"Los mundos fugitivos" - читать интересную книгу автора (Shaw Bob)

Capítulo 1

El solitario astronauta había caído desde el mismo límite del espacio, atravesando miles de kilómetros de una atmósfera cada vez más densa, en una caída que duró más de un día. En las últimas etapas, el viento empujó su cuerpo, desplazándolo hacia el extremo oeste de la capital. Quizás por inexperiencia, quizás por el ansia de librarse de la presión de la bolsa de descenso, había abierto demasiado pronto el paracaídas. Éste se desplegó a unos quince kilómetros por encima de la superficie planetaria, y como consecuencia fue impulsado por el aire hasta las regiones escasamente pobladas que quedaban al otro lado del río Blanco.

Toller Maraquine II, que llevaba ocho días patrullando por aquella zona, observó con sus potentes prismáticos la mancha de color crema que constituía el paracaídas. Era un objeto indefinido, apenas tan brillante como las estrellas diurnas, aparentemente inmóvil en su sitio, bajo el gran borde curvo del planeta hermano que ocupaba el centro del cielo. El propio desplazamiento de la aeronave de Toller le dificultaba el mantener centrado el paracaídas en su campo de visión; sin embargo pudo distinguir una diminuta figura colgada debajo, sintiendo por ello una creciente ansiedad.

¿Qué información traería el astronauta?

El solo hecho de que la expedición durase más de lo esperado era un buen augurio, en opinión de Toller; en cualquier caso, sería un alivio recoger a aquel hombre y llevarlo hasta Prad.

Patrullar por aquella monótona región, sin nada más que hacer que responder a los amistosos saludos de los campesinos, era tedioso hasta el límite, y Toller estaba deseando volver a la ciudad, en donde al menos podría encontrar una compañía cálida y un vaso de vino decente. Le quedaba también pendiente un asunto sumamente agradable con Hariana, una guapa rubia del Gremio de los Tejedores. La había perseguido apasionadamente durante varios días, y cuando le pareció que ella estaba a punto de entregarse, le enviaron a aquella fastidiosa misión.

El globo navegaba plácidamente gracias a la brisa del este, precisando sólo algún empuje ocasional de los motores de propulsión para secundar a la misma velocidad el movimiento lateral del paracaídas. A pesar de la sombra proporcionada por la elíptica cámara de gas, el calor se hacía cada vez más intenso en la plataforma superior, y Toller sabía que los doce hombres que componían la tripulación estaban tan ansiosos como él de ver terminada la misión. Las camisas color azafrán de los uniformes estaban empapadas de sudor. Su comportamiento era lo más relajado posible dentro de la obligada observancia de la disciplina de a bordo.

Sesenta metros por debajo de la barquilla se deslizaban silenciosamente los campos estriados de la región, formando dibujos en franjas que se extendían hasta el horizonte. Habían transcurrido ya cincuenta años desde la migración a Overland, y los granjeros kolkorroneses tuvieron tiempo de imponer sus diseños al colorido natural del paisaje. En un planeta sin estaciones, las hierbas comestibles y otros vegetales tendían a ser muy variados, siguiendo cada planta su propio ciclo de maduración; pero los campesinos las habían seleccionado cuidadosamente en grupos sincrónicos para obtener las seis cosechas al año tradicionales del Viejo Mundo desde el comienzo de la historia. Cada campo de cereales presentaba sus propias variaciones lineales de color, desde los suaves verdes de los brotes jóvenes hasta el dorado a punto de la cosecha y el marrón negro de la tierra recién arada.

—Hay otra nave más al sur de nosotros, señor —gritó Niskodar, el piloto—. A la misma altitud o un poco más arriba. A unos tres kilómetros.

Toller localizó la nave —una veta oscura en el brumoso horizonte púrpura— y desvió los prismáticos hacia ella. La imagen ampliada mostraba las insignias azules y amarillas del Servicio del Espacio, hecho que causó cierta sorpresa en Toller. En los ocho días anteriores había divisado varias veces la nave, que patrullaba el sector sur adyacente al suyo, pero siempre cada una en el límite de su zona, y los contactos visuales habían sido fugaces. Ahora había penetrado en el territorio asignado a Toller y, según parecía, se acercaba dispuesta a interceptar la caída del paracaidista.

—Coge el luminógrafo —dijo al teniente Feer, que estaba en el puente junto a él—. Envía mis saludos al comandante de esa nave y aconséjale que desvíe su rumbo. Desempeño una misión para la Reina y no toleraré interferencias ni obstrucciones.

—Sí, señor —replicó Feer de inmediato, obviamente complacido de que aquel incidente supusiese una novedad en el antedía.

Abrió una caja y sacó el luminógrafo, que era de los más ligeros, de diseño reciente, con tablillas de espejo plateado en lugar de las convencionales estructuras de vidrio insertadas. Feer apuntó el instrumento, manipuló el disparador y se produjo un ruidoso castañeteo. Durante un minuto no llegó ninguna respuesta; después una diminuta luz comenzó a parpadear rápidamente en la nave distante.

Buen antedía, capitán Maraquine, decía el mensaje. La condesa Vantara le devuelve sus saludos. Ha decidido tomar personalmente el mando de esta misión; en consecuencia se le ordena que vuelva a Prad de inmediato.

Toller se tragó las maldiciones de rabia que le inspiró aquel mensaje. No conocía personalmente a la condesa Vantara, pero sabía que además de ostentar el rango de capitán del Espacio, era nieta de la Reina, y que habitualmente utilizaba su parentesco real para abusar de su autoridad. Otros comandantes enfrentados a una situación similar se habrían retirado, quizás tras una protesta simbólica, por temor a perjudicar sus carreras; pero Toller era por naturaleza incapaz de aceptar lo que para él constituía un insulto. Su mano se fue instintivamente a la empuñadura de la espada que en otra época había pertenecido a su abuelo, y miró con el ceño fruncido hacia la nave intrusa, mientras pensaba una respuesta para el imperioso mensaje de la condesa.

—Señor, ¿desea reconocer el mensaje?

Las maneras del teniente Feer eran absolutamente correctas, pero un cierto brillo en sus ojos demostró que disfrutaba viendo a Toller enfrentado a una peligrosa decisión. Aunque su rango era inferior, en edad le superaba, y suscribía con casi total convencimiento la opinión general de que Toller había logrado prematuramente su puesto de capitán merced a la influencia de su familia. Era evidente que la perspectiva de presenciar un duelo entre dos privilegiados tenía un fuerte atractivo para él.

—Desde luego que deseo reconocerlo —dijo Toller, disimulando su irritación—. ¿Cuál es el apellido de esa mujer?

—Dervonai, señor.

—Muy bien. Olvida ese tratamiento afectado de condesa, y dirígete a ella como capitán Dervonai. Dile: tenemos en cuenta su amable ofrecimiento de apoyo, pero en este caso la presencia de otra nave sería probablemente un estorbo más que una ayuda. Continúe con su misión y no me impida la ejecución de las órdenes directas de la Reina.

Una expresión de satisfacción apareció en el rostro alargado de Feer mientras enviaba las palabras de Toller a la otra nave; no esperaba que se produjese un enfrentamiento directo tan rápidamente. Sólo hubo una breve pausa antes de que llegase la respuesta:

Su muestra de descortesía, por no decir insolencia, es tenida en cuenta, pero me abstendré de informar a mi abuela en caso de que se retire en el acto. Le aconsejo sea prudente.

—¡Zorra arrogante!

Toller arrancó el luminógrafo de las manos de Feer, lo apuntó y manipuló el disparador:

Considero más prudente ser acusado ante su Majestad de descortesía, que por la traición que supondría el que abandonase mi misión. En consecuencia, le recomiendo que vuelva a sus labores.

—¡Sus labores! —el teniente Feer, que pudo leer el mensaje desde el costado, se rió entre dientes cuando Toller le devolvió el luminógrafo—. No creo que a la dama navegante le agrade eso, señor. Me pregunto cuál será su respuesta.

—Ahí la tienes —dijo Toller, habiendo alzado sus prismáticos justo a tiempo para observar la estela que expulsaron los propulsores de la otra nave—. Se retira ofendida de la escena o bien se dirige directamente a nuestro objetivo. Y si lo que he oído sobre la condesa Vantara es cierto… ¡Sí! ¡Se trata de una carrera!

—¿Desea la velocidad máxima?

—¿Qué otra cosa, si no? —dijo Toller—. Y dile a los hombres que se pongan los paracaídas.

Ante la mención de los paracaídas, la expresión divertida de Feer se desvaneció y se transformó en preocupación.

—Señor, no creerá que ella irá a…

—Cualquier cosa puede ocurrir cuando dos naves se disputan una parte del espacio — le interrumpió Toller con un tono jovial en la voz, castigando sutilmente al teniente por la inconveniencia de su actitud—. Una colisión podría producir fácilmente muertes, y preferiría que eso ocurriese en el bando contrario.

—Sí, señor. Enseguida, señor.

Feer se dio vuelta, haciendo ya una señal hacia el operador de los motores, y un momento después los propulsores principales empezaban a rugir al serles aplicada la máxima potencia continua. La proa de la alargada barquilla se elevó, al tiempo que la fuerza propulsora hacía rotar toda la nave sobre su centro de gravedad, pero el timonel corrigió la posición modificando el ángulo de los motores. Pudo hacerlo con una sola mano gracias a una palanca y un retén, ya que los motores eran de los más modernos y ligeros, formados por tubos de metal unidos.

Hasta hacía relativamente poco, cada propulsor utilizaba todo un tronco de árbol de brakka, y en consecuencia era pesado y difícil de manejar. La fuente de energía seguía siendo una mezcla de cristales de halvell y pikon, que a lo largo de la historia habían sido extraídos del suelo por el sistema radicular de los brakkas. Ahora, sin embargo, los cristales se obtenían directamente de la tierra mediante sofisticados métodos químicos que habían sido desarrollados por el padre de Toller, Cassyll Maraquine.

La industria química y la metalurgia eran la base de la inmensa fortuna y poder de la familia Maraquine, a la vez que la causa de casi todos los problemas personales de Toller con sus padres. Éstos pretendían que Toller se preparase para reemplazar a su padre en las riendas del imperio industrial de la familia, perspectiva que él contemplaba con horror. Su relación con ellos se había hecho aún más tensa desde que entró en el Servicio del Espacio en busca de aventuras y estímulos. Estas dos cosas habían resultado menos satisfactorias de lo que él había esperado, lo cual era una de las razones de su determinación a no ser apartado en este caso concreto…

Volvió su atención al astronauta, que estaba aún a más de un kilómetro de la ondulada superficie de los campos. No tenía ningún sentido correr hacia el lugar estimado de aterrizaje del paracaidista, pero Vantara podría reforzar su posición si afirmaba encontrarse allí antes que él. Toller supuso que ella habría interceptado por casualidad el mensaje del luminógrafo enviado a palacio a primera hora del día, y después habría decidido caprichosamente asumir el mando de esta interesante fase de lo que había sido una tediosa misión.

Estaba considerando la posibilidad de enviar un último mensaje de aviso, cuando advirtió una línea oscura en el oeste del horizonte. Los prismáticos le confirmaron que había una masa de agua bastante grande, y al consultar los mapas descubrió que se trataba del lago Amblaraate. Tenía más de siete kilómetros de ancho, lo que significaba que el astronauta dispondría de muy pocas posibilidades de caer fuera de sus límites; sin embargo, estaba atravesado por una línea de pequeños islotes entre los cuales un paracaidista experimentado podría seleccionar un lugar adecuado para aterrizar.

Toller llamó a Feer para mostrarle el mapa.

—Creo que nos espera un buen entretenimiento —dijo—. Los islotes no parecen demasiado grandes. Si esa semilla voladora logra posarse en uno de ellos, la tarea de elevar de nuevo al astronauta requerirá la habilidad de un experto. Me pregunto si la «dama navegante», como usted la ha llamado, seguirá con ganas de reclamar ese honor.

—Lo importante es que el mensajero y sus despachos sean conducidos a salvo hasta la Reina —replicó Feer—. ¿Tiene alguna importancia quién lo recoja?

Toller le dedicó una amplia sonrisa.

—Oh, sí, teniente: tiene mucha importancia.

Se inclinó sobre la baranda de la barquilla, disfrutando del fresco de la corriente de aire, y observó la otra nave acercarse en su curso convergente. La distancia era aún demasiado grande para que pudiera distinguir con claridad a la tripulación, incluso con los prismáticos; pero sabía por referencia que todas eran mujeres. La misma reina Daseene era quien había insistido en que se permitiese a las mujeres entrar en el Servicio del Espacio. Eso había ocurrido en la situación de emergencia que se había producido veintiséis años atrás, en la época de la amenazadora invasión del Viejo Mundo, pero su existencia se había conservado hasta el presente; sin embargo, por razones prácticas, se había decidido no usar ya tripulaciones mixtas. Toller, que había pasado la mayor parte de su servicio activo en la región más aislada de Overland, no se había encontrado con ninguna de las pocas aeronaves tripuladas por mujeres, y tenía curiosidad por averiguar si el sexo influiría o no en las técnicas de manejo de la nave.

Como había imaginado, las dos embarcaciones llegaron al lago Amblaraate cuando el paracaidista aún estaba bastante alto. Toller calculó cuál de las islas sería el lugar más apropiado para el aterrizaje, ordenó que la nave descendiese unos treinta metros y comenzó a moverse en círculo a velocidad lenta y constante alrededor de una zona triangular de hierba. Para fastidio suyo, Vantara adoptó una táctica similar, situándose en el lado opuesto del círculo. Las dos naves rotaban como unidas a los extremos de una barra invisible, mientras los chorros intermitentes de los propulsores espantaban a las colonias de pájaros que anidaban en la isleta.

—Esto es un estúpido derroche de cristales —gruñó Toller.

—Un derroche escandaloso —asintió Feer, permitiéndose una leve sonrisa al recordar que su comandante era reprimido a menudo por el intendente general porque, debido a su estilo de vuelo impulsivo, gastaba mucho más pikon y halvell que cualquier otro capitán.

—Esa mujer debería aterrizar y…

Toller se interrumpió cuando el paracaidista, habiendo elegido aparentemente el mismo lugar de aterrizaje que los que le esperaban, recogió parte del casquete, incrementando la velocidad de caída y desviando el ángulo de descenso.

—¡Descendamos lo más aprisa posible! —ordenó Toller—. Usad los cuatro cañones de anclaje en el primer contacto; debemos aterrizar en el primer intento.

La sonrisa volvió al rostro de Toller cuando vio que llegaba el momento crucial y su nave se encontraba bien situada al oeste de la isla, de modo que una simple maniobra natural la capacitaría para un aterrizaje con viento en contra. Parecía como si la rueda de la fortuna del aire se hubiera declarado en contra de Vantara… Observó otra vez la nave de la condesa y se sorprendió al ver que ya abandonaba el vuelo e iniciaba un descenso precipitado hacia la isla, obviamente pretendiendo realizar un aterrizaje ilegal a favor del viento.

—Perra… —susurró Toller—. ¡Perra estúpida!

Contemplo con impotencia como la otra nave, que había aumentado su velocidad aprovechando la brisa, atravesaba los niveles inferiores del aire y se dirigía al centro de la isla.

«Demasiado aprisa», pensó. «¡Los anclajes no soportaran la tensión!».

En el momento en que la quilla toco la hierba, a cada lado de la barquilla aparecieron nubes de humo cuando los cañones de anclaje dispararon sus ganchos contra el suelo. La nave se detuvo bruscamente, distorsionándose las cámaras de gas. Durante un momento pareció que Toller iba a equivocarse en su predicción, pero luego las dos cuerdas del lado izquierdo de la barquilla se rompieron con un chasquido. La nave giró y se inclinó, tirando del ancla posterior para arrancarla del suelo, y se habría soltado del todo de no ser porque algún miembro de la tripulación que se encontraba cerca de la única ancla restante comenzó a soltar cuerda a la máxima velocidad posible, aflojando asi la tensión. Contra toda predicción, la cuerda única logro aguantar el esfuerzo sin romperse, y en seguida se hizo imposible para Toller llevar a cabo la maniobra de aterrizaje que pretendía: la aeronave de Vantara, escorándose y bamboleándose, se encontraba justo en medio de su línea de descenso.

—¡Anulad el aterrizaje! —gritó—. ¡Arriba! ¡Arriba!

Los propulsores principales se oyeron inmediatamente y, siguiendo las instrucciones para casos de emergencia, los hombres de la tripulación que no estaban ocupados en algo concreto corrieron hacia la popa para transferir su peso y ayudar a inclinar la proa de la nave hacia arriba. A pesar de la rapidez de las maniobras correctoras, la inercia de las toneladas de gas de la envoltura —que ejercían una resistencia desde arriba— disminuyó en mucho la respuesta de la nave. Durante unos segundos espantosamente largos continuo su descenso, mientras la masa del globo de la dama navegante crecía hasta llenar la panorámica; luego el horizonte comenzó a hundirse con una lentitud desesperante.

Desde su posición en el puente, Toller divisó la figura de largos cabellos de la condesa Vantara, una visión que fue reemplazada por las curvaturas de la otra cámara de gas que se deslizaban rápidamente, tan cerca que pudo distinguir cada una de las costuras de las bandas y las cintas de carga. Contuvo el aliento, deseando que él y su aeronave se elevaran verticalmente, y empezaba a tener esperanzas de que la colisión pudiera evitarse cuando se oyó un fuerte chasquido proveniente de abajo. El sonido —profundo, vibrante, estridente— le informó de que la quilla de su nave estaba desgarrando la cámara de gas de la otra.

Miró hacia popa y vio la nave de Vantara emergiendo por debajo de la suya. Al menos dos costuras habían cedido de la envoltura de lienzo barnizado, permitiendo al gas sustentador escapar a la atmósfera. Afortunadamente, los desgarros —aunque serios— no eran lo suficientemente graves como para causar una catástrofe: la cámara elíptica de gas empezó a deformarse y a arrugarse lentamente, haciendo que la barquilla de abajo bajara suavemente hacia la tierra.

Toller ordenó que su nave reemprendiese el vuelo normal y diese otra vuelta antes de aterrizar. La maniobra les ofreció a él y a su tripulación una excelente oportunidad de observar la nave de la condesa descender hasta el extremo de su correa y, como ignominia final, ser cubierta por la desmoronada cámara de gas. En cuanto quedó claro que nadie iba a morir o siquiera resultar herido, el alivio de la tensión provocó la risa en Toller. Tomando ejemplo de él, Feer y el resto de la tripulación se le unieron, y las risas llegaron a ser casi histéricas cuando el paracaidista —cuya existencia había quedado prácticamente olvidada— apareció en escena descendiendo, hizo un aterrizaje cómicamente torpe y terminó sentado en una zona cenagosa.

—Ya no hay prisa, de modo que quiero un aterrizaje impecable —dijo Toller—. Acercaos lentamente.

De acuerdo con sus instrucciones, la nave descendió en contra de la brisa con un movimiento continuo y se posó sobre la tierra con un estremecimiento apenas perceptible. En cuanto el cañón de anclaje hubo asegurado la aeronave, Toller saltó por encima de la baranda y cayó sobre la hierba.

Algunos miembros de la tripulación de Vantara estaban ya luchando desde debajo de los pliegues de la cámara de aire, pero Toller los ignoró y se encaminó hacia el paracaidista, que ya se había puesto en pie y recogía el desparramado casquete del paracaídas. Alzó la cabeza y saludó al ver a Toller aproximarse. Era un joven delgado de tez blanca que apenas parecía lo bastante mayor como para haber abandonado el hogar familiar, pero así y todo —y Toller se impresionó al pensarlo— había realizado la doble travesía del vacío que mediaba entre los dos mundos hermanos.

—Buen antedía, señor —dijo—. Soy el cabo Steenameert, señor. Traigo un mensaje urgente para su Majestad.

—Ya me lo imaginaba —dijo Toller sonriendo—. Tengo órdenes de transportarlo a Prad sin demora, pero creo que podremos aguardar un momento para que se quite ese traje espacial. No debe ser muy cómodo andar por ahí con el trasero mojado.

Steenameert le devolvió la sonrisa, agradeciendo el modo informal en que Toller había iniciado la relación.

—No ha sido uno de mis mejores aterrizajes.

—Los malos aterrizajes están a la orden del día —dijo Toller, mirando por detrás de Steenameert.

La condesa Vantara se dirigía a grandes pasos hacia él. Era una mujer alta, de pelo negro, cuya figura de altos pechos aún impresionaba más por el hecho de que caminaba airosamente erguida. Tras ella iba una mujer más baja y de constitución más robusta, con un uniforme de teniente y que intentaba afanosamente seguir el paso de su superior. Toller volvió su atención a Steenameert, avivando su admiración el pensar en la magnitud del viaje que el chico había realizado. A pesar de su juventud, Steenameert había visto cosas y participado en experiencias que Toller difícilmente podía imaginar. Le envidiaba, y al mismo tiempo sentía una profunda curiosidad sobre lo que habría descubierto en el viaje a Land, el primero desde la colonización de Overland, que había tenido lugar cincuenta años antes.

—Dígame, cabo —dijo—. ¿Cómo es el Viejo Mundo?

Steenameert le miró titubeante.

—Señor, el despacho es privado para su Majestad…

—¡Qué importa el despacho! De hombre a hombre, ¿qué ha visto allí? ¿Cómo es aquello?

En el rostro de Steenameert apareció una expresión de agradecimiento al tiempo que forcejeaba con su traje espacial, evidenciando claramente la necesidad de contar sus aventuras.

—¡Ciudades vacías! Grandes ciudades, al lado de las cuales Prad no es más que un pueblo. ¡Y todas vacías!

—¿Vacías? Pero… ¿Y los…?

—¡Señor Maraquine! —la condesa Vantara estaba aún a una docena de pasos, pero su voz fue lo suficientemente enérgica como para silenciar a Toller a media frase—. Estando pendiente su despido del Servicio por haber dañado deliberadamente una de las aeronaves de su Majestad, tomaré yo el mando de la suya. ¡Considérese arrestado!

La arrogancia y la injusticia de las palabras de Vantara interrumpieron momentáneamente la respiración de Toller, provocándole una oleada de furia tan intensa, que comprendió que por su bien debía contenerla. Adoptó una de sus más relajadas sonrisas, volviéndose lentamente hacia la condesa, y de inmediato deseó haberla conocido en otras circunstancias. Tenía uno de esos rostros que se caracterizaban por provocar en los hombres una desesperada admiración, y en las mujeres una desesperada envidia. Su cara era ovalada y de ojos grises, y tan perfecta que distinguía a su dueña de entre todas las otras mujeres que Toller había conocido en su vida.

—¿A qué viene esa sonrisa? —preguntó Vantara—. ¿No ha oído lo que he dicho?

Sin intentar excusarse, Toller dijo:

—Déjese de tonterías. ¿Necesita ayuda para reparar su nave?

Vantara dirigió una furibunda mirada a la teniente que acababa de llegar, luego desvió la vista hacia el rostro de Toller.

—Señor Maraquine, me parece que no se da cuenta de la gravedad de su situación. Queda arrestado.

Toller suspiró.

—Escúcheme, capitana. Se ha comportado de un modo muy estúpido, pero afortunadamente no se ha producido ningún daño real y no será necesario que hagamos ningún informe oficial. Sigamos cada uno nuestro camino y olvidemos este triste incidente.

—Eso es lo que le gustaría, ¿no?

—Sería mejor que continuar con esta locura suya.

La mano de Vantara se desplazó hasta la culata de la pistola que llevaba en su cinturón.

—Le repito, señor Maraquine, que está arrestado.

Casi sin poder dar crédito a lo que estaba ocurriendo, Toller asió instintivamente la empuñadura de su espada. La sonrisa de Vantara era terrible y perfecta.

—¿Qué se cree que puede hacer con esa ridicula pieza de museo?

—Ya que lo pregunta, se lo diré —dijo Toller, con un tono ligero y ecuánime—. Antes siquiera de que empuñase su pistola, podría separarle la cabeza del cuerpo, y si su teniente cometiera la tontería de intentar amenazarme sufriría el mismo destino. Incluso si le acompañasen otros dos miembros de su tripulación…, e incluso si lograsen disparar y acertarme con sus balas, aún sería capaz de correr hacia ellos y partirles en dos.

»Espero haberme explicado con claridad antes, capitana Dervonai: cumplo órdenes directas de su Majestad, y si alguien, sea quien fuere, tratara de impedirme que ejecute esas órdenes, su intento terminará en una terrible sangría.

Manteniendo una expresión imperturbable, Toller esperó a ver qué efecto producían sus palabras en Vantara.

El físico que había heredado de su abuelo era un recuerdo viviente de los días en que los militares constituían una casta independiente en Kolkorron. Era mucho más alto que la condesa y pesaba el doble que ella; pero sin embargo no estaba seguro de que las cosas resultaran en su favor. Esa mujer no parecía ser una persona acostumbrada a ser intimidada, cualesquiera que fuesen las circunstancias.

Hubo un tenso momento durante el cual Toller fue extremadamente consciente de que todo su futuro pendía de un hilo… y entonces, inesperadamente, Vantara soltó una complacida carcajada.

—¡Míralo, Jerene! —dijo, dando un codazo a su compañera—. Creo que se lo ha tomado en serio.

La teniente pareció desconcertada por un instante, luego logró esbozar una débil sonrisa.

—Este es un asunto muy serio… —comenzó a protestar él.

—¿Dónde está tu sentido del humor, Toller Maraquine? —le cortó Vantara—. Desde luego… Ahora que lo pienso, siempre te has tomado demasiado en serio a ti mismo.

Toller se quedó perplejo.

—¿Quieres decir que nos hemos visto anteriormente?

Vantara se rió otra vez.

—¿No te acuerdas de que tu padre te llevó a palacio cuando eras pequeño, para la recepción del Día de la Migración? Ya entonces llevabas una espada, tratando de imitar a tu famoso abuelo.

Toller estaba seguro de que le estaba tomando el pelo, pero en prevención de que quizá fuera ésa la forma en que la condesa se retiraría de la pelea sin perder su honor, estaba dispuesto a ser condescendiente. Cualquier cosa sería mejor que seguir con aquel enfrentamiento inútil.

—Confieso que no me acuerdo de ti —dijo—, pero sospecho que es porque tu aspecto ha cambiado mucho más que el mío.

Vantara sacudió la cabeza, rechazando el cumplido implícito.

—No, es simplemente que tienes mala memoria. ¿Qué es tan importante con ese paracaidista por cuya custodia, hace sólo unos minutos, estabas dispuesto a arriesgar la seguridad de las dos naves?

Toller se volvió hacia Steenameert, que había estado escuchando el diálogo con interés.

—Sube a la nave, y que el cocinero te prepare algo de comer. Seguiremos nuestra conversación más cómodamente luego.

Steenameert saludó, recogió su paracaídas y se alejó arrastrándolo.

—Supongo que le habrás preguntado por qué la expedición duró mucho más de lo esperado —dijo Vantara en un tono ligero, como si el enfrentamiento nunca hubiera tenido lugar.

—Sí —Toller no sabía muy bien cómo tratar a la condesa, pero decidió llevar la relación de la forma más informal y amistosa posible—. Dijo que Land estaba vacío. Habló de ciudades vacías.

—¡Vacías! Pero… ¿qué ha sido de los supuestos hombres nuevos?

—La explicación, si es que hay alguna, debe estar en el despacho.

—En ese caso, debo visitar a mi abuela… a su Majestad, lo antes posible —dijo Vantara.

La referencia a su parentesco con la familia real era innecesaria, y Toller lo tomó como una señal de que debía mantener la distancia.

—Yo también debo volver a Prad lo más rápido que pueda —dijo, dando viveza a su tono—. ¿Estás segura de que no requieres ayuda para las reparaciones?

—¡Totalmente! Las costuras estarán arregladas antes de la noche breve; después seguiré mi camino.

—Sólo una cosa más —dijo Toller, cuando Vantara ya se daba la vuelta—. Hablando estrictamente, nuestras naves colisionaron; se supone que tendríamos que cumplimentar un informe del incidente. ¿Qué opinas tú?

Ella lo miró directamente a los ojos.

—Todo ese papeleo es bastante aburrido, ¿no?

Muy aburrido —dijo Toller sonriendo, y después saludó—. Adiós, capitana.

Observó a la condesa y a la oficial subalterna alejarse en dirección a la nave, y luego se volvió y desanduvo sus pasos hacia su propia embarcación. El gran disco del planeta hermano llenaba el cielo, y el oscurecimiento de su parte iluminada le indicó que no quedaba mucho más de una hora para el eclipse diario que llamaban noche breve.

Ahora, después de despedirse, era claramente consciente de hasta qué punto se había dejado manipular por Vantara. Si el culpable de tan increíble comportamiento en el aire y semejante arrogancia en la tierra hubiera sido un hombre, le habría dedicado un ataque verbal tan feroz que fácilmente podría haber provocado un duelo, y muy probablemente se le habría acusado en un informe oficial. En cierto modo, había quedado reducido y aturdido por la increíble perfección física de la condesa, y se había comportado como un influenciable adolescente. Era cierto que en definitiva había vencido a Vantara en el asunto principal…, pero considerando las cosas retrospectivamente, casi creía que se había preocupado más por impresionarla a ella que por llevar a cabo su misión.

Cuando llegó a su nave, había ya un hombre junto a cada una de las cuatro anclas, listos para partir. Subió por los peldaños de un costado de la barquilla y trepó por encima de la baranda; luego se detuvo a contemplar la nave de Vantara. Su tripulación estaba ocupada quitando la cámara de gas y extendiéndola sobre la hierba, bajo la supervisión de ella.

El teniente Feer se acercó a él.

—¿Potencia continua hacia Prad, señor?

«Si alguna vez me casara», pensaba Toller, «tendría que ser con esa mujer».

—Señor, le he preguntado si…

—Desde luego, potencia continua hacia Prad —dijo Toller—. Y trae a Steenameert a mi cabina luego de su refrigerio; quiero hablar con él en privado.

Fue a su cabina en la parte posterior de la plataforma principal y esperó a que el cabo apareciese.


La aeronave parecía viva otra vez: sus tablas y cordajes emitían crujidos ocasionales mientras la estructura se adaptaba a las tensiones de volar contra el viento. Toller estaba sentado ante su escritorio y jugaba distraídamente con los instrumentos de navegación, incapaz de apartar sus pensamientos de la condesa Vantara. ¿Cómo podía haber olvidado que la conoció siendo niño? Recordaba haber sido arrastrado en contra de su voluntad a las ceremonias del Día de la Migración, a la edad en que despreciaba la compañía de las mujeres; pero incluso entonces tendría que haberla distinguido entre el grupo de criaturas anodinas que jugaban en los jardines del palacio…

Sus meditaciones fueron interrumpidas cuando Steenameert llamó a la puerta y entró en el cuartito, limpiándose aún algún resto de comida de la barbilla.

—¿Me ha hecho llamar?

—Sí. Nos interrumpieron en un punto interesante de nuestra charla. Cuéntame algo más sobre las ciudades vacías. ¿No viste ningún ser vivo en ninguna parte?

Steenameert sacudió la cabeza.

—Nada, señor. Montones de esqueletos sí, miles; pero por lo que yo he visto, el hombre nuevo ya no existe. Su propia pestilencia parece haberse vuelto contra él, barriéndolo del planeta.

—¿Hasta dónde viajaste?

—No muy lejos, unos trescientos kilómetros como mucho. Como usted sabe, sólo llevábamos tres naves espaciales, y ninguna con propulsores laterales; dependíamos de los vientos para desplazarnos. Pero para mí fue suficiente, señor. Al cabo de un rato tuve una misteriosa sensación sobre aquel lugar, y supe que no había nadie extraño allí.

»Primero descendimos a sólo unos tres kilómetros de Ro-Atabri, la antigua capital. Estábamos en el centro del antiguo Kolkorron. Si hubiera habido algún ser vivo en Land, es allí donde tendríamos que haberlo encontrado. Lo lógico sería que estuviesen allí… —Steenameert hablaba fervientemente, como si tuviera un interés personal en convencer a Toller de que sus ideas eran ciertas.

—Probablemente tienes razón —dijo Toller—. A menos, desde luego, que algo tenga que ver con los pterthas. Por lo que me han contado, los peores fueron los que infestaron Kolkorron, mientras que el otro lado del globo estaba relativamente libre de ellos.

Steenameert se acaloró aún más.

—El segundo gran descubrimiento que hicimos es que los pterthas de Land son incoloros, igual que los de Overland. Parece que ya han vuelto a su estado neutro, señor. Supongo que el veneno que desarrollaron para usarlo contra los humanos ya cumplió su objetivo, y ahora están en un estado de alerta contra cualquier tipo de criatura que amenace los árboles de brakka.

—Esto es muy interesante —dijo Toller.

Pero a pesar de sus palabras, su atención se alejó cuando la imagen del rostro de la condesa comenzó a dar vueltas ante los ojos de su mente. «Me pregunto cómo podré arreglármelas para volver a verla. Y cuánto tardaré…»

—Yo creo —decía Steenameert— que lo lógico sería organizar una expedición. Muchas naves, bien equipadas y que transportasen colonizadores, para volver a asentarse en el Viejo Mundo, tal como predijo el rey Prad…

Toller había percibido de un modo inconsciente que Steenameert hablaba inusualmente bien para el rango que tenía, y ahora se dio cuenta de que también parecía más culto de lo que podía esperarse. Lo examinó con renovado interés.

—Has estado meditando sobre esto, ¿verdad? —dijo—. ¿Te gustaría volver a Land?

—¡Oh, sí, señor! —el barbilampiño rostro de Steenameert se sonrojó—. Si la reina Daseene decide enviar una flota a Land, estaré entre los primeros en ofrecerme voluntario para el viaje. Y si usted también se sintiese atraído, yo consideraría un honor el estar a su servicio.

Toller consideró la idea, y en su mente se representó la imagen lúgubre de una serie de aeronaves recorriendo los paisajes de ruinas cubiertas de malas hierbas donde yacían millones de esqueletos. La imagen le resultó aún menos atractiva por no haber en ella un lugar para Vantara. Si se fuese a Land, él y ella estarían literalmente en mundos diferentes… Le sorprendió descubrir que ya le hubiera adjudicado un lugar tan importante en el esquema de su vida, y sin apenas justificación, lo cual le demostró hasta qué punto aquella mujer había atravesado sus defensas emocionales.

—No puedo evitar que vuelvas al Viejo Mundo —dijo a Steenameert—. Pero creo que yo tengo aún bastante que hacer en Overland.