"El mundo de Rocannon" - читать интересную книгу автора (Le Guin Ursula K.)

III

La Señora del Castillo cruzó con lentitud el enorme salón, arrastrando el borde de su falda sobre la piedra. Su tez se había oscurecido hasta llegar al negro de un icono; sus hermosos cabellos estaban blancos. Aún era visible la belleza de su figura. Rocannon se inclinó mientras la saludaba según la costumbre de los Angyar:

— Salud, Señora de Hallan, Hija de Durhal, Haldre la Bella.

— Salud, Rokanan, huésped mío — respondió la mujer, mirándolo desde lo alto de su estatura. Como la mayoría de las mujeres y todos los hombres Angyar, Haldre era mucho más alta que él —. Dime por qué vas a ir hacia el sur.

Ella prosiguió su camino lento a través del salón y Rocannon marchó a su lado. Los rodeaban paredes oscuras, oscura piedra, tapices sombríos pendientes de los muros, y la luz fría de la mañana se filtraba a través de las ventanas altas, en oblicuos haces que chocaban con las vigas negras del techo.

— Iré a enfrentar a mi enemigo, Señora.

— ¿Y cuando lo hayas hallado?

— Espero que podré entrar en su… su castillo y utilizar su… emisor de mensajes, para comunicar a la Liga que ellos están aquí, en este mundo. Se ocultan aquí y hay muy pocas probabilidades de que sean hallados: los mundos son tantos como granos hay en la arena de las playas. Pero han de ser hallados. Han hecho mucho daño aquí y lo harán aún mayor en otros mundos.

Haldre asintió por una vez con la cabeza.

— ¿Es verdad que irás casi solo, con muy pocos hombres?

— Sí, Señora. Es un largo viaje y habrá que cruzar el mar. Y la astucia, no la fuerza, es mi única esperanza contra la fuerza de ellos.

— Necesitarás algo más que astucia, Señor de las Estrellas — dijo la anciana. — Bien, enviaré contigo a cuatro normales de absoluta lealtad, si eso te basta, dos bestias de carga y seis ensilladas y una o dos bolsas de plata para el caso de que los bárbaros de tierras extranjeras exijan paga para alojaros a ti y a mi hijo Mogien.

— ¿Vendrá Mogien conmigo? ¡Todos son valiosos presentes, Señora, pero éste es el más valioso!

Lo observó por un minuto con su clara, triste e inexorable mirada.

— Me place que te agrade, Señor de las Estrellas.

Reanudó su lento paso y Rocannon la siguió.

— Mogien desea ir, porque gusta de tu compañía y ama la aventura; y tú, un gran señor en una peligrosa misión, deseas su ayuda. Así es que creo que su camino es seguirte. Pero te lo diré ahora, en esta mañana, en el Gran Salón, para que lo recuerdes y no temas mi reproche si regresas: no creo que él vuelva contigo.

— Pero, Señora, él es el heredero de Hallan.

Avanzaron en silencio por unos momentos; la Señora de Hallan se volvió al llegar a un extremo del salón, bajo unos tapices oscurecidos por el tiempo, donde unos gigantes alados luchaban con hombres de cabellos claros, y habló nuevamente:

— Hallan buscará otros herederos. — Su voz era serena, amarga y fría —. Vosotros, los Señores de las Estrellas, estáis aquí otra vez, trayendo nuevos caminos y nuevas guerras. Reohan es polvo; ¿cuánto podrá durar Hallan? El mundo mismo se ha convertido en un grano de arena en la ribera de la noche. Todas las cosas cambian ahora. Pero aún estoy segura de algo: la oscuridad se cierne sobre mi estirpe. Mi madre, a quien tú has conocido, se perdió en los bosques, llevada por su locura; mi padre ha sido muerto durante la batalla, mi marido ha sido asesinado; y cuando di a luz un hijo, mi espíritu se llenó de pesadumbre, en medio de la alegría, porque se ha previsto que su vida será breve. Esto no es motivo de dolor para él, que es un Angya y porta las dos espadas. Pero mi parte de oscuridad consiste en gobernar sola un dominio que se tambalea, vivir y vivir y sobrevivir a todos ellos…

Hubo otro largo silencio.

— Tal vez necesitarás un tesoro mucho más grande que el que yo pueda darte, para comprar tu vida o tu camino. Toma esto. A ti te lo doy, Rokanan, no a Mogien. No proyectará oscuridad sobre ti. ¿No fue, acaso, tuyo en la ciudad que está al cabo de la noche? Para nosotros sólo ha sido una carga y una sombra. Recíbelo nuevamente, Señor de las Estrellas; utilízalo como rescate o como presente. — Haldre desprendió de su cuello el oro y el azul del collar que costara la vida de su madre y lo depositó en la mano del hombre. Rocannon lo cogió oyendo casi con terror el suave y helado tintineo de los eslabones dorados, y alzó sus ojos hacia el rostro de la anciana, que lo observaba, erguida, sus ojos azules oscurecidos en el aire oscuro y sereno del salón —. Ahora llévate a mi hijo, Señor de las Estrellas, sigue tu camino. Que tu enemigo muera sin hijos.

Antorchas y humo, sombras presurosas en las cuadras del castillo, voces de bestias y de hombres, algarabía y confusión… todo se desvaneció a poco que la rayada montura de Rocannon comenzara a batir sus alas. Ahora Hallan estaba por debajo de ellos, como una débil claridad en medio de las colinas, y no había otro sonido que la fricción del aire por entre las veloces alas de las bestias. Allá abajo, el este estaba pálido y la Gran Estrella ardía como un cristal brillante, anunciando la llegada del sol, aunque aún no se hacía presente el amanecer. El día y la noche, el alba y el anochecer eran majestuosos y lentos en aquel planeta que tardaba treinta horas en completar su rotación. También el correr de las estaciones era calmo; aquélla era el alba del equinoccio de primavera, a la que seguirían cuatrocientos días de primavera y estío.

— Cantarán canciones sobre nosotros en los elevados castillos — dijo Kyo, que montaba a la grupa de Rocannon —. Cantarán cómo el Errante y sus compañeros cabalgaron hacia el sur, a través del cielo, en la oscuridad primaveral… — y rió apenas. Ante ellos las colinas y fértiles planicies de Angien se desplegaban como un paisaje dibujado sobre seda gris, en una claridad creciente que, por último se hizo vivida de colores y sombras con la majestuosa aparición del sol que se elevaba a espaldas de los viajeros.

Sobre el mediodía descansaron por un par de horas junto a un río cuyo curso hacia el sudoeste seguían en busca del mar; al anochecer bajaron a un pequeño castillo, asentado como todas las fortalezas Angyar en la cima de una colina cerca de una vuelta del río. Allí les dio la bienvenida el señor del lugar, junto con los restantes castellanos. Era evidente su curiosidad al ver a un Fian cabalgando sobre una bestia alada, con el Señor de Hallan, cuatro hombres normales y otro que hablaba con extraño acento, vestido como un señor, pero sin espadas y con el rostro blanco de un normal. Sin duda, entre ambas castas, Angyar y Olgyior, había más mezcla que la que la mayoría de los Angyar estaban dispuestos a admitir; era frecuente ver guerreros de piel clara y sirvientes de cabellos rubios; pero aquel Errante era enteramente anómalo. Para evitar que se expandiera el rumor de su presencia en el planeta, Rocannon nada dijo, y su anfitrión no formuló ninguna pregunta al heredero de Hallan; si alguna vez alcanzó a saber quién había sido su extraño visitante, su fuente de información provino de los juglares que, años después, cantaron el hecho.

El día siguiente transcurrió similar al anterior para los siete viajeros: cabalgaron en el viento sobre tierras bellísimas. Pernoctaron en una aldea Olgyior, sobre el río, y en el tercer día arribaron a un país que era nuevo aun para Mogien. El río, girando hacia el sur, dibujaba amplios meandros y curvas cerradas, en tanto que las colinas se perdían en extensas llanuras; muy lejos, el cielo se empalidecía con los brillos de una claridad espejeante. A última hora del día llegaron a un castillo asentado en la soledad de un risco blanquecino, a cuyos pies se extendía la arena gris, salpicada de lagunillas que conducían hasta el mar.

Al desmontar, envarado y lleno de fatiga, con los oídos zumbando por el viento de la marcha, Rocannon pensó que, de todas las vistas por él, aquélla era la plaza Angyar más lamentable; un apiñamiento de chozas, como gallinas mojadas que se refugiaran bajo las alas de una tosca y casi agazapada fortaleza. Hombres normales, pálidos y contrahechos, los espiaron desde lo alto de las callejas escalonadas.

— Parecen haberse alimentado entre los gredosos — dijo Mogien —. Aquí está la entrada, éste es el lugar llamado Tolen, si el viento no nos ha descarriado. ¡Eh! ¡Señores de Tolen, un huésped llama a vuestras puertas!

El castillo permaneció silencioso.

— La puerta de Tolen se balancea con el viento — dijo Kyo, y todos advirtieron que en el portal de bronce y madera cedían los goznes y las hojas batían al impulso del viento marino. Mogien abrió una de las hojas con la punta de su espada. Dentro había oscuridad, un precipitado susurro de alas, olores rancios.

— Los Señores de Tolen no aguardaban visitas — dijo Mogien —. Bien, Yahan, habla con esas pobres gentes y busca un alojamiento para la noche.

El joven sirviente se volvió para interpelar a la gente del pueblo reunida en uno de los extremos del patio exterior del castillo, desde donde hablan atisbado la escena. Uno de ellos tuvo el valor de adelantarse, entre reverencias, caminando de lado como una bestezuela marina, y habló con humildad a Yahan. En parte, Rocannon pudo seguir la conversación en dialecto Olgyior y comprendió que el viejo normal explicaba que la aldea no poseía lugar adecuado para el alojamiento de pedanar, fueran éstos lo que fuesen. Raho, el normal más alto de Hallan, se adelantó hablando con crudeza, pero el anciano sólo respondió con evasivas, reverencias y gruñidos, hasta que, por último, Mogien se acercó al grupo. El código Angyar le prohibía hablar con los siervos de un dominio extranjero, pero desenvainó una de sus espadas, blandiéndola en dirección hacia el frío mar, para luego volverse y señalar las oscuras callejuelas del caserío. Los viajeros avanzaron; las alas plegadas de sus monturas rozaban, a ambos lados, los techos bajos y pajizos.

— Kyo, ¿qué son los pedanar?

El hombrecito sonrió.

— Yahan, ¿qué significa la palabra pedanar?

El joven normal, hermano y cándido, se mostró incómodo.

— Bien, Señor, un pecan es… alguien que camina entre los hombres…

Rocannon asintió con la cabeza; la leve insinuación había despertado un recuerdo. Cuando era un mero estudioso de aquellas especies en vez de su aliado, se habla dedicado a buscar religión entre ellas; pero todas parecían carentes de credo. Sin embargo, eran muy crédulas. Consideraban que los hechizos, maldiciones y poderes extraños eran hechos objetivos, y en su relación con la naturaleza prevalecía un intenso animismo; pero no tenían dioses. Aquella palabra, sin embargo, parecía tener connotaciones sobrenaturales. En aquel momento no pensó que el vocablo había sido aplicado a su persona.

Tomaron como alojamiento tres de las lóbregas casuchas; las bestias aladas, demasiado grandes para entrar en cualquiera de las chozas, quedaron afuera, atadas. Los animales se reunieron en una sola masa que elevaba su ronroneo contra el agudo viento marino. La montura rayada de Rocannon arañó la pared, con un maullido doliente que no cesó hasta que Kyo se le acercó para acariciarle las orejas.

— Pronto estarán aún más inquietas, pobres bestias — dijo Mogien, sentado con Rocannon junto al hogar que caldeaba el ambiente de la choza —. Detestan el agua.

— En Hallan me has dicho que no volarían sobre el agua, y estos aldeanos seguramente no tendrán naves que puedan transportarlas. ¿Cómo cruzaremos el canal?

— ¿Tienes tu dibujo de la tierra? — preguntó Mogien. Los Angyar no poseían mapas, y Mogien estaba fascinado por los mapas de la sección Estudio Geográfico del Manual. Rocannon extrajo el libro de la vieja maleta de piel que había llevado consigo de un mundo a otro, y que contenía el o equipo que llevara a Hallan antes de que la nave espacial fuera bombardeada: el Manual, libretas de anotaciones, un traje y la pistola, botiquín médico, un juego terrestre de ajedrez y un manoseado volumen de poesía hainesa. En un principio había metido el collar con un zafiro entre todas estas cosas, pero durante la noche anterior, preocupado por el valor de la joya, había cosido el zafiro dentro de un saquito de tela y se había puesto al cuello la cadena de oro, entre la camisa y la capa, de modo que fuera tomada por un amuleto y que no pudiera perderse a menos que también se perdiera su cabeza.

Con su largo y recio dedo, Mogien fue siguiendo el contorno de los dos Continentes del Oeste, en la zona en que ambos se enfrentaban: el lejano sur de Angien, con sus dos profundos golfos y un promontorio extenso entre ambos, avanzando hacia el sur, enfrente, al otro lado del canal, el cabo más septentrional del Continente Sudoeste, al que Mogien denominó Fiern.

— Estamos aquí — dijo Rocannon, y colocó una espina del pescado de su cena en la extremidad del promontorio.

— Y aquí, si es que estos patanes que se alimentan de pescado dicen la verdad, está el castillo llamado Plenot — Mogien apuntó con una segunda espina un lugar situado a poco más de un centímetro hacia el este del primero y admiró el conjunto. —. Desde el aire así es como se ve una torre. Cuando regrese a Hallan enviaré a cien hombres con sus monturas para que observen la tierra desde arriba, y a partir de sus dibujos esculpiremos en piedra una gran figura de todo el Angien. Bien, en Plenot habrá naves; tal vez las naves de aquí, de Tolen, junto a las de allá. Hubo una contienda entre estos dos pobres señores y por eso Tolen ahora está llena de viento y noche. Así se lo ha dicho el viejo a Yahan.

— ¿Querrá Plenot prestamos las naves?

— Plenot no nos prestará nada. El Señor de Plenot es un Errante.

Dentro del complejo código de relaciones entre los dominios Angyar, esto significaba que era un señor rechazado por los demás, un fuera de la ley, no ligado por las reglas de hospitalidad, represalia o restitución.

— Sólo tiene dos bestias aladas — continuó Mogien, y comenzó a desceñir su tahalí —. Y, según dicen, su castillo ha sido construido de madera.

A la mañana siguiente, mientras volaban en el viento hacia dicho castillo de madera, un guardia los divisó casi al mismo tiempo que ellos divisaron la torre. Las dos bestias aladas del castillo estuvieron prontamente en el aire, circundando la torre, mientras los arcos asomaban en ventanas y troneras. Era comprensible que un Señor Errante no aguardara amigos. Rocannon comprendió también en ese momento por qué los castillos Angyar estaban abovedados: esto los protegía de cualquier ataque aéreo, aunque los convirtiera en oscuras cavernas por dentro. Plenot era una plaza pequeña, más rústica aún que Tolen, sin aldea de normales a su alrededor, encaramada en un banco de negros pedrejones, sobre el mar. A pesar de todo, por pobre que fuera, la confianza de Mogien en la posibilidad de someter el lugar con sólo seis hombres parecía excesiva. Rocannon. tanteó las correas de su montura y crispó el puño en la larga lanza de combate aéreo que Mogien le asignara, renegando de su suerte y de sí mismo. No era ése el campo propicio para las habilidades de un etnólogo de cuarenta y tres años.

Mogien, adelantándose en su negra bestia, blandió la lanza y profirió su girito de guerra. La montura de Rocannon bajó la cabeza y se precipitó de lleno en el vuelo. Las alas subían y bajaban, enormes; el cuerpo robusto y grácil estaba tenso, estremecido por los poderosos latidos del corazón. A medida que el viento silbaba al pasar, el techo pajizo de la torre de Plenot, rodeada por dos grifos encabritados, parecía adelantarse para el choque final. Rocannon se agazapó sobre el lomo de su montura, con la Ianza presta para el ataque. Una plenitud, un viejo deleite crecía dentro de él, y sintió que subía la risa en su pecho mientras cabalgaba en el viento. Más y más se acercaban la torre oscilante y sus dos guardias alados, y, de pronto, Mogien emitió un alarido penetrante, en falsete, antes de arrojar su lanza cual centella de plata en el aire. El arma alcanzó de lleno el pecho de uno de los caballeros; las correas de la montura se rompieron con la fuerza del impacto y el cuerpo del enemigo describió, sobre la grupa del animal, un arco inacabable, lento, que fue a terminar casi cien metros más abajo en las rompientes que blanqueaban la roca. Mogien dejó de lado a la bestia sin caballero y abrió combate contra el otro guardia, en una pelea cuerpo a cuerpo, intentando asestar un golpe de espada a la de su oponente, que no la utilizaba como arma arrojadiza, sino en amagos de punzadas y quites. Los cuatro normales, montados en sus bestias blancas y grises, rondaban como terribles palomos, listos para brindar ayuda, pero sin intervenir en la pelea de su señor, describiendo círculos lo bastante altos como para que los arqueros no tuviesen ocasión de atravesar la coraza de piel que protegía el vientre de sus monturas. Pero de pronto los cuatro profirieron su alarido de guerra y se mezclaron en la lucha. Por unos momentos sólo hubo una confusión de alas blancas y brillos de acero suspendidos en el aire. De la confusión se desprendió una figura que parecía tratar de asirse en el aire, cambiando de posición y con las extremidades laxas en busca de apoyo; por último, chocó contra el techo del castillo y se deslizó hasta caer al lecho rocoso.

Entonces Rocannon comprendió por qué todos se habían unido a la lucha: el guardia había quebrantado las reglas, hiriendo al animal en lugar del caballero. La montura de Mogien, con una de sus negras alas bañada en roja sangre, se dirigía con esfuerzo, tierra adentro, hacia las dunas. Frente a él los normales perseguían a las dos bestias sin jinete, que seguían girando en torno al castillo, con la esperanza de alcanzar sus establos. Rocannon se encaminó hacia los animales, hacia los techos del castillo. Vio cómo Raho capturaba una bestia con su lazo y, al mismo tiempo, sintió algo punzante en su pierna. Su salto espantó a su excitada montura; ante el duro tirón de riendas, el animal arqueó el lomo, y, por primera vez desde que comenzara a cabalgar, Rocannon se estremeció con sus giros y cabriolas en el aire, siempre por. encima del castillo. Las flechas volaban a su alrededor como una lluvia invertida. Los normales y Mogien, montado en una bestia de amarillos y grandes ojos, pasaron junto a él, entre gritos de guerra y risas. Aquietada, la montura de Rocannon siguió tras los demás.

— ¡Coge esto, Señor de las Estrellas! — gritó

Yahan, y un cometa de negra cola llegó hasta él describiendo un arco. Cogió el objeto con un movimiento instintivo: era una antorcha resinosa, ardiente; luego se unió a los otros que, en vuelos rasantes, circundaban la torre para pegar fuego a sus techos pajizos y pilares de madera.

— Tienes una flecha en tu pierna izquierda — gritó Mogien al pasar junto a Rocannon, que, con una carcajada estrepitosa, lanzó su antorcha hacia una ventana por la que asomaba un arquero —. ¡Buen tiro! — vociferó Mogien, en tanto se dejaba caer a plomo sobre el techo de la torre para retomar altura en medio de una llamarada.

Yahan y Raho estaban de regreso con otro haz de antorchas humeantes, que habían encendido en las dunas, y las arrojaban donde quiera que velan paja o madera. La torre se estaba convirtiendo en una crepitante fuente de chispas; las bestias aladas, con la excitación del continuo tirar de las bridas y con las chispas que rozaban sus pelajes al precipitarse contra la torre, rugían de modo espantoso. La lluvia de flechas había cesado; un hombre apareció, sigiloso, en el patio exterior, llevando en la cabeza lo que parecía un gran cuenco de madera y en la mano algo que Rocannon tomó en un primer momento por un espejo y, luego, advirtió que era un recipiente con agua. Tirando de las riendas de su bestia amarilla, que aún intentaba regresar a su establo, Mogien se precipitó hacia el hombre y lo interpeló:

— ¡Habla pronto! ¡Mis hombres están encendiendo otras antorchas!

— ¿De qué dominio, Señor?

— ¡Hallan!

— ¡El Señor Errante de PIenot solicita con humildad tiempo para apagar los fuegos, Señor de Hallan!

— A cambio de las vidas y los tesoros de los hombres de Tolen, se lo concederé.

— Sea — dijo el hombre, y sin soltar el cuenco de agua volvió al castillo. Los atacantes se plegaron hacia las dunas; desde allí observaron cómo la gente de Plenot organizaba una línea de cubos desde el mar. La torre ardió por entero, pero lograron mantener en pie los muros y el salón. Eran sólo un par de docenas de individuos, incluidas las mujeres. Cuando se hubieron apaciguado las llamas, un grupo se adelantó, marchando sobre las rocas hacia las dunas. Al frente caminaba un hombre alto y delgado, con la tez oscura y los cabellos claros de los Angyar; por detrás avanzaban dos soldados que aún se cubrían con sus yelmos de madera y, por último. seis hombres y mujeres andrajosos de miradas tímidas. El hombre alto elevó en sus manos el cuenco de arcilla lleno de agua.

— Soy Ogoren de Plenot, Señor Errante de este dominio.

— Yo soy Mogien, heredero de Hallan.

— Las vidas de la gente de Tolen son tuyas, Señor. — Señaló con la cabeza hacia el grupo de andrajosos —. No había tesoros en Tolen.

— Habla dos grandes naves, Errante.

— Desde el norte vuela el dragón y todo lo ve — asintió Ogoren con acritud —. Las naves de Tolen son tuyas.

— Y tú tendrás otra vez tus bestias aladas, cuando las naves estén en el muelle de Tolen — dijo Mogien, magnánimo.

— ¿Quién es el otro Señor por el que tengo el honor de haber sido derrotado? — preguntó Ogoren mirando a Rocannon, que llevaba la ropa y la armadura de bronce de un guerrero Angyar, pero no ceñía espadas. También Mogien miró a su amigo, y Rocannon respondió con el primer nombre que le vino a la mente, el nombre con que Kyo lo había llamado: «Olhor» el Vagamundo.

Ogoren lo inspeccionó con ojos curiosos, luego se inclinó ante ambos para decir:

— El cuenco está lleno, Señores.

— Que el agua no se derrame y que el pacto no sea quebrantado.

Ogoren se giró y junto con sus hombres se encaminó hacia su fortaleza humeante, sin dirigir siquiera una mirada a los prisioneros liberados que se habían reunido sobre las dunas. A su vez, Mogien sólo les dijo:

— Llevad a Tolen mi bestia; tiene un ala herida. — Volvió a montar en su cabalgadura amarilla y se alejó de Plenot. Rocannon le seguía observando el triste grupo que iniciaba el retomo a su casa, a su ruinoso dominio.

Al llegar a Tolen su ardor guerrero ya había decaído y el etnólogo volvió a maldecirse a sí mismo. Al desmontar en las dunas había comprobado que una flecha se había clavado en su pantorrilla izquierda; y no sintió dolor hasta que, sin ver que la punta tenía barbas laterales, tiró de ella. Los Angyar no usaban veneno, pero siempre existía el riesgo de una infección. Impresionado por el genuino valor de sus compañeros, había desechado, por vergüenza, la idea de vestir su traje protector, casi invisible, durante la escaramuza. De modo que, a pesar de tener una armadura capaz de resistir los rayos láser, se había arriesgado a morir en aquella maldita contienda por la herida de una flecha de punta de bronce. Y se había empeñado en salvar un planeta, cuando ni siquiera era capaz de mantener indemne su propio pellejo.

El más anciano de los normales de Hallan, un hombrecito rechoncho llamado Iot, se le acercó y casi sin palabras, gentilmente, curó, lavó y vendó la herida de Rocannon. Luego apareció Mogien, vestido aún con sus ropas de batalla, una cabeza más alto por la cresta de su yelmo y más anchas sus espaldas debido a las hombreras tiesas que, como alas, daban forma a su capa.

Detrás de él marchaba Kyo, silencioso como un niño entre guerreros de duros rostros. Por detrás surgieron Yahan y Raho, y el joven Bien; la choza se llenó de crujidos cuando todos se acuclillaron en tomo al fuego. Y llenó siete copas de bordes de plata que Mogien, con expresión grave, hizo circular entre todos. Bebieron. Rocannon comenzaba a sentirse mejor. Mogien se interesó por su herida y Rocannon se sintió muchísimo mejor. Bebieron más vaskan, mientras los rostros asustados y admirativos de los aldeanos les observaban, subrepticios, desde el crepúsculo exterior. Rocannon se sentía benevolente y heroico. Comieron y bebieron aún más; luego, en la cabaña sin aire, olorosa de humo y fritura de pescado y grasa de los arneses y sudor, Yahan se puso de pie con una lira de bronce y cuerdas de plata y cantó. Cantó a Durhal de Hallan, que libertara a los prisioneros de Korhalt, en los días del Señor Rojo, junto a los fangales de Bom; y cuando hubo celebrado el linaje de cada guerrero de aquella pelea y cada golpe asestado en ella, cantó la liberación de la gente de Tolen y el incendio de la Torre de Plenot, y la antorcha del Vagamundo, llameante entre una lluvia de flechas, y el golpe poderoso de Mogien, heredero de Hallan, el vuelo de la lanza en el viento hasta alcanzar su blanco, tal como la lanza infalible de Hendin, en los viejos tiempos. Rocannon permanecía sentado, ebrio y feliz, siguiendo el curso del canto mientras su mente captaba su total entrega, la alianza que su sangre vertida había sellado con aquel mundo al que llegara como extranjero, a través de los abismos de la noche. A su lado intuía la presencia del diminuto Fian, sonriente, ajeno, ecuánime.