"Henders" - читать интересную книгу автора (Fahy Warren)

4 DE SEPTIEMBRE

Medianoche


Thatcher Redmond alzó la mano y pulsó el botón que llamaba a la azafata.

Sonrió forzadamente cuando la joven asiática apareció junio a su asiento.

– ¿Podría traerme unas bolsas de cacahuetes? -dijo.

– Por supuesto. En seguida se las traeré, señor.

Aunque era una joven amable, Thatcher se volvió con un gesto de irritación. Todo ese asunto del viaje a última hora a Phoenix lo había llenado de una inquietante sensación de pánico. Y ahora, una vez cumplida su misión, justo cuando pensaba que finalmente podría dejar toda esa historia atrás, habían permanecido seis interminables horas en la pista mientras una serie de complicaciones propias de una película de cine mudo los había retenido en el aeropuerto. No le gustaba nada la idea de que lo reconocieran. Y el hecho de tratar de deducir la razón de la demora estaba poniendo en riesgo su cordura.

Su pelo se proyectaba en las características patillas que se curvaban hacia arriba para unirse a un poblado bigote. Esta «W» roja de vello facial era la firma de Thatcher Redmond. Como famoso profesor y reconocido intelectual, su imagen era su autógrafo, como solía repetir su agente con frecuencia. Como consecuencia de ello, ya no podía cambiar su aspecto más de lo que podía cambiar el nombre. En los últimos tiempos, había experimentado a veces una punzada de envidia por sus colegas, quienes aún conservaban todas las pequeñas libertades que les permitía su anonimato, como afeitarse. A veces, pero no muy a menudo…

Al menos había conseguido una plaza en clase business en el vuelo de regreso. Durante el viaje a Phoenix esa misma tarde, había quedado emparedado entre dos grandes gemelos idénticos que, además, roncaban. Según le explicaron, habían pagado por el asiento de ventanilla y el de pasillo para poder tenderse a sus anchas. Antes de quedarse profundamente dormidos le habían dicho que iniciaban unas vacaciones por el suroeste que culminarían en Las Vegas, Nevada, y esa información lo había puesto de mal humor.

Thatcher era un consumado jugador. A pesar del hecho de que actualmente sus deudas ascendían a 327.000 dólares, lo que era el resultado de una improbable serie de tropiezos, estaba convencido de que poseía una aptitud matemática que rayaba en la genialidad. Thatcher casi podía ver las probabilidades como si tuviera una máquina tragaperras metida en la cabeza.

Ya fuera que esa intuición estuviera acertada la mitad de las veces o no, había dado sus frutos suficientes veces como para suponer que era acertada, y le había proporcionado suficientes ganancias inesperadas como para hacer de las apuestas siguiendo su intuición, una forma secreta de vida. Sólo en los últimos tiempos se había convertido en una crisis en toda la extensión de la palabra, justo cuando el divorcio de su tercera esposa estaba alcanzado la «etapa desagradable».

Y, en medio de todo ese panorama, como llovido del cielo, su ayudante de cátedra de hacía tres años lo había amenazado con una demanda por paternidad. La arpía, de hecho, afirmaba haber tenido a su hijo, un crío que aparentemente ahora tenía dos años y medio, y ella quería discutir la posibilidad del matrimonio o bien un «acuerdo adecuado» con él para que pagara la manutención del fruto de su amor.

No era tanto una amenaza como un chantaje, presentado de una manera cálida y amorosa. Cuando ella lo llamó por teléfono, Sedona le había explicado que lo había visto en televisión desde que su libro había experimentado un asombroso ascenso en la lista de los títulos más vendidos, y su consiguiente ascenso como intelectual público. De una sola tacada lo había felicitado por su éxito y añadido su obligación económica para con su hijo como una rémora pegada a su espalda.

Durante años, Thatcher había conseguido mantener su afición al juego en un ámbito estrictamente privado y separado de su carrera como profesor en la cátedra de zoología en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Sin embargo, en su última partida se había quedado sin blanca, y había roto todas sus reglas. Se trataba de una apuesta profesional que era muy pública, a diferencia de sus anteriores apuestas, y aunque era la más segura que había hecho en la vida, le había reportado más beneficios que cualquier otra.

A los cincuenta y nueve años, la carrera de Thatcher Redmond había conseguido el premio gordo con la reciente publicación de su libro, El factor humano, que había obtenido dos prestigiosos premios, incluido, hacía sólo doce días, el codiciado Premio Tetteridge de Literatura Científica Popular.

Con un poco de suerte se metería en el bolsillo otro trofeo, la beca MacArthur Genius, dotada con medio millón de dólares, que se anunciaría dentro de cinco semanas. Aunque se suponía que las nominaciones debían ser confidenciales, él sabía que su nombre había sido incluido en la chistera.

Después de eso incluso podía haber un Pulitzer en el horizonte, si la beca MacArthur efectivamente se hacía realidad. Thatcher estaba en la cresta de la ola.

Después de años de publicar trabajos insulsos y poco conocidos acerca de las correlaciones genéticas entre las moscas de la fruta y fauna afín, trabajos que nunca serían leídos por nadie salvo un par de docenas de colegas y unos centenares de sus engañados estudiantes, Thatcher había apostado a que nada le reportaría más beneficios que interpretar el papel que todos los «no científicos» querían que desempeñaran los científicos. La sinceridad, o siquiera el conocimiento, no tenían necesidad de entrar en la ecuación.

De hecho, Thatcher sospechaba que incluso el más sincero de los científicos había estado practicando ese juego durante más tiempo que él con al menos un poco de egoísmo, teniendo en cuenta cuán suculento era el premio y con cuánta facilidad se podía obtener.

El mar de dinero de la beca, los honorarios, los premios, los acuerdos de publicación del libro y los derechos de autor -por no mencionar la popularidad, la fama y las oportunidades para su carrera- era profundo, cálido e incitador para el científico ansioso de aportar su opinión experta, especialmente al gobierno o a los medios de comunicación y, de este modo, respaldar científicamente la causa du jour. El agua era cálida y recibía por igual al sincero y al deshonesto, al idealista y al oportunista. Thatcher sólo lamentaba no haberse zambullido antes en ella.

Desde su tardía llegada a la fama, el zoólogo se había visto constantemente asediado para que expresara sus opiniones acerca de una amplia variedad de temas y causas, y había estado disfrutando plenamente del paseo. En la medida en que respondiera a las tendencias más en boga en el mundo de la ciencia, las solicitudes para que apareciera en los medios y los bocados apetitosos no tenían fin.

Thatcher sabía que en ese momento de la historia de la humanidad estaba de moda condenar abiertamente el impacto de los seres humanos en el medioambiente, de modo que se había dedicado a escribir un libro que obtendría pingües beneficios de la tendencia actual, llegando a tales extremos en esa trayectoria que todos los demás que estuvieran en la pasarela parecerían desaliñados y anticuados. Y su estrategia había tenido éxito… de una forma brillante.

Consciente de que estaba explotando un mercado que muchos de sus colegas ya habían colonizado antes que él, Thatcher había decidido atacar la cima de la cadena alimentaria. Ignorando al mundo académico, se había dirigido directamente al público no científico. Después de todo, sabía perfectamente de dónde procedía en última instancia la leche materna de su profesión. Su carrera probablemente no durara mucho, lo sabía, pero no tenía por qué hacerlo. Entraría, cogería lo que deseaba y saldría a tiempo para retirarse de manera confortable y sin complicaciones a Costa Rica. Él ya sabía qué casa quería comprar. A sus planes contribuía sin duda el hecho de que no le importara si en el proceso dañaba al mundo académico o incluso a la causa de la defensa del medioambiente. En realidad, después de años de matarse trabajando de manera infructuosa con poco o ningún reconocimiento o aprecio, lo excitaba el cálculo de esa probabilidad.

Su libro le estaba reportando la clase de derechos de autor y honorarios por conferencia que necesitaba para mantener alejados a sus corredores de apuestas y a su última esposa. Contra todo pronóstico, Thatcher Redmond había demostrado estar en buena forma para la supervivencia, después de todo.

Pero entonces se produjo ese asunto de Sedona y lo jodió todo.

El Airbus A321 correteó finalmente por la pista y aceleró, elevándose en el aire. El júbilo de los pasajeros llenó la cabina y una oleada de alivio invadió su pecho cuando el avión cobró altura.

Repasó mentalmente una vez más los acontecimientos de ese día. Hacía siete horas estaba sentado en el asiento trasero de un taxi en dirección a la zona residencial de Phoenix que ocupaba la clase alta en Camelback Mountain. Las exageradas formaciones rocosas que veía a través de la ventanilla le habían recordado a los Picapiedra. Aunque ella estaba viviendo en una mansión situada en una meseta en el suburbio más lujoso de la ciudad, gracias a su familia y a sus amigos adinerados, la muy zorra lo había hecho ir allí para chantajearlo por un niño que él jamás había deseado o siquiera sabía que tenía.

– Espera aquí, Thatcher -le había dicho Sedona, recordaba ahora.

«Aquí» resultó ser un espacioso salón bañado por el sol, decorado con valiosas muestras de arte de delfines en la mansión que estaba cuidando para un amigo. El salón tenía un techo alto, con vigas a la vista, y una puerta corredera de vidrio que se abría a la piscina. La puerta estaba entreabierta y permitía que se filtrara la brisa seca de Phoenix.

Sedona dijo que a Júnior le gustaba saltar a la piscina si nadie se lo impedía.

El mocoso pelirrojo correteaba por todas partes gritando y rompiendo cosas.

Ella añadió también que el pequeño monstruo jamás recordaba ponerse su salvavidas en forma de serpiente marina, que siempre corría directamente hacia la piscina y saltaba al agua.

Pero la puerta corredera estaba ligeramente entreabierta…

– Estoy esperando a que entre el gato. No te preocupes, el niño no puede pasar por ahí -había dicho Sedona-. Aún no es lo bastante fuerte para abrir la puerta solo y salir afuera.

Luego se marchó un momento para atender a alguien que llamaba a la puerta principal, alguna clase de entrega…

¿Acaso era una encerrona? Casi podía decirse que había rótulos de neón que lo anunciaban. Echó un vistazo alrededor en busca de cámaras ocultas mientras las probabilidades zumbaban como máquinas tragaperras en su cabeza.

Thatcher se frotó el borde de su zapato de goma mientras se apoyaba en el respaldo de la confortable butaca del avión. Después del miserable viaje de ida, había optado por un vuelo que salía más tarde a cambio de un asiento en la clase business. El precio habían sido seis horas de espera, pero toda una sección sólo para él.

Había hablado con Sedona durante aproximadamente quince minutos en la escalera de entrada, asegurándole que la ayudaría. Le había prometido, además, que pronto se pondría en contacto con ella. Incluso la había besado en la mejilla mientras el gato gris salía por la puerta y se enroscaba alrededor de su pierna, haciendo que estuviera a punto de tropezar de camino al taxi que lo esperaba.

Cuando, a unos kilómetros de distancia, el taxi pasó junto una ambulancia que aceleraba en dirección opuesta, le dio un vuelco el corazón.

Con la sirena ululando y las luces girando en el techo, parecía una máquina tragaperras de un millón de dólares que pagara el premio mayor.

– Eh, ¿no es usted Thatcher Redmond? -preguntó una voz estridente.

Se volvió, sobresaltado, hacia el hombre que estaba al otro lado del pasillo.

– Sí.

– ¡Vaya! ¡He leído su libro, amigo! -El australiano bronceado le estrechó la mano vigorosamente-. Realmente cree que los seres humanos se van a cargar todo el planeta, ¿eh?

«Mi querido paleto -pensó Thatcher-, acabas de aumentar esa probabilidad en mi mente.»

– Es una posibilidad. -Thatcher sonrió amablemente.

– No lo sé. -El hombre meneó la cabeza-. Yo viajo mucho y miro a través de esta ventanilla y apenas si puedo decir siquiera que estemos aquí, ¿eh?

– ¿Puede ver un virus mortal dentro de un ser humano?

– Bueno, no, ahora que lo menciona.

– El libre albedrío es un virus. Todo lo que se necesita para crear destrucción es dejarlo suelto y dotarlo de razón. Puede apostar por él siempre.

– Bien, lamento oír eso. No es demasiado bueno. Ah, bien…

– No se preocupe. La mierda no llegará al ventilador al menos hasta dentro de un par de siglos. Estamos a salvo. -Thatcher le guiñó un ojo obscenamente al hombre y sonrió.

– ¡Ah, entonces eso es bueno para nosotros! Deduzco, sin embargo, que es muy malo para nuestros hijos, ¿no? Oh, lamento haberlo molestado. Veo que tiene otras cosas en la cabeza.

– En absoluto -dijo Thatcher, aliviado de poner fin a la conversación.

– Aquí tiene sus cacahuetes, señor.

Se sobresaltó levemente cuando la azafata apareció a su lado.

– ¡Gracias! -dijo, irritado por haber sido identificado por un testigo en el avión, y trató de evaluar los posibles daños.

Thatcher apagó la luz que había encima de su asiento y miró a través de la ventanilla negra. Intentó pensar en la aparición que tenía programada para el día siguiente por la noche en la CNN para hablar, otra vez, sobre lo sucedido en la isla Henders. Pero sus pensamientos comenzaron a vagar mientras contemplaba su reflejo en el cristal oscurecido. «No tiene ninguna importancia -pensó-. Por supuesto que la he visitado, pero nadie puede demostrar nada.»

Cogió una copa de champán de la bandeja que llevaba una azafata.

Permitiendo relajarse finalmente, brindó por sí mismo, y comenzó a sentir la misma emoción en el estómago que experimentaba siempre que conseguía el premio gordo.