"Henders" - читать интересную книгу автора (Fahy Warren)

24 DE AGOSTO

12.43 horas


La mascarilla quirúrgica atenuó la risa de sorpresa de Geoffrey Binswanger. Sus ojos brillaban con una felicidad infantil.

Uno de los técnicos del laboratorio dobló la cola de un gran espécimen de cangrejo bayoneta e introdujo una aguja a través de un pliegue expuesto directamente dentro de la cavidad cardíaca del fósil viviente. El líquido claro que pasó a través de la aguja se tornó de un azul pálido al llenar una probeta. El color le recordó a Geoffrey el Gatorade azul.

El director de Associates of Cape Cod Laboratory, en Woods Hole, Massachusetts, había invitado a Geoffrey a presenciar la operación de extracción de sangre del cangrejo bayoneta cada primavera y cada verano. Puesto que la sangre tenía una base de cobre en lugar de hierro, se volvía azul y no roja cuando era expuesta al oxígeno.

Geoffrey había pasado diversos veranos como investigador invitado en el Instituto Oceanográfico de Woods Hole, o WHOI (pronunciado «hooey» por los habitantes locales), pero nunca había visitado las instalaciones de Cape Cod Associates. De modo que ese día había montado en su bicicleta Q-Pro de fibra de carbono y había recorrido unos tres kilómetros por la carretera 28 hasta el laboratorio, que se encontraba casi escondido en medio de un bosque de pinos blancos, robles blancos y hayas, para echar un vistazo.

Geoffrey llevaba ropa de hospital desechable color granate sobre su atuendo de ciclista, una gorra estéril sobre su peinado de rastas, unos botines plásticos sobre los zapatos y guantes de látex. Un grupo de técnicos de laboratorio vestidos de la misma manera sacaron a los retorcidos artrópodos de unos tambores de plástico azul, doblaron sus colas hacia adelante y los colocaron en posición vertical en cangrejeras sobre cuatro encimeras de laboratorio de dos lados.

– Este procedimiento no les causa daños, ¿verdad? -dijo Geoffrey.

– No -dijo el técnico que había sido asignado para que le mostrara las instalaciones del laboratorio-. Sólo extraemos una tercera parte de la sangre, luego los devolvemos al océano. Los cangrejos regeneran la sangre en cuestión de días. Algunos, sin embargo, están destinados a servir de carnada en los palangreros, de modo que es razonable que primero sean enviados aquí para poder extraerles la sangre. A partir de las cicatrices podemos deducir que muchos de ellos ya han donado sangre una o dos veces antes.

Geoffrey sabía que, técnicamente, esas criaturas primitivas no eran cangrejos. Se parecían a trilobites cámbricos gigantes alineados en filas sobre los estantes de acero inoxidable, un extraño maridaje entre lo primordial y la alta tecnología. Pero, reflexionó Geoffrey, ¿cuál era cuál? Esa forma inferior de vida era aún más sofisticada que la tecnología más avanzada conocida por el hombre. De hecho, todo el equipamiento y la experiencia reunidos allí estaban dedicados a desvelar los secretos y utilizar las capacidades de ese organismo aparentemente primitivo.

– ¿Cuál es el nombre científico de esta cosa? -preguntó Geoffrey.

– Limulus polyphemus, que significa «gigante tuerto inclinado», creo.

– Claro, Polifemo, el monstruo con el que se enfrenta Ulises en las islas de los Cíclopes.

– ¡Oh, genial!

– ¿Cuál es su expectativa de vida?

– Unos veinte años.

– ¿En serio? ¿Cuándo alcanzan la madurez sexual?

– Creo que a los ocho o nueve años.

Geoffrey asintió mientras tomaba nota mentalmente de ese dato.

– Todo este laboratorio -dijo el técnico- fue construido para extraer sangre de los cangrejos y analizarla mediante el test de lisado de amebocito de limulus, o LAL, una proteína que coagula en contacto con endotoxinas peligrosas, como la E. coli.

Geoffrey miró en uno de los barriles donde los cangrejos se encaramaban sistemáticamente unos encima de otros. Él ya conocía la mayor parte de los datos que estaba escuchando, pero quería que el joven técnico de laboratorio tuviera su público.

– Las endotoxinas son comunes en el medio ambiente, ¿verdad? -preguntó.

– Sí -contestó el joven-. En su mayoría consisten en fragmentos de determinadas bacterias que están suspendidas en el aire y sólo son nocivas si entran en el torrente sanguíneo de un animal. El agua del grifo, por ejemplo, aunque se puede beber sin problemas, mataría a la mayoría de las personas si se la inyectaran. Incluso el agua destilada dejada en un vaso durante toda la noche sería demasiado letal para inyectarla.

– ¿Cómo extraen el LAL?

– Centrifugamos la sangre para separar las células. Las abrimos osmóticamente, luego procedemos a extraer la proteína que contiene el agente coagulante. Se necesitan alrededor de 184 kilos de células para obtener media onza de proteína.

– ¿Y por qué esos bichos tienen un sistema de defensa tan sofisticado contra las bacterias?

– Bueno, los cangrejos nadan en el cieno -dijo el técnico.

Geoffrey asintió.

– Tiene sentido.

– Sí, los cangrejos nunca han desarrollado un sistema inmunológico, de modo que si reciben una herida mueren rápidamente a causa de la infección sin ninguna clase de defensa química. -El técnico retiró la aguja de uno de los ejemplares y lo alzó de una pinza, enderezándole la cola. Luego metió al animal vivo dentro de un barril-. Antes de disponer de los cangrejos bayoneta teníamos que utilizar la «prueba del conejo» para ver si las drogas y las vacunas contenían impurezas bacterianas. -El técnico cogió un nuevo donante y se lo pasó a un colega-. Si el conejo tenía fiebre o moría, entonces sabíamos que había endotoxinas presentes en la muestra que estábamos examinando. Pero, desde 1977, el LAL de estos bichos se ha estado empleando para comprobar equipos médicos, jeringuillas, soluciones intravenosas, cualquier cosa que entre en contacto con la sangre humana o animal. Si la proteína se coagula, sabemos que hay un problema. Este material ha servido para salvar millones de vidas.

– Especialmente las de los conejos, supongo.

El técnico se echó a reír.

– Sí, especialmente las de los conejos.

Geoffrey tocó el caparazón duro y rojo de uno de los cangrejos. La concha tenía la suavidad y la densidad de un recipiente de Tupperware. Sonrió nerviosamente cuando el técnico le ofreció un cangrejo patas arriba.

Cogió el gran espécimen con mucha cautela. Cinco patas acabadas en pinzas hacían movimientos de escalas de piano a cada lado de una boca central en la parte inferior de la criatura. Geoffrey cubrió la parte posterior con cuidado para no ser pellizcado por una de las pinzas.

– No se preocupe, en realidad estos animales son bastante inofensivos. Y también son fuertes como el demonio. Conozco a un científico que trabaja aquí que cuenta que una vez guardó algunos cangrejos en la nevera y se olvidó de ellos durante dos semanas. Cuando finalmente se acordó de que estaban allí, abrió la nevera y aún seguían pataleando.

Geoffrey observó con placer infantil mientras el artrópodo doblaba la cola puntiaguda hacia arriba y revelaba las agallas en forma de libro dispuestas en haces cerca de su espina caudal.

– ¡Por Dios, menuda bestia!

– Cuando comencé a trabajar aquí pensaba que sólo los alienígenas de las películas de ciencia ficción tenían diez ojos y la sangre azul. -El joven técnico se echó a reír-. Este bicho tiene incluso un ojo sensible a la luz en la cola.

– La naturaleza produce un montón de pigmentos sanguíneos diferentes. -Geoffrey observó las fauces en el centro del cangrejo y le recordó la boca de un antiguo Anomalocaris, el artrópodo que dominó los mares durante la primera explosión «cámbrica» de vida compleja hace quinientos millones de años. Estaba impresionado por el color de la criatura, que guardaba un gran parecido con el color verde rojizo de los fósiles trilobites que había recogido en las Marble Mountains, en California, cuando era pequeño: ese cangrejo era, literalmente, un fósil viviente-. He visto sangre violeta y sangre verde en los gusanos poliquetos -continuó-. He visto sangre verde amarillenta en pepinos de mar. Cangrejos, langostas, pulpos, calamares, incluso las cochinillas de humedad, todos tienen un pigmento azul con base de cobre que cumple la misma función que el pigmento rojo, con base de hierro, en nuestra sangre.

El técnico enarcó las cejas.

– Usted ha estado complaciéndome al permitir que soltara mi discurso, ¿verdad, doctor Binswanger?

– Oh, puede llamarme Geoffrey. No, en realidad he aprendido muchas cosas que ignoraba -le aseguró él-. Nunca había visto nada parecido a esta bestezuela. Gracias por permitir que lo examinara.

El técnico alzó ambos pulgares.

– Ningún problema. Por cierto, ¿vio anoche «SeaLife»?

Geoffrey se alteró ligeramente. Era la cuarta vez que alguien le hacía esa pregunta durante el día. Primero había sido su atractiva vecina cuando estaba abandonando su cabaña. Luego Sy Greenberg, un colega de Oxford que estaba investigando los axones gigantes de los calamares en el Marine Biological Laboratory le había preguntado lo mismo cuando paseaban con sus bicicletas junto al Steamboat Authority. A continuación le tocó el turno al encargado de la dársena en el WHOI, cuando estaba asegurando la bicicleta fuera del edificio Water Street donde se encontraba su despacho.

– Humm, no -contestó Geoffrey-. ¿Por qué?

El técnico negó con la cabeza.

– Sólo me preguntaba si usted creía que esas imágenes eran reales.

Eso era lo que los otros tres habían dicho. Exactamente.

Alguien golpeó la ventana en el corredor fuera del laboratorio. Al otro lado del cristal estaba el doctor Lastikka, el director del laboratorio que había organizado su visita. El doctor Lastikka se llevó la mano a la oreja haciendo el gesto de hablar por teléfono.

– Caramba, es la hora del almuerzo. Oh, bien, de acuerdo, ya he terminado.

Geoffrey le devolvió el cangrejo bayoneta al técnico y por gestos le indicó al doctor Lastikka: «¡Dígales que esperen!»

El doctor Lastikka asintió con la cabeza.

– Gracias, ha sido realmente instructivo -le dijo Geoffrey al técnico.

– ¿Pronunciará su conferencia esta noche, doctor Binswanger, eh… Geoffrey?

– Oh, sí.

– ¡Allí estaré!

– Pero no podré reconocerlo.

– Llevaré la mascarilla.

Geoffrey asintió.

– ¡Muy bien!

Ésa era la razón de que Geoffrey amara Woods Hole: todo el mundo estaba fascinado por la ciencia, todo el mundo era inteligente, y no sólo sus colegas investigadores. El público en general, de hecho, habitualmente era más inteligente. Los habitantes de Woods Hole, estaba convencido, constituían la población más científicamente curiosa e informada de cualquier ciudad del mundo. Y era uno de los únicos lugares, aparte de un puñado de campus universitarios, donde a los científicos se los consideraba tíos guays. Todo el mundo acudía a las disertaciones que se celebraban por la noche. Y luego todo el mundo se reunía en las diversas tabernas para hablar acerca de ellas.

Geoffrey abandonó la sala del laboratorio a través de dos puertas herméticamente cerradas. Mientras se quitaba la gorra y la mascarilla, uno de los ayudantes de laboratorio le señaló un teléfono. Pasó al otro lado del mostrador principal.

– Aquí Geoffrey.

– ¡Al fin te encuentro, El-Geoffe!

Era Ángel Echevarría, su compañero de oficina en el WHOI. Ángel estaba estudiando los estomatópodos, siguiendo los pasos de su héroe, Ray Manning, el experto pionero en el tema. Ángel había estado fuera de la oficina esa mañana y le había dejado un mensaje diciéndole que regresaría tarde. Ahora, el investigador prácticamente saltaba del otro lado del teléfono.

– ¡Geoffrey! ¡Geoffrey! ¿Lo viste?

– ¿Ver qué? Tranquilízate, Ángel.

– Viste «SeaLife» anoche, ¿verdad?

Geoffrey dejó escapar un leve gemido.

– No veo reality shows en la tele.

– Sí, pero se trata de científicos.

– ¿Que viajan a todos los lugares turísticos, como la isla de Pascua y las Galápagos? Venga, Ángel, eso no se sostiene.

– ¡Oh, Dios mío! Pero has oído hablar de ello, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Entonces sabes que la mitad de ellos fueron masacrados salvajemente?

– ¿Qué? Es un programa de televisión, Ángel. Yo en tu lugar no estaría tan seguro.

Geoffrey se quitó la bata blanca mientras hablaba. Asintió cuando uno de los técnicos, una mujer, la cogió.

– Es un programa en directo -insistió Ángel.

Geoffrey se echó a reír.

– Lo tengo grabado. Tienes que verlo.

– Oh, colega.

– ¡Vuelve aquí ahora mismo! ¡Y trae algunos bocadillos!

– De acuerdo, te veré dentro de media hora. Geoffrey colgó el teléfono y miró a la técnico de laboratorio.

– ¿Vio el programa «SeaLife» anoche, doctor Binswanger? -preguntó ella.


13.37 horas


Geoffrey entró en la oficina que compartía con Ángel llevando un par de bolsas con bocadillos comprados en Jimmy's.

– El almuerzo está ser…

Fue silenciado por un grupo de colegas que se habían congregado en el corredor para ver a Ángel cuando alimentaba a su esquila de agua.

Observar la caza de un estomatópodo, o «esquila de agua», era un espectáculo digno de verse.

Geoffrey abortó su saludo al instante y dejó el casco y las bolsas con los bocadillos. En el gran tanque de agua salada, Ángel había colocado una gruesa capa de grava coralina y un jarrón de cerámica decorado con una representación de un tigre al estilo asiático. El jarrón descansaba sobre un costado, la boca en dirección a la parte posterior del acuario.

Ángel pinchó un cangrejo azul vivo con unos fórceps.

– Don me dio uno de sus cangrejos azules. Gracias, Don.

– Creo que estoy empezando a arrepentirme -repuso Don mientras se acomodaba las gafas sobre el puente de la nariz.

– ¡Vaya! -exclamaron varios de los presentes cuando la mascota de Ángel apareció.

– ¡Banzai! -Ángel dejó caer al desdichado crustáceo dentro del tanque. Una morbosa fascinación obligó a todo el mundo a mirar el espectáculo.

La criatura segmentada de veinticinco centímetros de largo se movía como si de un primitivo dragón se tratara. Sus elegantes placas superpuestas ondulaban como lamas de jade mientras avanzaba a través del agua. Una navaja multiusos con miembros y patas que se agitaban por debajo. Sus ojos acechantes giraban en diferentes direcciones. Los colores del cuerpo eran asombrosamente intensos, casi iridiscentes.

– Ahí viene -anunció Don.

El cangrejo azul se impulsó con las patas al hundirse en el agua y a mitad de camino del lecho del tanque descubrió la presencia de la esquila de agua. El cangrejo nadó inmediatamente hacia el extremo más alejado del jarrón pero la esquila se lanzó hacia adelante y sus poderosas patas atacaron a su presa con un movimiento demasiado veloz para el ojo humano. Con un pop alarmante, se tambaleó hacia atrás. El caparazón entre los ojos del cangrejo estaba destrozado y el pobre animal flotaba inmóvil en el agua.

La esquila de agua arrastró a su presa de regreso al interior del jarrón.

La audiencia profirió una exclamación de asombro.

– Y eso, amigos míos, es el impresionante poder del estomatópodo. -Ángel parecía más un presentador de circo que un experto en esas criaturas-. Su golpe tiene la potencia de una bala del calibre 22. Es capaz de captar millones de colores más que el hombre con los ojos, que poseen una percepción de profundidad independiente, y sus reflejos son más rápidos que los de cualquier criatura viviente. Este misterioso milagro de la madre naturaleza es tan diferente de los demás artrópodos que muy bien podría haber llegado de otro planeta. Es posible incluso que algún día nos reemplace. Bon appétit, Freddie!

– Hablando del tema, Jimmy's ha llegado -dijo Geoffrey.

– Bien por Jimmy's -exclamó una compañera del laboratorio.

– Me alegro de que estés aquí -le dijo Ángel a Geoffrey-. Tengo algo que enseñarte.

Todos cogieron sus bocadillos. Un monitor de ordenador colocado sobre la encimera del laboratorio mostraba una noticia en un canal de televisión por cable con el volumen quitado. El logotipo de «SeaLife» brillaba intermitentemente detrás del presentador del telediario.

– ¡Eh, subid el volumen! -gritó alguien mientras Ángel lo hacía.

– Tiene poco más de tres kilómetros de ancho, pero si lo que el programa «SeaLife» emitió hace tres noches es real, algunos científicos dicen que podría tratarse del descubrimiento insular más importante desde que Charles Darwin visitó las Galápagos hace casi dos siglos. Otros afirman que «SeaLife» está empeñado en llevar a cabo una burda maniobra publicitaria. Anoche el programa ofreció una pavorosa visión en directo de algo que parecía ser una isla habitada por criaturas horrendas y extrañas que atacaron cruelmente a los miembros del programa. Ejecutivos de la cadena se han negado a hacer cualquier tipo de comentario. Está con nosotros el eminente científico Thatcher Redmond para ofrecernos una opinión experta acerca de lo que realmente sucedió allí.

Todos los presentes gimieron cuando la cámara enfocó al comentarista invitado.

– Doctor Redmond, ante todo, felicidades por el éxito que ha obtenido su libro, The human effect, y por el Premio Tetteridge que recibió ayer. Gracias por haber acudido esta noche para darnos sus impresiones sobre este caso -dijo el presentador-. ¿Es real lo que pudimos ver?

– Fotosíntesis en acción -dijo Ángel-. El hombre se crece cuando es el centro de atención.

– Venga ya, Ángel -dijo Geoffrey jocosamente-. El doctor Redmond lo sabe todo.

Thatcher sonrió, exhibiendo una fila de dientes recién blanqueados en su rostro rubicundo. Llevaba su chaleco de explorador de marca y lucía su famoso bigote rojo y unas exuberantes patillas.

– ¡Gracias! Bueno, Sandy sólo espero que la vida en esa isla sea capaz de resistir el descubrimiento por parte de seres humanos, para ser totalmente honesto.

– En eso lleva razón -musitó una de las investigadoras mientras mordía un trozo de su bocadillo.

Thatcher continuó:

– La llamada vida inteligente es la mayor amenaza para cualquier medioambiente. No envidio a ningún ecosistema que entre en contacto con ella. Ésa es precisamente la tesis que expongo en mi libro, The human effect, y me temo que si este «SeaLife» no es alguna especie de montaje, pronto tendré otro capítulo trágico que añadir para ilustrar mi argumento.

– ¡Joder! -exclamó Geoffrey.

– Caramba, me pregunto si habrá escrito un libro o algo así -masculló Ángel.

– Pero ¿cree usted que se trata de un montaje? ¿O es algo real? -insistió el presentador.

– Bueno -dijo Thatcher-, yo desearía que fuera verdad, por supuesto, como científico quiero decir, pero precisamente como científico debo decir que probablemente se trate de un montaje, Sandy.

– Gracias, doctor Redmond.

El presentador se volvió mientras la cámara se apartaba de Thatcher.

– Imposible -insistió Ángel-. ¡No es un montaje!

El resto de los presentes siguieron comentando la controversia mientras se llevaban los almuerzos a sus respectivas oficinas.

– Muy bien, Geoffrey, tienes que ver esto. Tengo las imágenes grabadas aquí mismo.

– Vale, vale.

Sentado junto a Ángel en su atestada oficina que dominaba Great Harbor, Geoffrey contempló las caóticas imágenes del último minuto de «SeaLife» que Ángel había grabado.

Si alguien estuviera tratando de escenificar una película de terror con un presupuesto muy bajo, el resultado probablemente sería algo así, decidió Geoffrey. Realmente se parecía a esa película, El proyecto de la bruja de Blair, como si los cámaras estuvieran intentando evitar deliberadamente echar un vistazo a los burdos efectos especiales.

– En realidad, no puedo distinguir mucho en esas imágenes -dijo Geoffrey.

– Espera. -Ángel pulsó el botón de pausa en el mando a distancia y luego hizo avanzar la imagen-. ¡Allí!

Ángel congeló el encuadre cuando un grupo de sombras ennegrecían casi por completo la pantalla. Luego señaló con un lápiz una forma que parecía la pata de un cangrejo.

– Muy bien -dijo Geoffrey-. ¿Y?

– ¡Eso es una langosta marina! ¡Es la pinza de un estomatópodo!

Geoffrey se echó a reír.

– Eso es un test de Rorschach, Ángel. Y estás viendo las especies que has estado estudiando durante los últimos cinco años porque las ves en tus sueños, en tus cereales del desayuno y en las manchas de humedad del techo.

Ángel frunció el ceño.

– Tal vez. Pero no lo creo.

Entonces Geoffrey detectó algo. Mientras Ángel avanzaba las imágenes, unas gotas rojas salpicaron el objetivo de la cámara, luego apareció una única gota azul celeste justo un instante antes de que la cámara quedara a oscuras.

Ángel abrió una mininevera con un rótulo pegado en la puerta: sólo comida. Sacó un cartón de leche y lo olisqueó.

– ¿Piensas seguir adelante con tu Disertación Escupe Fuego de esta noche?

Geoffrey apartó la vista de la pantalla y apagó el aparato de vídeo.

– Sí. La Disertación Escupe Fuego se llevará a cabo a pesar de la intensa competencia de los reality shows.

La Disertación Escupe Fuego era una tradición que Geoffrey había mantenido desde sus días en Oxford. Se trataba de un foro para ideas heréticas con el que podía escandalizar a sus colegas de manera más o menos regular. Luego ellos podían atacarlo con sorna hasta quedar satisfechos. El público estaba invitado a disfrutar del espectáculo y unirse a él.

– Todo el mundo te preguntará por «SeaLife», ya lo sabes.

– Sí, probablemente tengas razón.

– Deberías darme las gracias por prepararte para la ocasión.

– Tomo nota de ello.

– ¿Realmente piensas seguir esta noche con ese asunto de que la ontogenia resume la filogenia?

– Así es. Abróchate el cinturón, Ángel, promete ser una noche movida.

– ¿Cuándo piensas llevarte a casa a una de tus admiradoras, Geoffrey? Todo el mundo piensa que eres un donjuán, de modo que podrías sacar provecho de tu reputación. Las chicas te esperan fuera después de cada charla, tío, pero tú, en cambio, prefieres compartir discusiones científicas con un puñado de vejestorios.

– Esta noche tal vez me meta en una absurda discusión científica con una de mis admiradoras. Ésa es la clase de juego erótico previo que realmente me excita.

Ángel frunció el ceño.

– Nunca te las llevarás a la cama, amigo mío.

– Eres un pesimista, Ángel. Y un chovinista también. No pienses en ello. Yo no lo hago.

– Pero yo sí. Y tú no. ¡La vida no es justa! Necesitas acostarte con una mujer incluso más que yo. En la vida hay más cosas aparte de la biología. Y en la biología hay más cosas que biología también.

– Tienes razón, tienes toda la razón.

Cualquiera que fuera la reputación de «donjuán» que Geoffrey tuviera, era algo totalmente inmerecido. No tenía la paciencia necesaria para la chanza amistosa y superficial. Seguía siendo incorregiblemente distraído ante las señales románticas tradicionales. Las ideas lo excitaban, pero pensaba que los rituales del flirteo eran degradantes e inexplicablemente obtusos.

A sus treinta y cuatro años había tenido nueve compañeras sexuales. Todos habían sido romances de corta duración, con grandes períodos de abstinencia entre ellos. El científico era un hombre que atraía a las presuntas rebeldes, pero cuando las mujeres inevitablemente intentaban obligarlo a algún tipo de ortodoxia, él seguía su camino.

Aunque a veces le preocupaba llegar solo al cabo del día, se negaba a negociar su cordura por un rato de compañía. No se trataba de vanidad y tampoco de algún noble sacrificio en nombre de sus principios. Era simplemente un hecho que había llegado a aceptar de sí mismo. Como consecuencia de ello, sabía que probablemente acabaría solo.

De modo que el amor era el único misterio al que tendría que acercarse con fe: fe en que llegaría a conocer a alguien, fe contra la evidencia, una necesaria irracionalidad que lo mantuviera en movimiento, mirando hacia el siguiente horizonte con una indefinida esperanza. Porque debía reconocer que era un solitario y Ángel tenía una manera irritante de recordárselo.

– ¿Cuál es la vestimenta ceremonial para lo de esta noche? -preguntó Ángel.

La tradición de la Disertación Escupe Fuego exigía que el disertante llevara una prenda elegida al azar, de procedencia histórica o exótica: un gorro de pescador portugués, un casco etrusco, un albornoz marroquí… La última vez, Geoffrey se había presentado con una toga bastante prosaica, y los asistentes a la disertación manifestaron ruidosamente su descontento.

– Esta noche creo que me pondré… una falda escocesa -dijo Geoffrey.

– Amigo mío -dijo Ángel-, creo que estás loco de remate.

– O eso, o todos los demás lo están. Aún no he decidido quién. ¿Por qué todo el mundo viste lo mismo en un lugar y un momento determinados? Todos tenemos mentes propias y, sin embargo, tememos no ir a la moda. Es un ejemplo de miedo y absoluta irracionalidad, Ángel.

– Oh, claro. Eso suena bien.

– Gracias. Yo también he pensado que sonaba bien.

Geoffrey volvió a encender el aparato de vídeo y congeló la imagen mientras hablaban, reflexionando acerca de la solitaria gota de líquido azul celeste en el borde derecho de la pantalla.

Alguien inteligente podría haber añadido dos pistas convincentes, la pinza de un estomatópodo y unas gotas de sangre azul, simplemente para engañar a la comunidad científica y mantener activa la maniobra publicitaria, pensó. Pero, de alguna manera, no parecía probable que unas pistas tan sofisticadas pudieran ser conocidas por los productores de un reality show tan pobre. O bien que contaran con que una evidencia tan sutil fuera captada por el puñado de expertos capaces de reconocerla.

Geoffrey se encogió de hombros y dejó el puzzle sin resolver a un lado.


19.30 horas


Un aplauso entusiasta recibió a Geoffrey cuando subió al escenario del Lillie Auditorium.

El recinto estaba lleno hasta la bandera con una mezcla de jóvenes estudiantes que habían caído bajo el embrujo del guapo y animoso científico evolucionista y colegas escépticos y mayores que buscaban ansiosamente una trifulca científica.

Geoffrey Binswanger, con treinta y cuatro años y un aspecto intemporal, era un hombre físicamente llamativo que seguía siendo un enigma para el conjunto de sus colegas. Su ascendencia antillana y alemana había producido una improbable mezcla de rasgos insulares, tez color caramelo y ojos celestes. Sus rastas y su cuerpo atlético atentaban contra su seriedad académica, en opinión de sus colegas. Otros, intrigados, querían contar con él en sus rincones políticos.

Sus teorías, sin embargo, mostraban una absoluta ausencia de fidelidad hacia nada que no fuera su propio juicio, una consecuencia, quizá, de que Geoffrey jamás pensaba en sí mismo como parte de un grupo. Por las razones que fueran, siempre había necesitado ver las cosas por sí mismo. Quería extraer sus propias conclusiones sin obligaciones para con nada salvo con aquello que pudiera ser demostrado y reproducido en las condiciones de un laboratorio.

Desde que era un crío, y hasta donde era capaz de recordar, Geoffrey había sido científico. Siempre que los adultos le preguntaban qué quería ser de mayor, él literalmente no entendía la pregunta. A los cuatro años ya llevaba a cabo experimentos formales. En lugar de preguntarles a sus padres por qué algunas cosas rebotaban al caer mientras que otras se hacían añicos, lo comprobaba personalmente, marcando sus libros ilustrados con un grueso punto junio a las fotografías de objetos que conseguían sobrevivir a la ley de la gravedad y con un círculo junto a las que no, algo que su madre había descubierto un día con una mezcla de horror y complacencia.

Sus padres, quienes lo criaron en La Cañada Flintridge, una zona residencial de clase alta en Los Ángeles, aceptaron finalmente que tenían entre manos a un chico muy especial cuando, una noche, al regresar de su trabajo en el Laboratorio de Retropropulsión de la NASA, encontraron a la canguro durmiendo acurrucada en el sofá, delante del televisor encendido, y a su hijo de seis años sentado en el patio trasero sosteniendo una manguera de jardinería de la que brotaba un chorro de agua. «Bienvenidos a Triphibian City», les había dicho al tiempo que les presentaba su proeza de ingeniería con un ampuloso gesto de la mano.

Geoffrey había inundado todo el patio trasero justo cuando habían desovado millones de sapos de la aguada de la represa de Devil's Gate. Miles de diminutos anfibios grises habían irrumpido por debajo de la valla a través del pequeño túnel de Geoffrey y ahora habitaban una metrópolis formada por canales e islas y presidida por enanos de jardín.

Desde ese momento en adelante, los padres de Geoffrey hicieron todo lo posible por ocupar la curiosidad de su hijo de manera más constructiva. Lo enviaron a un campamento en la isla Catalina, donde estuvieron a punto de arrestarlo por diseccionar un garibaldi, el belicoso pez nacional de California, aunque sus compañeros de campamento ya habían arponeado todos los peces que se les habían puesto a tiro y los habían lanzado sobre las rocas.

Cuando lo inscribieron en un curso de neurobiología para niños superdotados en un instituto tecnológico cercano, Geoffrey jamás se había sentido tan a sus anchas. Exploró el campus con sus amigos genios y se introdujo en el laberinto de túneles de vapor que discurrían por debajo del mismo, una acción por la que, nuevamente, a punto estuvo de ser arrestado.

Geoffrey se graduó a los quince años en la escuela preparatoria Flintridge e inmediatamente se aceptó su ingreso en Oxford, para horror de sus padres. Su madre finalmente accedió y Geoffrey permaneció en Oxford siete años, tras los cuales obtuvo licenciaturas en biología, bioquímica y antropología.

Durante sus años universitarios, Geoffrey había obtenido numerosos premios pero jamás los exhibía. Mirar esos trofeos hacía que se sintiera intranquilo. Sospechaba de cualesquiera lazos que pudieran estar unidos a esos honores. Los había aceptado por educación, pero incluso a prudente distancia.

Su último libro había sido algo parecido a un bestseller, tratándose de una obra de carácter científico, aunque, para disgusto de su agente literario, Geoffrey se resistió tenazmente a convertirse en lo que él llamaba un «científico mediático», pontificando en televisión acerca de la última moda en el campo de la ciencia y divulgando la posición de la mayoría sin tener ninguna experiencia personal en la plétora de temas sobre los que los periodistas pedían a los científicos que se explayaran. Sufría cuando veía a otros colegas en esa misma posición, aunque habitualmente parecían satisfechos de haber aparecido en la pequeña pantalla.

Por su parte, Geoffrey prefería la clase de foro de esa noche. El celebrado Lillie Auditorium de Woods Hole era uno de los verdaderos templos de la ciencia. Durante el siglo pasado, ese humilde salón había albergado a más de cuarenta laureados con el Nobel.

A finales del siglo XIX, cuando se construyó el pequeño auditorio, Woods Hole ya era una pujante comunidad de laboratorios escasamente asociados, con una cultura progresista estilo campus. Allí, hombres y mujeres habían encontrado una notable igualdad desde el principio, los hombres con sus sombreros de paja y sus trajes blancos, y las mujeres con sus corsés, sus vestidos de algodón con miriñaque y sus sombrillas, agachados juntos en el barro buscando especímenes.

El Lillie Auditorium alojaba cómodamente a unas doscientas personas, su elevado techo sostenido por anchas columnas victorianas pintadas de un blanco amarillento como si de gruesas velas de sebo se tratara. Debajo de sus sillas de tablillas de madera aún podían verse las fijaciones de alambre donde los hombres dejaban sus sombreros.

Las Conferencias Nocturnas de los Viernes eran las más esperadas de las disertaciones de verano en Woods Hole, y regularmente convocaban a los científicos más importantes del mundo como oradores invitados. Las Disertaciones Escupe Fuego, sin embargo, se celebraban tradicionalmente los jueves por la noche.

La primera presentación de Geoffrey, hacía ya ocho años, había estado a punto de provocar un tumulto, de modo que las autoridades habían reservado algunas noches importantes de los jueves para su visita esperando una repetición.

Geoffrey había inventado la Disertación Escupe Fuego durante sus años en Oxford, de modo que él y algunos otros jóvenes bárbaros, después de convencer al propietario del pub King's Head de que reservara una sala los jueves por la noche, pudieran cometer diversos sacrilegios científicos de manera regular. Su entusiasta audiencia no tardó en aumentar hasta ocupar el salón de entrada y resultó ser una época excelente sin tener en cuenta, al echar la vista atrás, cuan risibles habían sido la mayoría de las teorías expuestas entonces. Sin embargo, el objetivo de esas reuniones no era tanto tener razón como desafiar el conocimiento convencional y comprometerse con el razonamiento científico, aun cuando eso provocara la demolición de la teoría propuesta. Habían instituido un premio especial para esos casos: el Premio Icaro a la teoría que era derribada más de prisa.

Era ciencia de tiro rápido, teoría en acción, método en movimiento y, a menudo, en la llameante muerte de una hipótesis podían verse los rescoldos de una solución brillante. Arrojar una idea audaz a los lobos tenía un excitante atractivo para Geoffrey. Incluso cuando no destrozaba sus teorías, las mejoraba, de modo que llevaba esa tradición allí adónde iba como una prueba para sus ideas menos escrupulosas. Consideraba esas disertaciones como una «muestra para sus pares».

Geoffrey cruzó el estrado con una falda escocesa de cuadros blancos y negros y alzó una mano para aplacar los aplausos al llegar al atril y dar unos golpecitos en el micrófono para probar el sonido. Un coro de vítores y silbidos brotó de la audiencia y Geoffrey se apartó del atril para hacer una reverencia.

Sobre la falda escocesa llevaba una camiseta de color cobrizo, teñida por el lodo de la isla de Kaua'i. En grandes letras mayúsculas verdes sobre su pecho podía leerse «Proteged los hábitats de la isla». Geoffrey había pasado media docena de veranos en esa pequeña isla hawaiana disfrutando de las vacaciones en la casa de su tío, construida sobre pilotes y escondida en la estrecha franja de bosque tropical que se extendía entre un risco cubierto de plantas trepadoras y Tunnels Beach. No había encontrado una manera mejor de escapar de la civilización que colocarse unas gafas de buceo, un tubo de respiración y unas aletas. Había atravesado los antiguos conductos de lava, persiguiendo ídolos moros, esos bellos peces negros listados de amarillo, siguiendo a las despreocupadas tortugas marinas y alimentando de erizos al descarado pez ballesta, que se los cogía prácticamente de las manos. Había usado esa misma camiseta en docenas de esas inmersiones a través de esos túneles y era el único denominador común para cada Disertación Escupe Fuego: la llevaba en cada charla.

Levantó una mano hacia el atril que había junto a él y que anunciaba el tema de esa noche:

Depredador y presa: ¿el origen del sexo?

Otra ronda de silbidos, aplausos y gritos brotó de la audiencia.

Geoffrey se instaló detrás del atril y comenzó a hablar.

– Buenas noches, damas y caballeros. En primer lugar, una breve historia del mundo.

Una oleada de divertidos murmullos se levantó de entre los presentes mientras se acomodaban y las luces se atenuaban en el pequeño auditorio.

Geoffrey accionó un mando a distancia y la versión de un artista de dos mundos en colisión apareció proyectada en una pantalla detrás de él.

– Después de que un planeta del tamaño de Marte chocó con el nuestro y penetró su superficie, escupiendo un penacho de deyecciones fundidas que se congelarían en la Luna, la madre Tierra permaneció en forma de una bola de lava que se fue enfriando a lo largo de cien millones de años.

Geoffrey mostró un primer plano de la luna llena sobre el océano.

– Fue esta fantástica violencia la que, irónicamente, creó la mano que meció la cuna de la vida. Hace cuatro mil millones de años, cuando la hija lunar de la Tierra giraba en una órbita baja, los primeros océanos eran agitados por sus tremendas mareas. Cuatrocientos millones de años más tarde, la Tierra y la Luna serían bombardeadas por otra oleada de impactos masivos mientras nuestro bisoño sistema solar continuaba diseñando sus caprichos en el mecanismo de relojería que observamos hoy.

Pasó a la siguiente imagen, que mostraba lo que parecía ser el espacio exterior sembrado de racimos de esferas de colores.

– Durante esta era increíblemente violenta conocida como era arqueozoica, las primeras moléculas autorreplicantes se combinaron en los océanos de nuestro planeta. Esas moléculas se pueden recrear fácilmente en nuestros laboratorios empleando los mismos ingredientes inorgánicos y fuerzas que bombardearon los mares primitivos de la Tierra. Durante los mil millones de años siguientes, la acumulación de errores de replicación en estas células creó el ARN, ¡que no sólo se replicó a sí mismo, sino que catalizó reacciones químicas como si de un metabolismo primitivo se tratara! Los errores de replicación del ARN llevaron a la evolución del ADN, una molécula más estable que el ARN que podía copiarse a sí misma de un modo más exacto y fabricar ARN.

Geoffrey pasó a exhibir una imagen generada por ordenador de una molécula de ADN.

– De esta máquina molecular autorreplicante surgió la primera forma de vida como una simple organización de reacciones químicas. Las primeras y toscas bacterias utilizaban metano, azufre, cobre, luz solar y posiblemente incluso energía térmica que surgía de las oscuras profundidades del océano para alimentar esos procesos metabólicos.

La siguiente diapositiva mostraba una variedad de formas simples que parecían células procariotas primitivas.

– Los primeros organismos primitivos chocaban y, a veces, se consumían unos a otros, mezclando su material genético. Un porcentaje mínimo de estas combinaciones proporcionó ventajas a los híbridos resultantes.

Geoffrey mostró varias imágenes de olas que chocaban contra las costas.

– Si se combinan las mareas extremas causadas por la acción de la cercana Luna, que aún sigue alejándose de nuestro planeta casi cinco centímetros por año, con el bombardeo constante de radiación ultravioleta procedente del Sol, y luego revolvemos y cocinamos la sopa primigenia durante mil quinientos millones de años, obtenemos la innovación más importante en la historia de la vida.

Geoffrey accionó el mando a distancia y la siguiente diapositiva provocó risas entre los asistentes.

– Sí, amigos míos, parece una célula espermática, pero en realidad se trata de un protozoo provisto de cola llamado Euglena viridis. Es un animal unipersonal, una especie única, un organismo unicelular que guarda un notable parecido con el espermatozoide. El océano primordial produjo las primeras criaturas con la capacidad de cazar, utilizando colas atizadoras para perseguir a otros organismos unicelulares y consumirlos. En ocasiones, estos primeros depredadores explotaban realmente los sistemas reproductivos de sus presas para facilitar su propia reproducción y, a veces, su presa se perpetuaba a sí misma secuestrando los genes de su atacante.

»En cualquier caso, la propuesta de la charla de esta noche es que estos primeros cazadores y sus presas dieron origen a una nueva y mutuamente beneficiosa relación que llamamos «sexo». Cuando ciertas células comenzaron a especializarse para consumir a otras células o penetrar en ellas para reproducirse, otras distintas se especializaron en alojar la propia reproducción, desviando de este modo la muerte y perpetuando ambas líneas de ADN. El sexo es el tratado de paz firmado entre el depredador y su presa. El vástago de su unión no sólo combinaba las propiedades de ambos, sino que llevaba hacia adelante cada organismo unicelular original, ahora modificado como espermatozoide y óvulo. De modo que aquí tenéis la leña para la Disertación Escupe Fuego de esta noche, damas y gérmenes. Propongo que el sexo comenzó al principio con organismos unicelulares. Propongo que la respuesta a la ancestral pregunta, de qué fue primero, si el huevo o la gallina, sea el huevo… y el esperma.

Geoffrey se apartó del atril y saludó con una breve reverencia.

Desde el fondo del auditorio llegaron numerosos gritos y algunos gruñidos de disconformidad se oyeron entre los científicos que ocupaban las primeras filas, especialmente aquellos que peinaban canas.

Geoffrey pasó a la siguiente diapositiva -un óvulo rodeado de serpenteantes espermatozoides- e hizo una pausa para disfrutar de las risitas levemente nerviosas de reconocimiento que esa imagen provocaba siempre en el público.

– Óvulo y esperma pueden ser, de hecho, el eco viviente de un momento revolucionario que se produjo hace mil quinientos millones de años en los antiguos mares de la Tierra. Precisamente, propongo que esta historia de amor original se ha repetido en una cadena continua desde que comenzó el proceso de reproducción en las células eucarióticas, o sea, aquellas células que poseen en su interior núcleos encerrados en la membrana. Cuando las primeras células cazadoras desarrollaron colas para poder atrapar a sus presas, las células cazadas hicieron la paz, si queréis, absorbiendo el ADN de la célula cazadora y facilitando su reproducción, asegurando de este modo la supervivencia de la célula y convirtiendo una guerra en una sociedad.

»Y, puesto que el hecho de compartir material genético llevó a una variación convergente en la morfología de sus descendientes, esta innovación aceleró la evolución de formas superiores una tras otra, asegurando la supervivencia de ambas clases de la célula original en los portadores masculinos y femeninos. La elaboración de vida multicelular que surgía de esa sociedad cada vez más acelerada lanzaría ambos organismos originales hacia medioambientes de una diversidad salvaje.

Los gruñidos ganaron intensidad entre los presentes. Geoffrey alzó ligeramente la voz.

– Sugiero que esta proposición es validada cada vez que un espermatozoide penetra en un óvulo y produce un vástago. Toda la vida compleja puede haberse desarrollado simplemente para representar esta danza ancestral de dos especies unicelulares. De los pulpos a los seres humanos, pasando por las ballenas o los helechos, son innumerables las expresiones de vida en este planeta que escenifican esta unión unicelular original, del mismo modo que ocurría en los antiguos mares, a fin de reproducirse.

Los presentes hablaron entre dientes y volvieron a acomodarse en sus asientos mientras Geoffrey coronaba su discurso.

– ¿Por qué, entonces, unos animales tan complejos son propicios para continuar la sociedad del óvulo y el esperma? Porque, damas y caballeros, a diferencia del óvulo y el esperma, los animales pueden explotar una asombrosa variedad de condiciones y ambientes cambiantes a través de la evolución. Nosotros, animales de reproducción sexual, somos una flota asombrosamente diversificada de portadores de esperma y óvulos que llevamos los mares ancestrales con nosotros hacia fronteras medioambientales siempre nuevas.

«Naturalmente, esos vehículos tan elaborados también eran aptos para la replicación de los organismos unicelulares originales, porque se divertían más replicándose que los organismos unicelulares. No hay nada como los incentivos para aumentar la producción. Pero creo que dejaremos ese tema para otra charla.

Geoffrey hizo otra pequeña reverencia, esta vez para recibir una entusiasta ovación, impertérrito ante los abucheos y los semblantes ceñudos de los ocupantes de las primeras filas.

Ahora era cuando empezaba la verdadera diversión. Recibió el primer torpedo de un colega particularmente contrariado que estaba sentado justo frente a él.

– ¿Sí, doctor Stoever?

– Bueno, en realidad no sé por dónde comenzar, Geoffrey -dijo el científico calvo arrastrando las palabras-. El sexo comenzó con gametos isógamos: dos células sexuales del mismo tamaño que se fusionan y unen sus ADN, que luego se dividen en más células con una recombinación de los genes de las dos células. ¡No comenzó con los ancestros del esperma y el óvulo! ¡Jamás había oído una teoría tan disparatada!

– Ésa es la suposición general -repuso Geoffrey alegremente-. Pero todo el mundo reconoce que es muy poco lo que se sabe acerca de los detalles. Estoy seguro de que conoce usted el principio de Haeckel, ¿verdad, doctor Stoever?

– La ontogenia resume la filogenia, por supuesto. Todo el mundo conoce el principio de Haeckel, Geoffrey.

Hubo un amago de risa ante este último comentario y Geoffrey alzó la mano en dirección a la audiencia.

– Bien, sólo para recordárselo a todo el mundo, durante mucho tiempo los científicos observaron que, en determinadas fases del desarrollo, el embrión humano se parece notablemente a un renacuajo, con cola y agallas, y continúa pasando por otras etapas en las que parecen ser animales completamente diferentes. Lo que Haeckel proponía era que el desarrollo embrionario es en realidad una recapitulación del pasado evolutivo de un animal.

– La teoría de Haeckel ha sido completamente desacreditada -gritó uno de los científicos desde la última fila.

– De todos modos, sólo se aplica al desarrollo de embriones -protestó otro-. ¡No al esperma y a los óvulos!

– Ah. -Geoffrey asintió-. ¿Por qué no? Piense de un modo creativo, doctor Mosashvili. Y Haeckel está muy lejos de ser desacreditado, doctor Newsom. De hecho, esta proposición, si se demuestra correcta, podría representar su reivindicación final.

– No puede afirmar que esperma y óvulo son simplemente ecos de las primeras células eucarióticas -gritó otro airado científico.

– ¿Por qué no? -replicó Geoffrey.

– Porque el esperma y el óvulo no se parecen a ningún otro organismo. ¡Sólo son portadores de la mitad de los cromosomas!

– Que se combinan para producir la siguiente etapa de su desarrollo -repuso Geoffrey-, que, yo propongo, puede ser la etapa portadora, si quieren, que naturalmente se volvió cada vez más especializada para alcanzar nuevos medioambientes.

El hecho de que los espermatozoides y el óvulo sean sólo portadores de la mitad de los cromosomas de sus vástagos podría ser un efecto ulterior de especialización a la reproducción simbiótica, o podría ser también una prueba de que el sexo comenzó con organismos separados que se combinaron y duplicaron el número de sus cromosomas, para producir portadores sexualmente diferenciados de cada célula original que sólo posee la mitad de los cromosomas. Sugiero que el principio de Haeckel no sólo es correcto, sino que puede no haber sido desarrollado suficientemente.

– Pero que se haya originado como una relación entre depredador y presa…, no lo creo -repuso el doctor Stoever con el ceño fruncido.

– Echemos un vistazo a las abejas y las flores -dijo Geoffrey-. Cuando los insectos invadieron la tierra devoraron la vida vegetal, pero las plantas consiguieron adaptarse a esa invasión. Convirtieron a los insectos en agentes de su propia reproducción ofreciéndoles néctar en las flores y semillas en los frutos. Los ejemplos son abundantes en cuanto a las relaciones entre depredador y presa que se convierten en relaciones simbióticas, incluso en relaciones reproductivas. Cada uno de nosotros es una colonia de organismos cooperativos, millones de los cuales habitan en nuestro tracto intestinal, pastorean en nuestra epidermis y devoran las bacterias que los párpados expulsan de nuestros globos oculares entre nuestras pestañas. Todas esas criaturas debieron de comenzar siendo depredadoras, pero luego se adaptaron en cooperación con nuestros cuerpos para no destruir sus propios hogares y, de hecho, ayudar a sus anfitriones a sobrevivir y prosperar. Sin esa vasta horda de criaturas que habitan dentro de nosotros, moriríamos. No podríamos haber evolucionado sin ellas, ni ellas sin nosotros. En lugar de una guerra permanente, creo que este tratado de cooperación es el auténtico tema de la vida, la misma esencia de un ecosistema viable. En lugar de la situación sin salida de una guerra, que muchos ven que refleja el mundo natural, quizá la evolución siempre está trabajando hacia la estabilidad, los tratados de paz, el beneficio recíproco de las alianzas. Y su piedra fundamental es el tratado entre el primer depredador unicelular y su presa: el sexo. Ese tratado de paz tenía que ser establecido antes de que la incesante violencia entre depredador y presa los seleccionara a ambos para la extinción, de manera inevitable algo que probablemente sucedió en numerosas ocasiones.

– El desarrollo del sexo en las células eucariotas sigue siendo un misterio -gruñó otro científico maduro, sacudiendo enfáticamente su cabeza canosa.

– Tal vez la respuesta a ese misterio ha sido demasiado obvia para que hayamos podido verla, doctor Kuroshima -dijo Geoffrey-. Tal vez la explicación ha estado todo el tiempo delante de nuestras narices o, al menos, debajo de nuestras faldas escocesas. ¿Tal vez hemos sido demasiado tímidos para mirar?

Una oleada de gruñidos, resoplidos y silbidos saludó este floreo retórico, y el octogenario científico japonés se sonrió afablemente, sosteniendo un audífono contra la orejas con unas mano y moviendo la otra hacia Geoffrey, por quien sentía un gran afecto, a pesar de, y probablemente debido a, la tendencia del joven científico a agitar las aguas.

Una joven estudiante presente entre el público alzó la mano.

– ¿Sí?

– Doctor Binswanger, ¿puedo hacerle una pregunta sobre otro tema distinto?

– Por supuesto -dijo Geoffrey-. No existen reglas, salvo que no hay reglas en las Disertaciones Escupe Fuego.

El público secundó estas últimas palabras con un animoso aplauso.

– Su campo de experiencia es el estudio geoevolutivo de los ecosistemas insulares -recitó la joven. Era evidente que había memorizado su programa de oradores del verano-. ¿Es eso correcto?

La muchacha sonrió nerviosamente, lo que suscitó algunas risas solidarias entre la animada concurrencia.

– Bueno, he abordado superficialmente el análisis de los modelos en la naturaleza y de los sistemas de comunicación biológica en particular -convino Geoffrey-, pero la deriva genética y la formación de las islas es mi proyecto actual aquí en Woods Hole, donde estoy supervisando un estudio de la vida endémica insular en Madagascar y las Seychelles en un contexto geoevolutivo. ¡De modo que creo que se podría decir sí!

Se produjo un coro de risitas ahogadas entre los académicos y Ángel Echevarría puso los ojos en blanco; la chica era realmente muy guapa y Geoffrey había puesto la guinda… otra vez.

– ¿Vio el capítulo de «SeaLife»? -preguntó ella.

Esta pregunta provocó una explosión unánime de risas.

– Por cierto, tiene usted unas piernas estupendas -añadió ella.

Geoffrey asintió ante los gritos que siguieron a este comentario y efectuó un paso de baile de las Rockettes.

Geoffrey pensó en el vídeo que Ángel había grabado del reality show. Aquella gota de sangre azul lo había dejado preocupado. Las imágenes borrosas de las plantas parecían extrañas pero no ridículas; de hecho, parecían más sutiles de lo que hubiera imaginado que un programa de televisión podría mostrar. Pero no era suficiente para él.

Meneó la cabeza como si estuviera en un punto muerto.

– Teniendo en cuenta lo que se sabe acerca de acontecimientos de aislamiento y la duración de los microecosistemas, así como lo que pueden hacer en las películas de Hollywood en estos tiempos…, tendré que suponer que se trata de un engaño, como Nessy y Bigfoot.

Las expresiones de júbilo y de protesta dividieron a los asistentes.

– ¡Lo siento, amigos!

– ¿Pero no tendría que verlo personalmente para estar seguro, doctor Binswanger? -preguntó una atractiva pasante.

Geoffrey sonrió.

– Por supuesto. Ésa es la única manera en que me sentiría cómodo y satisfecho comentando ese hecho de forma definitiva. Pero no creo que pidan la ayuda de ningún experto para que vaya a examinar este asunto más detenidamente. Es un lugar perfecto para organizar un bulo. Se trata del punto más remoto que pueda encontrarse. Y no es un lugar al que cualquiera simplemente pueda ir para comprobarlo personalmente. Eso despierta mi suspicacia, y puesto que ya soy una persona escéptica, mucho me temo que la combinación es mortal. Sí, tú, allí, el de barba, en la parte de atrás…

Ángel se encogió en su asiento y cerró los ojos con expresión de tristeza. Geoffrey no tenía ni idea de que su ineptitud en la búsqueda de oportunidades sexuales era la mejor prueba contra su teoría de que las células sexuales habían creado animales más complejos para perpetuarse a sí mismas: si el producto final era Geoffrey, pensó Ángel, la extinción total era inevitable.