"El mundo de Rocannon" - читать интересную книгу автора (Le Guin Ursula K.)IIAl atardecer del segundo día, Rocannon estaba envarado y curtido por el viento, pero había aprendido a permanecer bien sentado sobre la alta montura y a guiar con cierta pericia a la robusta bestia alada de los establos de Hallan. Ahora el encendido aire de la prolongada y lenta puesta de sol le envolvía por entero, luz cristalina y rosácea. Las monturas aladas volaban muy alto para permanecer durante el mayor tiempo posible a la luz del sol, porque, como grandes gatos, buscaban calor. Sobre su negro cazador, Mogien observaba la superficie del terreno, buscando un lugar para acampar, pues no quería que las bestias volaran de noche. Dos hombres normales los seguían, en monturas blancas, de menor tamaño, teñidas con el rojizo resplandor del gran sol poniente de Fomalhaut. — ¡Mira, allá, Señor de las Estrellas! La montura de Rocannon se refrenó bufando, al ver el objeto que Mogien señalara: un pequeño punto negro que se movía mucho más abajo, a través del cielo y por delante de ellos, mientras rasgaba el atardecer silencioso con un débil zumbido. Rocannon indicó con un gesto que debían bajar a tierra en seguida. Cuando estuvieron en el claro del bosque que hablan elegido, Mogien preguntó: — ¿Es una nave como las vuestras, Señor de las Estrellas? — No. Está destinada a viajes dentro de un planeta, es un helicóptero. Sólo pueden haberío traído en una nave mucho más grande que la mía, uno fragata interestelar o un transporte. Han de haber venido muchos y, sin duda, comenzaron a llegar mucho antes que nosotros lo hiciéramos. Pero ¿qué estarán haciendo aquí, con bombarderos y helicópteros?… Pueden disparar desde el cielo a mucha distancia. Debemos tener mucho cuidado con ellos de ahora en adelante, Señor Mogien. — Ese objeto volaba desde los campos de arcilla. Espero que no llegarán antes que nosotros. Rocannon asintió apenas, cargado de ira ante la vista de aquel punto negro en el atardecer, aquel insecto en un mundo no contaminado. Quienesquiera que fuesen los que habían bombardeado una nave de estudio desarmada sin lugar a dudas querían explorar el planeta y apoderarse de él con fines de colonización o bien para utilizarlo como base militar. Con respecto a las formas de vida de elevado cociente de inteligencia del planeta, de las que por lo menos subsistían tres especies, todas de bajo nivel de desarrollo tecnológico, aquellos intrusos adoptarían una actitud de ignorancia, las esclavizarían o bien las aniquilarían, según les pareciese más conveniente. Porque para un pueblo agresivo sólo la tecnología cuenta. «Y tal vez — se dijo Rocannon, mientras observaba cómo los hombres normales desensillaban las cabalgaduras y las dejaban libres para que se entregaras a la caza nocturna — éste es el punto débil que posee la Liga. Sólo la tecnología cuenta.» En el siglo anterior las dos misiones que llegaran al planeta habían comenzado por llevar a una de las especies hacia una tecnología preatómica, aun antes de haber explorado otros continentes o de haber establecido contacto con todas las especies inteligentes. El había considerado que aquello era un error y, por fin, había logrado organizar su propio viaje de estudio etnográfico, para aprender algo acerca del planeta. Pero no se había autoengañado: su trabajo podría servir exclusivamente como base informativa para estimular un desarrollo tecnológico en la especie más apta o en la cultura más prometedora. Así era como la Liga Mundial se preparaba a enfrentarse con su enemigo fundamental. Un centenar de mundos habían recibido entrenamiento y armas, un millar más recibía información sobre la utilización del acero, de la rueda, de la tracción y de la reacción. Pero Rocannon, el etnólogo, cuyo oficio era aprender, no enseñar, que había vivido en varios planetas subdesarrollados, dudaba de la sabiduría de jugarlo todo a la carta de las armas y de la utilización de las máquinas. Dominada por las agresivas especies humanoides, fabricantes de herramientas, de Centauro, Tierra, y por los Cetios, la Liga había desdeñado ciertas habilidades, poderes reales y potencialidades de la vida inteligente y las había evaluado con un criterio demasiado estrecho. Aquel mundo, que ni siquiera tenía otro nombre más que Fomalhaut II, tal vez nunca habría prestado mucha atención a estos hechos, ya que antes de la llegada de la Liga ninguna de sus especies había avanzado más allá de la palanca y la forja. Otras razas, en otros mundos, podían ser llevadas hacia un desarrollo más rápido, para que sirviesen de ayuda cuando el enemigo extragaláctico volviese por fin, lo cual era inevitable. Pensó en Mogien ofreciéndose a pelear contra una escuadrilla de bombarderos veloces como la luz con las espadas de Hallan. Pero ¿qué ocurriría si los bombarderos lumínicos o incluso los HL fuesen como espadas de bronce, comparados con las armas del Enemigo? ¿Qué ocurriría si las armas del Enemigo fueran mentales? ¿No sería útil aprender algo acerca de los distintos tipos mentales que habían conocido y sobre sus poderes? La política de la Liga era muy limitada; tenía un objetivo demasiado amplio, pero ahora resultaba evidente que había conducido a una rebelión. Si la tormenta que brotara diez años atrás en Faraday había estallado, esto significaría que un mundo joven de la Liga, tras haber adquirido prontamente el conocimiento necesario para la guerra y también las armas, estaba ahora en condiciones de establecer su propio imperio entre las estrellas. Rocannon y Mogien y los dos sirvientes de cabellos oscuros comieron gruesas rebanadas del pan de las cocinas de Hallan, bebieron el amarillo vaskan de una bota de piel y luego se echaron a dormir. En la noche fría una densa llovizna murmuraba entre los árboles. En torno de la diminuta fogata se elevaban los árboles, con sus ramas oscuras cargadas de puntiagudas y negras y abundantes piñas. Rocannon se cubrió hasta la cabeza con la gualdrapa de plumas de su montura y durmió toda la noche entre el susurro de la llovizna. Las bestias regresaron al amanecer; antes de que saliera el sol ya estaban otra vez cabalgando en los aires hacia los descoloridos campos cercanos al golfo en que habitaban los gredosos. A mediodía aterrizaron en una planicie de arcilla; Rocannon y los dos sirvientes, Raho y Yahan, lanzaron una mirada de desesperanza a su alrededor al no advertir signos de vida. Mogien, con la absoluta confianza de los de su casta, dijo: — Ya vendrán. Y llegaron; seis homínidos rechonchos, como los que Rocannon viera años antes en el museo, ninguno sobrepasaba la altura del tórax del etnólogo o la cintura de Mogien. Estaban desnudos, la piel cenicienta, como sus campos arcillosos, un grupo que se confundía con la tierra. Cuando hablaban, no se podía determinar cuál había hecho: parecía que todos utilizaran voz áspera. Telepatía colonial parcial, recordaba haber leído en el Manual, y observó con creciente respeto a los horribles hombrecillos poseedores de tan raro don. Sus robustos compañeros no compartían ese sentimiento; sus rostros estaban ceñudos. — ¿Qué buscan los Angyar y los sirvientes de los Angyar en la tierra de los Señores de la Noche? — dijo uno de los gredosos, o tal vez todos, en la Lengua Común, un dialecto Angyar conocido por todas las especies. — Yo soy el Señor de Hallan — contestó Mogien, que allí parecía un gigante —. Conmigo está Rokanan, amo de las estrellas y de los caminos de la noche, sirviente de la Liga Mundial, huésped y amigo del Pueblo de Hallan. ¡grande es el honor que ha de rendírsele! Conducidnos hasta quienes sean dignos de discutir con nosotros. ¡Hay palabras que deberán ser dichas, porque pronto habrá nieve en la estación cálida, y los vientos soplarán hacia atrás y los árboles crecerán con las raíces hacia arriba y las copas enterradas! «Es un verdadero deleite oír el modo de expresarse de los Angyar — pensó Rocannon —, aunque no sea su tacto lo que más descuella.» Los gredosos mantenían un silencio cargado de dudas. — ¿Es verdad? — todos o uno de ellos preguntó por fin. — ¡Sí, y el mar ha de ser bosque y las piedras se convertirán en dedos! ¡Llevadnos hasta vuestros jefes, que saben lo que es un Señor de las Estrellas, no perdáis tiempo! Otro silencio. De pie entre los pequeños trogloditas, Rocannon experimentaba una desagradable sensación: era como si mariposas nocturna rozaran su cara. Una decisión se había materializado. — Venid — dijeron los gredosos con voz firme, y comenzaron a andar sobre el suelo lodoso. Al cabo de unos instantes de rápida marcha, se agruparon en torno a un punto en la tierra, se inclinaron y, al apartarse del sitio, quedó visible un agujero y una escalera que se hundía en él: la entrada al Dominio de la Noche. En tanto que los hombres normales aguardaban en la superficie junto a las monturas, Mogien y Rocannon bajaron por la escalera hasta un mundo subterráneo de túneles entrecruzados y bifurcados, abiertos en la arcilla y sostenidos con columnas de cemento; todos tenían luz eléctrica y un olor de sudor y comida rancia. Tras ellos, los pies grisáceos desnudos, un par de guardias los encaminó hasta una habitación circular, que semejaba una burbuja en medio de un estrato rocoso; allí los dejaron solos. Hubo una espera; una larga espera. ¿Por qué demonios las primeras expediciones habían elegido aquella raza para la incorporación a la Liga? Rocannon tenía una explicación tal vez poco digna: esos primeros viajes habían partido del frío Centauro, y los exploradores se habrían hundido con júbilo en las cavernas de los Gdemiar, huyendo de la cegadora luz y del calor del gran sol A-3. Para ellos, un pueblo sensible debía vivir bajo la tierra en un mundo como aquél. Para Rocannon, el sol caliente y blanco, las noches brillantes de cuatro lunas, los definidos cambios de estación y los vientos incesantes, el aire rico y la escasa gravedad que permitían la vida de tantas especies aéreas, eran no solo compatibles, sino también motivo de regocijo. Pero, se advirtió a sí mismo, ésta era la razón por la que estaba menos calificado que los centaurianos para juzgar a un pueblo cavernícola. No se podía negar que eran inteligentes. También estaban dotados de telepatía, un poder mucho más extraño y mucho menos comprensible que la electricidad, pero las primeras investigaciones no habían prestado atención a esto. Habían entregado a los Gdemiar un generador, una nave espacial de itinerario fijo, algunos elementos de matemáticas, alguna que otra palmada en la espalda, y los abandonaron a su suerte. ¿Qué habían hecho los hombrecillos a partir de entonces? Y ésa fue la pregunta que planteó entonces a Mogien. El joven jefe, que nunca antes viera nada distinto de una vela o una antorcha resinosa, observó con el más claro desinterés la bombilla eléctrica que pendía sobre su cabeza. — Siempre han sido listos para hacer cosas — contestó con su extraordinaria e ingenua arrogancia. — ¿Han elaborado algún nuevo tipo de cosas en estos últimos tiempos? — Compramos nuestras espadas de acero a los gredosos; ya en tiempos de mi abuelo había entre ellos forjadores que trabajaban el acero. Antes que eso, no sé. Mi pueblo ha vivido largo tiempo con los gredosos, soportando sus excavaciones hechas en los límites mismos de nuestras tierras, intercambiando plata por espadas. Se dice que son ricos, pero el pillaje contra ellos es tabú. Las guerras entre dos estirpes son nefastas, ya lo sabes. Tanto, que cuando mi abuelo Durhal buscó aquí a su mujer, creyendo que ellos la habían raptado, no quebrantó el tabú para forzarlos a hablar. Esta gente no llega a decir mentiras, pero tampoco dice la verdad, si le es posible. No hay afecto de nosotros hacia ellos y ellos no lo tienen hacia nosotros; creo que recuerdan los días pasados, aquellos en que el tabú no existía. No son valientes. Una voz poderosa tronó a espaldas de ambos: — ¡Inclinaos ante la presencia de los Señores de la Noche! Rocannon, mientras giraba, descansó su mano sobre la empuñadura de la pistola láser; Mogien llevó ambas manos a las espadas. Pero Rocannon distinguió el altavoz fijo en la pared curvada y susurró a Mogien: — No respondas. — ¡Hablad, extranjeros en las Cavernas de los Señores de la Noche! El sonido, claro y metálico, era intimidatorio. Pero Mogien se mantuvo erguido, sin pestañear, con las cejas arqueadas en un gesto indolente. Luego dijo: — Ahora que has cabalgado en los aires por tres días, Señor Rokanan, ¿comienzas a degustar el placer que ello encierra? — ¡Hablad y seréis escuchados! — Sí. Y la montura que me ha tocado vuela ligera como el viento del oeste en la estación cálida — repuso Rocannon, recordando un cumplido que oyera durante alguna cena en el Gran Salón. — Es de muy buena raza. — ¡Hablad! ¡Os estamos escuchando! Discutieron acerca de la cría de monturas aladas, en tanto que la pared seguía bramando sus órdenes. De pronto dos gredosos aparecieron en el túnel. Los rostros impasibles emitieron una sola palabra: — Seguidnos. Se encaminaron a través de nuevos laberintos, para llegar a las vías de un diminuto tren eléctrico, que semejaba un juguete gigantesco, pero efectivo; a buena velocidad fueron dejando atrás largos túneles de arcilla hasta arribar a lo que parecía una zona de piedras calizas. La parada final se produjo junto a la entrada de un salón iluminado con riqueza; en el fondo, lejos, tres cavernícolas aguardaban sentados bajo un dosel. En un primer momento — y para su vergüenza como etnólogo —, Rocannon no pudo establecer diferencias entre ellos. Del mismo modo que los chinos parecen todos iguales a los holandeses, o los rusos a los centaurianos… Luego distinguió las características individuales del gredoso sentado en el centro, cuyo rostro estaba bien dibujado, era blanco e irradiaba un aura de poder por debajo de la corona de hierro. — ¿Qué busca el Señor de las Estrellas en las Cavernas de los Poderosos? La formalidad de la Lengua Común se adecuaba con precisión a las necesidades de Rocannon en su respuesta: — He querido llegar como huésped a estas cavernas para conocer los medios de los Señores de la Noche y para ver las maravillas de su artesanía. Espero que mi deseo se cumpla del todo. Porque malos sucesos se avecinan y ahora llego de prisa y por necesidad. Soy uno de los oficiales de la Liga Mundial. Os ruego que me llevéis hasta la nave interestelar que poseéis como prenda de la confianza que la Liga depositó en vosotros. Los tres rostros permanecieron impasibles; la altura del escaño los elevaba hasta el nivel de Rocannon; observados de cerca, sus facciones bastas, sin edad, y sus ojos duros resultaban imponentes. Luego, en forma grotesca, el que se sentaba a la izquierda habló en jerga práctica: — Nave no — dijo. — Hay una nave. Después de un minuto, el mismo repitió, ambiguo: — Nave no. — Hablad en Lengua Común. Os pido ayuda. En este planeta hay un enemigo de la Liga. Este mundo ya no os pertenecerá si toleráis a tal enemigo. — Nave no — repitió el gredoso de la izquierda. Los otros dos parecían estalagmitas. — ¿Deberé, pues, decir a los otros Señores de la Liga de los Gdemiar han traicionado su confianza, que no son dignos de batallar en la inminente guerra? Silencio. — Confianza por ambas partes, o por ninguna — contestó el gredoso con la corona de hierro, hablando Lengua Común. — ¿Pediría vuestra ayuda si no confiara en vosotros? ¿No podríais al menos enviar la nave con un mensaje a Kerguelen? Nadie tendrá que ir y perder todos esos años; el vehículo lo hará automáticamente. Silencio una vez más. — Nave no — repitió el gredoso de la izquierda, con su voz ruda. — Ven, Señor Mogien — dijo Rocannon, y les dio la espalda. — Quienes traicionan a los Señores de las Estrellas — pronunció la voz clara y arrogante de Mogien — traicionan viejos pactos. Desde antiguo fabricáis nuestras espadas, gredosos. Y aún no tienen moho. Se marchó tras Rocannon, siguiendo a los incoloros guías que los condujeron otra vez hasta el tren, a través del laberinto de corredores húmedos e iluminados y, por último, hasta la luz del día. Remontaron el viento, hacia el oeste, abandonando la tierra de los gredosos y descendieron en las márgenes boscosas de un río, para decidir qué harían. Mogien se sentía en falta frente a su huésped. No se había habituado a ver frustrada su generosidad y su autodominio estaba, ahora, un tanto sacudido. — ¡Insectos de las cavernas! — exclamó —. ¡Gusanos cobardes! dicen con franqueza qué han hecho y qué harán. Todas las gentes pequeñas son así, incluso los Fiia. Pero en los Fiia se puede confiar. ¿Crees que los gredosos han entregado la nave al enemigo? — ¿Cómo podemos saberlo? — Solo esto sé: nada darán si antes no reciben el doble de su precio o más aún. Cosas, cosas… en nada piensan si no es en atesorar cosas. ¿Qué ha querido decir el viejo con eso de que la confianza debe estar en ambas partes? — Supongo que ha querido decir que su pueblo piensa que nosotros, los de la Liga, los hemos traicionado. En un principio los hemos estimulado, luego y de pronto, durante cuarenta y cinco años, los hemos abandonado sin enviarles siquiera mensajes, desalentando sus viajes a Kerguelen, diciéndoles que cuidaran como quisiesen de sí mismos. Y esto es obra mía, aunque ellos lo ignoren. Después de todo, ¿por qué tendrían que hacerme un favor? Dudo que ya hayan hablado con el enemigo. Pero daría lo mismo aunque les hubieran vendido la nave. El enemigo puede hacer con ella aún menos de lo que yo haría. Rocannon calló; observaba el río brillante, con aire de abatimiento. — Rokanan — dijo Mogien, que por primera vez le hablaba como a un hombre de su misma casta —, cerca de este bosque viven mis primos de Kyodor, un castillo poderoso, treinta Angyar de dobles espadas y tres aldeas de hombres normales. Nos ayudarán a castigar a los gredosos por su insolencia… — No. — Rocannon habló con voz grave —. Dile a tu gente que vigile, sí, a los gredosos; puede ocurrir que el enemigo los compre. Pero no habrá tabúes quebrantados ni guerras que se entablen por mi responsabilidad. No tendría sentido. En tiempos como los de ahora, Mogien, el destino de un solo hombre carece de importancia. — Si es así — y Mogien alzó su rostro oscuro —, ¿qué es lo importante? — Señores — dijo el joven Yahan —, algo hay allá, entre los árboles. Su mano apuntaba hacia una mancha de color entre las coníferas sombrías. — ¡Fiia! — exclamó Mogien —. Cuida de las monturas. — Las cuatro grandes bestias observaban la otra orilla del río, con las orejas tiesas. — ¡Mogien, Señor de Hallan, marcha por los caminos de los Fiia en son de amistad! — la voz se extendió sobre el ancho, poco profundo y sonoro cauce; de pronto, entre las manchas de luz y sombra que los árboles perfilaban en la otra ribera apareció una figura diminuta. Parecía ejecutar una danza, según que los rayos del sol la iluminasen o no, y era difícil mantener los ojos fijos en ella. Cuando comenzó a moverse, Rocannon pensó que caminaba sobre la superficie del agua, a la que ni siquiera llegaba a agitar lo suficiente como para producir cambios en los reflejos del sol. La bestia rayada se irguió y marchó con paso suave y majestuoso hasta el borde del agua. Cuando el Fian estuvo a su lado, el animal inclinó la cabeza y el hombrecito le acarició las orejas rayadas y peludas. Luego se encaminó hacia ellos. — Salud, Mogien, Heredero de Hallan, el de los cabellos de sol, portador de espada. — La voz era tan fina y dulce como la de un niño, la figura era pequeña y grácil como la de un niño, pero la cara, no —. Salud, huésped de Hallan, Señor de las Estrellas, Vagamundo. — Extrañamente, los ojos claros se posaron por un momento, en forma abierta, sobre Rocannon. — Los Fiia saben todos los nombres y conocen todas las nuevas — dijo Mogien con una sonrisa; pero el Fian no sonrió en respuesta. También para Rocannon, que sólo había hecho visita breve a una de las aldeas de la especie con su equipo de reconocimiento, esto resultó asombroso. — Oh, Señor de las Estrellas — prosiguió las vocecilla dulce y patética —, ¿quién conduce las naves voladoras que vienen y matan? — ¿Matan… a tu gente? — Toda mi aldea — respondió el hombrecito —. Yo estaba con los rebaños, en las colinas. Oí en mi mente que mis iguales me llamaban y bajé; todos estaban entre llamas, ardiendo, gritando. Había dos naves con alas que daban vueltas. Sembraban fuego. Ahora estoy solo y debo hablar en voz alta; en mi mente, donde antes estaba mi pueblo, ahora sólo hay fuego y silencio. ¿Por qué han hecho esto, Señores? Su mirada fue de Rocannon a Mogien. Ambos callaban. El Fian se dobló, como un hombre herido de muerte, se arrodilló en tierra y ocultó la cara. Mogien se irguió junto a él, las manos en las empuñaduras de las espadas, sacudiéndolas con ira. — ¡Ahora juro venganza contra aquellos que han arrasado a los Fiia! Rokanan, ¿cómo ha podido ocurrir esto? Los Fiia carecen de espadas, no poseen riquezas, no tienen enemigos. Mira, este pueblo está muerto, muertos aquellos a quienes él hablaba sin palabras, sus hermanos de sangre. Ningún Fian vive solitario. Este morirá solitario. ¿Por qué han atacado a su pueblo? — Para que se conozca su poder — resonó, áspera, la respuesta de Rocannon —. Llevémosle a Hallan, Mogien. El robusto Señor de Hallan se arrodilló junto a la diminuta figura llorosa: — Fian, amigo de los hombres, cabalga conmigo. No puedo hablarte en la mente, como ha hablado tu pueblo, pero no todo lo que anda por el aire es hueco. Montaron en silencio; el Fian se subió a la elevada montura, delante de Mogien, como si fuera un niño, y las cuatro bestias aladas se remontaron otra vez. Un viento lluvioso favorecía desde el sur la marcha; al día siguiente, avanzada la tarde, entre el batir de alas de su montura, Rocannon divisó la escalinata de mármol en el bosque, el Puente del Precipicio por encima del verde abismo y las torres de Hallan recortándose en la luz del poniente. La gente del castillo, rubios señores y morenos sirvientes, se agrupó en torno a ellos en el patio de las cuadras, con la ansiedad de comunicar las nuevas: había ardido el castillo más cercano hacia el lado del este, Reohan, y todos sus habitantes habían sido asesinados. También en este caso se trataba de dos helicópteros y unos pocos hombres armados con pistolas de rayos láser; guerreros y granjeros de Reohan fueron masacrados sin tener la posibilidad de devolver un solo golpe. Los moradores de Hallan estaban casi enloquecidos de ira y de ansias de venganza, y experimentaron un temor casi reverente al ver al Fian cabalgando junto con el joven señor y enterarse de por qué estaba allí. Muchos de ellos, habitantes de la fortaleza más septentrional de Angien, jamás habían visto un Fian antes, pero conocían a ese pueblo como protagonista de leyendas y detentor de poderes que lo convertía en tabú. Por sangriento que hubiese sido, un ataque a uno de sus castillos les resultaba coherente dentro de su visión guerrera del mundo; pero un ataque contra los Fiia implicaba un sacrilegio. El temor y la ira los poseían. Tarde en la noche, desde su cuarto de la torre, Rocannon oyó el tumulto que subía desde el Gran Salón, donde los Angyar de Hallan juraron, todos, destrucción y extinción para el enemigo en un torrente de metáforas y entre el tronar de las hipérboles. Era una raza jactanciosa, la de los Angyar: vengativos, arrogantes, tozudos, iletrados, carecían de formas de primera persona para la expresión «ser incapaz». No había dioses en sus leyendas, sólo héroes. Entre la barahúnda distante, una voz se hizo oír, para asombro de Rocannon, mientras recorría el dial de su radio. Por fin había hallado la banda en que emitía el enemigo. Una voz farfullaba su mensaje en una lengua que Rocannon no conocía. Habría sido excesiva suerte que el enemigo hablara galáctico; existían cientos de miles de lenguas en los mundos de la Liga, considerando sólo los planetas reconocidos. La voz comenzó a leer una lista de números, que Rocannon comprendió porque estaban dichos en cetio, la lengua de una raza cuyos logros en la investigación matemática habían inducido al uso general de las matemáticas cetias en la Liga, y por lo tanto al uso de los numerales cetios. Escuchó con esforzado atención, pero de nada servía: era una mera lista de números. De pronto la voz cesó y sólo quedó el siseo de la estática. Rocannon observó al diminuto Fian, sentado al otro lado de la habitación, ya que había pedido estar con él; las piernas cruzadas, permanecía en silencio sobre el piso, junto a la ventana. — Ese era el enemigo, Kyo. El rostro del Fian estaba como petrificado. — Kyo — dijo Rocannon, pues era costumbre interpretar a un Fian mediante el nombre Angyar de su aldea, ya que los individuos de la especie podían o no poseer nombres individuales —, Kyo, si quisieras ¿lograrías escuchar con la mente a los enemigos? En las breves notas de una de sus visitas a la aldea Fian, Rocannon había señalado que las especies I-B raras veces contestaban en forma directa a las preguntas directas; y recordaba muy bien la sonriente evasividad de los Fiia. Pero Kyo, desolado como estaba en la extranjera tierra del habla, contestó a lo que Rocannon preguntara: — No, Señor — y su voz era sumisa. — ¿Podrías escuchar con la mente a quienes no son de tu raza, en otras aldeas? — Muy poco. Si viviese entre ellos, quizá… Los Fiia han ido en ocasiones a vivir en otras aldeas, que no eran las suyas. También se dice que los Fiia y los Gdemiar en un tiempo hablaban con la mente, como un solo pueblo, pero de esto hace ya mucho; se dice… — y se detuvo. — Por cierto que tu pueblo y los gredosos constituyen una sola raza, aunque ahora marchen por caminos bien distintos. ¿Qué más, Kyo? — Se dice que muchos años ha, en el sur, en los lugares elevados, en los lugares grises, vivían los que hablaban con la mente con todas las criaturas. Oían todos los pensamientos aquellos Primitivos, los Ancianos… Pero nosotros hemos descendido de las montañas y hemos vivido en valles y cavernas y así olvidamos ese camino más difícil. Rocannon analizó los datos por un Instante. No había montañas en el continente al sur de Hallan. En el momento en que se puso de pie para coger el Manual para el Área Galáctica Ocho, y sus mapas, la radio, que aún siseaba en la misma banda, lo paralizó: una voz llegaba, muy débil, remota, elevándose y cayendo entre las ondulaciones de la estática, pero hablando en lengua galáctica. «Número Seis, adelante. Número Seis, adelante. Aquí Control. Adelante, Número Seis.» Luego de innúmeras repeticiones y pausas, continuó: «Aquí Viernes. No, aquí Viernes… Aquí Control; ¿estáis ahí, Número Seis? Las HL deben llegar mañana y necesito un informe completo sobre las vías muertas y las redes Siete Seis. Dejad el plan escalonado al Destacamento del Este. ¿Me estáis recibiendo, Número Seis? Mañana mantendremos contacto con la Base a través del transmisor instantáneo. Me daréis inmediatamente esa información sobre las vías muertas. Vías muertas Siete Seis. Innecesario…» Una interferencia espacial se tragó la voz por un instante, y cuando desapareció el mensaje sólo era audible fragmentariamente. Diez largos minutos transcurrieron en medio de la descarga estática y el silencio, mezclados con algún que otro trozo de mensaje; luego irrumpió una voz mucho más cercana, hablando con rapidez en la lengua desconocida que ya antes había utilizado. El mensaje proseguía, sin pausas; inmóvil, minuto tras minuto, con la mano aún apoyada sobre su Manual, Rocannon escuchaba. También inmóvil, el Fian permanecía sentado en las sombras, en el otro extremo de la habitación. La voz dijo y repitió un doble par de números; la segunda vez Rocannon logró comprender el vocablo cetio correspondiente a «grados». Cogió su libreta de notas, que estaba abierta, y garabateó los números; por último, y aunque seguía escuchando, abrió el Manual en la Sección de mapas de Fomalhaut II. Los números que había anotado eran 28º 28' y 121º 40'. «Si se tratara de coordenadas de latitud y longitud…» Observó los mapas, marcando por dos veces, con la punta de su lápiz, un lugar en medio del mar abierto. Por último, probando con 121º oeste y 28' norte, apuntó justamente al sur de un cordón montañoso, en el centro del Continente Sudoeste. Su mirada no se apartaba del gráfico. La voz de la radio había callado. — ¿Qué ocurre, Señor de las Estrellas? — Creo que me han dicho dónde están. Quizá. Y que tienen un transmisor instantáneo. — Miró hacia Kyo, sin verlo; luego volvió su vista al mapa —. Si están allí… si no pudiera ir a desbaratarles el juego, si lograra transmitir sólo un mensaje a la Liga desde el transmisor fotófono de ellos, si pudiera… El Continente Sudoeste había sido cartografiado exclusivamente desde el aire y sólo las montañas y los ríos importantes estaban marcados, además de la línea costera: miles de kilómetros de espacio vacío, desconocido. Y un objetivo apenas entrevista. «Pero no puedo quedarme aquí sentado», se dijo Rocannon. Alzó los ojos y allí estaban los ojos claros del hombrecito, sin entender. Rocannon se paseó arriba y abajo por el piso de piedra de la habitación. La radio emitió algunos silbidos, algún susurro. Una cosa había a su favor: sin duda el enemigo no estaría aguardándolo. Pensarían que todo el planeta estaba en sus manos. Pero era la única cosa a su favor. — Utilizaré sus armas contra ellos mismos — determinó —. Creo que intentaré hallarlos. En las tierras del sur… Mi gente ha sido asesinada por esos extranjeros, como la tuya, Kyo. Tú y yo estamos solos, debemos hablar una lengua que no es la nuestra. Tu compañía será motivo de regocijo para mí El etnólogo no supo qué lo había llevado a plantear tal invitación. La sombra de una sonrisa recorrió el rostro del Fian. Elevó sus manecitas, paralelas y separadas. En las paredes, las luces de los candelabros se amortiguaron, fluctuantes y mudadizas. — Se ha dicho que el Vagamundo podrá escoger a sus compañeros — contestó —. Por un tiempo. — ¿El Vagamundo? — preguntó Rocannon, pero no obtuvo respuesta. |
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