"Los mundos fugitivos" - читать интересную книгу автора (Shaw Bob)

Capítulo 2

Lord Cassyll Maraquine respiró profunda y placenteramente al bajar los escalones frontales de su casa, que se hallaba situada al norte de la ciudad de Prad. Había estado lloviendo durante la última parte de la noche, y como consecuencia el aire era fresco y tonificante, lo cual le hizo desear no tener que pasar la mañana en las sofocantes dependencias de la residencia real. El palacio se encontraba a poco más de kilómetro y medio de distancia, visible como un destello de mármol rosado tras los frondosos árboles. Le hubiera gustado hacer el recorrido a pie, pero en aquellos días nunca parecía encontrar tiempo para tales placeres. La reina Daseene se había vuelto muy irritable con la edad, y él no quería arriesgarse a molestarla llegando tarde a su cita.

Fue hasta el carruaje que le esperaba, y saludó con la cabeza al conductor cuando subió. El vehículo partió inmediatamente, tirado por cuatro cuernazules, símbolo de la elevada categoría de Cassyll en Kolkorron. Sólo cinco años atrás estaba prohibido tener un carruaje que requiriese más de un cuernazul, pues los animales eran muy necesarios en el desarrollo de la economía del planeta, e incluso ahora los tiros de cuatro eran algo bastante raro.

El carruaje era un obsequio de la Reina y era lo correcto llevarlo cuando iba a visitarla, aunque su mujer y su hijo se burlasen a veces de él por el creciente relajo de sus costumbres. Siempre se tomaba a bien sus críticas, aunque empezaba a sospechar que realmente se estaba volviendo muy aficionado al lujo y a las comodidades. La inquietud y el deseo de aventura que caracterizaron a su padre parecían haberse saltado una generación para manifestarse en el joven Toller. En numerosas ocasiones había discutido con su hijo debido a su imprudencia y su desfasada costumbre de llevar espada; sin embargo, nunca había presionado demasiado sobre el asunto, porque en un rincón de su mente habitaba la idea de que actuaba movido por los celos, debido a la adoración que Toller profesaba hacia su abuelo muerto.

Al pensar en su hijo, Cassyll recordó que el chico dirigía la aeronave que había llegado el postdía anterior con los informes sobre la expedición a Land. En teoría, el contenido de aquellos despachos era secreto, pero su secretario ya había conseguido pasarle la información de que se había encontrado al Viejo Mundo despoblado, y libre de la especie mortífera de pterthas que había obligado a la humanidad a huir a través del vacío interplanetario.

La reina Daseene había convocado rápidamente a una reunión de consejeros escogidos, y el hecho de que hubiera requerido la presencia de Cassyll era un indicio de la dirección que habían tomado sus pensamientos. Él era un experto en el campo de la industria, y en ese contexto, el concepto conducía inexorablemente a las aeronaves; lo que implicaba que Daseene desearía recolonizar el Viejo Mundo para así convertirse en la primera de los gobernantes de la historia que sentara dominio en los dos planetas.

Cassyll sentía un desagrado instintivo por la idea de conquista, reforzada por el hecho de que su padre había muerto en un intento absolutamente inútil de conquistar Farland, el tercer planeta del sistema local; no obstante, en este caso no podía aplicarse ninguna censura filosófica o humanitaria. Land, el planeta hermano de Overland, pertenecía a su pueblo por derecho, y si no había ninguna población indígena que debiera ser sometida o masacrada, no veía ninguna objeción moral a una segunda migración interplanetaria. Por lo que a él concernía, sus únicas preguntas tendrían que ver con la proporción: ¿cuántas aeronaves querría la reina Daseene, y para cuándo las iba a necesitar?

Toller querrá tomar parte en la expedición, pensó Cassyll. La travesía sin duda conllevará riesgos, pero eso sólo servirá para reforzar su decisión de ir.

El carruaje llegó al río en seguida, y giró hacia el oeste en dirección al puente del Gran Glo, que era el principal acceso para ir al palacio. En los pocos minutos que estuvo en la curva de la avenida, Cassyll vio dos carruajes impulsados por vapor. Ninguno de ellos había sido construido en su fábrica y, una vez más, se sorprendió a sí mismo deseando disponer de más tiempo para dedicarlo a la experimentación de esa forma de transporte. Aún quedaban muchas mejoras por conseguir, especialmente respecto a la transmisión de la energía; pero la administración del imperio industrial Maraquine parecía requerirle todo su tiempo.

Mientras el carruaje cruzaba el recargado puente, el palacio apareció justo al frente: un bloque rectangular, que Daseene había convertido en asimétrico con la reciente construcción de una torre y un ala este en memoria de su marido. Los guardianes de la puerta principal saludaron a Cassyll cuando éste la atravesó. Sólo unos pocos vehículos esperaban a esa hora tan temprana, y en seguida distinguió el coche oficial del Servicio del Espacio que usaba Bartan Drumme, consejero técnico superior del jefe de Defensa Aérea. Para sorpresa suya, vio a Bartan esperando ociosamente junto al coche. Pese a sus cincuenta años, Drumme aún conservaba una figura delgada y fuerte, y sólo una cierta rigidez en el hombro izquierdo —resultado de una vieja herida de guerra— le impedía moverse como un hombre joven. Un soplo de intuición le dijo que Bartan estaba esperándole para verle antes de la reunión oficial.

—¡Buen antedía! —saludó Cassyll al descender de su carruaje—. Ojalá yo tuviera tiempo para haraganear por ahí tomando el fresco.

—¡Cassyll! —Bartan sonrió y se acercó a estrecharle la mano.

Los años apenas habían alterado los juveniles rasgos de su redondo rostro. Su permanente expresión de divertida irreverencia frecuentemente engañaba a la gente cuando apenas lo conocían, haciéndoles creer que era una persona superficial; pero con los años Cassyll había aprendido a respetarlo por su agilidad mental y su resistencia.

—¿Estabas esperándome? —dijo Cassyll.

—¡Exactamente! —replicó Bartan alzando las cejas—. ¿Cómo lo has sabido?

—Disimulabas tan bien como un golfillo paseándose ante la ventana de una panadería. ¿Qué ocurre, Bartan?

—Demos un paseo, hay tiempo antes de la reunión.

Bartan lo condujo a una zona vacía del patio, donde se ocultaron parcialmente tras un macizo de flores de lanza.

Cassyll comenzó bromeando:

—¿Vamos a conspirar contra el trono?

—En cierto sentido, es casi tan serio como eso —dijo Bartan, deteniéndose de golpe—. Cassyll, sabes que mi posición se describe oficialmente como consejero científico del jefe del Servicio del Espacio. Pero también sabes que, por el sólo hecho de que sobreviví a la expedición a Farland, se espera de mí que tenga una especie de lucidez mágica sobre todo lo que ocurre en el espacio, y prevenga a su Majestad de cualquier hecho importante, de cualquier cosa que pudiera constituir una amenaza para el reino…

—De repente me has preocupado —dijo Cassyll—. ¿Tiene esto algo que ver con Land?

—No, con otro planeta.

—¡Farland! Vamos, di lo que sea. ¡Suéltalo ya! —Cassyll sintió un sudor frío ante el terrible pensamiento que se representó en su cabeza.

Farland era el tercer planeta del sistema local, con una órbita dos veces más lejana del sol que el par Land-Overland, y a lo largo de toda la historia de Kolkorron no había supuesto más que una insignificante mancha verde en medio del esplendoroso cielo nocturno. Pero treinta y seis años atrás, una extraña serie de circunstancias habían conducido a que una nave se aventurase a salir de Overland para atravesar esos millones de kilómetros de vacío hostil y llegar hasta aquél remoto planeta. La expedición había sido aciaga —el padre de Cassyll no había sido el único en morir en aquel desapacible y lluvioso mundo—, y sólo tres de sus miembros habían vuelto a casa, con noticias inquietantes.

Farland estaba habitado por una raza de humanoides cuya tecnología era tan avanzada que les capacitaba para aniquilar a la civilización de Overland de un solo golpe. Desde luego, había sido una suerte para los humanos que los farlandeses fuesen una raza aislada y reconcentrada en ellos mismos, sin ningún interés por lo que hubiera más allá de la permanente nubosidad que cubría su planeta. Esta actitud resultó difícil de comprender para los humanos, siempre codiciosos de nuevos territorios. Incluso cuando los años que transcurrieron después sumaron décadas sin que se hubiera producido ningún signo de agresión del enigmático tercer planeta, el miedo a un repentino ataque devastador proveniente del espacio continuaba acechando en la mente de los overlandeses. Nunca estaba, como Cassyll Maraquine acababa de descubrir, demasiado lejos de la superficie de sus pensamientos…

—¿Farland dices? —Bartan le dirigió una extraña sonrisa—. No, me refiero a otro planeta. Un cuarto planeta.

En el silencio que siguió, Cassyll estudió el rostro de su amigo como si fuera un profundo enigma que tuviera que resolver.

—No será una broma, ¿verdad? ¿Estás diciendo que has descubierto un nuevo planeta?

Bartan asintió con expresión infeliz.

—No lo descubrí yo personalmente. Ni siquiera fue uno de mis técnicos. Fue una mujer quien lo descubrió, una copista de la oficina de registros del embarcadero de cereales.

—Bien, ¿qué importancia tiene quién lo viera primero? —dijo Cassyll—. La cuestión es que es un descubrimiento científico realmente interesante… —se interrumpió al darse cuenta de que aún no le habían contado toda la historia—. ¿Por qué tienes ese aspecto tan triste, amigo?

—Cuando Divare me habló del planeta, me dijo que era de color azul, y eso me hizo pensar que podía estar equivocada. Ya sabes cuántas estrellas azules hay en el cielo: cientos. De modo que le pregunté sobre el tamaño de telescopio que haría falta para verlo bien, y ella me dijo que con uno pequeño bastaría. De hecho, dijo que podía verse a simple vista.

»Y tenía razón, Cassyll. Me lo señaló anoche… un planeta azul… fácil de ver sin la ayuda de ningún instrumento óptico… situado bajo, en el oeste, poco después de la puesta del sol.

Cassyll frunció el entrecejo.

—¿Y lo examinaste con un telescopio?

—Sí. Se veía un disco considerable, incluso con un instrumento ordinario. Es un planeta, ella tenía razón.

—Pero… —el desconcierto de Cassyll se hizo mayor— ¿cómo no ha sido advertido antes?

La extraña sonrisa de Bartan volvió.

—La única respuesta que se me ocurre es que antes no estaba allí para que alguien pudiera observarlo.

—Eso contradice todo lo que sabemos de astronomía, ¿no es verdad? He oído que de vez en cuando aparecen estrellas nuevas, incluso aunque no permanezcan demasiado tiempo en su lugar, pero ¿cómo puede materializarse así un planeta en el cielo?

—La reina Daseene va a hacerme sin duda esa misma pregunta —dijo Bartan—. También me preguntará cuánto tiempo lleva ahí, y yo tendré que decirle que no lo sé; y después me preguntará sobre qué debemos hacer al respecto, y tendré que decirle que tampoco lo sé; y después comenzará a preguntarse de qué le sirve un consejero científico que no sabe nada…

—Me parece que te preocupas más de la cuenta —dijo Gassyll—. Es bastante probable que la Reina considere esto como un interesante fenómeno astronómico, pero sin más importancia. ¿Qué te hace creer que ese planeta puede representar una amenaza?

Bartan parpadeó varias veces.

—Es una sensación que tengo. Un instinto. No me digas que no te inquieta una cosa semejante.

—Me interesa enormemente, y quiero que esta noche me enseñes el planeta, pero ¿por qué iba a sentirme alarmado?

—Porque… —Bartan levantó la vista al cielo, como buscando inspiración—. Cassyll, no es normal… No es natural… es un presagio. Algo va a pasar.

Cassyll empezó a reírse.

—¡Pero si tú eres la persona menos supersticiosa que conozco! Y ahora hablas como si ese planeta errante hubiera aparecido en el firmamento con el único propósito de perseguirte.

—Bueno… —Bartan esbozó una sonrisa reticente, recuperando su apariencia juvenil—. Quizás tengas razón. Supongo que debí de haber acudido a ti inmediatamente. Hasta que Berise murió, no me he dado cuenta de lo que dependía de ella para conservar el equilibrio.

Cassyll asintió comprensivamente, como siempre encontrando difícil de aceptar que Berise Drumme llevara cuatro años muerta. La joven morena, vivaracha, indómita, daba la impresión de que iba a vivir eternamente; pero había sido fulminada en pocas horas por una de esas misteriosas enfermedades de origen desconocido que hacían tomar conciencia a los practicantes de la medicina de lo poco que sabían.

—Fue un duro golpe para todos… —dijo Cassyll—. ¿Acaso has vuelto a beber?

—Sí —Bartan detectó preocupación en los ojos de Cassyll y le tocó el brazo—. Pero no como en la época en que conocí a tu padre; no traicionaría a Berise de ese modo. Ahora, con uno o dos vasos de licor de bayas por la noche tengo bastante.

—Ven a mi casa esta noche y tráete un buen telescopio. Tomaremos una taza de algo caliente y echaremos un vistazo… Mira, hay otro trabajo para ti: necesitaremos un nombre para ese misterioso planeta.

Cassyll dio una palmada en la espalda a su amigo y señaló con la cabeza hacia el arco de entrada del palacio, indicando que ya era hora de que acudiesen a la reunión con la Reina.


Una vez dentro del sombrío edificio fueron directamente a la cámara de audiencias, atravesando pasillos casi vacíos. En los tiempos del rey Chakkell el palacio era además la sede del gobierno, y estaba por lo general atestado de oficiales; pero la política de Daseene había sido dispersar la administración general en edificios independientes y usar el palacio exclusivamente como residencia particular. Sólo asuntos tales como la defensa aérea —por la que se tomaba un interés especial— eran considerados lo bastante importantes como para merecer su atención personal.

A la puerta de la cámara se encontraban dos ostiarios, sudando bajo el peso de las tradicionales armaduras de brakka. Reconocieron a los dos hombres, y les permitieron la entrada sin demora. El aire de la sala estaba tan caliente que Cassyll se sofocó inmediatamente. En su vejez, la reina Daseene se quejaba continuamente de tener frío, y las habitaciones que ocupaba debían mantenerse a una temperatura que casi todos los demás encontraban insoportable.

La única persona en la sala era Lord Sectar, el canciller fiscal, cuyo trabajo era controlar los gastos de estado. Su presencia era otro indicio de que la reina trazaba planes para recuperar el Viejo Mundo. Era un hombre grande y con una gran panza, de unos sesenta años, con un rostro mofletudo que en condiciones normales ya estaba enrojecido, y que con el excesivo calor de la habitación se había vuelto totalmente encarnado. Saludó con un gesto a los recién llegados, señaló discretamente al suelo y a los tubos calefactores escondidos, alzó los ojos para expresar consternación, se secó el sudor de la frente y fue a colocarse junto a la ventana parcialmente abierta.

Cassyll respondió a la muda explicación con un exagerado encogimiento de hombros que expresaba su impotencia, y se sentó en uno de los bancos curvos encarados hacia la silla real de alto respaldo. Inmediatamente volvió a sus pensamientos el misterioso planeta azul de Bartan. Se le ocurrió que había asimilado demasiado a la ligera aquel fenómeno. ¿Cómo podía materializarse un mundo así en las regiones cercanas del espacio? Se habían visto aparecer estrellas nuevas en el cielo, y por tanto también podía suponerse que a veces desapareciesen, quizás por alguna explosión, tal vez dejando como restos unos planetas. Cassyll podía imaginarse a esos mundos vagando por la oscuridad del vacío interestelar, pero sin embargo las probabilidades de que entrasen en el sistema planetario parecían insignificantes. Quizás la razón por la que no había sentido el grado esperado de sorpresa era porque en el fondo no se lo había creído. Después de todo, una nube de gas podía tener la apariencia de una roca sólida…

Cuando un guardián abrió la puerta y golpeó el suelo con una vara de punta metálica para anunciar la llegada de la reina, Cassyll se levantó del banco. Daseene entró en la habitación, despidió a las dos damas de compañía que le habían hecho séquito hasta la puerta y se dirigió a su silla. Era delgada y de aspecto frágil, aparentemente cargada por el peso de sus ropas de seda verde, pero había una innegable autoridad en el modo en que indicó a los otros que se sentasen.

—Gracias por haber venido en este antedía —dijo con voz aguda pero firme—. Sé que vuestro tiempo está muy ocupado, así que iré directamente al motivo de esta reunión. Como ya sabréis, he recibido un despacho anticipado de la expedición a Land. Su contenido puede resumirse como sigue…

Daseene describió con detalle los hallazgos de la expedición, sin ningún titubeo ni ayuda de notas. Cuando hubo terminado, examinó al grupo con ojos penetrantes, bajo la cofia adornada de perlas sin la cual nunca aparecía en público. Como ya había ocurrido en otras ocasiones, Cassyll pensó que si hubiera hecho falta, Daseene podría haber tomado las riendas del reino de Kolkorron en cualquier momento del mandato de su marido, y hubiera realizado bien la tarea. Era cuando menos sorprendente que hubiera escogido permanecer en la sombra, excepto en algunos pocos casos en que estaban por medio los derechos de las mujeres del reino.

—Creo que ya habréis adivinado mi propósito al convocaros a esta reunión —siguió, hablando en kolkorronés formal—. Considerando que dentro de tres días tendré un informe completo de los comandantes de la expedición, tal vez califiquéis mis acciones de precipitadas, pero he llegado a una etapa de mi vida en la que detesto perder aunque sólo sea una hora.

»Tengo intención de enviar sin demora una flota a Land. Pretendo restablecer Ro- Atabri como una capital viva antes de que yo muera; en consecuencia necesito decisiones vuestras este mismo antedía. También espero que el trabajo de llevar a la práctica esas decisiones empiece en cuanto pase la noche breve. Así que… ¡manos a la obra, caballeros! Mi primera pregunta es ésta: ¿qué tamaño debe tener la flota? Primero tú, Lord Cassyll. ¿Qué opinas?

Cassyll parpadeó al ponerse en pie. Así era el estilo de gobierno impuesto por el último rey Chakkell al objeto de adaptarse a las necesidades de los pioneros del nuevo mundo; en este momento, Cassyll Maraquine no estaba seguro de que fuese el más apropiado.

—Su Majestad… como súbditos leales, todos compartimos el deseo de recuperar el Viejo Mundo, pero ¿puedo señalar respetuosamente que no estamos en el estado de terrible emergencia que caracterizó a la época de la Migración? De momento no tenemos ninguna prueba de que Land sea habitable para nosotros; por lo tanto, lo más prudente sería secundar la primera expedición con otra de cuerpo principalmente militar, equipado con aeronaves que podrían reensamblarse en Land y utilizarse para sobrevolar y examinar el planeta.

Daseene sacudió la cabeza.

—Eso es demasiado prudente para mí, y no tengo mucho tiempo para la prudencia. Tu padre me habría aconsejado otra cosa.

—Ya no estamos en los tiempos de mi padre —dijo Cassyll, huraño de repente.

—Quizás no o quizás sí, pero seguiré tu consejo sobre las aeronaves. Propongo enviar… cuatro. ¿Qué te parece esa cantidad?

Cassyll hizo una breve reverencia, con cierta ironía.

—Esa cantidad me parece muy bien, su Majestad.

Daseene le sonrió con una mueca torcida, demostrando que no se le había escapado el matiz del comentario; luego se dirigió a Bartan Drumme.

—¿Ves alguna dificultad importante en transportar aeronaves hasta Land a bordo de naves espaciales?

—No, Majestad —dijo Bartan, poniéndose de pie—. Podemos adaptar las barquillas pequeñas de las aeronaves para que sirvan como barquillas de naves espaciales para la travesía. Al llegar a Land, simplemente será cuestión de quitar los globos y reemplazarlos por las cámaras de gas de las aeronaves.

—¡Excelente! Esa es la actitud positiva que me gusta encontrar en mis consejeros — Daseene dedicó una mirada expresiva a Cassyll—. Ahora, milord, ¿con cuántas aeronaves podremos contar para una travesía a iniciar dentro de… digamos, cincuenta días?

Antes de que Cassyll contestara, Bartan tosió y dijo:

—Perdone su Majestad, pero debo informarle de… un nuevo hallazgo…, algo sobre lo que debo llamar su atención en este momento.

—¿Tiene algo que ver con la discusión que tenemos entre manos?

Bartan lanzó a Cassyll una mirada de preocupación.

—Probablemente sí, Majestad.

—En ese caso —dijo Daseene con impaciencia—, será mejor que lo digas, pero de prisa.

—Majestad, eh… se ha descubierto un nuevo planeta en nuestro sistema.

—¿Un nuevo planeta? —Daseene frunció el entrecejo—. ¿De qué está hablando, señor Drumme? No puede haber un nuevo planeta.

—Lo he visto con mis propios ojos, Majestad. Un planeta azul… un cuarto planeta en nuestro sistema.

Bartan, normalmente locuaz, se trababa ahora con las palabras como Cassyll no había visto jamás.

—¿Qué tamaño tiene?

—No podremos determinarlo hasta que no estemos seguros de a qué distancia está.

—Muy bien —Daseene suspiró—. ¿A qué distancia está tu recién nacido planeta?

Bartan parecía profundamente desgraciado.

—No podremos calcularlo hasta que…

—Hasta que sepamos el tamaño —le cortó la reina—. ¡Señor Drumme! Le estamos todos muy agradecidos por su pequeña digresión hacia la ciencia maravillosamente exacta de la astronomía, pero deseo fervientemente que limite sus comentarios al tema que tenemos entre manos. ¿Queda claro?

—Sí, Majestad —farfulló Bartan, hundiéndose en el banco.

—Ahora… —Daseene tiritó de repente, subiéndose las ropas sobre la garganta y observando la habitación—. ¡Aquí hace un frío de muerte! ¿Quién ha abierto la ventana? Cerradla inmediatamente antes de que me hiele.

Lord Sectar, moviendo los labios silenciosamente, se levantó y se acercó a la ventana. Su chaqueta bordada estaba empapada por el sudor, y al volver a su sitio se secó ostentosamente la frente.

—No tienes buen aspecto —le dijo Daseene sucintamente—. Deberías ver a un médico.

Volvió su atención a Cassyll y repitió la pregunta sobre el número de naves que podrían estar disponibles en cincuenta días.

—Veinte —dijo Cassyll en seguida, decidiendo que sería más conveniente ser optimista mientras la Reina estuviese de ese humor.

Como jefe de la Junta de Abastecimientos del Servicio del Espacio, se hallaba en una buena posición como para juzgar la cantidad de naves y el material accesorio que podría prepararse para una travesía interplanetaria, y lo que podría sustraerse del servicio normal. Desde el descubrimiento de que Farland estaba habitado, se había mantenido una serie de estaciones defensivas en la zona media de ingravidez entre los dos planetas hermanos. Durante algunos años las grandes estructuras de madera estuvieron dotadas de personal, pero al irse reduciendo gradualmente los temores públicos de un ataque desde Farland, las tripulaciones se fueron retirando. Ahora las estaciones y los vehículos de combate y de asistencia se mantenían mediante ascensos regulares en globo a la zona de ingravidez. El plan de vuelos era poco riguroso, y Cassyll estimó que aproximadamente la mitad de las naves de la flota del Servicio del Espacio estarían disponibles para tareas extraordinarias.

—Veinte naves —dijo Daseene, pareciendo ligeramente decepcionada—. Bueno, supongo que son suficientes para empezar.

—Sí, Majestad, sobre todo porque no tenemos que pensar en términos de una flota de invasión. Puede preverse un tráfico continuo entre Overland y Land; al principio algo escaso, pero que irá creciendo poco a poco hasta…

—No se trata de eso, Lord Cassyll —le interrumpió la Reina—. De nuevo estás abogando por un planteamiento pausado de esta empresa, y de nuevo te digo que no tengo tiempo para eso. La vuelta a Land debe ser decidida, potente, triunfante… un hecho inequívoco que la posteridad no podrá malinterpretar.

»Tal vez te ayude a apreciar la magnitud de mis sentimientos por este asunto si te digo que acabo de conceder permiso a una de mis nietas, la condesa Vantara, para que tome parte en la reconquista. Es una experimentada capitana del aire, y podrá desempeñar una función útil en el examen inicial del planeta.

Cassyll hizo una reverencia de acatamiento, iniciándose entonces una intensa sesión planificadora que, en el curso de una hora, pretendió forjar el futuro de los dos planetas.


Al salir de la recalentada atmósfera del palacio, Cassyll decidió no volver a su casa inmediatamente. Un vistazo al cielo le mostró que aún le quedaban unos treinta minutos antes de que el sol se deslizase por detrás del extremo oriental de Land. Tenía tiempo para un tranquilo paseo por las avenidas arboladas de la zona administrativa de la ciudad. Le sentaría bien tomar un poco de aire fresco antes de responder a la constante llamada de sus múltiples obligaciones.

Despidió al cochero, se encaminó por el puente del Gran Glo y se desvió hacia el este siguiendo la orilla del río, trayecto que le haría pasar ante varios edificios gubernamentales. Las calles estaban animadas con la actividad repentina que usualmente precedía a la comida de la noche breve y al cambio diario de ritmo en la actividad humana. Ahora que la ciudad ya tenía medio siglo de historia, resultaba madura a los ojos de Cassyll, con una estabilidad que formaba parte de su vida; y se preguntó si alguna vez realizaría el viaje a Land para ver el resultado de milenios de civilización. Aunque la Reina no lo había dicho, sospechaba que en el corazón de aquella anciana debilitada se encontraba la idea de volver al planeta de su nacimiento, y quizás la de terminar allí sus días. Cassyll podía entender tales sentimientos, pero Overland era la única patria que había conocido y no tenía ningún deseo de abandonarla, especialmente cuando quedaba tanto trabajo por hacer en tantos ámbitos diferentes. O… quizás también le faltaba el ánimo, o el valor precisos para enfrentarse a ese impresionante viaje.

Se estaba acercando a la plaza de Neldeever —que albergaba los cuarteles generales de las cuatro ramas del ejército—, cuando divisó una cabeza rubia conocida sobresaliendo por encima de la corriente de peatones que venía hacia él. Cassyll no había visto a su hijo desde hacía quizas unos cien días, y sintió una oleada de afecto y orgullo, casi con los ojos de un extraño, al ver la apariencia despierta, el físico espléndido y la relajada confianza con que el joven llevaba su uniforme azul de capitán del espacio.

—¡Toller! —le llamó cuando se cruzaron.

—¡Padre!

La expresión de Toller era abstraída y severa, como si estuviese sopesando seriamente algo en su cabeza, pero su rostro se iluminó al reconocer a su padre. Extendió los brazos y los dos hombres se estrecharon, mientras el flujo de peatones se separaba a ambos lados.

—Qué feliz coincidencia —dijo Cassyll cuando se apartaron a un lado—. ¿Ibas a casa?

Toller asintió.

—Siento no haber ido anoche, pero era muy tarde cuando conseguí dejar bien amarrada la nave, y se presentaron ciertos problemas.

—¿Qué clase de problemas?

—Nada que pueda ensombrecer un día tan radiante como el de hoy —dijo Toller con una sonrisa—. Vamos pronto a casa. No te imaginas las ganas que tengo, después de comer durante una eternidad las raciones de a bordo, de saborear uno de esos banquetes que prepara madre para la noche breve.

—Pues parece que te sientan bien esas raciones.

—No tanto como a ti la buena comida —dijo Toller, tratando de pellizcar los excesos de humanidad de la cintura de Cassyll, al tiempo que empezaban a caminar en dirección a casa. Los dos hombres sostuvieron una charla banal y familiar, que más que una conversación deliberada, pretendía restaurar la relación después de una larga separación. Estaban ya cerca de la Casa Cuadrada, que tenía el mismo nombre que el de la residencia de Maraquine en la vieja Ro-Atabri, cuando la charla se desvió a temas más serios.

—Acabo de estar en palacio —dijo Cassyll— y tengo noticias que te interesarán: vamos a enviar una flota de veinte unidades a Land.

—Sí, entramos en una era verdaderamente maravillosa: dos planetas, pero una sola nación.

Cassyll echó un vistazo a la insignia del hombro más próximo de su hijo, el emblema amarillo y azul que revelaba que estaba capacitado para pilotar aeronaves y naves espaciales.

—Habrá mucho trabajo para ti allí…

—¿Para mí? —Toller soltó una carcajada forzada—. No, gracias, padre. Reconozco que me gustaría ver el Viejo Mundo alguna vez, pero de momento no es más que un gran cementerio, y no me atrae la perspectiva de barrer millones de esqueletos.

—Pero… ¿y el viaje? ¡La aventura! Creí que no ibas a pensártelo dos veces.

—Ya tengo bastantes cosas de qué ocuparme aquí en Overland, de momento —dijo Toller, y durante un momento la expresión sombría que Cassyll había advertido al principio volvió a su rostro.

—Algo te preocupa —dijo—. ¿Te lo vas a guardar?

—¿Tengo esa opción?

—No.

Toller sacudió la cabeza fingiendo desesperación.

—Me lo imaginaba. Ya sabrás, claro, que fui yo quien recogió al mensajero avanzado de Land. Bueno, pues en el último momento apareció otra nave en escena, injustificadamente, y trató de recoger el trofeo delante de mis narices. Naturalmente me negué a ceder…

—¡Naturalmente!

—…y se produjo una pequeña colisión. Como mi nave no sufrió ningún daño, me abstuve de realizar el registro oficial en el cuaderno; pero esta mañana me han comunicado que se ha presentado un informe del incidente contra mí. Mañana tengo que comparecer ante el comodoro del espacio Tresse.

—No tienes por qué preocuparte —dijo Cassyll, aliviado al oír que no se trataba de algo más serio—. Hablaré con Tresse este mismo postdía y le pondré al corriente de los verdaderos hechos.

—Gracias, pero creo que tengo el deber de resolver esto yo solo. Tendría que haberme cubierto las espaldas haciendo el registro en el cuaderno; sin embargo, puedo convocar a suficientes testigos como para que corroboren mis declaraciones. La verdad es que es todo bastante trivial. Una molestia insignificante…

—¡Pero una molestia que escuece!

—Es el engaño —dijo Toller, enfurecido—. Yo confié en esa mujer, padre. Confié en ella, y así me paga.

—Ajá… —Cassyll casi sonrió cuando empezó a intuir lo que había bajo la superficie de lo que había oído—. No me habías dicho que ese comandante sin principios fuese una mujer.

—¿No lo dije? —replicó Toller, con una voz ahora casual—. No tiene ninguna importancia, pero da la casualidad de que es una de las nietas de la Reina, la condesa Vantara.

—Una mujer guapa, ¿no?

—Quizás lo sea para algunos hombres… ¿Qué insinúas, padre?

—Nada, nada. Tal vez es que siento un poco de curiosidad por esa dama, ya que es la segunda vez que la oigo nombrar en las dos últimas horas.

Con el rabillo del ojo Cassyll vio que Toller le dirigía una mirada sorprendida, pero, incapaz de resistir la tentación de provocar a su hijo, no le dio más información. Caminó en silencio, protegiéndose la vista del sol con la mano para poder ver mejor un gran grupo de pterthas que seguía el curso de río. Las esferas casi invisibles descendían y rebotaban sobre la superficie del agua, impulsadas por una ligera brisa.

—Qué coincidencia —dijo Toller por fin—. ¿Qué te dijeron?

—¿De qué?

—De Vantara. ¿Quién te habló de ella?

—Nada menos que la Reina —dijo Cassyll, observando a su hijo atentamente—. Parece que Vantara se ha ofrecido para servir en la flota que se enviará a Land, y un indicio de la firmeza de las intenciones de la Reina respecto a esta empresa es que haya dado su permiso a la joven.

Se produjo de nuevo un largo silencio antes de que Toller hablase.

—Vantara es piloto de aeronaves. ¿Qué trabajo tendrá en el Viejo Mundo?

—Bastante, diría yo. Vamos a enviar cuatro aeronaves, cuya función será la de dar la vuelta a todo el globo y comprobar que no haya resistencia a la soberanía de la reina Daseene. A mí me parece una gran aventura, pero desde luego estarán incluidas todas las privaciones de la vida a bordo de una nave, y además las correspondientes raciones de comida.

—A mí todo eso no me importa —exclamó Toller—. ¡Quiero ir!

—¿A Land? Pero, si hace un momento…

Toller detuvo a Cassyll cogiéndole del brazo y volviéndole hacia él.

—¡Basta de comedias, padre, por favor! Quiero llevar una de las naves a Land. Te encargarás de que mi petición sea atendida, ¿verdad?

—No estoy seguro de que pueda… —dijo Cassyll, inquieto de repente ante la perspectiva de que su único hijo, que aún era un muchacho a pesar de sus pretensiones de hombría, cruzase el peligroso puente de aire fluído que unía los dos planetas.

Toller esbozó una amplia sonrisa.

—No seas tan modesto, padre mío. Estás en tantos comités, juntas, tribunales, consejos y asambleas, que a tu discreta manera desde luego, prácticamente gobiernas Kolkorron. Bueno, dime que iré a Land.

—Irás a Land —dijo Cassyll, complaciente.


Esa noche, mientras esperaba que Bartan Drumme llegase con un telescopio, Cassyll pensaba que podía reconocer la verdadera causa de sus temores por el vuelo de su hijo al Viejo Mundo. Toller y él sostenían una relación armoniosa y satisfactoria, pero no podía negarse el hecho de que el chico siempre había estado excesivamente influenciado por las historias y leyendas que se atribuían a su abuelo paterno. Aparte del increíble parecido físico, los dos tenían en común semejanzas de carácter —impaciencia, valor, idealismo y predisposición a la cólera entre otros—, pero Cassyll sospechaba que las similitudes no eran tan grandes como el joven Toller pretendía. Su abuelo había sido mucho más duro, capaz de toda crueldad si la consideraba necesaria, y caracterizado por una obstinación que le conduciría a una muerte segura antes que traicionar sus principios.

Cassyll estaba contento de que la sociedad kolkorronesa ahora fuese más benigna y segura que unas cuantas décadas atrás, y de que el mundo en general ofreciera al joven Toller menos oportunidades de meterse en situaciones en las que, simplemente por tratar de cumplir unas normas autoimpuestas, pudiera perder la vida. Pero ahora que había decidido volar al Viejo Mundo, esas posibilidades sin duda se incrementarían, y a Cassyll le pareció que el fantasma del fallecido Toller empezaba a reanimarse —estimulado por el olor de la aventura peligrosa—, preparándose para ejercer su influencia en el vulnerable joven. Y, a pesar de que estaba pensando en su propio padre, Cassyll Maraquine deseó que aquel espíritu inquieto no se moviese de su tumba, ni del pasado.

El saludo de Bartan Drumme, al ser recibido por un sirviente en la entrada principal, levantó a Cassyll de su silla. Descendió una amplia escalera y saludó a su amigo, que portaba un telescopio de madera y un trípode. El sirviente se ofreció para llevar el telescopio, pero Cassyll lo despidió, y con Bartan subieron el pesado instrumento a un balcón que permitía una buena vista hacia el oeste. La luz reflejada por Land era lo bastante intensa como para poder leer con ella; no obstante, la cúpula del cielo estaba atestada de innumerables estrellas brillantes y cientos de espirales de diversos tamaños y formas, que iban desde remolinos circulares a estrechísimas elipses. Nada menos que seis cometas mayores eran visibles esa noche, con sus estelas resplandecientes extendiéndose sobre el espacio, y meteoros cruzándose casi continuamente, enlazando por breves instantes un objeto celeste con otro.

—Me sorprendiste este antedía —dijo Cassyll—. No conozco a nadie que pueda hablar como tú, cualesquiera que sean la audiencia y las circunstancias; sin embargo parecías aturdido por algo. ¿Qué te pasaba?

—Me siento culpable —dijo Bartan lacónicamente, alzando la cabeza del trípode que estaba instalando.

—¡Culpable!

—Sí. Es ese maldito cuarto planeta, Cassyll. Mi instinto me dice que no nos augura nada bueno. No debería de estar allí. Su presencia es una afrenta a nuestra comprensión de la naturaleza, una señal de que algo va a ir terriblemente mal, y sin embargo soy incapaz de convencer a nadie, ni siquiera a ti, de que existe una razón de alarma. Siento que he traicionado a mi Reina y a mi país por mi ineptitud al explicarme, y no sé qué hacer.

Cassyll dejó escapar una risa tranquilizadora.

—Déjame ver ese augurio que tanto te preocupa. Cualquier cosa que calle la famosa lengua de Drumme merece un cuidadoso examen…

Seguía aún bromeando con humor cuando, tras haber preparado y apuntado el telescopio, Bartan se apartó y le invitó a mirar por el ocular. La primera cosa que se encontró la mirada de Cassyll fue un disco borroso de un brillo azulado que parecía una burbuja de jabón llena de gas espumoso, pero un ligero ajuste del enfoque logró un resultado notable.

Ante él, de repente, flotando en las profundidades añiles, había un planeta, con sus casquetes polares nevados, océanos, masas de tierra y blancas volutas de sistemas meteorológicos.

No tenía ninguna razón de existir, pero existía, y en ese momento de confrontación visual e intelectual, el primer pensamiento de Cassyll fue —sin ninguna justificación que pudiera comprender— por la futura seguridad de su hijo.