"China Lake" - читать интересную книгу автора (Hyde Anthony)2La base de China Lake está a 240 kilómetros al noreste de Los Ángeles, tomando la salida 395 de la autopista. Fundada en 1943, se la conoció originalmente por Estación de Pruebas de la Artillería Naval, o NOTS [6]. En 1967 se cambió este nombre por el de Centro de Armamento Naval (NWC) [7]. Sin embargo, casi nadie ha oído hablar de ninguna de ambas organizaciones, en contraste, por ejemplo, con la cercana Base Edwards de las Fuerzas Aéreas, donde Chuck Yeager rompió la barrera del sonido y donde aterriza la lanzadera espacial, o con la Estación Aérea Miramar de la Marina, en San Diego, donde se ubica la escuela Top Gun. Incluso dentro de la misma Marina, China Lake es prácticamente desconocida. Y quienes la conocen, a menudo hablan de ella recelosamente como de algo «fuera del círculo», reputación inconformista que sirve para realzar el hecho de que NOTS (para usar el antiguo término, como Tannis hacía normalmente) es diferente de cualquier otra base que dirija la Marina estadounidense. Opera bajo el mando de la Marina, pero su historia la relaciona con instituciones externas civiles, sobre todo el Instituto Tecnológico de California, en Pasadena. Y aunque una parte del personal de la base pertenece a la Marina, en particular los pilotos del escuadrón VAX, la mayoría de la población es civil. Además, esa población está constituida por científicos, ingenieros y técnicos; «los condenados profesores», como los llamaban al principio. Pero sus logros son innegables y silencian a los críticos, pues China Lake ha producido algunos de los materiales bélicos más efectivos del mundo, desde los cohetes en barrera utilizados durante la invasión del norte de África en 1943, a las cargas de explosivos de vidrio óptico de las primeras bombas atómicas y un amplio espectro de misiles con sistema de guiado y bombas: Zuni, ASROC, Shrike y, sobre todo, el Sidewinder (o AIM-9, como se lo conoce oficialmente). La mayor parte de estas armas se lanzan desde portaaviones, lo que ha condicionado en gran parte la base, especialmente en cuanto a su aislamiento y tamaño. China Lake es enorme, más de cuatro millones de hectáreas, cuatro mil kilómetros cuadrados, un área mayor que todo Rodhe Island. Ese inmenso territorio está dividido en dos grandes zonas, separadas una de otra por un estrecho pasillo civil que recorre el Valle Panamint atravesando la ciudad de Trona. En años recientes la extensión al sur de esa línea se ha utilizado para desarrollar tecnología «furtiva» y contramedidas electrónicas de guerra (ECM), pero la parte más importante es la sección noroeste de la base, puesto que el aeródromo, los laboratorios y la comunidad propiamente dicha se ubican allí. Formando un rectángulo aproximado, esta área es ya de un tamaño considerable, puesto que se extiende unos 70 kilómetros de este a oeste y unos 40 de norte a sur. La mitad norte está formada por una meseta, colinas escarpadas y valles por los que aún rondan los caballos y los burros cimarrones, y en lo alto, en las caras de los riscos, que tienen nombres como Cañón del Renegado o Pico del Cactus, todavía se pueden ver los dibujos grabados llamados petroglifos, realizados por una raza de indios extinguida largo tiempo atrás. (Los dibujos están considerados lugar histórico oficial y la Marina los protege escrupulosamente.) Hacia el sur las colinas desaparecen, el terreno se hace más llano, confundiéndose con el desierto, y finalmente, en una pendiente abrupta, discurre cuesta abajo hasta la depresión llamada, propiamente, China Lake. Por supuesto no hay ningún lago allí desde hace diez mil años, aunque en otro tiempo aquella parte del Mojave había estado cubierta por toda una serie de ellos, de cientos de metros de profundidad, desde Sierra Nevada, en el oeste, y cruzando todo el territorio hasta el Valle de la Muerte. Ahora tan sólo quedan los secos lechos de aquellos lagos; éste en particular semejante a una enorme cicatriz, dura y muy caliente, resplandeciente por el blanco de los depósitos de bórax, calcio y sílice, que los trabajadores chinos explotaron durante la década de los ochenta en el siglo XIX, contribuyendo así a darle nombre. Debido a que forma una clara y lisa extensión, casi como de hormigón natural, resulta perfecta para los polígonos de pruebas de la base, que están dispuestos formando un gran arco que la atraviesa y se extiende hacia atrás unos quince kilómetros; los polígonos Baker, Charlie y «G» (nunca George, porque significa Campo [8]). Al sur de los polígonos, a lo largo de la orilla del antiguo lago, está la base misma. Originalmente todos los edificios eran barracas prefabricadas, y no son mucho más aparentes en la actualidad, sino sencillos y funcionales edificios, en su mayor parte de una sola planta. De hecho, la parte de la base en la que se trabaja ha cambiado poco con el paso de los años. Por otro lado, la zona residencial, donde se vive, es mucho más pequeña. En un principio albergaba de diez a quince mil personas, pero en la actualidad la población no alcanza la mitad de esa cifra. No obstante, la decadencia es más aparente que real y es mera consecuencia de un tecnicismo. En sus comienzos, China Lake era oficialmente una instalación «temporal» en tiempo de guerra que, en teoría, la Marina hubiese podido cerrar en cualquier momento, de modo que ningún banco estaba dispuesto a conceder hipotecas a personas de la base que quisieran construir en la zona. Pero aquello cambió en 1962, con la ayuda del presidente Kennedy, nada menos; la base fue declarada «permanente» y la mayoría de los civiles escaparon de inmediato a los rigores del alojamiento en la base, aunque tan sólo llegaron a Ridgecrest, la ciudad civil que ha crecido alrededor del perímetro de la base. En la actualidad tiene una población de unas veinte mil personas, con colegios, un hospital y una Para Tannis aquél era el paisaje de su historia personal. Había pasado la mayor parte de su vida en el desierto y lo conocía como la palma de su mano. Solía decir que había nacido en Sparks, Nevada, aunque su historial militar mencionaba la otra candidata, Los Ángeles. En realidad, Tannis no podía estar seguro: era hijo ilegítimo. No tenía la menor idea de quién era su padre natural y su madre, a los seis meses de unirse al hombre que le había dado el apellido a Tannis, se largó para siempre. Tannis tendría unos cinco años por aquel entonces, aunque ni siquiera estaba seguro de la fecha de su nacimiento. Si su padre (Tannis lo consideraba como tal) la había sabido alguna vez, la había olvidado, pues aquel tipo de detalles nunca le habían importado demasiado. Era la clase de hombre que estaba siempre en movimiento, mirando hacia delante, nunca hacia atrás. Le gustaban los planes y proyectos, los sueños y los viajes, aunque los suyos no le habían llevado nunca más allá de Oregón hacia el norte, y Panamá hacia el sur. Trabajaba en la construcción y en las vías férreas, vendía casas unifamiliares y camiones Mack, pero siempre pensó en sí mismo como en un buscador de oro. Durante el transcurso de los años había llegado incluso a hacer unos cuantos descubrimientos. El mayor de ellos, cerca de Riddle, Oregón, le permitió llevar a Tannis a Los Ángeles, pero por lo general le llegaban tan sólo para unos pocos meses de juego. Para Tannis, adolescente aún, aquella vida no era tan pintoresca como se pueda suponer, parecía pasar la mayoría del tiempo esperando, ignorado, olvidado a medias: «Espera aquí unos minutos, hijo»… Pero nunca enteramente olvidado, porque su padre siempre lo llevaba consigo. Y tenía otro don salvador, la inteligencia, que le permitió descubrir la de su hijo. Después de los cinco años de edad Tannis no perdió nunca a damas con él y tampoco tras su tercera partida de ajedrez. De modo que, siempre que era posible, su padre lo enviaba a la escuela. Finalmente, cuando Tannis tenía catorce años más o menos, lo llevó a Los Ángeles tras su hallazgo en Oregón y lo matriculó en un instituto. Debido a que Tannis carecía por completo de historial académico, lo sometieron a una serie de pruebas para determinar en qué curso debía empezar. La mayoría de las pruebas eran matemáticas, pues supusieron que ésa sería su debilidad. En realidad era todo lo contrario; en cualquier librería de segunda mano los textos de trigonometría son baratos, y Tannis los había leído por puro placer. Así pues, a pesar de que apenas había oído hablar de Shakespeare y le hubiera resultado difícil situar la India en el mapa, empezó a estudiar en el penúltimo curso y pasó al último cuando aún no había finalizado el año escolar. Se graduó el tercero de su clase, luego realizó un examen para una beca que lo llevó al CalTech. Y fue el CalTech quien lo condujo a China Lake. De hecho, para ser absolutamente precisos, el CalTech lo llevó de vuelta a China Lake, puesto que, como le gustaba contar a la gente, había estado allí antes de que nadie supiera que existía ese lugar, trabajando con su padre, que había realizado una poco entusiasta búsqueda de la Mina Perdida de Gunsight, que según afirmaban algunos se hallaba en Coso Hills. Llegó incluso a encontrar un poco de mercurio y a delimitar su propiedad, que la Marina compró más tarde a Tannis, tras la muerte de su padre. Pero eso fue años más tarde. En el CalTech, desde luego, nunca se le hubiera ocurrido que su historia personal y la más amplia historia del mundo fueran a converger. Sus objetivos eran meramente personales, aunque incluso esta afirmación resulta acaso demasiado precisa, pues su idea del éxito era por completo abstracta. Sus notas, en ese sentido, fueron una buena aproximación. Como estudiante más joven del centro (debió ser al menos uno de los más jóvenes) tuvo que esforzarse para mantenerse a la altura y no dispuso de tiempo para pensar en la guerra que se desarrollaba en Europa. Sin duda apenas oyó hablar del Consejo para la Cooperación en la Defensa, organismo mediante el que CalTech planeaba cómo iba a contribuir dicho instituto al esfuerzo para la guerra. Por otro lado, Tannis conocía de vista a Charles Lauritsen, el jefe del Consejo, ya que Lauritsen era algo parecido a un héroe, por haber sido el hombre que había creado el primer aparato de rayos X de un millón de voltios del mundo. Pero nada sabía del viaje de Lauritsen a Inglaterra en la primavera de 1941, donde le fue mostrada la cordita, un nuevo explosivo británico. Ni tenía la menor idea de una de las peculiares propiedades de aquella sustancia, que podía moldearse, estirarse, hasta convertirse en el propelente ideal para el motor de pequeños cohetes. Con el tiempo todo el mundo se familiarizó con el programa de cohetes. Los esfuerzos iniciales de Lauritsen fueron discretos: un cohete que remolcaba objetivos para la práctica artillera naval, un proyectil antisubmarino «retropropulsado»; pero su primer gran éxito fue del dominio público. Se trataba de un cohete de barrera de 4,5 pulgadas que el CalTech diseñó, desarrolló, probó y fabricó en sólo setenta días para que pudiera ser utilizado en grandes cantidades para apoyar a las tropas americanas que desembarcaron en las playas de Casablanca el 8 de noviembre de 1942. Fue un esfuerzo tan imponente que monopolizó el Instituto. Las secretarias de CalTech hicieron en realidad gran parte del trabajo final de ensamblaje en el gimnasio y las fundas de los cohetes se apilaban en los pasillos. En cualquier caso, ya por aquel entonces Tannis estaba absolutamente involucrado en el proyecto. Era perfecto para aquel trabajo. El objetivo de sus investigaciones incluía el comportamiento de los gases bajo presión y su consejero académico era Bruce Sage, que estaba a cargo de la extrusión de propelente en Eaton Canyon (y que se convertiría después en el jefe del Departamento de Explosivos en China Lake). Además, tenía experiencia práctica; ¿cuántos de los otros estudiantes habían manejado nitroglicerina por primera vez a la edad de nueve años? Pues fue entonces cuando se ganó el apodo de Cracker Jack [11]. Y lo que era más, Tannis sabía utilizar tornos, mezclar disolventes, arreglar un motor y, por encima de todo, conocía el desierto. Aquel conocimiento adquirió importancia en el otoño de 1942. Para entonces se había hecho evidente que los cohetes de CalTech necesitaban instalaciones seguras para los tests de ensayo y un amplio terreno para las pruebas. Todos los cohetes se lanzaban al aire, y trabajar con explosivos en medio de Pasadena implicaba riesgos obvios. Ya habían muerto dos hombres: el 27 de marzo de 1942, Raymond Robey había detonado accidentalmente varios cientos de kilogramos de propelente en el Laboratorio de Radiación Kellogg, y en junio de ese mismo año, Carl Sanborn, un técnico, se había matado mientras realizaba una mezcla de polvo de magnesio y perclorato potásico en Eaton Canyon. Para resolver el problema, Lauritsen recurrió a la Marina, que ya había estado involucrada en el tema de los cohetes de barrera. En junio una orden del comandante en jefe de la flota de Estados Unidos exigía la expansión de las pruebas con cohetes en la Costa Oeste. Más adelante, durante el verano, después de sobrevolar durante horas el Desierto del Mojave en un Beechcraft monomotor, Lauritsen se limitó a mirar hacia abajo y descubrió China Lake. Era en todos los aspectos exactamente lo que andaba buscando. Había incluso un viejo aeródromo militar de dispersión justo al lado. Pero al día siguiente, cuando Lauritsen encabezó una partida que se adentró en el desierto para inspeccionar China Lake sobre el terreno, la arena, las rocas y la creosota detuvieron su marcha. Pero para Tannis aquél era su elemento natural. Unos pocos días más tarde, cuando decidieron volver a intentarlo, fue Bruce Sage quien sugirió que pidieran a Tannis que los acompañara. – ¿No me dijiste que habías atravesado el Valle de la Muerte conduciendo un camión Mack? – Sí, señor. Un Bulldog. Puede ir por cualquier parte. – Bien, entonces ven con nosotros. O eres tú o cualquier antropólogo del USC. Probablemente nos encontraremos con paiutes [12]. Tannis conocía el desierto como nadie. Sabía cómo mantener la nariz limpia de arena, y también un carburador. Sabía usar un arma. Siempre se aseguraba, si tenía que adentrarse en el desierto, de llevar bastante agua, que con frecuencia se antojaba demasiada al empezar, pero apenas suficiente al final. Era mañoso y siempre bien dispuesto. De modo que estuvo siempre rondando por allí y llegó a ver los primeros ensayos, los primeros despegues de la pista, los inicios de la construcción. Sin embargo, a sus propios ojos, su posición era anómala. Se sentía un poco… ¿como una mascota?, ¿como el último chico con quien jugar? Era injusto, nunca sufrió el menor desaire. No obstante, experimentaba una constante frustración que no lograba precisar. Estaba cerca, pero quería estarlo aún más; quería saltar cierta barrera, salvar un obstáculo. No estaba seguro de lo que quería. Deseaba… volar. Eso fue lo que finalmente decidió. Le encantaba volar. El primer avión en el que voló fue un NE-1 (la versión de la Marina del L-18 Grasshopper) que había sido asignado a NOTS, y se hizo amigo del piloto que era jefe de pruebas, Tom Pollock. De hecho, aún tenía una foto de sí mismo con Pollock, en equilibrio por encima del NO PISAR sobre el ala de un TBF Avenger, con la dedicatoria «Algún día estarás aquí arriba conmigo». Pero, por supuesto, aquello no ocurrió. En 1944 había muy pocos jóvenes solteros con una licenciatura en química y que hablaran un alemán científico fluido. La Marina se llevó a Tannis, le dio un nombramiento de oficial en setenta y dos horas y lo envió a Europa como miembro de una misión técnica de espionaje. Trabajando como espía (bueno, más o menos), permaneció en Alemania hasta 1947, tiempo suficiente (aunque acaso empezó a ocurrirle antes de marcharse) para eliminar al científico que había en él. Cuando regresó, todavía en la Marina, todavía en seguridad, fue casi inevitable que lo asignaran a un centro de investigación como White Sands, Dahlgren o China Lake. Durante todos los años transcurridos desde entonces, no se había ido nunca, aunque había tenido oportunidades. En los años sesenta, cuando se vaciaron los servicios de información para proporcionar personal al DIA (Agencia de Inteligencia de Defensa) -una venganza por el fracaso de la Bahía de Cochinos-, podría haber acabado allí, en Washington. Pero se quedó donde estaba (a Tannis no le gustaban las guerras burocráticas) a pesar de que, según sus propias palabras, se vio reducido a ser un destacado guardia de seguridad. Y cuando el espionaje naval volvió finalmente, se le ofreció un puesto en el NIS (Servicio de Investigación Naval), pero lo rechazó. Acababa de terminar la casa, al sur de la Base Edwards de la Fuerza Aérea, donde pensaba retirarse, y no quería cambiar de opinión. O al menos eso dijo. Pero la gente que lo conocía percibió que la verdad era otra. Era extraño decirlo, porque se trataba del desierto, pero hubiera sido como un pez fuera del agua en cualquier otro sitio. Aquél era su mundo, su universo. Podía respirar aire de ciudad, de mar, de selva. Necesitaba el desierto. «Soy como un viejo lagarto», decía algunas veces; era un orgullo que cultivaba. Tannis, era tan familiar que uno no se daba cuenta de él. Tannis, como una yuca arbórea más señalando desde una colina. Tannis, tan sólo un cartel más en la autopista por la noche: VIENTOS RACHEADOS DURANTE LOS PRÓXIMOS QUINCE KILÓMETROS. Saboreaba ese anonimato, esa familiaridad, y era de lo más apropiado, aquel viernes por la noche, que se encaminara al Hideaway. Era otra de aquellas cosas que siempre habían estado allí, una parte más de un paisaje inalterable. Como cualquier otra «empresa de la ciudad», China Lake había tenido siempre un lugar especial adonde ir, el tipo de lugar, decía la gente, donde podías beber, pero también llevar a la mujer. Tannis recordaba aún el primero de tales lugares, un bar llamado Poppa Ludo's (del que algunas personas decían que se había construido realmente con mate riales robados de la construcción de la base misma), y después de ése, el Village, o el Towne's. El Hideaway quedaba prácticamente camuflado en aquella cadena, típico de un cierto tipo de restaurante en California, el establecimiento local que conoce todo el mundo, pero que mantiene también una peculiar discreción, recordatorio quizá, de que su antecedente es el bar de carretera. Bajo, oscuro, oculto, traicionado tan sólo por un único trazo de neón, estaba situado bastante lejos de la autopista, detrás de un aparcamiento grande y sin iluminación. Aferrado a la noche del desierto, parecía incitar a las intenciones clandestinas. La risa de una mujer sugería parejas saliendo a la oscuridad, y la fosca entrada, dando la vuelta a un lado del edificio, implicaba que tal vez fuera necesario llamar a la puerta para ser admitido. Pero por supuesto no lo era y Tannis no tuvo que llamar. Sabía, como todo el mundo, que la costilla de primera calidad del Hideaway siempre era excelente y conocía su calurosa y amigable bienvenida. Había llegado tarde. Pero no le importó. Su misterioso interlocutor esperaría, no tendría más remedio, y quizás, en cualquier caso, Tannis había ya adivinado que el Hideaway era sólo el inicio del camino. De modo que se había tomado su tiempo en atravesar el desierto, limitándose a las carreteras secundarias, poco transitadas, o a lo que ni siquiera llegaba a ser carretera. Al llegar a cierto punto había girado a la derecha para alejarse de la autopista, recorriendo ochocientos metros sobre el duro terreno, y luego, de pie, imperturbable y con las manos en los bolsillos, subido a la cabina de su vieja camioneta Dodge, había comprobado la ruta que había dejado atrás. En el Hideaway, cuando llegó, se mostró igualmente cuidadoso, fijándose en los coches y las matrículas, puesto que se trataba de un lugar público. No quería sorpresas. Quizás en el fondo de su mente pensaba que quien le había llamado temía, por improbable que fuera, que su teléfono estuviera intervenido, de modo que, aunque nadie lo estuviera vigilando en ese momento, cada uno de sus movimientos tendría quizá que ser explicado, se convertiría tal vez en un asunto susceptible de investigación. «Según la cinta, quien le llamó le dijo que estuviera en el Hideaway a las nueve en punto, pero según la camarera…» Era una mujer alta y coja con un peinado ahuecado (manteniéndose fiel a Jackie [13], a su adolescencia), y no había modo alguno de que no lo reconociera, así que ni siquiera lo intentó. Encendió un Lucky con su Zippo y le dedicó la más amigable de sus sonrisas. – Capitán Tannis… Me alegro de volver a verlo. Hacía mucho tiempo. – Eso mismo estaba pensando yo. Sin embargo, desde cualquier punto de vista, quería ser discreto. No intentaría ocultarse, pero tampoco deseaba hacerse notar. Si su comunicante estaba allí, no quería asustarlo y que se fuera. Y si todo se quedaba en nada, quería ser capaz de negarlo todo con un encogimiento de hombros («Llegué, vi, me comí un bistec… ¿qué más quieren que les diga?»). De modo que pidió lo de siempre, costilla de primera calidad (poco hecha), patatas asadas (con nata agria), ensalada revuelta (y aliño ranchero), Schlitz, y trató de mantenerse en un segundo plano, esperando que nadie más lo reconociera, se acercara a él y lo saludara. Luego, instintivamente, estuvo casi seguro de que el hombre no estaba allí, de que aquello era una especie de prueba, o de preparación. O quizá le estaban tomando el pelo. Sé algo que tú no sabes. ¿No lo adivinas? Harper. Sidewinder. Principios de los años sesenta. Le hacían retroceder a aquel tiempo, que casi se burlaba de él, pues la misma gente, cuando miró a su alrededor, podía haber estado sentada allí veinte años atrás. Tampoco el restaurante había cambiado gran cosa. Su decoración de un tono oscuro uniforme, el ambiente que recordaba vagamente al viejo Oeste, con mesas espesamente barnizadas y un mural ocupando toda una pared, en el que se representaba un tipo mexicano y un lema. Tannis pensó que Harper debió de estar allí y leerlo. «La mañana. El cálido sol absorbe el frío y la humedad. Mis ojos se abren lentamente. Hoy voy a beber un vaso de vino y a comerme una buena – Así pues, ¿no estaba allí cuando usted llegó? – Diría que no. – Aun así no entró en el bar ni en la sala lateral. ¿Por qué? – Intentaba que se confiara. – En cualquier caso no vio a nadie conocido. – Hasta más tarde no. En el comedor no había nadie conocido. Luego Howard Angell salió del bar. – ¿Cuándo fue eso? – Yo ya estaba comiendo, digamos que diez o quince minutos después. Iba con otra persona a la que yo no conocía. – ¿Quién es Howard Angell? – Era director de seguridad en Ford Aerospace. Quizá todavía lo es. Trabajamos juntos cuando establecimos los límites para el Sidewinder en la playa de Newport. – ¿Y él le vio a usted? – – ¿Podría haber sido Angell quien le llamó? – En absoluto. – Eso suena muy definitivo. – La voz no era la suya. Sencillamente, la voz por teléfono no podía ser la suya, por mucho que se hubiera alterado. Además, no veo qué relación podría tener él con todo esto. – Muy bien. Pero cuando usted miraba a su alrededor, ¿no le pareció ver a nadie? Intente recordarlo. ¿Qué nombres acudieron a su mente?, ¿qué asociaciones? Pero no acudieron. Miró a un centenar de rostros y no descubrió miedos, ni amenazas, ni secretos ocultos, ni cualquier otra cosa que se remontara quizás a muchos años atrás. Llegó su café. Lo bebió. Pidió más. Seguía sin ocurrir nada. Se levantó para ir al lavabo, dando así ocasión al hombre para que le dejara una nota sobre la mesa. En otro momento compró cigarrillos. No cabía la más mínima duda: Tannis le había dado todo tipo de facilidades. – Así que, hacia las once… – Y cuarto. Miré el reloj. Sabía que lo preguntarían… – En cualquier caso, usted se figuró que no iba a aparecer. – O que no sería en aquel lugar. Yo hice exactamente lo que me pidió. – – ¡Qué demonios! Si quería verme, allí estaba. Eso no podía tener importancia. Pero imaginé que alguna otra cosa lo habría asustado. O tal vez se trataba únicamente de una prueba. En cualquier caso, no tenía sentido seguir allí, y no lo hice. Aquello había terminado. Pero en realidad Tannis no creía que hubiera terminado. Y sabía que eso, implícitamente, era una admisión de que el hombre, el que le había llamado, representaba algo serio, puesto que un aficionado quizá se hubiera dado a conocer en el interior del Hideaway, pero un profesional no. Un profesional habría comprendido exactamente los problemas que el Hideaway presentaba para él; hubiera percibido la vigilancia invisible, las preguntas inevitables. De modo que si su comunicante aparecía ahora significaba que… pero no podía significar nada… no tenía ni idea de lo que… Tras él, el bajo y oscuro edificio se extendía bajo la noche, mezclándose con ella, y más allá del aparcamiento, las luces y el tráfico de la carretera zumbaban distantes. A sus espaldas, una ráfaga de sonido y conversación irrumpió en el vacío; debía de haberse abierto una puerta. Pero luego se cerró, y el silencio se plegó en torno a él de nuevo. Esperó unos instantes. Encendió un cigarrillo. Podía permitírselo, lo sabía. No había testigos allí, no contradecía el relato que eligiera ofrecer. Estaba fuera de la vista. La frase «ventana de oportunidad» [14] se formó en su mente y una leve sonrisa asomó a sus labios. Era del tipo de frases modernas que no le gustaban, como «quintaesencia», «allanar el terreno», «ventana de oportunidad». Prefería «hora cero», «dados cargados» o «dar el primer paso». No obstante, en ese momento la expresión cuadraba perfectamente con la situación, aunque al revés, lo cual le complacía, puesto que su ventana de oportunidad era su invisibilidad, una zona de oscuridad. De ese modo se hallaban en términos de igualdad, quien le había llamado y él, por primera vez. Y de repente pensó: «Eres igual que yo», y, rápidamente, ganando confianza con cada paso que daba sobre lo que iba a encontrar, atravesó el aparcamiento hasta llegar a su camioneta. Por supuesto, había un sobre bajo el limpiaparabrisas. Lo abrió cuidadosamente. Desdobló una única hoja de papel con un mensaje escrito con letras recortadas del Miró a su alrededor instintivamente, pero por supuesto el hombre hacía tiempo que se había ido. El aparcamiento estaba vacío, sólo había coches y el viento, y el desierto detrás, y las farolas a lo largo de la carretera que tenía delante. La oscuridad y la luz, el silencio y el ruido, formando franjas en la noche. Tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó. Bien, bien. Aquello se ponía interesante, pensó. Comprobó la hora en su reloj. 11.20. No tenía tiempo para idear un plan, ni para cualquier otra cosa que no fuera lo que su comunicante anónimo pedía. Qué bien le conocía aquel hombre. Había adivinado con suma precisión su capacidad de paciencia, cuánto tiempo se quedaría esperando en el interior del Hideaway. ¿Era eso una pista? Quizá todo aquello era una especie de búsqueda del tesoro, con las claves dispuestas frente a él: Harper, el Hideaway, ahora la carretera del aeropuerto Trona. Pero no tenía por qué seguirlas. Había jugado según las reglas. Ahora podía irse a casa. Aunque más tarde se descubriera que le habían dejado un mensaje, podía decir simplemente que no lo había recibido. Un chico lo había llevado, voló, era una noche ventosa. O qué más daba… la discreción es la mejor parte del valor. ¿Por qué tendría que ir a la maldita carretera de Trona? El problema era que sabía que quien le había llamado volvería. Nadie se metía en aquel tipo de líos para dejarlo correr sin más. Por otro lado, cuando llamara otra vez él estaría preparado… Pero aquello estaba ocurriendo en ese momento, aquella noche. Había algo en el aire. El viento, o una premonición, le erizó el vello de la nuca y olía, sí, olió a sangre y vio la mirada en los ojos de aquel alemán. Aquella noche era la noche de alguien, lo sabía. De modo que se subió a la camioneta y maniobró en semicírculo, incorporándose a la corriente de tráfico de China Lake Boulevard. Era un tráfico intenso: coches, camionetas, mocosos en viejos cacharros y animadas furgonetas celebrando un viernes por la noche en una ciudad pequeña. Las luces de McDonald's y Carl Jr. parpadearon al pasar. En algún lugar tocaba Johnny Cash. Llegó a la esquina de Ridgecrest Boulevard (la misma intersección en la que había estado antes la tienda de Bentham), luego giró hacia el este y aceleró. A su derecha había una zona de neón, moteles y cines y restaurantes para automovilistas; a su izquierda, la oscuridad, con unas cuantas luces despidiendo destellos a lo lejos; era el perímetro sur de la base. Pero estaba demasiado oscuro para ver nada. Los faros de su coche alejaron las sombras de la verja y recogieron la imagen del conducto del agua, pero en un segundo se desvaneció y quedó sólo el desierto vacío y la noche, negra y reluciente. Después de un par de minutos no hubo ni una sola luz en su espejo retrovisor y estuvo seguro de que nadie lo seguía. La carretera parecía devanarse como un ovillo. Discurría hacia el este durante unos veinticinco kilómetros, luego le hizo girar hacia el norte, a través de Poison Canyon, haciéndole subir y atravesar una estribación de la Cordillera Argus, un pequeño paso que se abría a una larga vista en picado a través del Valle de Searles, el nombre de la prolongación sur del Valle del Panamint. En más de una ocasión, aquella vista le había hecho pensar en Dante: como humo negro que desprendiera un espantoso fuego, se extendía la noche a lo lejos durante ochenta kilómetros, y a cada lado se alzaban picos devastados, quemados, mellados, negros. La carretera zigzagueó rodeando un saliente rocoso y Tannis miró hacia abajo. Unas cuantas estrellas centelleantes revelaban el terreno del valle, ilimitado, de una vaga fosforescencia, como la lengua de un moribundo, una excrecencia de carbonato sódico y sedimento salino, bórax, litio y bromo. Eran las sales del antiguo lecho del lago que se extraían en Trona. Descendió hacia sus luces furtivas; los ojos relucientes de un perro junto a la carretera, resquicios ansiosos tras las cortinas en las casas remolque metálicas, rojas luces de advertencia para señalar las torres de borrosa silueta de las fábricas de la Compañía Americana del Potasio. Luego también éstas desaparecieron y, una vez solo, aunque no se había encontrado con ningún coche, apagó los faros. Tragado así, invisible, avanzó a la deriva durante kilómetro y medio. Pero sabía exactamente donde estaba y al llegar a cierto punto empezó a reducir la marcha. Sesenta metros antes de llegar a la curva, aunque no podía verla en realidad, paró el motor y cambió a punto muerto. Flotó a través de la negra y silenciosa noche; los neumáticos rechinaban suavemente, el viento ululaba al pasar. Bajó el cristal de la ventanilla. El aire frío le enrojeció la piel. Notó que la camioneta reducía la velocidad con lentitud; por fin, instintivamente, giró el volante y la camioneta osciló fácilmente al tomar la curva. Se deslizó cuesta abajo por una suave pendiente. Vagas formas desfilaron ante sus ojos; una grúa inclinada con una polea oscilante, oscuros pozos cavados en la arena y, de repente, junto a él, un enorme ojo circular, pestañeando crudamente, como una especie de tótem… en realidad era el radar del aeropuerto, con el resonante latir de un zumbido procedente del generador que le suministraba potencia. El radar, recordó, era la excusa para la carretera. Y cuando el radar desaparecía detrás de el llegó al final de la carretera, que terminaba en un trozo circular de asfalto para cambiar de sentido. Apretó el freno suavemente. La camioneta había perdido casi todo su impulso y se detuvo de inmediato. Tannis no se movió. Durante un largo minuto, como si se tratara de una apuesta, no se movió. Con las manos bien visibles sobre el volante, pero plenamente consciente del peso del arma en su bolsillo, se quedó sentado, absolutamente inmóvil. No ocurrió nada. El viento hizo danzar las sombras por delante del capó; flotaron reflejos sobre el cristal del parabrisas, pero la noche estaba vacía. Un tanto relajado, sacó la cabeza por la ventanilla. A su izquierda, al borde del círculo de asfalto, distinguió una vieja carretilla, a la que faltaba un mango, volcada sobre un lado, y una parte de grava salpicada de cemento endurecido, pero no había señal alguna de otro vehículo. Y puesto que no había encontrado ningún coche al bajar, ni había visto que hubiera alguno aparcado a lo largo de la autopista, no creía que fuera posible que hubiera un coche allí, a menos que cayera del cielo. Se agachó hacia atrás dentro de la cabina y consultó el reloj. Pasaban tres minutos de la medianoche. Su comunicante, si había estado allí, no podía haberse marchado. Sintió una leve incertidumbre. Abrió lentamente la puerta de la camioneta y se bajó, pero mantuvo con todo cuidado la puerta abierta para tener así protección, al menos por un lado. El viento le golpeó el rostro. Los ojos y la nariz se le quedaron secos. Manteniéndose pegado a la camioneta, la rodeó por su parte posterior y miró carretera arriba. Tuvo que entrecerrar los ojos a causa del viento. La pendiente era muy suave, apenas un pequeño declive, pero bastaba para ocultar la autopista. Aun así, por lo que podía ver, no había nada allá arriba, tan sólo las borrosas formas de las montañas, guardianas de la base, que ocupaban el horizonte. Ya más abiertamente, rodeó la camioneta por delante, y luego caminó de un lado al otro del terreno asfaltado. Después, con un movimiento brusco, se agachó, poniéndose por debajo de cualquier horizonte. Entornando los ojos de nuevo, inspeccionó el paisaje, pero siguió sin ver nada. Estaba solo. Apretó los dientes. En realidad no pensaba, sencillamente había un vacío allí, y él lo llenaba. Pero la lógica era evidente. El hombre había cometido un error. Quizá por un exceso de cautela, el miedo a que se cerrara una trampa en torno a él, había creado exactamente esa posibilidad, montar una trampa que podría caer sobre él. Tannis, casi acuclillado, salió corriendo, montando el arma al tiempo que corría, y se adentró en el desierto con sus botas deslizándose sobre la arena. Veinte metros hacia la derecha de su camioneta se alzaba un montículo creado por la creosota; en el momento en que se agachó detrás fue invisible. ¿Lo haría? ¿Mataría a aquel hombre? No estaba claro. Pero quizá lo haría, eso sí estaba claro. Le latía el corazón con violencia. Conteniendo la respiración le quitó el seguro a la pistola y volvió a mirar en dirección a la carretera donde la camioneta resplandecía como una sombra nacarada a la luz de las estrellas, como el cebo de una trampa, donde él estaba emboscado. El peculiar silencio del desierto se cernía a su alrededor, un silencio que susurraba sin pausa, como si el viento transmitiera mensajes de una estrella a otra. Y mientras escudriñaba a través de la noche, recordó al alemán, cómo se había acercado a él, junto al jeep (igual que la camioneta), cómo había sorprendido a aquella figura surgida de La sorpresa fue extraordinaria, como ese momento al límite mismo del sueño en que te despiertas sobresaltado. Y por un instante pensó que su propio dedo había apretado el gatillo, y al siguiente que le habían dado. Pero, incluso mientras se le aceleraba la sangre, se dio cuenta de que el áurea sangrienta que veía por el rabillo del ojo era el reflejo del estallido en la boca del cañón. Lo cual significaba que el disparo procedía de la zona por detrás suyo y a su derecha. Se giró hacia ese lado. La oscuridad brilló trémula. Quizá había oído un grito, pero no estaba seguro. Y casi simultáneamente el silencio descendió, como si dos manos se hubieran cerrado sobre sus orejas. Luego la brisa volvió a levantarse y escuchó el ruido de la arena deslizándose por el duro terreno y el sordo zumbido del transformador del radar. No se movió, o se movieron sólo sus ojos. Pero no había nada que ver, o nada definido, sólo formas que se perfilaban en la oscuridad y sombras que se abrían a otras sombras. Durante cinco minutos se quedó paralizado. Estaba absolutamente inmóvil. Por fin, al sentir el vacío frente a él, se aflojó su tensión. Pero siguió demostrando una gran cautela. Miró carretera arriba y de nuevo la camioneta. Nada. Miró a izquierda y derecha. Nada. Sólo entonces se permitió liberar sus ojos del concentrado esfuerzo y consultó el reloj. Eran las doce y veintisiete minutos, o sea que llevaba allí casi media hora… ¿Qué había ocurrido? Esperó; cinco minutos de reloj. No habiéndose producido ningún ruido, se levantó, manteniéndose en cuclillas, y empezó a moverse hacia la derecha, desplazándose de una zona de sombra a otra en un amplio círculo en torno al área de desierto de donde había procedido el disparo. Diez minutos más tarde halló el primer signo evidente, grotesco y ridículo: un sombrero, enganchado en el arbusto que había delante de él. Un sombrero típico del oeste, pero hecho con paja; un sombrero de granjero, un sombrero para protegerse del sol. De paja amarilla. Visto su perfil contra el cielo tenía un aspecto cómico; podría haber sido el sombrero que llevara el gordo compañero del héroe, llamado Andy o Gaby o Slick, el que se cae de culo y queda aplastado, pero resucita siempre y se sacude el polvo. Estuvo contemplando el sombrero durante unos segundos, oscilando ante el fuerte viento, luego corrió hacia el sombrero y lo arrancó del arbusto de un manotazo… era un vulgar sombrero de paja barato, pero con el ala empapada de sangre. Lo aplastó sobre la arena. Mirando a su alrededor no descubrió huellas de su dueño. Pero el viento soplaba desde la izquierda, debía de haber empujado el sombrero hasta allí, y empezó a moverse cautelosamente en aquella dirección. Quizá cinco minutos más tarde estuvo a punto de tropezar con algo, literalmente, levantó el pie sobre un pozo de sombra, luego lo retiró al darse cuenta de lo que era. Se quedó paralizado y lo miró fijamente. El cadáver yacía en un hoyo escarbado en la arena. Estaba acurrucado en una postura fetal, con las manos metidas entre las piernas y los hombros encorvados hacia delante, como si hubiera intentado comprimirse, meterse a la fuerza por el último y oscuro túnel. Tenía un disparo en el pecho; probablemente le había atravesado los pulmones; había mucha sangre. Relucía en la oscuridad como aceite, y el rostro del hombre, inclinado sobre el pecho, estaba empapado en ella. Tras unos instantes, Tannis se arrodilló, para verlo mejor, colocó el cañón de su pistola contra el pecho del hombre y le echó la cabeza hacia atrás. De inmediato Tannis supo que nunca antes había visto a aquel hombre; y que no tenía nada que ver con David Harper. Con destreza profesional, Tannis lo cogió en brazos. El hombre no era muy alto, uno setenta o uno setenta y cinco. Sesenta y cinco kilos. Finos cabellos blancos. Era sin duda un hombre mayor, al menos tan viejo como el mismo Tannis, con rasgos duros y huesudos, mejillas hundidas, nariz aguileña y ojos metidos en profundas cuencas huesudas. Tenía los ojos abiertos y conservaba la expresión de la cara, fruncida en una mueca de dolor o de concentración. Tannis pensó de nuevo en un túnel y en un hombre tratando de hallar la luz al otro extremo. ¿Un minero? Pero por entonces ya nadie trabajaba las minas en aquella zona. Sin embargo, era un trabajador, o al menos esa impresión daba. Tenía las manos grandes y bastas. Y llevaba una chaqueta de la Marina de gruesa tela, y también gruesos eran los pantalones, de una especie de sarga. En los pies llevaba unos pesados zapatos negros de cordones. Un trabajador… pero quizás era un trabajador vestido para hacer una visita, ya que, bajo la sangre, había una camisa y una corbata. En cualquier caso, probablemente era forastero. Al reptar hasta allí en su agonía final, una de las perneras de sus pantalones se había desgarrado por encima de la espinilla, revelando unos baratos calcetines de fibra y un trozo de pálido tobillo. Piel de invierno, piel de ciudad. Para hacer juego con el sombrero, un hombre de ciudad, temeroso del sol del desierto. O al menos era una posible conclusión. Para confirmarla, Tannis utilizó de nuevo la pistola para hacer que el cuerpo rodara sobre un lado. Los miembros del hombre se movieron libremente dentro de la ropa, ya incoherentes. Arrodillándose junto a él, palpó el bolsillo del pantalón, notó una cartera, tiró de ella para sacarla, y luego buscó con dificultad en el interior de la chaqueta, de la que sacó un puñado de papeles. Se alejó unos pasos, de espaldas al viento, extendió sus hallazgos sobre un pañuelo y encendió el Zippo. En la oscuridad, la llama anaranjada se inclinaba y vacilaba con un leve sonido cortante, revelando una tarjeta de embarque para un vuelo de la Pan Am de Berlín a Frankfurt, y un pasaporte alemán, emitido en Bonn dos semanas antes. Lo hojeó rápidamente. En vida, en la fotografía en blanco y negro, el hombre había sido algo diferente a como era en la muerte. Pero aparentemente tenía los ojos azules y el pelo cano. Estatura: 168,3 cm., peso: 71 kg. Su nombre era Buhler, Walter Joseph, nacido en Leipzig, 1920. Pasando las páginas del visado halló que había un único sello, estampado en Nueva York nueve días atrás. Un alemán… un viejo trabajador alemán… Esto constituía sin duda una sorpresa, pero nada comparado con la que descubrió cuando abrió la cartera. Estaba confeccionada con piel marrón, vieja y suave por el uso, y contenía una buena cantidad de dinero, billetes de veinte dólares y algunos Un alemán oriental muerto, allí. Un alemán oriental muerto de un disparo a menos de quince kilómetros del Centro de Armamento Naval de Estados Unidos, China Lake. Tannis se quedó muy quieto y oyó las preguntas que empezaban de nuevo. – ¿Qué pensó en aquel momento, al mirar el cadáver de Buhler? Juguemos a psiquiatras. ¿Cuál fue la primera cosa que le vino a la mente? – Alguien delató a Harper. Nos dieron el soplo. Ésa era la relación. Eso fue lo que me vino a la mente. Era el mismo hombre que nos había dado el soplo sobre Harper. – – – ¿Recibió usted un soplo anterior sobre Harper? – Sí. – ¿En qué consistió? – Está en los archivos. Una vez a la semana Harper iba al desierto, a una carretera en particular. Supuestamente, dejaba algo allí. Una hora más tarde, un coche se acercaba y lo recogía. – ¿Una entrega de material secreto? – Sí. – ¿Pero usted no estaba seguro? – Sonaba demasiado bien para ser verdad. – ¿Y qué opina esta vez con Buhler? – – ¿Excepto qué? – Quizás esta vez era yo el tipo al que le tendían la trampa. De hecho, eso fue lo que pensó, ésa fue la primera cosa que se le ocurrió. Pero mientras contemplaba el cadáver de Buhler no estaba seguro de creerlo. Resultaba difícil imaginar que aquel viejo, con un cómico sombrero de paja, pudiera ser un agente comunista. Sin embargo, sabía que era eso lo que debía suponer, porque todo el mundo lo supondría. Pero ¿quién demonios era en realidad? ¿Y qué tenía que ver Buhler con él? Yaciendo allí de aquel modo, con hormigas en columnas marchando ya hacia la sangre, el cuerpo parecía curvado en un signo de interrogación que resumía la situación perfectamente. El viento suspiró y Tannis dejó vagar su mente con entera libertad, escuchando su sonido al escarbar en la creosota y la arena. Quería marcharse, sólo marcharse. ¿Y quién iba a enterarse? ¿Acaso oiría alguien una campana en el desierto? Pero sabía que no podía… no podía marcharse como si tal cosa. Supo enseguida que tenía que contárselo a ellos, e imaginó rápidamente lo que iba a suceder. Los coches patrulla del sheriff en la carretera con sus luces intermitentes… la zona acordonada alrededor del lugar donde yacía Buhler… los ayudantes trabajando codo con codo en la «búsqueda de huellas» alrededor del cadáver… El FBI, los agentes de seguridad de China Lake. Todos estarían allí… Lo imaginó claramente, con la vista baja, fija en el oscuro y confuso montón que era el cadáver. Luego levantó la cabeza y miró a lo lejos, en la noche. No distinguió nada. La oscuridad era tan profunda como una sima, y los arbustos parecían ir a la deriva por entre las sombras, y la arena alzarse y caer en oleadas. Pero sabía también que nadie lo descubriría a él en aquella oscuridad. Estaba solo, totalmente solo en la noche, y sintió una precisa resolución peculiar en él, como si los elementos en una lente alcanzaran una convergencia perfecta; dejó escapar lentamente el aire, luego llenó fácilmente sus pulmones. Estaba al borde de una deducción, de una revelación. Pero todavía no del todo. Aún le faltaba recorrer cierta distancia, la distancia, exactamente, entre él mismo y el alemán muerto. Justo entonces, casi sin darse cuenta, volvió a mirar el cuerpo de Buhler. Bien, bien, ¿qué tenemos aquí? Se acercó a él. Se paseó a su alrededor. Se quedó de pie junto al cadáver, mirando hacia abajo. Era como escudriñar un profundo y negro agujero. Le acometió una gran repugnancia, pues las hormigas, formando una delgada línea negra, trepaban en ese momento por la mejilla del muerto, bajaban por sus labios, dudaban, y luego se introducían en su boca. Aquel alemán muerto… «Esos hijos de puta alemanes»… La frase, escupida por tantos rostros terrosos, le pasó por la cabeza, como el recuerdo de un aroma familiar, pero exótico. Falaise. Ardennes. Remagen. ¿No serían acaso los nombres de perfumes en alguna lengua medio olvidada? No obstante, la recordaba. La guerra. El principio. Ahora volvía. Todos aquellos pobres mamones alemanes muertos. Tan sólo hombres que matar… y recordó entonces al alemán muerto, junto al jeep, al que las hormigas se habían comido hacía siglos. Así. Los soldados de grandes y antiguos ejércitos. Las contemplaba ahora. Picoteaban la oreja del pobre Buhler. Trazaban la línea de su floja mandíbula. Se metían en su boca, se afanaban entre sus dientes… Este alemán, aquel primer alemán muerto. «¿Por qué lo he hecho?» ¿Por qué había hecho todo aquello…? Pero era otra pregunta que por fin hallaba respuesta. La distancia se acortó, su mente hizo algo nuevo, la pequeña deducción llegaba ahora, después de haberse evadido antes. Las aletas de su nariz se estremecieron. Sí. Él era, después de todo, el único testigo. Era el único hombre que había conocido la experiencia de aquella noche, que se había ocultado en aquella oscuridad y sentido el auge y el declinar del viento del desierto. Y por lo tanto, sería quizás el único hombre en formular la pregunta. «¿Cómo había llegado el asesino y se había marchado luego?» Sí, él sería el único en preguntarlo porque la respuesta parecería evidente, había usado un coche o camioneta que Tannis sencillamente no había visto. Pero no había habido ningún vehículo; sobre ciertos asuntos Tannis sabía que era infalible. Así pues, ¿cómo lo había hecho el asesino? La pregunta era tan curiosa que encendió un Lucky y reflexionó sobre ella, se quedó allí de pie, con una pierna a cada lado del cadáver de Buhler, y la resolvió. Luego, moviéndose con rapidez, volvió a la camioneta. Encontró una linterna en la guantera. Miró hacia atrás en dirección al cuerpo, para recordar su posición, luego cruzó el pequeño círculo de asfalto en la dirección opuesta. Después de dar tres pasos echó a correr, con la pistola en la mano derecha oscilando junto a su costado y la linterna en la mano izquierda, aunque apagada, de modo que corría en la oscuridad. Corrió más rápido. Luego más rápido aún. Corría como un espíritu escapado de Ballarat, el pueblo fantasma que se hallaba carretera adelante, o un poseso, o un Una quebrada. Una barranca seca. O lo que pasaba por tal en aquel espantoso lugar. Las lluvias de siglos (cayendo apenas a gotas de año en año) habían excavado un canal en la llanura del desierto. Deslizándose por la pendiente alcanzó el fondo. Era sorprendentemente profundo, ya que las paredes le llegaban hasta los hombros. Encendió la linterna. Siguió con la vista el haz de luz, como si descendiera por un túnel o el pozo de una mina (¿se habría sentido Buhler en su elemento allí?) y su luz procediera de la lamparita de un casco de minero. Parecía estar descendiendo. Sentía una corriente de aire cálido y seco. El viento soplaba más arriba. Al doblar una esquina, una ráfaga arrojó arena como humo sobre su cara. Bizqueó y agachó la cabeza. Un ave pasó volando junto a él con un suave y lento batir de alas de lechuza. Un fragmento de creosota pasó rodando frente a él. Hizo oscilar la luz hacia atrás y hacia delante. En el terraplén y desde pequeñas madrigueras unos ojos blancos lo observaban fijamente y después de un instante fugaz, atrapada bajo el haz, una serpiente rey escarlata siguió su camino reptante. Durante veinte minutos estuvo avanzando con rapidez, luego más lentamente y por fin las descubrió, grabadas como con sólido hormigón sobre el caliche gris… tan fáciles de seguir como la blanca línea central de una carretera. Las huellas de un caballo. Era así de simple. Frescas como un escupitajo, pensó, y sonrió, conteniendo el aliento. Pero luego empezó a correr de nuevo con un trote regular, mientras la luz señalaba la zigzagueante marcha de las huellas. Tras recorrer cuatrocientos metros llegó a un lugar donde las huellas se confundían consigo mismas. Supo que el caballo había sido atado allí y vio las marcas en el terraplén que había dejado el jinete al encaramarse hasta arriba. Él mismo trepó, enfocó con la linterna y vio, incluso desde allí, el lugar donde yacía el cadáver de Buhler. Un caballo… así era como lo había hecho. ¿Había llegado Buhler también a caballo? ¿O tal vez por un camino diferente? Con el viento golpeando con mayor fuerza su rostro, Tannis se deslizó terraplén abajo y alzó la linterna, apuntando con ella a lo largo del aluvión, buscando la respuesta. Pero la oscuridad se arremolinó en torno a él, el haz de luz vaciló como una vela y no había nada más que ver. Pero lo que había descubierto bastaba. Se arrodilló, colocó la palma de la mano sobre la huella del casco del caballo y sonrió. Volvería y los llamaría. Sin embargo, allí había algo de lo que no debían enterarse. Un secreto. Del tipo más precioso, puesto que Tannis sabía que sin duda le conduciría a alguna parte. |
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