"Henders" - читать интересную книгу автора (Fahy Warren)

23 DE AGOSTO

06.29 horas


Nell estaba sentada frente al resplandor azul que despedía la pantalla del televisor y sostenía una extraña flor en la mano.

Una imagen de su madre apareció en la televisión, vestida con ropa caqui y cubriéndose la cabeza con un sombrero ligero. Dibujos animados de la mañana del sábado en colores desvaídos de los años setenta, un triste reestreno del subconsciente destacable por sus detalles de bajo presupuesto.

Detrás de su madre se balanceaba una jungla de dibujos animados compuesta de hojas, espinas, piel, ojos, latidos, respiración, todo ello combinándose en un líquido corriente de anatomía. La jungla se congeló en un rostro gigante y de pronto dio la impresión de que ese rostro siempre había estado allí. Su madre seguía haciendo gestos con las manos mientras la boca en el rostro de la jungla se abría detrás de ella como un cielo de medianoche. Como acostumbraba a hacer.

Nell gritó sin proferir sonido alguno; todo el sueño era profundamente silencioso, excepto por el sonido de sus uñas sobre el cristal de la pantalla. Su madre siempre extendía los brazos hacia ella, pero Nell nunca podía tocarla a través de la pantalla. De pronto, supo que podía romperla.

Nell blandió la extraña flor que llevaba en la mano en dirección a la pantalla como si de un hacha se tratara y el Monstruo lanzó un aullido de furia mientras su voz se encogía dentro del reloj despertador que sonaba junto a ella.

Nell se despertó de un salto y apagó la alarma del reloj, irritada ante la complicidad del pequeño aparato.

Se apoyó sobre un codo y miró de soslayo los débiles rayos de sol que se filtraban a través de los ojos de buey de su camarote. Tenía el cuello y el pecho cubiertos por un sudor frío.

Muy bien, pensó, recordando el sueño que acababa de tener: había recibido una visita del Monstruo.

Hacía muchos años que Nell no tenía ese sueño. Sin embargo, las imágenes la aplastaban bajo el mismo miedo debilitante que la embargaba cuando tenía diez años y soñaba con el Monstruo todas las noches.

Ese día, en la isla Henders, encontraría una nueva clase de flor y le pondría el nombre de su madre. Y, finalmente, dejaría que descansara, en una ceremonia privada que se celebraría tan apropiadamente lejos de casa.

Y con esa flor también acabaría finalmente con el Monstruo, otorgándole un rostro nuevo y hermoso.


12.01 horas


Una astilla de luz trémula apareció en el horizonte y luego el acantilado coronado de guano comenzó a alzarse desde la superficie del océano como una cordillera cubierta de nieve.

Nell y los demás se reunieron en la cubierta del entresuelo para observar la isla a medida que ésta surgía delante de ellos.

– ¡Qué pared! -exclamó Dante de Santos. El musculoso ayudante de cocina de veintitrés años llevaba los brazos bronceados cubiertos de tatuajes maoríes y el pelo negro peinado hacia atrás. Tenía un rostro de aspecto beligerante y ojos de tigre color ópalo.

Nell recordó que Dante era aficionado a escalar paredes de piedra y estaba ansioso por darle algún uso al equipo de escalada que había llevado consigo en el viaje.

– ¡ Joder, podría subir sin problemas esa pared si encontrara algún lugar donde desembarcar! -alardeó-. Recuerda decírselo por mí al capitán si no podemos desembarcar, ¿vale, Nell?

Ella sonrió.

– Vale, Dante.

Nell contempló la enorme pared de la isla Henders que se elevaba sobre el horizonte más de dos veces la altura de la Estatua de la Libertad. Parecía un trozo de tierra terriblemente solitario en medio de ninguna parte. Ese pensamiento le sirvió para recordar, con una punzada de inquietud, cuán lejos se encontraban de todo.


17.48 horas


El sonido de motores rebotaba en la pared de roca de la cala cuando cuatro Zodiac se acercaban a toda velocidad a la playa creciente.

Los dos poderosos motores fueraborda Evinrude de 150 caballos impulsaban la gran Zodiac que navegaba al frente con Jesse al timón. Los pasajeros de Jesse temían por sus vidas: Nell y Glyn se aferraban a la barandilla lateral mientras la lancha hinchable brincaba sobre las grandes olas con los motores gimoteando al salir despedidos de cada cresta espumosa.

El acantilado que rodeaba la cala se elevaba en línea recta poco más de doscientos metros, cubierto con franjas de color desvaído como si fuesen pigmentos en un bote de pintura puesto del revés. En el centro del risco una fisura oscura había escupido pedazos de roca sobre la playa y el mar. A juzgar por los vivos colores verde y rojo de los escombros, la grieta había sido abierta no hacía mucho tiempo.

Varado y bañado por las olas sobre ese desprendimiento de rocas dentadas, el casco de un velero de unos diez metros de eslora yacía sobre un costado, como si del abultado esqueleto de una ballena se tratara.

– Esa grieta parece nueva -gritó Glyn.

Nell sonrió al tiempo que asentía.

– Podría proporcionarnos un camino hacia el interior de la isla -dijo.

El Trident se mecía sobre las olas en la cala, anclado a una de las escasas cornisas submarinas que su sonar había localizado alrededor de la isla. Habían circunnavegado casi la totalidad de la isla antes de descubrir esa pequeña ensenada, un accidente geográfico que podrían haber encontrado en pocos minutos si la hubieran rodeado en la dirección contraria.

Ahora no tenían tiempo para planificar nada. Tenían que marcharse en las lanchas y emitir en directo.

Peach activó el funcionamiento de las cámaras mientras iniciaba la cuenta atrás para el enlace vía satélite en la sala de control.

Los tres camarógrafos recibían la cuenta regresiva de Peach en sus auriculares a bordo de las veloces lanchas Zodiac. Llevaban cámaras de vídeo impermeables y mochilas transmisoras con un alcance de mil metros.

Cynthea observaba la escena desde la popa del Trident mientras no dejaba de dar órdenes a su equipo de camarógrafos.

– ¡Muy bien, pero esa maldita isla tiene una playa después de todo, y ya son casi las 17.49, Fred! ¡Ya estamos muy cerca! Peach, por favor, dime que tienes el enlace con el satélite.

– Dos, uno, cero. Estoy allí, estamos en vivo -dijo Peach, pasando primero la señal a Zero.

Cynthea corrió a través del pasillo que discurría por debajo de la cubierta hacia la sala de control en el pontón de estribor.

– ¡Glyn! ¡Glyn! ¿Puedes oírme, Glyn?


17.49 horas


Glyn llevaba un transmisor inalámbrico sujeto a la oreja derecha y había colocado la bandera de «SeaLife» en la proa de la Zodiac. El biólogo británico vestía una camiseta «SeaLife» anaranjada, unos pantalones cortos y unas zapatillas Nike, la última prenda que Nell pensaba verle algún día.

– Sí, Cynthea -dijo Glyn-. ¡Te oigo perfectamente!

Nell también podía oír a Cynthea, que gritaba a través del auricular de Glyn.

– ¡Planta la bandera en la playa!

Nell sonrió excitada mientras aferraba la barandilla de la veloz Zodiac y estudiaba la playa. La adrenalina que bombeaba a través de sus venas hacía que deseara saltar de la embarcación y volar hacia la costa.


17.50 horas


Cynthea irrumpió en la sala de control, donde tres cámaras tomaban primeros planos de la playa en la hilera de monitores que había encima de la cabeza de Peach.

La Zodiac pequeña fue la primera en llegar a la playa. Zero y Copepod saltaron al agua. El perro ladraba excitadamente y salió disparado hacia la arena. Zero salió del agua y se hizo a un lado para filmar la llegada de las otras Zodiac.

El resto de la tripulación observaba atentamente desde las cubiertas del Trident.

Andy corrió hacia la barandilla del barco con un pijama de rayas.

– ¡No puedo creer que no me hayan despertado! -gritó-. ¿Me asignan la guardia nocturna y luego no me despiertan? ¡Maldita sea, estoy cansado de que me jodan todo el tiempo!

Andy se volvió para toparse con una cámara que estaba grabando el momento y advirtió que algunos miembros de la tripulación uniformada se reían a pocos metros de allí.

– ¡Que os jodan! -gritó.

Cynthea pinchó nuevamente la imagen de Glyn, que plantaba la bandera de «SeaLife» en la arena.

– ¡Reclamo esta isla para «SeaLife»! -exclamó.

Los seguidores del programa expresaron su júbilo en sus salas de estar de todo el mundo; Glyn acababa de convertirse en una estrella.

Los jefes de la cadena sonrieron y, por primera vez en un mes, se reclinaron aliviados sobre los respaldos de sus sillones mientras contemplaban las imágenes en sus pantallas.

Millones de personas exclamaron «¡Ooooh!» cuando Cynthea sorprendió a Dawn lanzando una mirada a Glyn, y a Nell mirando de soslayo a Dawn.

Cynthea le guiñó un ojo a Peach.

– Drama -asintió él.


17.51 horas


– ¡Muy bien! -dijo Glyn-. Echemos un vistazo a ese velero.

El grupo de desembarco trepó sobre la avalancha de rocas.

Zero y los otros camarógrafos estaban filmando a través de cámaras de televisión inalámbricas Voyager Lite con mochilas transmisoras que enviaban señales al Trident. Peach cambió las tomas y envió la señal a los satélites, que la redirigieron a estaciones repetidoras que alimentaban a cientos de cadenas por cable y millones de pantallas de televisión en todo el mundo.

El grupo se acercó al maltrecho casco del velero, recubierto por una gruesa capa de percebes. Cuando se acercaron lo suficiente pudieron ver el nombre pintado en el espejo de popa en letras verdes desteñidas:

Balboa Bilbo

– ¡Ésa es nuestra chica! -gritó Jesse, golpeando con fuerza la popa del barco.

Rodearon el velero y vieron entonces la cubierta superior, que estaba inclinada hacia ellos en un ángulo de treinta grados. A la embarcación le habían quitado el mástil y su aparejo colgaba sobre la borda. Era evidente que el velero había estado mucho tiempo en el mar antes de quedar varado en la isla.

– Muy bien, vamos a registrarlo -dijo Glyn, haciendo una pequeña improvisación en la narración mientras miraba a Zero, quien le hizo un gesto con la mano para que se moviera.

Jesse subió a cubierta. › Glyn subió a bordo detrás de Jesse, y Zero los siguió. (Jesse avanzó a gatas dentro de la cabina. En las escotillas y las ventanas faltaban los cristales. Gran parte del interior de la cabina parecía haber sido arrasado: las puertas de los armarios habían desaparecido, incluidos los goznes; el vidrio de las ventanas parecía haber sido quitado utilizando una palanca. Jesse vio la baliza en el asiento del piloto y la recogió.

– Sí, aquí está la EPIRB. Aún está en posición de encendido.

Apuntó a Glyn con la antena del aparato cilíndrico y amarillo como si fuese un arma y se echó a reír.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Glyn mirando a cámara. Zero lo excluyó rápidamente de la toma.

Jesse echó un vistazo a la cabina en ruinas.

– Bueno, algo tuvo que poner en funcionamiento la EPIRB, profesor.

En la distancia se oían los ladridos frenéticos de Copepod.

– Tal vez un pájaro voló a través de la ventana y picoteó el aparato o algo por el estilo. -Glyn señaló la ventana-. Falta el vidrio, ¿lo ves?

Jesse miró directamente a cámara y negó con la cabeza.

– Se necesitarían tres pájaros trabajando en equipo para poner en marcha una EPIRB, tío.

Simuló ser un pájaro picoteando su cabeza.

– Oh -Glyn asintió-. ¡Es verdad!

Nell se encontraba sobre las rocas, encima del casco inclinado del velero.

Al tiempo que se sujetaba la visera de la gorra de los Mets, examinó la base del acantilado. Una parcela de vegetación púrpura llamó su atención a poca distancia hacia la izquierda de la fisura en la pared de roca. A su alrededor, todo pareció evaporarse mientras se concentraba en los arbustos de intenso color.

– Eh, ¿dónde se ha metido Copepod? -gritó Dawn.

Los camarógrafos hicieron un barrido panorámico de la zona próxima al velero. Los frenéticos ladridos habían cesado por completo. Al bull terrier no se lo veía por ninguna parte.

Nell saltó a través de las rocas hasta llegar a la arena gruesa y rojiza de la playa. Luego echó a correr en dirección al acantilado. El sol del atardecer iluminaba la imponente pared de piedra y las brillantes plantas color púrpura que crecían en su base. Nell divisó motas doradas en la arena. «El oro de los tontos», pensó. En los acantilados debía de haber un montón de sulfato de hierro.

Se sentía aliviada de que ningún camarógrafo la hubiese seguido. El bullicio provocado por el grupo de desembarco se apagaba detrás de ella mientras la adrenalina aceleraba sus pasos.

Nell hincó las rodillas en la arena y contuvo el aliento delante de la pequeña parcela de hojas púrpura que crecían en la base del acantilado.

Los pedúnculos semejaban los de una planta de jade, pensó, excepto porque los tallos rectos carecían de ramas, y su color era de un lavanda intenso. Advirtió que el centro de cada pedúnculo tenía un tono púrpura azulado, mientras que las hojas, parecidas a las de la alcachofa, estaban teñidas de verde en sus puntas vellosas. Parecían gruesos espárragos pero no podía identificar la familia a la que pertenecían, mucho menos su género o especie, ya que no había ninguna pauta de crecimiento que fuera reconocible.

Trató de calmar sus palpitaciones al tiempo que hojeaba rápidamente la taxonomía botánica en su memoria, diciéndose que seguramente estaba demasiado excitada y debía de haber pasado por alto algo obvio.

Buscó el espécimen más grande y arrancó una de las hojas puntiagudas de la planta. Ésta se deshizo al instante como si de un trozo de fieltro viejo se tratara, convirtiéndose en un jugo que le escoció en las yemas de los dedos.

Agitó la mano, sorprendida, y se limpió el jugo azulado en su camisa blanca. Luego abrió la botella de Evian y vertió un poco de agua sobre la mano izquierda y la camisa.

Para su asombro, la planta reaccionó como un helecho común ante su contacto, plegando contra el tallo todos los apéndices similares a hojas. Luego se replegó bajo tierra, una acción que requería de músculos o mecanismos internos de los que las plantas carecían.

Atónita, Nell estaba a punto de llamar a los demás cuando vio lo que parecía ser un sendero de hormigas blancas que se movían a lo largo de la base del acantilado.

Se inclinó hacia adelante y observó atentamente las grandes criaturas, separadas por espacios regulares, que se lanzaban por un surco en la arena hacia el esqueleto de un cangrejo. Las hormigas se movían más de prisa que cualquier otro bicho que hubiera visto antes.


17.52 horas


– Copey debe de haber subido por el cañón -gritó Jesse.

– ¡Copey! -llamó Dawn.

– Tal vez fue allí donde se dirigieron los supervivientes -sugirió Glyn-. Quiero decir, en caso de que haya alguno.

– Alguien desmanteló este barco, tío -gritó Jesse, sacudiendo la cabeza y golpeando el casco con el puño-. Y alguien encendió esa baliza.

Cynthea aprovechó el momento, cambiando al canal de Glyn.

– ¡Adelante, Glyn, adelante! ¡Nos quedan siete minutos de enlace con el satélite!

– Vamos -dijo Glyn.

Cynthea dio unos golpecitos en la pantalla de la cámara dos con el extremo del lápiz.

– ¡Sí! -gritó Jesse, y alzó el puño para encabezar la marcha.

Los tres camarógrafos cubrieron a los cinco científicos y a los cinco miembros del equipo del programa mientras ascendían la rampa natural de rocas partidas hacia el interior de la grieta.


17.53 horas


Nell recogió de la arena una lata de cerveza Budweiser descolorida por el sol que de alguna manera había conseguido llegar a la playa y la utilizó para bloquear el camino de los bichos blancos.

Una de las criaturas cayó sobre uno de sus lados.

Un disco blanco y ceroso de unos dos centímetros y medio de largo yacía inmóvil en la arena.

Nell apartó la lata de Budweiser y observó con más atención. Del borde del disco blanco emergieron unas patas parecidas a las de un ciempiés. Las patas se agitaron y el bicho giró como un frisbee sobre la arena en una maniobra evasiva.

Llegaron entonces más bichos blancos y se congregaron delante de ella. Estaban rodando sobre sus bordes, como si fuesen pilotos de motocrós en monociclos a lo largo del surco. En pocos segundos se reunieron docenas de aquellos extraños bichos. De pronto bascularon en diferentes direcciones. ¿Acaso se estaban preparando para un ataque?

Sin poder salir de su asombro, Nell se puso de pie y retrocedió rápidamente unos pasos. Animales como aquéllos no podían existir, pensó.

Miró a su alrededor en busca del resto del grupo. Se habían marchado.

Corrió en dirección a la grieta mientras gritaba:

– ¡Esperad! ¡Esperad! ¡Esperad!


17.54 horas


Desde la sala de control, Cynthea observó cómo la partida de búsqueda se adentraba en el cañón, cuyas paredes curvas estaban oscurecidas por la niebla que flotaba en la parte superior del acantilado. El sol del crepúsculo esculpía luces y sombras a través de las alturas de la grieta mientras el agua corría y goteaba sobre ellos.

Luchando sobre grandes peñascos y subiendo por escaleras naturales formadas por rocas más pequeñas, Glyn empujó a Dawn para que superara un saliente, admirando de paso el tatuaje que asomaba desde la parte de atrás de sus vaqueros de talle bajo.

– ¡Eh, mirad todos! -gritó Jesse-. ¡La grieta de Dawn!

Peach cambió la orientación de las cámaras siguiendo los movimientos del lápiz de Cynthea.

– ¡Éste es un material de primera, jefa!

– Acabamos de salvar «SeaLife», Peach -dijo ella.


20.55, hora oficial de la costa Este


En su pantalla mural Hitachi de 55 pulgadas fina como una oblea, en su oficina ubicada en el centro de Manhattan, Jack Nevins observó cómo Glyn ayudaba a Dawn a superar un gran peñasco apoyando ambas manos en sus nalgas.

– Esto es genial, Fred -dijo Jack en su teléfono móvil.

Fred Huxley observaba la misma escena en su televisor en la oficina contigua, con el móvil en la oreja mientras encendía un Cohiba.

– ¡Esto es oro puro, Jack!

– Tío, creo que esa zorra acaba de salvarnos el culo.

– ¡Podría besarla!

– Yo podría follarla.

– Esa veterana muchacha tiene un endiablado instinto de supervivencia.

– ¡Los números de la próxima semana se dispararán, pequeño Fred!

– ¡Los números de la próxima semana matarán, hermano Jack!


17.57 horas


El grupo de búsqueda se desplegó en un reborde de piedra donde la grieta se ensanchaba. Una exuberante vegetación colgaba de las paredes: unos extraños brotes color púrpura chapoteaban bajo los pies.

La vegetación que cubría las paredes se arqueaba y se entrelazaba hasta formar un túnel en forma de vaso que se extendía hacia la distancia crepuscular, atravesada por los rayos del sol poniente.

– ¡Nell, has dado con la veta madre! -musitó Glyn.

Algunas de las plantas altas y brillantes parecían cactus; otras, corales. La bóveda vegetal temblaba con el follaje sinuoso y de intensos colores que había encima de ella. El aire tenía un olor dulce y penetrante, como a flores y rocío, con una pizca sulfurosa de sentina.

Glyn observó la bóveda de hojas con expresión escéptica. Las gotas de sudor se le metían en los ojos y la sal le escocía al frotárselos. Aún respiraba agitadamente a causa de la ascensión. Lo que deberían ser hojas, pensó, parecían más bien las orejas de hongos multicolores que brotaban de las ramas superiores.

– Esperad un momento -dijo, parpadeando repetidamente con el ojo izquierdo para aclarar la visión.

– Sí, esperad -convino Zero.

Las «plantas» y los «árboles» crecían describiendo formas radiales como el agave, la mandioca y las palmeras, pero con múltiples ramas. Se movían como si las agitara una brisa, pero el aire, denso, permanecía completamente inmóvil.

Un sonido zumbador, agudo, se elevó como un coro de barítonos canturreando a través de silbatos policiales. El túnel verde se volvió ligeramente púrpura y se onduló como si un intenso viento estuviera soplando sobre él.

– ¡Eh! -gritó Jesse, provocando que todo el mundo se sobresaltara-. ¡Esa planta se está moviendo, tío!

El grito proferido por Jesse reverberó a través de las alturas de piedra, y el ruido de los insectos cesó abruptamente. El cañón quedó sumido en un silencio total, excepto por el distante siseo del oleaje más abajo.

La cámara de Zero apenas si consiguió captar una forma borrosa que pasó como una exhalación a través de las ramas que había sobre sus cabezas.

El ruido de los insectos se reanudó, ahora con más fuerza.

Dawn dejó escapar un grito. Unas espinas como dardos, unidas a un árbol por finos cables, habían atravesado su cintura desnuda. Mientras el grupo miraba aterrado, el árbol disparó otras dos espinas al cuello de Dawn.

Los cables transparentes se volvieron rojos, extrayéndole la sangre. Con un movimiento desesperado, Dawn rompió los cables y lanzó un chillido, sangrando a través de los tubos rotos mientras corría hacia los demás.

Glyn percibió que las ramas superiores comenzaban a descender sobre ellos y luego captó algo por el rabillo del ojo: una oleada de formas oscuras que corrían hacia ellos a través del túnel.

Sintió una dolorosa picadura en la pantorrilla y gritó.

– ¡Mierda!

Miró sus piernas blancas y pálidas, expuestas por primera vez en ese viaje por los malditos pantalones cortos L. L. Bean que había accedido a ponerse para el desembarco en la isla. Casi no pudo detectar a su agresor contra la piel pálida. Luego lo descubrió al sentir un segundo y doloroso pinchazo: una araña blanca en forma de disco colgaba de su pantorrilla izquierda.

Alzó la mano para aplastarla cuando cientos de bichos diminutos surgieron del lomo de la araña. Una herida profunda y roja se abrió en la pantorrilla antes de dos segundos, el borde amarillo de la tibia quedó expuesto y más discos blancos se lanzaron hacia la herida.

Antes de que Glyn pudiera gritar, un berrido sibilante llegó directamente hacia él.

Alzó la vista justo en el momento en que un animal del tamaño de un búfalo se lanzaba hacia él a través del túnel.

Zero apartó la cámara mientras Glyn gritaba y la bestia cerraba sus fauces verticales como las de un hipopótamo sobre la cabeza y el pecho del biólogo. Con un crujido agudo, el atacante clavó sus dientes traslúcidos en las costillas de Glyn y arrancó la parte superior del cuerpo del inglés a la altura del plexo solar. La sangre arterial, roja y brillante, del corazón palpitante de Glyn se proyectó violentamente entre los dientes de la bestia, empapando la camisa y la lente de la cámara de Zero.

Zero bajó la cámara y vio un ciclón de animales que chillaban y chasqueaban alrededor de lo que quedaba del cuerpo de Glyn.

El resto del grupo profería gritos de terror mientras eran bombardeados por bichos voladores y más sombras que surgían a través del túnel.

Zero arrojó la cámara hacia los atacantes y varios de ellos giraron y se lanzaron a por ella.

Se deslizó del reborde rocoso tan rápidamente como pudo y se lanzó en zigzag saltando sobre las rocas caídas en la grieta.


17.58 horas


Cynthea, Peach y el mundo entero observaban atónitos las pantallas mientras los tres camarógrafos tomaban panorámicas alocadamente.

– ¡Dios mío! -gritó alguien, y entonces se oyó un espantoso crujido.

Un caos de chillidos saturó los micrófonos mientras las cámaras se sacudían con fuerza y giraban sin sentido.

Una cámara cayó sobre un costado. Un líquido azul y rojo salpicó su lente.

Otra cámara también cayó al suelo y una prenda empapada de sangre bloqueó la visión.

La audiencia que seguía el programa en todo el mundo oyó gritos que surgían de sus pantallas de televisión súbitamente oscurecidas.

Cynthea pinchó la única cámara que quedaba activa justo para ver que algo volaba en dirección a la lente. Luego la cámara cayó y la imagen quedó empañada por un enjambre de siluetas.

– Acabamos de perder la conexión con el satélite, jefa -dijo Peach.

Ciento diez millones de personas en todo el mundo se habían conectado antes de que la señal se desvaneciera.

Cynthea se quedó mirando las pantallas.

– ¡Oh, Dios mío!


20.59, hora oficial de la costa Este


– Estamos jodidos -dijo Jack Nevins.

– Ha estado bien, compañero -repuso Fred Huxley al tiempo que aplastaba su Cohiba.


18.01 horas


Nell saltó por encima de las rocas en dirección a la grieta en el momento en que Zero la abandonaba a toda velocidad. Su camiseta gris estaba manchada con un líquido rojo y azul. No llevaba consigo la cámara y tampoco la mochila con el transmisor.

Nell lo llamó pero Zero aceleró al pasar junto a ella, salvando las piedras con la mirada perdida a veinte kilómetros de distancia y dirigiéndose directamente al agua. Ella lo siguió instintivamente, pero a mitad de camino de la orilla se volvió y miró nuevamente hacia la boca de la grieta en sombras.

Lo que parecía un perro salió de la oscuridad de la fisura.

La criatura parecía estar olfateando el rastro dejado por Zero. Cuando saltó a una piedra bañada por el sol, Nell vio claramente que su pelaje era de un rojo brillante. No era un perro. Su tamaño era al menos el doble del de un tigre de Bengala.

Su cabeza se volvió hacia ella.

Nell retrocedió, dio media vuelta y tropezó en las rocas que rodeaban el velero abandonado.

Divisó la pequeña Zodiac en la playa y echó a correr hacia ella.

Vio que Zero se zambullía en el mar y comenzaba a nadar hacia el Trident.

Finalmente, sus pies entraron en contacto con la arena dura y húmeda y continuó corriendo a toda velocidad. Sin volver la vista atrás, llegó a la Zodiac, la empujó en dirección al agua y se dejó caer de espaldas apoyando los pies en el espejo de popa.

Tiró con fuerza de la cuerda del encendido del motor fuera-borda y dirigió una rápida mirada hacia la playa.

Tres de las criaturas saltaron de las rocas a la arena.

Aparte de su pelaje de rayas, no se parecían en nada a los mamíferos, eran más bien tigres de seis patas cruzados con alguaciles. Con cada impulso de sus patas traseras saltaban una decena de metros sobre la arena.

Nell volvió a tirar de la cuerda de encendido y el motor giró y se puso en marcha.

La Zodiac salvó el rompiente y las tres criaturas retrocedieron ante una imponente ola. Hundiendo sus patas delanteras profundamente en la arena se impulsaron hacia atrás con saltos de varios metros de largo para evitar el agua siseante.

Luego se alzaron sobre sus patas traseras y abrieron sus poderosas fauces verticales, dejando escapar unos penetrantes aullidos que sonaban como alarmas de coches y que rebotaron y se rompieron en mil ecos sobre los acantilados y alrededor de ellos.

Nell vio entonces que las bestias regresaban dando saltos por la playa en dirección a la fisura abierta en la pared de piedra.

Alzó la vista hacia el retorcido acantilado que se inclinaba sobre ella en el cielo y se quedó inmóvil, sin aliento. Se sintió como si fuera pequeña otra vez, paralizada mientras su némesis irrumpía a la luz del día. El rostro de su monstruo apareció en la pared de piedra como si hubiera estado esperándola en mitad de ninguna parte.

La cabeza comenzó a darle vueltas y se le revolvió el estómago. Vomitó por encima de la borda, aferrándose con una mano a la caña del timón.

Mientras jadeaba, se salpicó la cara y se enjuagó la boca con agua salada. Sabía que no había forma alguna de hacer las paces con eso, ninguna manera de reemplazarlo por una flor o una cara bonita. Tenía que luchar contra eso. Tenía que luchar. Lágrimas de furia veteaban sus mejillas mientras dirigía la Zodiac hacia Zero.

Lo llamó. El camarógrafo extendió el brazo y ella lo agarró para izarlo al bote neumático.