"Henders" - читать интересную книгу автора (Fahy Warren)

3 DE SEPTIEMBRE

Lugar y Fecha.

Texto. 14.30 horas


A dos mil seiscientos kilómetros aproximadamente al sur-sureste de la isla Pitcairn, la mota de roca de poco más de tres kilómetros de ancho era demasiado insignificante como para aparecer en globos terráqueos, mapas y cartas de navegación. Ahora esa mota se encontraba rodeada por el Enterprise, el Gettysburg, el Philippine Sea, dos destructores, tres destructores con misiles teledirigidos, una fragata con misiles teledirigidos, un buque logístico, dos submarinos de ataque antisubmarino de la clase Sea Wolf, dos submarinos nodriza y tres barcos de reabastecimiento. La Fuerza de Operaciones Conjuntas Enterprise se encontraba de camino al mar de Japón cuando el presidente impartió la orden de establecer un bloqueo alrededor de la minúscula isla. En mitad de la mayor superficie de ninguna parte sobre la faz de la Tierra, una ciudad flotante habitada por más de trece mil hombres y mujeres se había materializado súbitamente cinco días después de que se hubo emitido el último capítulo del programa «SeaLife».

Durante los últimos ocho días, la marina de guerra de Estados Unidos había decretado cuarentena en toda la zona mientras incesantes helicópteros eran portadores de rumores extraños y secretos desde la isla hasta los barcos que la rodeaban por completo. Todos los participantes en la operación tenían terminantemente prohibida cualquier comunicación con el mundo exterior, bajo órdenes de un silencio informativo total, pero los barcos rebosaban de rumores propagados por aquellos que habían visto la emisión original de «SeaLife».

La tripulación del Enterprise observaba ahora cómo la última sección del StatLab, un laboratorio modular desarrollado por la NASA para ser lanzado en zonas calientes afectadas por enfermedades, era izada desde la cubierta por un poderoso helicóptero MH-53E Sea Dragón.

Los grandes rotores del Sea Dragón atronaron en el aire mientras se inclinaba hacia la isla, balanceando el tubo blanco y octogonal en el cable de sujeción al elevarlo en dirección al acantilado de más de doscientos metros de altura.

Para los hombres y mujeres que se encontraban en la cubierta del gran portaaviones, la sección del laboratorio móvil parecía la etapa de un cohete o un módulo de una estación espacial. No tenían ni la más remota idea de por qué había sido enviado desde Cabo Cañaveral en tres transportes hovercraft de alta velocidad o dónde lo instalarían exactamente en el interior de la isla. Todo cuanto sabían era que en el lugar se había descubierto un grave peligro biológico potencial.

Nadie entre los miles de hombres y mujeres que integraban el grupo de operaciones era capaz de imaginar lo que debía de haber al otro lado de los acantilados para justificar todo ese despliegue, y algunos de ellos preferían no saberlo.


14.56 horas


Nell se quitó la gorra de los Mets y se alisó el pelo distraídamente mientras se inclinaba hacia adelante para mirar intensamente a través de la burbuja de observación.

Un anillo roto de densa jungla envolvía la base del interior profundo y en forma de cuenco de la isla Henders. Esa sección del laboratorio experimental estaba designada como Sección Uno y había sido colocada en un pequeño claro chamuscado cerca del borde de la selva. Una falange de troncos de árbol parecidos a cactus saguaro se elevaba entre diez y doce metros en el límite de la jungla. Nell podía ver a través del hemisferio norte de la ventana sus hojas grandes y verdes que se encrespaban en las copas.

Sospechaba que esos «árboles» no eran más plantas que las primeras hojas de lavanda que había tocado en la playa hacía ahora trece días. Observó con cautela sus movimientos al capricho del viento. Zero le había advertido que en la grieta había visto árboles que se movían. De hecho, Zero había jurado que los estaban atacando.

Cuando Nell se enteró de que la NASA sería la encargada de dirigir la investigación en la isla, y que Wayne Cato, su antiguo profesor en el Instituto de Tecnología de California, estaba a cargo del equipo de tierra, le había rogado prácticamente que la dejara participar en la operación. El doctor Cato, sin dudarlo un instante, la había puesto a cargo del equipo de observación in situ a bordo del laboratorio móvil.

Unos elevadores hidráulicos habían nivelado y alineado dos nuevas secciones del laboratorio en la ladera detrás de la Sección Uno. Unos tubos extensibles de plástico impermeables a los virus conectaban las secciones subterráneas del tamaño de un coche como si de fuelles de conexión entre vagones de un tren se tratara.

Las luces fluorescentes cubrían el techo de acero de dos centímetros de grosor. Ventanas de policarbonato de cinco centímetros de espesor se extendían a lo largo de la parte superior del casco octogonal y alcanzaban hasta la mitad de sus laterales perpendiculares. Con el fin de impedir que la atmósfera exterior se filtrara en el interior del laboratorio en caso de que se produjera una fisura, dentro del laboratorio se mantenía una presión de aire «positiva», ligeramente superior a la presión atmosférica exterior.

Los científicos se reunieron ante la gran burbuja de observación situada en el extremo de la Sección Uno mientras se preparaban para colocar la primera trampa para especímenes en el borde de la jungla.

Todos sabían que Nell había formado parte del primer grupo que puso el pie en la isla. Todos ellos habían visto el último episodio de «SeaLife», aunque fuera en YouTube. Miraban a Nell con una especie de temerosa admiración no exenta también de cierto escepticismo. Les había mostrado los dibujos de lo que ella llamaba spiger que, según afirmaba, la había perseguido por la playa. Pero todo lo que ella había visto en la isla no había sido fotografiado, un hecho que provocaba bastantes dudas. Sin embargo, todo ellos sabían que se decía que once seres humanos habían desaparecido, y podían ver la evidencia de esa pérdida en su obsesivo enfoque de la situación.

Aparte de la extraordinaria flora, sin embargo, ellos aún tenían que encontrar cualquier cosa que les resultara llamativa en los dos días que llevaban montando el laboratorio. Hasta el momento no habían encontrado nada peligroso. Las escasas y pequeñas criaturas que habían detectado saliendo de la jungla de Henders se habían movido demasiado de prisa como para poder verlas o filmarlas con claridad con el limitado equipo que la media docena de científicos y la docena de técnicos habían sido capaces de instalar hasta ese momento.

Seis científicos y tres técnicos de laboratorio observaban ahora cómo el brazo robótico bajaba el primer espécimen atrapado: una cámara cilíndrica de acrílico transparente con el tamaño y la forma aproximados de una sombrerera.

– La cena está servida -anunció Otto mientras operaba el brazo y maniobraba con la trampa para dejarla más cerca del borde de la jungla.

Otto Inman era un exobiólogo de la NASA, mofletudo y con coleta, que la marina de Estados Unidos había enviado desde Cabo Kennedy. Un genio desde la escuela primaria, Inman se había encontrado tocando el cielo con las manos después de conseguir un trabajo en un equipo de investigación de la NASA recién salido de la escuela universitaria de graduados. Aunque también le habían ofrecido un empleo en la sección de diseño de imágenes por ordenador de la factoría Disney en Orlando, ni siquiera supuso una decisión para él. Después de tres años en la NASA, Otto aún era incapaz de imaginarse aburrido por tener que acudir al trabajo todas la mañanas.

Ésa, sin embargo, era la primera vez que la urgencia había sido añadida al trabajo de Otto. Sería la primera prueba de campo para muchos de los juguetes que había contribuido a diseñar, incluidos los sistemas de recuperación de especímenes y el despliegue de vehículos accionados a distancia (ROV), y Otto estaba fascinado al ver que sus sistemas teóricos iban a pasar la prueba de fuego.

Maniobró el brazo robótico con un guante de movimiento-captura, colocando la trampa para especímenes sobre la tierra chamuscada en el borde de la selva. La trampa llevaba como cebo una salchicha, cortesía de la marina de Estados Unidos.

– ¿Una salchicha? -preguntó Andy Beasley.

– Eh, tenemos que improvisar, ¿de acuerdo? -dijo Otto-. Además, a todas las formas de vida les gustan las salchichas.

Nell se había asegurado de que Andy formara parte del equipo de investigación. El biólogo marino no podía estar más encantado, pero a ella le preocupaba que no se tomara lo bastante en serio los peligros que entrañaba esa misión. Cuando les habló al personal de la NASA y a Andy acerca de las espantosas criaturas de la playa, en general todos respondieron con un educado silencio y miradas repletas de escepticismo.

Otto levantó la puerta en el costado de la trampa y desacopló el movimiento-captura para asegurar el brazo en su sitio.

Esperaron.

Nell apenas si respiraba.

Tres segundos más tarde, una hormiga-disco del tamaño de una moneda de cincuenta centavos rodó entre dos árboles y avanzó lentamente siguiendo una línea recta hacia la trampa. Luego se detuvo a medio metro de la puerta abierta.

– Ahí tienes a uno de tus bichos, Nell -susurró Otto-. ¡Tenías razón!

Una docena de hormigas-disco salieron de la espesura detrás de la exploradora. Mientras rodaban se inclinaron en diferentes direcciones y se lanzaron como frisbees hacia la salchicha en el interior de la trampa.

– ¡Caray! -exclamó Otto con un jadeo.

– ¡Ciérrala! -ordenó Nell.

Otto dudó un momento y dos animales de color marrón rojizo del tamaño de ardillas salieron disparados desde la selva en dirección a la trampa. Los siguieron dos bichos voladores que atravesaron el aire como meteoros y lograron entrar en la caja antes de que la puerta se cerrara.

Nell le palmeó la espalda.

– Buen trabajo, Otto.

– Parece que también has atrapado a un par de ratas de la isla -dijo Andy Beasley, señalando a través de la ventana-. ¡Mirad!

La trampa cilíndrica se agitaba violentamente en el extremo del brazo articulado.

– ¡Joder!

Otto frenó el movimiento retráctil del brazo mientras la trampa continuaba sacudiéndose furiosamente. Sus paredes transparentes estaban salpicadas y manchadas con remolinos de una especie de sangre azul.

– Oh, Dios mío -exclamó Andy.

– Slurpee azul, mi bebida favorita -dijo Otto.

Cuando la trampa finalmente dejó de agitarse parecía como si en su interior hubiesen batido arándanos.

– Muy bien, quitemos eso y diseccionemos lo que haya quedado -dijo Nell-. Luego instalaremos otra trampa. Y, la próxima vez, cierra la puerta un poco antes, Otto.

– Sí, supongo que sí -asintió el biólogo.

Luego maniobró la trampa hasta colocarla en una cámara de aire, donde unas cintas transportadoras la llevaron hasta una segunda escotilla en la plataforma de los especímenes, a la que informalmente habían denominado «abrevadero», una cámara de observación que se extendía a todo lo largo de la Sección Uno.

Esa sección del StatLab había sido diseñada como una estación experimental para la recolección de especímenes en Marte, pero también podía cumplir funciones de laboratorio médico móvil que podía ser dejado caer en zonas calientes afectadas por enfermedades. Era parte de un programa piloto que centraba la experiencia de la NASA en aplicaciones para la Tierra. Unos fondos adicionales para Tecnología para Planetas dobles habían proporcionado a la NASA los recursos que habían hecho viable el programa. Pero nadie había pensado que el StatLab pudiera entrar alguna vez en acción, y ahora los técnicos de la NASA recorrían nerviosamente cada centímetro del laboratorio para asegurarse de que cumplía con todos los requerimientos del sistema por, al menos, un doble margen de seguridad. No había nada que alterara más los nervios de los técnicos de la NASA que planificar en función de contingencias desconocidas.

Seis pantallas de alta resolución colgaban encima del largo «abrevadero». Bajo la superficie superior del abrevadero, seis videocámaras no mayores que pastillas de menta se deslizaban a lo largo de hilos plateados sobre ejes X e Y, cada una de ellas cubriendo una sexta parte de la larga cámara de visión.

El brazo articulado depositó la trampa sobre la cinta transportadora, y la escotilla hermética se cerró detrás de ella con un sonoro siseo. La cinta deslizó la trampa hasta el centro del abrevadero, donde se habían congregado seis científicos.

– Esperemos que esta sopa sea abundante -dijo Quentin Brancato, otro de los biólogos enviados por la NASA. Enfundó las manos en sendos guantes de goma que se extendieron sobre unos brazos de Kevlar plegadizos dentro de la cámara de observación. Abrió manualmente la puerta de la trampa.

– Con cuidado -le advirtió Nell.

– No te preocupes -dijo Quentin-, estos guantes son muy resistentes, Nell.

Varios científicos se encontraban en los controles de varias trampas más pequeñas. Cada una de ellas contenía un cebo diferente: un trozo de salchicha, un guiso de vegetales, una planta Venus atrapamoscas en un tiesto, una copa de miel, un pequeño montón de sal, un recipiente con agua dulce, todos ellos suministrados por la cocina del Enterprise. Excepto por la Venus atrapamoscas, que era una mascota que Quentin había conseguido introducir subrepticiamente en el avión. Como castigo por saltarse las normas, Quentin había tenido que sacrificar a Audrey en el altar de la ciencia.

Inspirada por esa idea, Nell había solicitado que les enviasen varias docenas de distintas especies de plantas. Éstas incluían semilleros de gramíneas, pinos en tiestos, trigo y cactus, para exponerlos al ambiente de la isla alrededor del laboratorio para su observación.

Otros científicos, repartidos a lo largo del abrevadero, controlaban las cámaras, dirigiéndolas en dirección a la trampa de recuperación de especímenes.

Quentin desactivó el mecanismo de cierre hermético en la parte superior del cilindro. Cuando abrió la tapa, dos criaturas voladoras parecidas a girinos escaparon de la trampa.

La pareja ascendió como si de helicópteros se tratara, quedando suspendida sin girar dentro del abrevadero mientras sus cinco alas desprendían una suerte de niebla azul. Los abdómenes se curvaron debajo de ellos como colas de escorpión mientras se lanzaban directamente hacia la trampa cuyo cebo era la salchicha.

Sus cabezas mantenían la vigilancia con un anillo de ojos mientras las patas arrancaban la carne y la introducían en una boca abdominal. Sus cuerpos se engrosaron de inmediato.

Después de un momento de absoluta sorpresa, el científico que controlaba la trampa con la salchicha logró encerrar a ambas criaturas en su interior.

– ¡Las he cogido!

– ¡Buen trabajo! -dijo Nell.

Quentin hizo girar la cápsula de recuperación de especímenes y luego dejó caer su contenido sobre el suelo blanco iluminado del abrevadero. Varios cuerpos cayeron junto con la lechada de color azul.

Colocó una boquilla en una manguera provista de un muelle en un costado del abrevadero y lavó los especímenes mutilados con un chorro de agua a presión. La sangre azul y el agua se escurrieron a través de los desagües situados cada metro en el abrevadero.

Tres grandes hormigas-disco salieron reptando de la sangre coagulada dejando tras de sí un rastro azul a medida que rodaban. Luego se apoyaron sobre sus costados y se arrastraron como cochinillas de humedad, sus miembros superiores sacudiendo gotas de sangre que caían alrededor de ellas como si de tinta de una pluma se tratara. Luego giraron y repitieron el movimiento con sus otros miembros antes de inclinarse sobre sus flancos y comenzar a rodar, elevándose como discos en el aire ante los rostros hipnotizados de los científicos.

Algunas de ellas rebotaban contra los costados del abrevadero, sus patas contrayéndose hasta convertirse en puntas blancas y duras como diamantes que rayaban visiblemente el acrílico. Mientras chocaban contra las paredes de la cámara, lanzaban docenas de hormigas-disco más pequeñas, que a su vez rodaban dejando rastros de líquido azul celeste.

Los científicos que controlaban las cámaras tomaron primeros planos de las pequeñas hormigas cuando giraban en dirección a las trampas provistas de cebos. Los bichos se lanzaron sobre el azúcar, los vegetales e incluso la Venus atrapamoscas, que devoraron desde dentro hacia afuera mientras sus trampas se activaban una tras otra.

– Adiós, Audrey -dijo Quentin con pesar, y Nell le palmeó el hombro.

Una gran hormiga-disco rodó hacia la trampa que contenía como cebo el pequeño montón de sal. Se colocó de lado para comer, pero entonces, antes de que la trampa pudiera ser accionada, el bicho retrocedió sobre su costado y se alejó.

– Atrapad a las hormigas pequeñas si podéis -instruyó Nell-. Y necesitamos conseguir muestras de tejido de los otros especímenes, Otto, para poder hacer cultivos bacterianos para una cromatografía líquida de alta eficacia y obtener perfiles de cromatografía gaseosa y espectrografía masiva. Es necesario que hagamos una disección de estas criaturas para ver si poseen sacos venosos que nos resulten conocidos.

Varios científicos activaron sus trampas ante la urgente petición de Nell y consiguieron aislar unas cuantas docenas de hormigas. Con las manos enfundadas en los guantes extensibles, los científicos colocaron las trampas provistas de muelles en cámaras de aire espaciadas dentro del abrevadero. En la toma en primer plano de las cámaras que había encima de las trampas podían ver a las diminutas criaturas que saltaban sobre los guantes.

– Parece que atacan cualquier cosa que se mueva -observó Nell.

– Sí, y no les importa su tamaño -convino Andy.

– No hay de qué preocuparse, no hay forma de que puedan atravesar la goma de butilo de los guantes -dijo Quentin.

– ¿Alguno ha visto La amenaza de Andrómeda'}

– ¿O Alien, el octavo pasajero? -preguntó Andy.

– Venga ya, chicos.

Los científicos colocaron las trampas en las cámaras de aire, donde el exterior de las mismas fue esterilizado con un baño de dióxido de cloro. Luego abrieron las escotillas y transfirieron las trampas a cámaras de observación individuales donde los especímenes vivos podían dejarse sueltos.

El resto de los especímenes de la trampa original parecían muertos, víctimas de una feroz carnicería. La salchicha original no se veía por ninguna parte.

Los dos animales más grandes que habían conseguido capturar tenían aproximadamente el tamaño de ardillas o ratas almizcleras sin cola y con ocho patas. Aunque uno de ellos mostraba uno de los lados mordido por su rival, estaba claramente más completo que el otro. Había arrancado la cabeza de su contrario de un mordisco y parecía haber muerto asfixiado.

– ¿Qué es… eso? -preguntó Quentin.

– Caray, nunca he visto nada parecido -susurró uno de los científicos.

– Dios santo -dijo Andy con una risita nerviosa.

– Muy bien, relajémonos. -Otto también estaba visiblemente nervioso-. Yo me encargaré de la disección. Quentin, tú te ocuparás de la cámara.

– Encantado.

Quentin le entregó rápidamente los guantes a Otto.

Otto metió las manos dentro de los guantes y apartó las partes de los otros animales, que incluían unas cuantas hormigas-disco mordidas a medias, una cosa de dos patas medio comida que parecía un saltamontes cruzado con un sapo, una decapitada «rata» de la isla, como Andy la había llamado y, sorprendentemente, unos cuantos pedazos de una especie parecida a un ratón.

Cada espécimen parcial fue pasado a través del abrevadero para ser lavado y preparado para su conservación. La extremada rareza de las partes corporales provocó un escalofrío a lo largo de la línea de montaje de científicos.

– ¿Qué es lo que estamos mirando? -preguntó alguien.

– Joder, no me lo puedo creer -musitó otro, intranquilo.

– Vayamos paso a paso -aconsejó Otto-. Muy bien, estamos a punto de llevar a cabo la primera disección de un espécimen de Henders.

Otto extendió el animal más grande intacto sobre su estómago. Lavó la sangre azul que cubría su pelaje similar al terciopelo, que resultó ser marrón café con rayas blancas y negras en las ancas. Unas cintas de piel iridiscente resplandecían sobre su cabeza, del tamaño de una pelota de softball. La cabeza de la segunda rata formaba un bulto del tamaño de una pelota de béisbol en su garganta.

Cuando la última gota de líquido azul se desprendió del animal, todos los científicos se quedaron sin aliento ante la visión de ese espécimen imposible.

– Muy bien, veamos qué clase de bicho es éste.

La voz de Otto se quebró. Las manos le temblaban.

– Ahora con cuidado -dijo Nell.

Quentin movió la cámara de vídeo a través de la zona superior del abrevadero hasta situarla directamente encima del sujeto de estudio y luego acercó el objetivo hasta que una imagen ampliada apareció en las pantallas de plasma que había encima del abrevadero.

Otto colocó su mano izquierda enguantada sobre la cabeza y la garganta bloqueada del espécimen.

Nell estaba sentada en uno de los taburetes altos junto a Otto y abrió su libreta de bosquejos.

– Tómatelo con calma -dijo con voz tranquila, y comenzó a dibujar un diagrama-. La coloración de la piel en las ancas parece la de un okapi.

– Sí -Andy asintió-. La gente pensaba que los okapis eran una patraña cuando fueron descubiertos. Creían que se trataba de una jirafa, una cebra y un búfalo cosidos juntos…

– Jamás creerán lo que tenemos aquí.

Quentin miraba con expresión absorta esa quimera de pellejo rojo.

– Las rayas en la piel deben de confundir a los depredadores -teorizó Nell.

– Venga ya, esta cosa es un depredador -replicó Otto.

– Creo que probablemente sea ambas cosas, depredador y presa -dijo ella-. La parte delantera parece muy fiera, mientras que la parte posterior dice: «Será mejor que oculte mi culo con camuflaje mientras salgo pitando de aquí.»

– ¿Cazadores que son cazados? -propuso Andy.

– Echad un vistazo a la cola -dijo Quentin.

– ¿Estamos seguros de que esa cosa está muerta? -preguntó alguien.

– Vamos a averiguarlo dentro de un momento -dijo Otto-. Comenzando la narración de la disección a las… -consultó su reloj-… 15.22 horas. Ésta es la primera disección que se practica a un espécimen de Henders. Se trata de un animal cubierto de piel, con ocho patas, de aproximadamente treinta y cinco centímetros de largo, con rayas de cebra similares a un okapi en sus ancas, pelo marrón rojizo con la textura de un terciopelo realmente mullido en el lomo, y rayas brillantes de piel alrededor de la cara que cambia de color según los diferentes ángulos.

Otto giró la cabeza del extraño animal. Todos pudieron ver las rayas iridiscentes que partían desde su dentada boca.

– ¡ Joder! -exclamó Andy-. ¡Tiene pinzas de cangrejo en la cara!

– El espécimen parece tener cuatro patas delanteras que podrían funcionar más bien como brazos -continuó diciendo Otto-. El primer par está unido a su mandíbula inferior y carece de pelo. Parece tratarse de apéndices de crustáceo con tenazas delgadas de color blanco… muy extraño. Estos apéndices emergen de una amplia mandíbula inferior de una boca articulada como la de una rana o un pájaro, provista de largos dientes que se encuentran muy juntos y parecen ser bastante afilados. Los dientes son muy duros y de color gris oscuro. La boca presenta labios azul oscuro retráctiles que aparentemente pueden cerrarse encima de los dientes.

– ¿Qué es eso, un casquete? -Nell dibujó el contorno del animal-. En la parte superior de la cabeza…

– El sujeto parece tener algún tipo de casquete craneal sin pelo, de color marrón claro -dijo Otto.

– Caray -exclamó Quentin-. O estoy soñando o estamos haciendo historia, chicos.

– No estás soñando -dijo Nell.

Los científicos aplaudieron y lanzaron gritos de júbilo, liberando finalmente su ansiedad y su euforia.

Nell dibujó rápidamente la boca provista de dientes prominentes en la cabeza redonda de la extraña criatura, su rostro congelado en una expresión sombría. Ese animal parecía la versión en miniatura de las mortíferas criaturas que había visto en la playa, excepto porque sus mandíbulas estaban dispuestas en forma horizontal en lugar de verticales, como las de los animales que habían surgido de la fisura en el acantilado.

– Parece un alacrán marino -dijo Andy.

– Es como un gato cruzado con una araña -dijo Nell mientras realzaba la silueta del animal con lápiz sobre la hoja de papel.

– Sí, como los spigers que mencionaste antes -asintió Quentin.

– Exacto. -Nell asintió a su vez.

– El espécimen presenta un par de grandes ojos verdes, rojos y azules con tres hemisferios ópticos -continuó narrando Otto al tiempo que comprobaba la flexibilidad de los ojos de la criatura con el dedo índice-. Los ojos están montados sobre cortos pedúnculos que giran en el interior de una órbita en su cabeza. También presentan una órbita ocular en el extremo de los pedúnculos, aparentemente con un mecanismo muy ingenioso.

– Espero realmente que esa cosa esté muerta -dijo Andy.

Otto ignoró su comentario y movió las patas delanteras detrás de la cabeza para ver cómo se doblaban.

– El grupo más grande de patas situado detrás de la cabeza es muy musculoso y posee espinas en los extremos. Las patas están cubiertas de pelo, pero las fuertes y duras espinas de los extremos carecen de pelo, siendo similares a un exoesqueleto o un cuerno negros, y parecen tener un borde sumamente afilado.

– Parecen las patas de una mantis religiosa.

– Sí, se pliegan de la misma manera -convino Otto-. Es posible que también sean capaces de actuar como cizallas o tenazas.

– O lanzas -sugirió Nell, estremeciéndose al pensar en lo que sus compañeros tuvieron que enfrentar en el interior de la grieta-. Esas criaturas clavaron sus garras en la arena delante de ellas para alejarse del agua.

Otto continuó.

– Estos brazos parecidos a los de una mantis están articulados en un anillo óseo situado debajo de la piel y desde el cual también se extiende la musculatura del cuello. El siguiente par de miembros parece estar compuesto de auténticas patas. Se parecen a las patas delanteras de un animal cuadrúpedo… con una articulación suplementaria…, y parecen estar unidas a un gran anillo central óseo que puede palparse debajo de la dermis y que forma una joroba central en la superficie dorsal del animal.

– ¡Eso son ojos! -exclamó Nell.

– ¿Eh? ¿Dónde? -preguntó Andy.

– Mira, allí, en la parte superior de la joroba del lomo, ¿Otto?

– Oh -dijo Andy.

– Hay ojos en la joroba central -confirmó Otto, quitando más sangre azul con el chorro de agua-. Similares a los ojos que tiene en la cabeza.

– ¿Crees que se trata de un segundo grupo de lóbulos ópticos en el lomo? -preguntó Nell-. Quiero decir, mirad, son ojos que forman imágenes, no simplemente receptores de intensidad.

– O bien hay un cerebro allí debajo o este bicho tiene nervios ópticos ridículamente largos -dijo Andy.

– En la joroba central hay tres ojos que recuerdan a los ojos de un alguacil. -Otto continuó con su descripción-. Un ojo mira directamente hacia atrás y el otro a cada uno de los lados. Ambos están sujetos en el interior de una órbita. Creo que tienes razón, Nell. Podría haber alguna clase de estructura ganglionar debajo de esta joroba. En la parte superior hay un casquete craneal similar al que se observa sobre la cabeza del animal.

Otto dio unos golpecitos en el casquete córneo de color marrón que había entre los ojos de la joroba, comprobando si se percibía alguna acción refleja en el animal mientras Andy retrocedía. Pero no se produjo ninguna.

Otto cogió un par de tijeras de disección y, con sumo cuidado, hizo un corte a lo largo de la línea media del casquete craneal. Luego separó ambas mitades valiéndose de un fórceps.

– Sí, tiene un segundo cerebro. -Miró a Nell-. Esto no es sólo un ganglio agrandado.

– Tiene ojos en la parte posterior de la cabeza -dijo Quentin.

– Y una cabeza en la parte posterior de los ojos -añadió Andy.

– ¿Veis ese par de cordones nerviosos que discurren en dirección a la cabeza? -Nell señaló la imagen aumentada que se veía en la pantalla de plasma.

– Sí, y aquí hay otro par que se dirige hacia la parte posterior del animal. ¿Lo veis ahí? -señaló Quentin.

Dos haces blancos de hilos finos se extendían desde el cerebro hasta la parte posterior del animal como si de cables de puente se tratara.

– Es posible que controlen remotamente la locomoción de sus patas traseras con el segundo cerebro -sugirió Nell.

– Nunca había oído nada semejante -replicó Otto-. ¡No es posible, joder!

– Quizá posea ganglios especializados para acelerar su ataque o sus reflejos evasivos o para ayudar con la digestión, como sucede con algunos artrópodos -dijo Andy.

– Bien, no podremos determinarlo con una disección. -Otto frunció el ceño-. Tendríamos que realizar un estudio neurológico detallado con especímenes vivos. Pero más tarde veremos si podemos seguir esos nervios. Al movernos hacia la parte posterior del animal vemos que tiene unas patas traseras muy poderosas, similares a las de un canguro, con una articulación extra donde debería estar la tibia. Estos miembros están conectados a un amplio arco pelviano subcutáneo que tiene forma de anillo o tubo como los otros anillos. La cola…

– No creo que eso sea una cola -dijo Quentin.

– Es una pata -repuso Nell.

Otto frunció el ceño.

– Tira de ella para sacarla de debajo del cuerpo -sugirió ella.

Él tiró de la cola del animal para dejarla expuesta.

– De acuerdo. La cola tiene una base amplia. Es muy rígida. Es larga y ancha, y se pliega más de la mitad de su extensión debajo del animal en el área del pecho, entre las patas delanteras. La superficie dorsal de la cola, que es el extremo cuando está debajo del cuerpo del animal, está cubierta con placas y púas estriadas que forman un dibujo geométrico.

– Almohadillas de tracción -dijo Nell, señalando el extremo de la «cola»-. Y cuñas, ¡como la base de una zapatilla para correr!

– ¡Vaya! -exclamó Quentin-. ¡Debe de mover esa cola debajo del cuerpo para coger aire!

– El apéndice similar a una cola parece ser una especie de novena pata. -Otto sacudió la cabeza con expresión de asombro-. Esa pata podría utilizarse para propulsar al animal a mayor altura o velocidad cuando salta.

– Parece ser un artrópodo que se convirtió en mamífero -dijo Quentin-. ¿No?

– Sí -dijo Andy-. Estaba pensando precisamente en eso. Las arañas son cangrejos peludos o al menos quelicerados.

– Esto no es un artrópodo -se mofó Otto-. ¿Con una boca y una mandíbula como ésas? ¡Y esto es pelo de animal, no de tarántula!

– Está sangrando otra vez -dijo Nell señalando el espécimen.

– El sujeto está goteando un líquido azul celeste que podría ser sangre -dijo Otto.

– Debe de tener hemocianina -sugirió Andy-. Sangre con base de cobre, como los artrópodos marinos, ¿lo veis? Se vuelve más azul cuando el líquido entra en contacto con el aire.

– Estoy extrayendo sangre del espécimen para su análisis.

Otto cogió una aguja hipodérmica del juego de disección que había fijado a la pared interior del abrevadero.

– ¡Sangre con base de cobre! -Nell miró a Andy.

– Quizá hemoglobina también -dijo él-. Algunos pigmentos de sangre con base de cobre son de color púrpura.

– Eso es azul -repuso Quentin-. ¿Acaso eres daltónico?

– ¡No, no soy daltónico! -Andy fulminó a Quentin con la mirada.

– Podrías haberme engañado -dijo Quentin sin dejar de mirar la camisa hawaiana de Andy, en tonos rosas, amarillos y azules.

– Echemos un vistazo al interior de esta cosa -terció Nell, palmeando el hombro de Quentin.

– Ahora estoy sellando la muestra de sangre -continuó narrando Otto.

– Corta también un trozo de tejido, Otto -sugirió Quentin-. Eso facilitará la obtención de una muestra de ácido nucleico en caso de que la sangre no contenga ninguna célula circulante.

– Sí, sí.

Otto eyectó el líquido azul dentro de un tubo y luego lo tapó. A continuación colocó la muestra en la cuna del espécimen junto con un pequeño trozo de tejido que depositó en una cápsula de Petri de un cuarto. Después de cubrir la cápsula de Petri, empujó la cuna dentro de la cámara de aire.

– Muy bien, Quentin, procedamos a hacer un análisis genético de esta cosa.

Quentin roció el exterior de los contenedores con alcohol de isopropilo y luego inundó la minicámara de aire con dióxido de cloro verde amarillento. Cuando el gas fue aspirado fuera de la cámara, Otto recuperó los especímenes a través de la cámara de aire y los entregó a los técnicos del laboratorio, quienes prepararon de inmediato cultivos de sangre con agar. Uno de ellos comenzó a moler las muestras de tejido dentro de lo que parecía ser una mezcladora del tamaño de un tubo de ensayo. Unida a un homogeneizador de tejidos de alta velocidad, esta cámara de vidrio impedía la dispersión en el aire del laboratorio de cualquier suspensión de partículas del espécimen que fuesen potencialmente peligrosas.

– Podríamos estar obteniendo ADN parásito en la muestra -dijo Nell-. ¿Podéis establecer la diferencia?

– Sí, podemos diferenciar las muestras -asintió uno de los técnicos.

El grupo de técnicos, que trabajaban cubiertos con capuchas biológicas de seguridad en el otro sector de la Sección Uno, procedió a procesar las muestras, colocando la sangre y el tejido en pipetas y homogeneizándolos, añadiendo reactivos, mezclando, centrifugando, decantando, calentando, enfriando y, por último, colocando el material ya procesado en otras cápsulas o bien en tubos destinados a los especímenes.

– Dios mío, esto es increíble, Otto -dijo Nell, admirando la impresionante colección de máquinas que se alineaban al otro lado del laboratorio-. ¿Sabes cuántas semanas me habría llevado hacer esto mismo en el Instituto Tecnológico de California como estudiante?

– Sí, este bebé tiene más juguetes que el sueño húmedo de un fanático de los laboratorios.

Quentin asintió con orgullo.

– Aún puedo recordar cuando tenía que verter mi propio gel electroforético para las muestras moleculares. Ahora es tan sencillo como poner una rebanada de pan en una tostadora.

– Bueno, es más parecido a hacer una tostada con canela -repuso en tono seco uno de los técnicos.

Nell se echó a reír.

– Incluso teníamos que crear nuestra propia taq polimerasa.

– Dame un respiro -imploró Andy.

– Estoy de acuerdo contigo, Nell -dijo Quentin-. Vosotros, los jóvenes, no apreciáis lo asombrosos que son estos instrumentos. Dios santo, Andy, ¿cuándo piensas aprender un poco de biología molecular, tío? Eres más ceporro que yo. La reacción en cadena de la polimerasa ni siquiera existía cuando yo estaba en la universidad, pero vi hacia adonde se dirigían las cosas y aprendí lo que tenía que saber antes de que me dejaran atrás.

– Bueno, alguien tiene que mantener los pies en el barro -repuso Andy, a la defensiva.

– Bravo -dijo Nell-. En este momento necesitamos ambas cosas, Andy, naturalistas de campo y atletas de la genética. Esa máquina que está utilizando Steve, ¡hola, Steve!, es un bioanalizador. Nos dirá en pocos segundos la pureza de nuestras extracciones de ARN y qué cantidad de ARN hemos obtenido en cada muestra. Es una unidad de electroforesis microscópica y un escáner de gel que examina todas las muestras en esos diminutos chips que parecen fichas de dominó. Cada uno de esos puntos es equivalente a un gel electroforético de los viejos tiempos, cuando yo era una adolescente -señaló Nell-. Y cuando se coloca una muestra de ARN en el termociclador que vemos allí, se consigue una transcripción inversa, creando nuestra biblioteca de ADN, y en el mismo tubo realiza la reacción en cadena de la polimerasa, ¿sabes lo que es eso, verdad Andy? Es la amplificación del ADN en miles de copias para que podamos secuenciar los genes en este autosecuenciador que tenemos aquí, o probarlo en esa máquina que hay allí.

– Me perdí en el parchís -gruñó Andy.

– Dominó -dijo Quentin.

– En realidad se trata de algo muy simple, Andy -dijo Nell-. Todas las células vivas tienen ARN, que es un mensaje copiado de los genes en el ADN. De modo que cuando dirigimos las reacciones hacia atrás con una enzima llamada transcriptasa inversa creamos clones del ADN a partir del ARN. Luego, para saber con qué están relacionados estos bichos, podemos procesar el ADN en un microjuego de chips, algo realmente rápido, secuenciar el ADN o bien aislar, clonar y secuenciar los genes del ADN de la célula, un procedimiento que lleva un poco más de tiempo. Tú mismo puedes hacer todo esto después de un par de horas de práctica, Andy.

– Aprendí la teoría en los cursos de biología -dijo él-. Nunca he utilizado todas estas máquinas. Jamás pensé que la gente normal pudiera manejar estos chismes.

– ¿Quién ha dicho que eres normal? -bromeó Quentin.

– Andy -dijo Nell, adelantándose a su reacción ofendida-, estos tipos con batas de laboratorio no podrían distinguir un artrópodo de un antropoide a menos que tú les dieras una secuencia genética. Sin ánimo de ofender, chicos.

Otto se aclaró la voz.

– Volvamos a la disección mientras los atletas de la genética se dedican a hacer su trabajo.

– ¡Trinchad ese pavo! -dijo Quentin.

Nell giró en su taburete y apoyó la punta del lápiz en una nueva página de su libreta de bosquejos mientras Otto colocaba el espécimen sobre el lomo y lo lavaba.

– El pelo que cubre la superficie ventral del espécimen es de color marrón claro. El espécimen parece tener un orificio en la parte central del vientre, probablemente para la evacuación de los excrementos, entre las patas centrales. Entre las patas traseras, aparentemente tiene órganos sexuales… estructuras similares a un pene y lo que podría ser una abertura vaginal.

– ¿Hermafroditas? -propuso Nell-. ¿Ambos sexos?

– Si es así, se acabó la teoría de los artrópodos -dijo Otto-. Ningún artrópodo es hermafrodita.

– Correcto -interrumpió Quentin-, pero muchos filos de animales presentan al menos unos cuantos grupos que son hermafroditas. Los gusanos y los caracoles, por ejemplo.

– Los percebes son hermafroditas -dijo Andy-. Y son artrópodos.

– ¿Los percebes son artrópodos? -preguntó Otto.

– Así es.

– Maldita sea. Eso es extraño.

– ¿Cómo sabemos durante cuánto tiempo este sistema ha permanecido aislado? -preguntó Nell-. Es al menos teóricamente posible que haya tenido mucho tiempo para evolucionar. Yo diría que es probable que haya sido así, teniendo en cuenta lo que tenemos delante de nosotros, chicos. Quiero decir…, ¡venga ya!

– ¿Hay radiactividad en esa isla? -preguntó Andy.

– No. -Quentin negó la cabeza-. Estos bichos no son sólo mutantes.

– Entonces algo como esto debió de evolucionar hace mucho tiempo -convino Otto-. Joder, eso es un hecho. Pero no a partir de los artrópodos.

– ¿Y cómo cono explicas de otro modo este asunto, Otto? -preguntó Quentin frunciendo el ceño-. ¿Crees acaso que esta cosa vino de Marte?

– ¡No sé de dónde vino esta cosa, Quentin! -contestó secamente Otto-. Y tú tampoco lo sabes, ¿de acuerdo?

– Echemos un vistazo a los órganos internos -intervino Nell.

– Muy bien. -Otto desvió la mirada hacia la pantalla y bajó su tembloroso escalpelo-. Comienzo la incisión desde el orificio central y procedo con el corte hacia la cola del espécimen.

– Dios santo, espero que esté muerto -dijo Andy.

– ¡Deja ya de decir eso! -exclamó Otto mientras cortaba a través de la dura piel y abría el vientre del animal.

– ¡Eh! -gritó alguien.

Todo el mundo dio un brinco y miró airadamente al técnico, que señalaba la ventana de la burbuja en el extremo del laboratorio.

Pero lo único que podían ver era el borde de la jungla.

– Lo siento -dijo el técnico-. Juraría que he visto algo ahí fuera que nos estaba mirando. Era grande como un hombre y colgaba de ese árbol que hay allí. Joder, debe de haber sido un reflejo o algo por el estilo. Tenía un montón de brazos y parecía como si nos estuviera espiando. Lo siento, ¡pero os juro que estaba allí, de verdad!

– ¡Por todos los santos, Todd! -gruñó Quentin-. Deja la cafeína de una vez, ¿vale?

– ¡He dicho que lo siento! Pero, joder, pude verlo claramente y no aparté la vista de él y, después, simplemente, desapareció, tío.

Otto suspiró y volvió a concentrarse en su trabajo.

– Muy bien. Continuando con la incisión, observamos una cubierta exterior o integumento que es de color blanco grisáceo transparente y teñido de azul. Practicando una incisión a través de esta cubierta… parece estar conformada por tubos microhidrostáticos que dejan escapar un líquido claro al ser cortados. Debajo de esto se observan bandas de músculos bien definidas que discurren hacia varios puntos a través del cuerpo… Son especialmente densas en las bases de los apéndices. Y mirad esto…, tenemos tubos traqueales ramificados que se extienden a todos los músculos. -Se aclaró la garganta-. Y cada uno de ellos se conecta con el integumento.

– Es como el sistema de intercambio gaseoso de los insectos y las arañas -dijo Andy.

Otto asintió.

– Y, sí…, hay un espiráculo en la superficie exterior del cuerpo para cada tráquea. La piel debía de cubrirlos.

– Caray, de modo que esas tráqueas llevan el oxígeno directamente a los músculos desde el exterior -dijo Andy-. Si son tan extensas, tal vez sea eso lo que permite que unos animales de ese tamaño sean tan activos.

– Observad cómo los espiráculos se disponen a ambos lados en filas bien definidas. -Quentin señaló la imagen en primer plano que exhibía la pantalla sobre la cámara donde se encontraba el espécimen-. Y esas filas se extienden hacia arriba a lo largo de las patas…

– Para suministrar oxígeno directamente a los músculos. -Andy completó la oración.

Otto se aclaró de nuevo la voz.

– Y, muy bien…, inmediatamente debajo de las capas de músculos y tráqueas hay dos glándulas verdes, cada una de ellas con una vejiga de color gris claro…

– Parece una uretra -sugirió Andy, agradecido de poder ver por fin algo que le resultara familiar.

– Sí. Parecen vaciarse en la articulación que se encuentra en la base de las patas. -Otto añadió retractores para mantener abierta la incisión que había practicado y procedió a succionar un poco de sangre espesa que se había acumulado en esa zona.

– Glándulas coxales, igual que en los cangrejos bayoneta -canturreó Andy.

– Las arañas también poseen glándulas coxales -dijo Quentin.

– Muy bien -dijo Otto, visiblemente irritado-. Ahora estoy cortando hacia la parte anterior del orificio central y exponiendo el resto de un amplio y fino anillo o cilindro óseo que presenta una abertura en su zona ventral. Los apéndices afilados similares a patas delanteras están fijados a más articulaciones que parecen encajes a cada lado de la estructura ósea.

– Parece un segmento de la cola de una langosta.

– ¿Pero interna? -se mofó Otto-. ¿Un exoesqueleto interno? Eso no tiene sentido…

– ¿Acaso algo de lo que vemos aquí tiene algún sentido? -dijo Nell-. Nosotros también somos criaturas segmentadas, Otto, apenas unos pasos alejados de los artrópodos. ¿Tenemos sentido nosotros?

– Son muchos pasos. -Otto sacudió la cabeza-. ¿Cómo podría mudar la cutícula?

– Tal vez el viejo caparazón se disuelve o es absorbido internamente a medida que el nuevo se endurece -sugirió Nell-. Los cirujanos utilizan suturas disolventes que se funden en el interior del cuerpo. Quizá estos animales poseen una solución similar.

– Muchos crustáceos marinos se comen sus propias conchas para aprovechar su contenido mineral -aportó Andy.

– De acuerdo, anotado -dijo Otto-. Continuamos la incisión a través del vientre desde las patas similares a las de una mantis religiosa y las patas delanteras. Muy bien, aquí hay un montón de líquido. Al succionarlo observamos una serie compuesta de seis estómagos ramificados llenos de lo que parecen ser trozos de una presa recién ingerida. Cada uno de los estómagos está segmentado por una especie de mecanismo de trituración óseo, como si fuese la molleja de una ave…

– O la moledora gástrica de un crustáceo -dijo Andy.

– … que debe masticar la comida hasta proporcionarle una consistencia más fina mientras atraviesa el tracto digestivo. Cada uno de los estómagos está conectado a una masa glandular…

– Que presenta el aspecto del hepatopáncreas de un crustáceo -añadió Andy.

– …y cada uno está conectado asimismo con su propio y corto intestino -terminó Otto.

– Si cualquiera de sus tractos digestivos resultara dañado, el animal podría cerrarlo y utilizar los cinco restantes -dijo Nell.

– Sí, podría ser -asintió Otto, escéptico.

– Todos los intestinos evacúan en lo que parece ser una cloaca -musitó Quentin.

– Los crustáceos no tienen cloacas -le corrigió Otto.

– Sí -dijo Andy-. Técnicamente.

– Y observad, la uretra de cada riñón evacúa en la cloaca también -dijo Quentin-. ¿Y qué es esa masa que parece cabello de ángel?

– Parecen túbulos de Malpighi, como los de los insectos y las arañas -sugirió Andy-. Mirad cómo están todos conectados a la misma región de la cloaca.

– Eso es imposible, los crustáceos no tienen túbulos de Malpighi -repuso Quentin.

– Exacto -dijo Otto.

– Vosotros dos tenéis que empezar a pensar fuera de vuestra zona de comodidad -dijo Nell, al tiempo que cubría su libreta de bosquejos con dibujos y anotaciones-. Estas criaturas seguramente debieron de separarse de otros crustáceos hace cientos de millones de años.

Otto sacudió la cabeza y continuó con su descripción.

– La cloaca se extiende aparentemente a través de un orificio en el anillo óseo y descarga su contenido a través del ano en el centro de la zona ventral del cuerpo. Al abrir la cloaca observamos que parece contener un residuo sólido, de color blanco, que recogeremos en un momento para su análisis.

– Este animal debe de defecar en mitad de uno de sus saltos, cuando la cola se halla extendida hacia atrás, o el asunto se pondría muy feo -dijo Andy.

– Tal vez aprovecha la contracción muscular del salto para expulsar los excrementos -propuso Quentin-. Proyectiles de mierda.

– Parecen cristales de ácido úrico -dijo Otto, examinando el material con el escalpelo-. Mierda de pájaro.

– Querrás decir orina de pájaro -lo corrigió Quentin.

– Sí -dijo Andy.

– ¡Eh, chicos! Tenemos nuestros primeros resultados de ARN -dijo uno de los técnicos del laboratorio.

Todos se volvieron hacia él. El hombre señaló una serie de picos en lo que tenía el aspecto de la lectura de un electrocardiograma en un monitor que se encontraba encima de las tostadoras moleculares.

– Oh, mierda -musitó Steve mientras estudiaba el gráfico-. Oh, lo siento, amigos. Parece que tendremos que procesarlo otra vez. Falsa alarma.

– ¿Por qué? -preguntó Otto.

– Estos resultados no tienen ningún sentido -dijo el técnico.

– Debe de haber algún tipo de contaminación en el sistema -confirmó el jefe de los técnicos.

– ¿Por qué no tiene sentido? -quiso saber Nell.

Steve se encogió de hombros a modo de disculpa.

– Muestra tres picos de ARN ribosómico.

– ¿Qué le hace pensar que el sistema está contaminado? -le preguntó Andy al técnico.

– Ninguna criatura terrestre tiene tres picos ribosomáticos, amigo mío.

– Excepto los crustáceos -dijo Andy.

– ¿Cómo…, en serio?

Andy puso los ojos en blanco y luego miró a Nell.

– Supongo que ustedes, los atletas genéticos, necesitan contar con algunos tipos que todavía conozcan a sus animales.

– No tenía ni idea de eso. -Steve volvió a mirar el gráfico-. Bien, entonces, creo que estamos examinando un crustáceo.

– Bravo, Andy. -Nell le guiñó un ojo a Andy y éste sonrió.

– Parece que hemos regresado a los artrópodos, Otto -dijo Quentin.

Otto sacudió la cabeza, resignado.

– A menos que proceda de Marte.

– Joder, quizá los crustáceos vienen de Marte -dijo Quentin mientras se encogía de hombros.

– Vuelve a cortar en la dirección opuesta, Otto -dijo Andy.

– De acuerdo. Continuamos ahora la incisión a través del abdomen del espécimen desde el punto de entrada original… lo que parecen ser más lóbulos del hepatopáncreas, con múltiples túbulos ciegos…

– ¡Vaya! Esta cosa está preparada para digerir cantidades masivas de comida muy de prisa -señaló Quentin.

– No hay duda de que esto parece el intestino de un crustáceo.

– Sí, Andy -convino Otto-. Así es. Continuamos hacia los cuartos traseros. Muy bien… eh…

En el vientre inferior del animal se produjo un espasmo cuando Otto llevó el escalpelo cerca del anillo pélvico posterior.

– Apártate, Otto -susurró Nell.

Unas pequeñas patas desgarraron los bordes de la incisión que había practicado Otto.

– Algo que comió esta bestia no estaba de acuerdo con ello -dijo Quentin.

– No -repuso Nell-. ¡Es una mamá!

– Sí, y es vivípara -advirtió Andy.

– Apártate, vamos -repitió Nell con un súbito tono de urgencia en la voz.

Otto retiró las manos al tiempo que una criatura del tamaño de un ratón reptaba fuera del cuerpo de su madre y cogía un trozo de su carne con sus garras delanteras. Comió el bocado con su boca serrada. Luego sacudió la cabeza para liberarse de la sangre azul que la cubría.

– No trates de cogerlo, Otto -susurró Nell-. Sólo quítate los guantes.

Otra pequeña criatura se arrastró fuera del vientre, reptando lejos de la incisión hecha por Otto.

– Esas cosas están vivas -dijo Quentin.

– ¡Sí, y nosotros acabamos de darlos a luz con una cesárea!

– Están protegiendo el cadáver de su madre, Otto -dijo Nell.

– No acerques demasiado la mano -advirtió Quentin.

– ¡Apártate de ahí, Otto! -volvió a decirle Nell.

– Sólo estoy tratando de asustarlos para ver cómo se mueven…

– Aléjate, tío -dijo Andy.

Otto se echó a reír presa de una gran excitación.

– ¡Están usando las cuatro patas traseras para avanzar y levantan sus brazos como mantis religiosas! ¿Lo veis!

– Son rápidos -dijo Quentin.

Otto lo miró y sonrió.

– ¿Alguna vez habías oído hablar de un artrópodo vivíparo, Quentin?

– De hecho, algunos poseen sacos marsupiales en los que crían a sus pequeños -dijo Andy.

– No los asustarás… Se están volviendo más agresivos – dijo Nell-. ¡Apártate, Otto!

– Allí. -Otto señaló mientras una de las crías retrocedía sobre su cola doblada debajo del cuerpo.

Un sonido parecido al disparo de una escopeta los hizo saltar hacia atrás cuando la pequeña criatura atacó la mano de Otto a la velocidad del rayo.

– ¡Maldita sea! -gritó Otto.

Retiró violentamente las manos del interior de los guantes.

– ¡Mi puto pulgar!

– Quentin, cierra las trampillas de los guantes. -Nell se movió de prisa mientras los demás parecían haberse quedado paralizados.

– ¡Esa pequeña mierda me ha rajado el jodido pulgar! ¡ Joder, joder, joder, joder, jodeeeeer!

– Muy bien, narración terminada -dijo Andy.

Quentin miraba la mano de Otto en estado de choque, de modo que Nell se acercó y cerró herméticamente las trampillas de los guantes golpeando el botón con el costado del puño.

– Esas bestias se están comiendo a su madre -musitó Andy, inclinándose sobre el abrevadero.

– ¡Quentin! -gritó Nell, sacudiéndolo por el hombro-. ¡Sección de Radio Tres! Llama al Enterprise. ¡Diles que tenemos una emergencia médica y necesitamos un transporte inmediatamente! Hasta dentro de seis horas, al menos, no sabremos a partir de los cultivos de sangre con agar si estas cosas son portadoras de bacterias hemolíticas. De modo que pregúntales si tienen gentamicina, vancomicina y ceftriaxona. Creo que necesitamos tratarlo como si fuese un caso de Staphylococcus aureus resistente a la meticilina hasta que sepamos con certeza qué bacterias tienen estas criaturas. ¡AHORA!

– ¡Oh, Dios mío! -gritó Andy al ver el pulgar de Otto. Tenía el aspecto de haber sido cortado por la mitad con un par de tenazas.

– Andy, dame tu corbata -dijo Nell.

– ¿Qué? * Nell levantó el cuello de la camisa multicolor de Andy, le quitó la corbata de cuero con la mano izquierda y enlazó con ella la mano de Otto. Luego la deslizó hacia arriba del brazo y la sujetó con fuerza por encima del codo.

– ¿Qué te han dicho, Quentin?

– ¡Están enviando unos tíos hacia aquí y llamando al Enterprise para conseguir un transporte!

– Buen trabajo. Muy bien, Otto, ahora sentémonos, cariño.

Otto tenía los ojos vidriosos. Se desplomó sobre uno de los bancos sin dejar de murmurar una ristra de obscenidades. La sangre roja y brillante formaba un pequeño charco en el suelo blanco entre sus zapatillas salpicadas.

– Andy, busca unas toallas -dijo Nell-. Y el botiquín de primeros auxilios. Quentin, esteriliza el abrevadero.

Quentin se resistió.

– ¿Por qué tendríamos que esterilizar el abrevadero?

Nell se volvió bruscamente y le gritó:

– ¡Hazlo!

– Está bien, está bien… Quentin pulsó un botón.

La cámara se vio envuelta de inmediato por una nube de gas verde amarillento.


16.35 horas


Mientras el Trident se mecía anclado en la cala de la isla, rodeado por los sonidos de las olas que chocaban contra las paredes de roca desnuda del acantilado, Cynthea se paseaba por cubierta como un animal enjaulado.

No podía soportar el hecho de encontrarse tan cerca de la historia del siglo sin ser capaz de documentar el momento. Si no hacía algo pronto, se volvería loca.

El resto del equipo del programa tampoco saltaba de alegría precisamente al encontrarse en cuarentena, o prisioneros, en el Trident.

La marina estadounidense se había mostrado lo bastante amable como para llevarles suministros, incluidas revistas y DVD, pero tenían terminantemente prohibido bajar a tierra.

Poco más de dos horas después de que se hubo emitido el último episodio de «SeaLife», el gobierno de Estados Unidos les ordenó de manera oficial que no se movieran de allí o fueran a tierra, ni tampoco transmitieran ninguna clase de comunicación desde la isla Henders.

Su programa estaba oficial e irrevocablemente cancelado. Cynthea estaba furiosa ante esa demostración de autoridad, que en ese lugar no tenía otra base más que los enormes cañones que empleaban para respaldarla. No había tenido más alternativa que cederles el mando. Era evidente que habían superado a cualquier ejecutivo de la cadena en el departamento del juego de poder.

Zero estaba tendido en una tumbona en la cubierta, absorbiendo algunos rayos de sol en su cuerpo largo y delgado de atleta con los ojos cerrados.

Cynthea se paseaba a su alrededor mientras hablaba, preguntándose de vez en cuando si él siquiera escuchaba lo que le estaba diciendo.

– ¡Tienes que ir a esa isla, Zero! Una hora de metraje es más de lo que necesitamos para que ambos nos retiremos, ¿Me estás escuchando, gilipollas?

Zero abrió un ojo y la miró.

– Sí.

– ¿Y bien?

– No tengo ninguna intención de volver allí -dijo, y cerró el ojo de nuevo.

– Yo puedo llegar a la isla.

Dante, el ayudante del cocinero, había estado holgazaneando en los alrededores y escuchando su conversación.

Nacido en Palo Alto, California, Dante había aprendido a escalar en las High Sierras, conquistando El Capitán en solitario a los diecinueve años. Durante un ascenso en grupo, cuando tenía dieciséis, había sido alcanzado, dos veces, por un rayo mientras dormía suspendido bajo la lluvia a unos cuatrocientos metros del suelo entre un risco y la cumbre de granito del Lost Arrow. Las cuerdas mojadas que lo sostenían habían actuado parcialmente de conexión a tierra de la descarga eléctrica, pero aun así había pasado tres semanas en la cama de un hospital antes de poder volver a caminar.

Dante señaló la fisura que se abría en la pared del acantilado.

– Yo podría subir por esa grieta, por donde nadie pudiera verme.

Zero abrió un ojo y luego volvió a cerrarlo.

– No sabes lo que estás diciendo, chico. -¡Vi la filmación! Eso que los atacó apareció desde abajo, en tierra. Yo podría escalar el risco hasta la cima por el interior de esa grieta.

Zero se sentó.

– Se trata de una ascensión de casi trescientos metros si es a pie. ¿Es que te has vuelto loco, muchacho?

– ¿Qué me dice? -le preguntó Dante a Cynthea-. ¿Quiere que lo haga?

Zero la fulminó con la mirada y el brillo en los ojos de Cynthea destelló brevemente antes de apagarse.

– No. No, eso suena demasiado peligroso. -Apretó los dientes y miró a Zero con la misma fiereza-. Pero tiene que haber alguna manera de llegar allí. ¡Zero, venga, cariño! Si puedes encontrar una manera más segura de hacerlo, te garantizo que haré de ti el hombre más feliz de la Tierra. El trato que podría conseguir para nosotros…

Zero se recostó en la tumbona y volvió a cerrar los ojos.

– Te escucho.

– Puedo llevar una cámara conmigo -dijo Dante.

Cynthea se volvió hacia él.

– Eso es…

– Cynthea -gruñó Zero.

– …demasiado peligroso, Dante. ¡Gracias de todos modos por el ofrecimiento, cariño! ¡Hoy eres mi héroe!

Cynthea se volvió para contemplar la gigantesca pared agrietada de la isla que los rodeaba en la pequeña cala.

– ¡Maldita sea! ¿Qué voy a hacer? -Miró duramente a Zero, quien aparentemente había vuelto a dormirse-. ¡Mierda! ¡Y Nell ni siquiera quiso llevar consigo mi videocámara, esa aprendiz de científica esnob y chiflada!

Zero sonrió.

– ¿Qué es lo que se necesitará, Zero? ¡Venga! ¡Consígueme algunas imágenes de la isla!

– Sigo escuchando.

Zero se dio media vuelta y se apoyó sobre el estómago mientras Dante abandonaba la cubierta con cara de pocos amigos.

Cynthea miró con furia la grieta de la isla. Durante millones de años, la erosionada pared de la isla Henders había derrotado tsunamis, hielos flotantes y a todos los navegantes que pasaron por allí. Sin embargo, derrotarla a ella no le resultaría tan fácil.

20.33 horas

Un helicóptero transportó a Otto hasta el Enterprise, donde los médicos colocaron, cosieron y entablillaron el pulgar herido. Le administraron una fuerte dosis de sedante combinada con antibióticos y antivirales, y, para su desesperación, lo dejaron en observación durante veinticuatro horas en la enfermería.

Los primeros especímenes y muestras de tejido de la isla Henders habían llegado con él, cuidadosamente acondicionados y enviados en el mismo helicóptero Sea Dragón. Luego fueron transportados al Philippine Sea para someterlos a tomografías computarizadas, rayos X, perfiles bioquímicos y secuenciación genética. Ahora los equipos científicos con base en los barcos podían comenzar a hacer -o intentar hacer- identificaciones fisiológicas y taxonómicas de las especies de la isla.

Puesto que no se permitía que ningún espécimen vivo saliera de la isla, Nell supervisó la conservación de los especímenes muertos y el aislamiento y estudio de los vivos mientras los diferentes equipos trabajaban durante el primer día y la primera noche. El hecho de mantener a todo el mundo en movimiento sin que nadie cometiera un descuido resultó ser una tarea doblemente ardua, pero ahora que la investigación finalmente había comenzado, Nell llevaba más de veinte horas sin dormir.

Cuando cayó la noche se tomó su primer descanso, acercándose a la ventana para contemplar a través de los gruesos cristales las laderas progresivamente oscuras alrededor del laboratorio.

Mientras su mente vagaba, la ladera pareció retorcerse y brillar bajo la luz de la luna.

Se frotó los cansados ojos y fijó nuevamente la mirada en el exterior.

Una especie de zarcillos parecían estar arqueándose fuera del suelo, formando racimos radiales como si de helechos se tratara. El extremo de los zarcillos se abría en abanico, creciendo y estirándose de forma visible. Allí donde las ramas similares a frondas entraban en contacto con el suelo se elevaban pequeñas nubes de vapor.

– Es como si estuvieran pastando.

Nell se sobresaltó y se volvió para ver a Andy junto a ella.

– Lo siento -dijo él-. Quentin piensa que comen lo que crece en las laderas.

– ¿Sólo por la noche? Y los bichos lo hacen de día… -Nell sonrió y se frotó la frente, maravillada ante la profundidad de los misterios que exhibía la biología en la isla Henders.

– Cambian de color por la noche, Nell. Quentin los iluminó con una linterna y se volvieron de color púrpura. Después de unos minutos bajo el haz de luz, comenzaron a tornarse amarillas y luego verdes otra vez.

– Debe de tratarse de alguna clase de liquen -dijo ella, y luego meneó la cabeza-. Tenemos mucho que aprender.

– ¡Comprobad esto!

El técnico aumentó el volumen de los micrófonos exteriores, que finalmente habían sido conectados al sistema de megafonía del interior del laboratorio.

Los gemidos se expandían como un quinteto de saxos altos por encima del zumbido de la selva, resonando a través del gigantesco anfiteatro de la isla. Los sonidos eran notablemente parecidos a las llamadas de las ballenas y puntuados con inflexiones rítmicas y escalas de vocales mientras reverberaban y se entrelazaban.

Andy dejó escapar un silbido de asombro.

– Gracias por permitirme formar parte de esto, Nell.

– No tienes que agradecerme nada. Te necesitamos.

Andy sonrió.

– Creo que nadie me había dicho eso jamás, excepto mi tía.

Nell, impulsivamente, lo besó en la mejilla, lo que provocó que Andy se sonrojara por lo sorpresivo del gesto.

– Me gustaría que fueses mi novia, Nell -farfulló él.

Ahora la que se sonrojó fue Nell.

– Gracias, cariño -se atusó el pelo-, pero no soy la novia de nadie -dijo, asintiendo con la cabeza para reforzar sus palabras-. No sé si alguna vez lo seré. Es una extraña tradición. Y, para serte sincera, realmente no la entiendo muy bien.

– Te mereces a un gran tipo, Nell. Aunque no estoy seguro de que él te merezca a ti.

Ella se echó a reír.

– ¡Eh, chicos! ¡No os vais a creer lo que hacen estas cosas! -gritó Quentin desde el otro extremo del laboratorio al tiempo que señalaba una trampa llena de insectos voladores-. ¡Brillan en la oscuridad!

– ¡Mirad afuera! -gritó alguien.

Cuando la oscuridad se hizo más profunda, alrededor del laboratorio aparecieron verdaderas nubes de chispazos verdes. Moviéndose en remolinos en el borde de la selva, los destellos se unían para formar cadenas que se movían en espiral y semejaban nucleótidos bailando sobre los campos.

– Quizá se estén apareando -sugirió Quentin-. Copulando en vuelo como las libélulas.

– Parecen esas ristras de luces de Navidad que colocan en Tavern on the Green.

– Macro ADN -susurró Nell.

Luego suspiró y se echó a reír. Hacía veintiséis horas que estaba de pie mediando en el primer día de operaciones del laboratorio, y tampoco había dormido mucho durante la semana.

– Voy a dormir un par de horas en la Sección Dos.

– Creo que es lo mejor que puedes hacer -dijo Andy-. Pero han dicho que aún no habían acabado de limpiarla.

– Es verdad…, pero es un lugar silencioso y tranquilo.

Asintió con gesto cansado y se dirigió hacia la escotilla que comunicaba ambas secciones. Sentía todo el cuerpo súbitamente pesado por la fatiga.

– Mañana los vehículos accionados a distancia estarán en funcionamiento, al menos eso han dicho. Entonces podremos echar un vistazo en el interior de la selva.

– Sí. Eso hará feliz a Otto cuando regrese -dijo ella por encima del hombro-. Asegúrate de que los últimos especímenes, códigos de datos y registros de disección estén preparados para transportarlos al Enterprise durante la recogida de mañana por la mañana. Eso será a las cinco. Para entonces, pienso estar inconsciente. Por favor, no hagas ruido cuando pases por mi lado, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. -Andy asintió-. Buenas noches, Nell.

– Muy bien. -Nell lo saludó y abrió la escotilla sellada del vestíbulo que llevaba a la Sección Dos. Entró y cerró la escotilla tras ella, escuchando el tranquilizador sonido de succión de la cerradura hermética.

Bostezó mientras subía el tramo de escalones de aluminio dentro del tubo de plástico entre ambas secciones. El LED verde de los sensores microbianos parpadeaba como un campo de estrellas esmeraldas en la pared del tubo. «No hay fisuras», pensó Nell.

Abrió la escotilla del extremo del tubo y entró en la Sección Dos, que estaba desierta.

Durante los últimos tres días, los científicos habían buscado un rincón en esa sección para dormir un poco mientras los técnicos de la NASA montaban el resto del laboratorio.

Nell había oído decir que en la recién llegada Sección Tres había literas, pero ahora estaba llena de técnicos que se dedicaban a instalar y poner en funcionamiento los sistemas eléctricos e informáticos.

El aire en la Sección Dos olía a plástico nuevo, materiales de embalaje y el ozono de los aparatos electrónicos. El suelo estaba cubierto de basura: bobinas de cables y cajas abiertas precipitadamente, bolsas de plástico desgarradas, moldes de gomaespuma rotos, cables retorcidos, abridores de cajas y otros detritus que aguardaban a ser eliminados. En ese momento cualquier superficie plana era bien recibida, de modo que subió a la parte superior de las largas cámaras para especímenes, similares al abrevadero de la Sección Uno, que era la única superficie libre de restos del laboratorio.

Acostada sobre su espalda, con una bolsa de plástico rellena de cacahuetes envasados a modo de almohada y una gran bolsa de plástico como saco de dormir, Nell contempló el cielo tachonado de estrellas a través de la ventana que se inclinaba encima de ella. Unos cuantos bichos parecidos a las luciérnagas pasaban volando como diminutos meteoros. Durante un instante pensó que veía una cara que la miraba con sus ojos multicolores antes de quedarse profundamente dormida.