho y recordó que había ido allí a buscar una foto de Harper. Sus ojos se movieron hacia la pared detrás del escritorio, una pared cubierta de fotografías. La mayoría eran de sí mismo en diferentes épocas y lugares, su vida en blanco y negro: junto a Little Giant, la máquina que los científicos de CalTech [4] habían utilizado para la extrusión de propelente; con su nuevo y elegante uniforme, listo para irse a Alemania a descubrir los secretos científicos del Reich… Marzo de 1945: cruzando el Rin en un bote de goma, diecinueve horas después que Montgomery… Abril: sentado en su jeep, en alguna olvidada carretera bávara, con un Lucky colgado de los labios… Unas semanas más tarde: con el aspecto de todo un espía vestido con una trinchera caqui, charlando tranquilamente bajo los pinos del Instituto Hermann Göring con Adolf Busemann, inventor del ala en forma de flecha; habían cablegrafiado sus cálculos directamente a la firma Boeing a tiempo para rediseñar el B-47… Finalmente, doblándose por la cintura, Tannis halló lo que había estado buscando, una foto de grupo de ciertos científicos de visita en NOTS, en su mayor parte británicos de Aberporth, la base británica de Gales, presumiblemente en 1959 o 1960. Harper estaba de pie al fondo, pero debía de haberse movido, porque el rostro aparecía borroso, y Tannis apartó la vista de nuevo. No, ni siquiera podía recordar cómo era Harper. ¿Dónde estaba ahora? «Podría estar muerto por lo que yo sé.» Sí, pero regresando para perseguirle como un fantasma del pasado, recordado de nuevo por aquel hombre misterioso, el Encendió otro Lucky. ¿Importaba acaso? Todo aquello pertenecía a un pasado muy lejano. El hombre que él había sido también había desaparecido tiempo atrás, y los acontecimientos, los hechos, incluso en su mente, no eran más que un borrón difuso. La Exhibición Aérea Tushino, 9 de junio de 1961, y las fotografías de los Mig-15 con el misil copiado claramente visible debajo de las alas. Las fotografías habían sido la confirmación final; lo sabían desde mucho antes, pero entonces habían entrado en acción todos los equipos de investigación oficial. Harper, el pobre imbécil, sólo había estado en el lugar equivocado en el momento equivocado. No era extraño, decidió, que no pudiera recordar cómo era, porque en realidad nada tenía que ver con todo aquello, tan sólo había sido el cabeza de turco más conveniente desde el punto de vista generalizado. «Jack, ¿por qué demonios arriesgas el cuello por ese pequeño bobo? El chaval lo hizo, acabemos con ello de una vez. ¿De verdad quieres que continúe esta investigación?» Claro está que no había habido el menor peligro de que eso ocurriera. ¿No le iba a servir toda una vida pasada en la Marina para comprender cómo funcionaba la burocracia? Sabían reconocer a un primo mejor que nadie en el mundo; hubieran impedido que se hiciera público lo de Adolf Hitler de no haber creído que sacarían provecho de la situación, ascensos para sí mismos, por ejemplo. Y la inteligencia británica, recordó, «tus colegas, viejo», se había mostrado de acuerdo y plenamente satisfecha tras un breve arranque de lealtad, pero claro, también habían estado a punto de mantener en secreto lo de Philby [5]. Al final era probable que Harper estuviera agradecido. Porque ni siquiera lo acusaron… aunque en realidad él les estaba haciendo un favor, ya que si hubieran presentado cargos contra él habría habido un juicio y titulares en los periódicos: TRAIDOR BRITÁNICO ENTREGA A LOS RUSOS NUESTRO MEJOR MISIL. No, era más sencillo y mucho más discreto retirarle sus acreditaciones, ponerlo en la lista negra y negarle el trabajo en cualquier laboratorio que hubiera soñado siquiera con sacar un centavo al Tío Sam. Tannis se preguntó qué habría sido de él. Sin duda habían arruinado su carrera como científico y por entonces no tenía más allá de la veintena. Había nacido un niño, lo sabía, justo en medio de todo aquel asunto, pero en cualquier caso, su mujer lo había dejado. Recordó de nuevo a la mujer, Diana, con aquella chillona voz británica que hace que cualquier mujer parezca virgen, incluso cuando suspira por dejar de serlo. Apagó el Lucky. Desprecio, eso era lo que sentía, por todos ellos. ¿Pero por qué debía preocuparse? No corría el más mínimo peligro, de eso estaba totalmente convencido. Como amenaza, Harper no significaba nada, ya no. En realidad sólo existía una dificultad. Harper era inocente. Lo habían incriminado injustamente, como Tannis había afirmado en su momento, sugerencia que había supuesto una amenaza entonces, pero que ya no podía serlo. Sin embargo, significaba que Harper era un cabo suelto y que alguien, su bromista Pero aunque tales pensamientos y preguntas acudieran a su mente, eran esencialmente formales y académicos. Durante unos instantes Tannis dudó, porque lo habían pillado con la guardia baja, aunque no le gustara admitirlo, porque habían perturbado la satisfacción que sentía de sí mismo después de tantos años. Pero supo en todo momento lo que debía hacer. En aquella parte del desierto todo el mundo sabía que Tannis tenía un secreto. Algunos creían que era personal, otros lo suponían profesional. Unos pocos percibían que se había producido un giro peculiar en su carrera. Desde luego, muchos suponían que aún tenía contacto con los «servicios de espionaje»; los enterados apostaban por el DIA o el NIS, mientras que los menos informados hablaban de la CIA o el FBI. Y unos pocos, los que le conocían a fondo, señalaban que había empezado como científico, en el CalTech, y especulaban que un fracaso había acabado con su carrera. Un fracaso… muy pocas personas podían haberlo relacionado con Harper, pues sólo unos pocos, incluso entre los militares estadounidenses (tan grande fue la discreción de la Marina sobre el patinazo) conocían la verdadera historia de cómo el Sidewinder, el primer misil del mundo con sistema de guiado por calor, había caído en manos rusas. En cualquier caso, no era necesariamente fracaso la palabra que Tannis le atribuía. Pero Tannis no iba a confesarlo de ningún modo, ni siquiera después de tantos años, e incluso mientras aquellos pensamientos se apoderaban de su mente, Tannis se arrodilló para abrir el cajón cerrado con llave de su escritorio. Dentro había una caja cerrada con un candado en cuyo interior guardaba su grande y viejo Colt, la misma pistola con la que había matado a aquel alemán. Lo sacó, le puso un cargador y montó el arma. Luego puso el seguro y se lo metió en el bolsillo, pesado como un martillo… Por supuesto, iría. Iría porque la curiosidad mató al gato. Porque quería darle una vuelta más a la pista. Porque todo lo que le restaba por hacer con sus secretos era llevárselos a la tumba. Las razones no importaban demasiado. Tannis era quien era y hacía lo que hacía; ni más ni menos. Hubo, de hecho, otro detalle. Pues cuando salió de la casa, Tannis sintió el viento golpeando su rostro y se detuvo para girarse. Moviéndose incesante por la faz de la tierra, el viento había elegido tocar su rostro, y él alzó los ojos. La noche en el Mojave estaba salpicada de brillantes estrellas y durante un instante le dieron luz suficiente para ver. Lo vio, lo sintió: aquel día, más de veinte años atrás, la suave arena caliente bajo sus botas, cuando subía con dificultad por la quebrada en Darwin Springs, los hombres del FBI jadeando a su lado, siguiendo los surcos de las huellas del jeep. Y finalmente la cara de Harper, pero aún no lo bastante clara como para reconocerla, tan joven, tan asustada, y tan inocente. |
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