"El mundo de Rocannon" - читать интересную книгу автора (Le Guin Ursula K.)IVEl mar se dilataba en olas hinchadas bajo una densa llovizna. No había ya colores en el mundo. Dos bestias aladas, con las alas atadas y encadenadas en la popa de la embarcación, se lamentaban bramando; por encima de las olas, a través de la lluvia y la niebla llegaba un eco doliente desde la otra embarcación. Habían pasado muchos días en Tolen, aguardando que la herida de Rocannon sanara y que la bestia negra pudiera volar otra vez. Aun cuando éstas eran poderosas razones para aguardar, la verdad era que Mogien no se decidía a partir, a el mar que debían atravesar. Se había perdido entre la arena gris, entre las charcas de Tolen, solo, quizá luchando contra la premonición que su madre tuviera en Hallan. Todo lo que logró decir a Rocannon fue que el sonido y el aspecto del mar apesadumbraban su corazón. Cuando la bestia negra estuvo curada, de pronto, decidió enviarla de regreso a Hallan, al cuidado de Bien, como si quisiera salvar del peligro un objeto valioso. También habían acordado dejar las dos monturas de recambio y la mayor parte de su carga al anciano Señor de Tolen y a sus sobrinos, que se afanaban por restaurar su arrasado castillo. De modo que ahora, en las dos embarcaciones con cabezas de dragón en la proa, en medio del mar y la lluvia, se hallaban sólo seis viajeros y cinco bestias, todos mojados y, los más, quejumbrosos. Dos hoscos pescadores de Tolen gobernaban las embarcaciones. Yahan trataba de reconfortar a las bestias encadenadas con un largo y monótono lamento por un señor muerto tiempo atrás; Rocannon y el Fian, envueltos en sus capas, cubiertas las cabezas con capuchas, estaban en la proa. — Kyo, alguna vez me has hablado de montañas en el sur. — Oh, sí — contestó el hombrecito, con una rápida mirada hacia el norte, donde se había perdido la costa de Angien. — ¿Sabes algo acerca del pueblo que habita en la tierra del mar… en Fiern? El Manual no aportaba muchos datos; después de todo había organizado su expedición de estudio para cubrir las grandes lagunas de información del Manual, que, si bien hablaba de cinco formas de vida inteligente, sólo describía tres: los Angyar-Olgyior, los Fiia y los Gdemiar; además señalaba la existencia de una especie no confirmada en el vasto Continente del Este, al otro lado del planeta. Las notas de los geógrafos sobre el Continente Sudoeste se basaban en mera tradición oral: Especies no confirmadas 4: se dice que grandes humanoides habitan amplias ciudades (?). Especies no confirmadas 5: marsupiales alados. En resumen, el libro era tan poco explícito como Kyo; a menudo el Fian parecía creer que Rocannon conocía la respuesta a todas las preguntas que formulaba, como ahora, cuando repuso a la manera de un escolar: — En Fiern viven las Antiguas Razas, ¿no es así? Rocannon hubo de contentarse con una mirada hacia el sur, a través de la bruma que ocultaba aquella tierra enigmática. Las grandes bestias encadenadas seguían bramando y la lluvia se futraba, helada, por el cuello del etnólogo. En cierto momento le pareció oír el zumbido de un helicóptero sobre sus cabezas y se alegró de que la niebla los ocultara; luego se encogió de hombros. ¿Por qué ocultarse? El ejército que utilizaba el planeta como base para su guerra interestelar no habría de temer demasiado a diez hombres y cinco gatos hiperdesarrollados, estremeciéndose entre la lluvia en un par de embarcaciones maltrechas… Navegaban en un incesante alternar de olas y lluvia. Una oscura bruma se elevaba de la superficie del mar. Transcurrió una larga y fría noche. Luego comenzó a crecer una claridad grisácea, que de nuevo hizo visible la niebla, la lluvia y las olas. Al mismo tiempo en las dos embarcaciones, los adustos marineros dieron señales de revivir, timoneando con especial atención, los ojos fijos en el horizonte cerrado. Un escollo emergió junto a las bordas, fragmentario entre las volutas de la bruma. Mientras lo costeaban, su derrotero era seguido desde lo alto por oscuras piedras y árboles achaparrados, batidos por el viento. Yahan habían hecho algunas preguntas a uno de los marineros. — Me ha dicho que atravesaremos la boca de un caudaloso río y que al otro lado está el único lugar adecuado para desembarcar que hallaremos en estas cercanías. En aquel instante desaparecieron las rocas altas en la niebla y una bruma más densa envolvió la embarcación, que crujió ante el embate de una nueva corriente en su quilla. El dragón de la proa se meció antes de girar. El aire estaba blanco y opaco: el agua que golpeaba a borbollones las bordas del bote era turbia y rojiza. Los marineros se gritaron algo entre sí y a los de la otra embarcación. — El río está crecido — indicó Yahan —, están tratando de virar… ¡Teneos fuerte! Rocannon cogió a Kyo del brazo, en tanto que el bote se desviaba, inclinado, y giraba entre corrientes encontradas, ejecutando una loca danza, mientras los marineros luchaban por mantenerlo estabilizado y una ciega niebla ocultaba el agua y las bestias pugnaban por liberar sus alas, bramando aterrorizadas. La cabeza de dragón volvía a enderezar su rumbo cuando una ráfaga de viento, cargada de niebla, embistió a la débil embarcación y la hizo escorar. La borda chocó contra las olas con un golpe seco; una vela, adherida a la superficie líquida, impedía que el casco del bote se enderezara. Roja y tibia, el agua llegó en silencio hasta el rostro de Rocannon, colmó su boca, cubrió sus ojos. Con desesperación el etnólogo se mantuvo asido a lo que tenía entre sus manos e intentó volver a respirar. El brazo de Kyo era lo que sus manos apresaban; ambos se perdieron en el mar salvaje y tibio como la sangre, que los arrolló arrastrándolos lejos del bote escorado. Rocannon gritó y su voz se fue muriendo en el silencio opaco y blanquecino de la bruma. ¿Habría una playa… dónde… a qué distancia? Nadó hacia la borrosa sombra del bote, sosteniendo siempre el brazo de Kyo. — ¡Rokanan! El dragón de proa del otro bote emergió, impertérrito, del blancuzco caos. Mogien estaba en el agua, luchando contra la corriente, y ató una cuerda al pecho de Kyo; Rocannon distinguió, vívida, la cara, las cejas arqueadas, el cabello rubio oscurecido por el agua. Los izaron a bordo, Mogien en último lugar. Yahan y uno de los pescadores de Tolen habían subido antes. El otro marinero y dos bestias se habían ahogado, dentro de la embarcación. Se hallaban lejos, en la bahía, donde las corrientes y los vientos de la boca del río eran más débiles. Sobrecargado de hombres exhaustos y silenciosos, el bote enfiló a través del agua roja y las volutas de niebla. — Rokanan, ¿cómo es posible? ¡No estás mojado! Aturdido aún, Rocannon se miró las ropas empapadas y no comprendió. Kyo, con una sonrisa, tiritando, respondió por él: — El Vagamundo lleva una segunda piel. En ese momento recordó que la noche anterior, para protegerse del frío y la humedad, se había puesto su traje protector, impermeable, dejando descubiertas sólo cabeza y manos. Y aún lo llevaba, y aún estaba en torno a su cuello el Ojo del Mar; pero su radio, sus mapas, su pistola y todos los otros objetos que lo ligaban a su propia civilización habían desaparecido. — Yahan, volverás a Hallan. Amo y sirviente se enfrentaban sobre la playa de la tierra meridional, en medio de la niebla, con las olas lamiéndoles los pies. Yahan no respondió. Eran ahora seis jinetes y tres monturas. Kyo podía cabalgar con un normal y Rocannon con otro, pero Mogien era demasiado robusto para que una bestia soportara su peso y otro más durante varias jornadas; para no abusar de los animales, el tercer normal debía volver con la embarcación a Tolen. Mogien había decidido que fuera Yahan, el más joven. — No te envío de regreso por nada malo que hayas hecho o dejado de hacer. Vete ya… los marineros aguardan. El sirviente no se movió. Detrás de ellos los marineros apagaban el fuego encendido una hora antes. Pálidas chispas volaron entre la niebla. — Señor Mogien Yahan, envía a Iot de regreso. El rostro de Mogien se oscureció y su mano ya se crispaba en la empuñadura de la espada. — ¡Vete, Yahan! — No iré, Señor. La espada silbó al salir de su vaina y Yahan, con un grito de desesperación, esquivó el golpe, giró y se perdió entre la niebla. — Esperad por él un instante más — recomendó Mogien a los marineros, y su rostro estaba impasible —. Luego proseguid vuestro camino. Nosotros hemos de buscar el nuestro, ahora Pequeño Señor, ¿quieres ir sobre mi montura mientras camina? Kyo estaba sentado, tiritando; no había comido ni dicho una palabra desde que llegaran a la costa de Fiern. Mogien lo sentó en la silla de la bestia gris y abrió la, encaminándose a través de la playa hacia tierra firme. Rocannon lo siguió, no sin antes lanzar una mirada hacia la dirección que había tomado Yahan, y luego fijó los ojos en Mogien: un ser extraño, amigo suyo, en un momento capaz de matar a un hombre, con fría cólera, y acto seguido capaz de hablar con simplicidad. Arrogante y leal, despiadado y suave, en sus alternativas inarmónicas Mogien era señorial. El pescador había dicho que existía un caserío al este de la ensenada, de modo que marcharon hacia el este, entre la pálida niebla que los rodeaba como una suave cúpula de ceguera. Con las bestias aladas podrían haberse remontado por encima del manto neblinoso, pero rendidas y ariscas después de dos días de permanecer encadenadas en el bote, no querían volar. Mogien, Iot y Raho las conducían y Rocannon caminaba detrás, mirando de cuando en cuando con la esperanza de ver a Yahan, a quien apreciaba. Aún no se había quitado el traje protector, aunque no llevaba el casco, que lo aislaba por completo del mundo. Pero se sentía incómodo en la niebla enceguecedora, marchando por una playa desconocida, y comenzó a buscar alguna vara o rama que le sirviese de apoyo. Entre los surcos que dejaban las alas de las bestias y una faja de algas y espuma salada ya seca, advirtió una larga estaca de madera blanca; la limpió de arena y se sintió más seguro armado. Al detenerse, sin embargo, había quedado muy atrás; se apresuró a seguir las huellas de sus compañeros a través de la niebla. Una figura surgió a su derecha. En seguida supo que no se trataba de ninguno de sus compañeros y blandió la vara como si fuera una lanza, pero alguien lo aprisionó por la espalda y lo tendió en el suelo. Sintió que algo similar a piel mojada se apretaba contra su boca; luchó por liberarse y su recompensa fue un golpe en la cabeza que le hizo perder el sentido. Al volver en sí, poco a poco y lleno de dolor, estaba echado sobre la arena, de espaldas. Erguidas, dos robustas figuras discutían con encono. Comprendía sólo algunas palabras del dialecto Olgyior que hablaban. «Dejémosle aquí», decía uno, y el otro respondió algo así como «matémosle, es una cosa sin valor». Al oír esas palabras, Rocannon se volvió a un lado y cubrió su cabeza y su cara con la máscara protectora. Uno de los gigantes se inclinó para observarlo y entonces comprobó que era un fornido hombre normal, envuelto en pieles. — Llévaselo a Zgama, tal vez Zgama lo quiera — dijo el otro. Luego de una larga discusión, Rocannon sintió que lo alzaban por los brazos y que lo arrastraban en una carrera despiadada. Intentó resistirse, pero el vértigo le llenaba de bruma el cerebro. Tuvo conciencia de que la niebla se tomaba más espesa, de voces, de un muro de palos y greda, de redes entrelazadas, de una antorcha alumbrando desde una pared. Luego un techo, más voces, la oscuridad. Por fin yacía de cara sobre la piedra, y al recobrar el sentido alzó la cabeza. A su lado ardía una gran lumbre en un hogar del tamaño de una choza. Piernas desnudas y bordes de prendas raídas formaban una valla entre él y el fuego. Alzó la cabeza aún más y vio el rostro de un hombre: un normal, piel blanca, cabello oscuro, tupida barba, cubierto con una piel a listas verdes y negras y con un sombrero de piel. — ¿Quién eres? — preguntó el normal, con ronca voz de bajo, mientras lo observaba. — Yo… demando la hospitalidad de esta casa — dijo Rocannon luego de alzarse sobre sus rodillas. En ese momento no podía incorporarse por completo. — Ya has recibido algo de ella — repuso el barbudo, en tanto que el etnólogo se tanteaba un bulto en el occipucio —. ¿Te apetece más? Las piernas sucias y las ropas andrajosas rebulleron, los ojos oscuros mostraron su expectativa, los rostros blancos sonrieron. Rocannon se apoyó sobre sus pies y se irguió. Aguardó silencioso e inmóvil hasta recuperar el equilibrio y hasta que se debilitara el martilleo de dolor en su nuca. Con un movimiento arrogante de la cabeza, clavó la mirada en los ojos negros y brillantes de su captor. — Tú eres Zgama — le dijo. El barbudo se hizo atrás, asustado. Rocannon, que se había visto en circunstancias semejantes en diversos mundos, sacó el mayor provecho que pudo de la situación. — Yo soy Olhor el Vagamundo. He venido del norte y del mar, de la tierra que está detrás del sol. He venido en paz y he de irme en paz. A través de la Casa de Zgama me dirijo hacia el mar, ¡que ningún hombre me detenga! — ¡Aaaah! — clamaron aquellos hombres de blancos rostros, sin dejar de mirarle. Tampoco él apartó sus ojos del rostro de Zgama. — Yo soy el amo aquí — dijo el fornido normal, cuya voz sonaba consternada —. ¡Nadie atraviesa mi tierra! Rocannon no habló ni pestañeó. Zgama iba comprendiendo que en aquella batalla de miradas llevaba las de perder; todo su pueblo tenía los ojos fijos en el extranjero. — ¡Deja de mirarme! — gritó. Rocannon no se movió; estaba frente a una personalidad batalladora, pero ahora era tarde ya para variar su táctica —. ¡Deja de mirarme! — Zgama otra vez y luego desenvainó la espada, la blandió y con un tremendo golpe intentó seccionar la cabeza del extranjero. Pero la cabeza del extranjero no cayó; sólo se tambaleó, mientras que la espada rebotaba como contra una roca. Todos los que estaban alrededor de la lumbre susurraron un nuevo «aaaah». El prisionero se mantenía firme e inmóvil, con los ojos fijos en Zgama. Zgama dudó; estuvo a punto de contradecirse y permitir que aquel misterioso individuo se marchara. Pero la tozudez de su raza se impuso, más allá de su desconcierto y temor. — ¡Cogedlo! ¡Atadle las manos! — vociferó el normal. Al ver que sus hombres no se movían, él mismo cogió a Rocannon por los hombros y lo hizo girar. Los restantes normales se precipitaron entonces hacia Rocannon, que no opuso resistencia. Su traje lo protegía de elementos exteriores, temperaturas extremas, radiactividad, choques y golpes de moderada velocidad y fuerza, como las balas y los golpes de espada; pero no le permitía liberarse de las manos de diez o quince hombres fornidos. — ¡Ningún hombre ha atravesado la Tierra de Zgama, Amo de la Gran Bahía! — El Olgyior dio rienda suelta a su ira, una vez que sus brazos guerreros hubieron encadenado a Rocannon —. Eres un espía de los cabezas amarillas de Angien. ¡Sé quién eres! Llegas con tu lengua Angyar y tus hechizos y triquiñuelas y tus barcas con cabeza de dragón. ¡No te quiero aquí! Soy el amo de los rebeldes. Deja que los cabezas amarillas y sus parásitos esclavos lleguen aquí… ¡les haremos ver cómo sabe el bronce! ¿Has salido del mar arrastrándote para pedir un puesto junto a mi lumbre? Yo te calentaré, espía. Yo te daré carne cocida. ¡Atadlo a ese poste! Aquel brutal estallido de cólera dio aliento a la gente de Zgama, y muchos se precipitaron para ayudar a atar al extranjero a uno de los pilares del hogar, que sostenía un enorme espetón sobre la lumbre, y para apilar leños alrededor. Entonces se hizo el silencio. Con un par de zancadas, Zgama, sucio e imponente con su atuendo de pieles, se acercó; cogiendo una rama encendida, la agitó frente a los ojos de Rocannon y prendió fuego a la pira. Cundieron las llamas. En pocos segundos las ropas de Rocannon, la oscura capa y la túnica de Hallan, ardieron llameando en tomo a su cabeza frente a sus ojos. — ¡Aaah! — susurraron los presentes una vez más. Pero uno de ellos gritó: — ¡Mirad! — al morir la llama, vieron, entre el humo, que la figura proseguía en pie, inmóvil, mientras lenguas de fuego aún lamían sus pies y sus ojos seguían fijos en Zgama. Sobre el pecho desnudo, pendiente de una cadena de oro, brillaba una enorme piedra, como un ojo abierto. — Pedan, pecan — murmuraron las mujeres, y se refugiaron en los rincones oscuros. Zgama quebró el ensalmo de silencio con su voz tonante: — ¡Arderá! ¡Hacedlo arder! ¡Deho, trae más leños, el espía tarda mucho en quedar asado! — Arrastró a un muchacho hasta el fuego mortecino y le obligó a agregar leños a la pira — ¿No hay nada para comer? ¡Traedme comida, mujeres! Ya ves nuestra hospitalidad, tú, Olhor. ¡Mírame comer! — De una fuente que una mujer le presentaba, arrebató un trozo de carne y se plantó frente a Rocannon desgarrando el trozo a mordiscos, llenándose la barba de grasa. Dos de sus hombres le imitaron; los más se mantenían a buena distancia del hogar; pero Zgama los incitaba a comer, beber y gritar, y algunos jóvenes se animaron mutuamente a acercarse y echar otro leño a la pira en la que el hombre, mudo y sereno, se erguía mientras las llamas serpenteaban en torno a su piel rojiza, de extraño brillo. Fuego y agitación se aplacaron por fin. Hombres y mujeres dormían arrollados en sus pieles, sobre el suelo, en los rincones, sobre las cenizas tibias. Dos hombres montaban guardia, las espadas sobre sus rodillas y los cuencos en la mano. Rocannon cerró los ojos. Con dos dedos abrió la mascarilla de su traje y volvió a respirar aire fresco. La noche se deslizó lenta y el alba surgió indolente. A la luz grisácea, entre la bruma que se colaba por los agujeros de las ventanas, la figura de Zgama apareció deslizándose por el suelo sucio, tropezando con los cuerpos dormidos; sus ojos inspeccionaron al prisionero. La mirada del cautivo era grave y firme, la del captor impotente pero empecinada. — ¡Arde, arde! — gritó Zgama y se alejó. Fuera del rústico salón Rocannon percibía los ronroneos de una bestia alada, uno de aquellos robustos animales domesticados por los Angyar, que tendría, tal vez, las alas recortadas y pastaría en los acantilados. Nadie quedaba en el salón, excepto algunas criaturas y unas pocas mujeres, que se mantuvieron bien lejos del prisionero, incluso cuando llegó la hora de cocer la carne de la cena. Para ese momento Rocannon había estado de pie y atado durante treinta horas, y se sentía dolorido y sediento. Ese era su punto débil: la sed. Podía no comer por largo tiempo y suponía que lograría tolerar las cadenas también, aunque su cabeza ya daba vueltas; pero sin agua no soportaría más que otro de aquellos largos días. Impotente como se hallaba, nada diría a Zgama, no urdiría ningún truco ni soborno que aumentara la obstinación del bárbaro. Esa noche, mientras el fuego danzaba frente a sus ojos y mientras a través de él veía el rostro barbado, blanco y rechoncho de Zgama, continuaba viendo en su mente una cara bien distinta, de cabellos claros y piel oscura: Mogien, a quien había llegado a amar como amigo y, en cierta medida, como hijo. Al tiempo que fuego y noche se extinguían, pensó también en su diminuto amigo, el Fian Kyo, infantil y misterioso, ligado a él por un vínculo que no intentaba comprender; vio a Yahan celebrando a los héroes y a Iot y a Raho refunfuñando y riendo mientras cepillaban a las grandes bestias aladas; vio a Haldre desprendiendo la cadena de oro de su cuello. Nada de su vida anterior volvió a su mente, aun cuando habla vivido muchos años en muchos mundos, había aprendido mucho, había hecho mucho. Todo se había calcinado en el tiempo. Creyó estar en Hallan, junto al muro cubierto con tapices cuyos dibujos presentaban hombres luchando contra gigantes, y que Yahan le ofrecía un cuenco con agua. — Bebe, Señor de las Estrellas. Bebe. Y bebió. |
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