"Los mundos fugitivos" - читать интересную книгу автора (Shaw Bob)

Capítulo 3

El indicador de altura consistía en una escala vertical que en la parte superior llevaba suspendido un pequeño peso mediante un delicado muelle. Su principio de funcionamiento era tan simple y eficaz —al elevarse la nave y descender la gravedad, el peso se movía hacia arriba en la escala— que sólo se había introducido una modificación en cincuenta años. El muelle, que antes era una viruta filamentosa de madera de brakka, era ahora de hilo de acero. La metalurgia había facilitado los grandes avances de Kolkorron en las últimas décadas. La inalterable consistencia del muelle de acero permitía calibrar fácilmente los indicadores.

Toller examinó cuidadosamente el instrumento, asegurándose de que marcaba la gravedad cero; luego salió flotando de la cabina y se colocó sobre la baranda. La flota había llegado a la zona de ingravidez en mitad del periodo de luz diurna, lo que significaba que los rayos del sol incidían sobre él con una dirección paralela a la plataforma de cubierta. Por un lado, el universo tenía su aspecto oscuro normal, abundantemente salpicado de estrellas y espirales plateadas, pero en el otro había un exceso de luz que dificultaba la visibilidad. Bajo sus pies, Overland era un enorme disco exactamente dividido en dos partes de noche y día, ésta última contribuyendo a la luminosidad general; por encima, aunque oculto por el globo de la nave, el Viejo Mundo añadía igualmente confusión de la misma forma.

Al mismo nivel que Toller, severamente iluminados por el sol, estaban los otros tres globos que aguantaban las barquillas de las aeronaves en lugar de las estructuras de caja ligera que normalmente usaban las naves espaciales. El contorno liso de cada barquilla había sido alterado por la adición de un motor ensamblado verticalmente, con el cono de salida sobresaliendo bajo la quilla. Más abajo en el espacio, alineados en grupos de cuatro sobre los resplandecientes accidentes de Overland, estaban las dieciéis naves que constituían la parte principal de la flota. Vistos desde arriba, los globos parecían perfectamente esféricos y tenían la aparente solidez de planetas, con las cintas de carga y las líneas de sutura representando los meridianos de los mapas. El rugido de los escapes de los propulsores llenaba el cielo, llegándose de vez en cuando a un clímax casual cuando varias naves emitían sus bramidos intermitentes al unísono.

Toller buscaba con los prismáticos el grupo circular de estaciones de defensa permanentes, y deseaba que hubiese un método rápido de encontrarlo independientemente de la disposición del sol y los planetas. El problema estaba en que no tenía ni idea de en qué dirección sería más probable obtener resultados. La lectura del indicador de altura podía estar desviada en decenas de kilómetros, y las corrientes de convección que contribuían a que el puente de aire entre los planetas estuviese tan frío, frecuentemente motivaban dispersiones laterales de los ascensos, de la misma magnitud. Pero a pesar de su gran tamaño para las proporciones humanas, las estaciones eran insignificantes en las heladas y gélidas extensiones del azul central.

—¿Has perdido algo, joven Maraquine?

La voz era del comisionado Tyre Kettoran, el jefe oficial de la expedición, que había decidido volar en una de las naves modificadas. Sufría de mareos debidos a la baja gravedad, y esperaba que la cabina cerrada le aliviase del rigor de los ataques. Sus esperanzas habían resultado vanas, pero soportaba su mal con gran entereza a pesar de su edad. Con setenta y un años, era con mucho el miembro de mayor edad de la expedición. Había sido escogido por la reina Daseene precisamente porque conservaba claros recuerdos de la vieja capital de Ro-Atabri, y por tanto estaría bien capacitado para informar sobre las condiciones actuales del lugar.

—Tengo órdenes de inspeccionar el grupo de defensa interior —dijo Toller—. El Servicio se ha visto fuertemente mermado para poder proporcionar las veinte naves de esta expedición, y como consecuencia hemos tenido que suprimir la inspección habitual cada cincuenta días; pero si detecto algún problema serio, se me ha autorizado para que desvíe una de las naves de la expedición durante el tiempo que hiciese falta para arreglar las cosas.

—Una gran responsabilidad para un joven capitán —dijo Kettoran, con su pálido rostro alargado mostrando leves signos de animación—. Pero, aún con esos espléndidos prismáticos, ¿qué clase de inspección esperas llevar a cabo a una distancia de varios kilómetros?

—Una inspección superficial —admitió Toller—. Pero en realidad, lo que realmente debe preocuparnos en esta etapa es la alineación general de las estaciones. Si se comprueba que alguna se ha separado de las otras, o que se está desplazando hacia Overland o hacia Land, es cuestión simplemente de volver a rectificarla en el plano de referencia.

—Si una empieza a caer, ¿no la seguirían todas?

Toller negó con la cabeza.

—No estamos hablando de inertes trozos de roca. Las estaciones contienen muchos productos químicos: pikon, halvell, sal de fuego y otros. Un ligero cambio en las condiciones puede conducir a la producción de gases que abriría una raja en la cubierta si alguna costura se debilitase. La fuerza propulsora producida puede no ser mayor que el suspiro de una doncella, pero si se prolonga durante mucho tiempo y después aumenta con la creciente acción de la gravedad, en seguida nos encontraremos con un gigante incontrolado cuyo destino será arrojarse contra uno u otro planeta. En el Servicio del Espacio estimamos prudente adoptar medidas correctivas antes de alcanzar ese estado.

—Te expresas muy bien, joven Maraquine —dijo Kettoran, expulsando blanco vaho a través de la bufanda que protegía su cara del intenso frío de la zona de ingravidez—. ¿Has pensado en dedicarte alguna vez a la diplomacia?

—No, pero tendré que pensarlo si no logro localizar pronto esas cáscaras de madera.

—Te ayudaré; haría cualquier cosa con tal de poder desviar mi mente del hecho de que el estómago quiere subírseme a la boca.

Kettoran se frotó los ojos con la mano enguantada, comenzó a examinar el cielo y en pocos segundos, para sorpresa de Toller, dejó escapar una exclamación de satisfacción.

—¿Es eso lo que estábamos buscando? —dijo, señalando horizontalmente hacia el este, detrás de las tres naves modificadas—. Esa línea de luces púrpuras…

—¿Luces púrpuras? ¿Dónde?

Toller trató en vano de distinguir algo inusual en la parte señalada del cielo.

—¡Allí! ¡Allí! ¿Cómo no lo…? —las palabras de Kettoran se desvanecieron en un suspiro de decepción—. Demasiado tarde, ya han pasado.

Toller resopló con una mezcla de diversión y exasperación.

—Señor, en las estaciones no hay luces, ni púrpuras ni de ningún color. Tienen reflectores que brillan con un resplandor blanco constante, si se divisan desde el ángulo correcto. Quizás vio algún meteoro.

—Sé cómo son los meteoros, así que no intentes… —Kettoran se interrumpió otra vez y señaló a otra parte del espacio—. Allí está tu precioso grupo de defensa. No me digas que no es eso, porque veo una línea de manchas blancas. ¿Me equivoco, acaso? ¡No me equivoco!

—No se equivoca —reconoció Toller, enfocando los prismáticos hacia las estaciones y maravillándose de la velocidad con que la suerte había dirigido la mirada del anciano a la parte exacta del espacio—. ¡Muy bien, señor!

—¡Y eso que tú eres el piloto! Si no hubiera sido por este estómago rebelde, yo habría…

Kettoran soltó un violento estornudo, se retiró a la cabina y cerró la puerta.

Toller sonrió al oír más estornudos intercalados con maldiciones, amortiguados por la puerta. En los cinco días de ascenso a la zona de ingravidez había sentido una creciente simpatía hacia el comisionado —por su irónico malhumor—, y también respeto, por su estoicismo frente a las severas incomodidades del vuelo. La mayoría de los hombres de su edad habrían buscado algún medio de eludir la obligación que le impuso la reina Daseene; pero Kettoran había aceptado el encargo de buena gana y parecía decidido a cumplirlo como cualquier otra de las tareas rutinarias que en su larga vida había realizado en nombre de su soberana.

Toller devolvió su atención a las estaciones de defensa y se sintió aliviado al ver que formaban una línea perfectamente recta. Cuando le concedieron la cualificación de piloto de naves espaciales, solía divertirse en los ocasionales ascensos de mantenimiento a las estaciones. Entrar en las cubiertas oscuras y claustrofóbicas había sido una experiencia casi mística que le había ayudado a evocar al espíritu de su abuelo y sus tiempos heroicos; pero la futilidad de la existencia del grupo de defensa interior rápidamente había dominado sus pensamientos. Si no existiese ninguna amenaza de Farland, las estaciones serían innecesarias; si los enigmáticos farlandeses alguna vez se decidiesen a invadir, su superioridad tecnológica dejaría totalmente inservibles las estaciones. Las cascaras de madera constituían una mera defensa simbólica, que en cierto modo había tranquilizado la mente del rey Chakkell en sus últimos tiempos; para Toller su principal valor radicaba en el hecho de que mantenerlas servía de algún modo para preservar las capacidades interplanetarias de la nación.

Tranquilizándose al comprobar que no había necesidad de desviarse del curso vertical, bajó los prismáticos y miró pensativamente hacia la más lejana de las tres naves que constituían su escalón: ésa era la comandada por Vantara. Desde el mismo antedía en que se había enterado de que la condesa iba a tomar parte en la expedición, había estado indeciso sobre cómo debería comportarse en los futuros tratos con ella. ¿Conseguiría, con un aire de indiferencia y digna reprobación, arrancar de ella una disculpa y así acercarse? ¿O sería mejor mostrarse animado y ajeno a su informe, como si se tratase de una ruidosa escaramuza, inevitable entre dos espíritus libres que chocan?

El hecho de que él —la parte ofendida— fuese el único que planease la reconciliación, le había ocasionado cierta inquietud, y aun así todas sus intrigas habían resultado inútiles. Durante los preparativos de vuelo, Vantara había logrado mantenerse apartada de él, y lo hizo con tanta elegancia que a Toller ni siquiera le quedó el consuelo de sentirse lo suficientemente importante para ser evitado.

Una hora después de que la flota hubo pasado por el plano de referencia, el grupo de estaciones de defensa se había quedado atrás hasta hacerse prácticamente invisible, debido a que la atracción gravitatoria de Land iba aumentando imperceptiblemente la velocidad de las embarcaciones. Un mensaje del luminógrafo del General Ode, comandante de la flota, fue enviado desde la nave insignia instruyendo a todos los pilotos para llevar a cabo la maniobra de inversión.

Contento de romper con la rutina a bordo, Toller se deslizó por una cuerda de seguridad hasta la parte media, donde el teniente Correvalte se encontraba al mando del motor. Correvalte, que había sido calificado recientemente como piloto, pareció aliviado cuando oyó que no iba a tener que realizar él la maniobra. Abandonó los mandos y se colocó a una cierta distancia mientras Toller iniciaba la delicada tarea. La nave tenía cuatro finos montantes de aceleración que unían la barquilla a la cinta de carga ecuatorial del globo y que daban a toda la estructura el grado de rigidez preciso para volar en la modalidad de propulsión. Aunque el globo en sí era muy ligero —apenas una frágil envoltura de lino barnizado—, el gas del interior tenía una masa de muchas toneladas, con la inercia correspondiente, y debía manipularse con sumo cuidado cuando se necesitaba hacer cualquier cambio de dirección. Un piloto demasiado impulsivo en el manejo de los propulsores laterales pronto descubriría que había atravesado la envoltura con el extremo superior de los montantes. Aunque esto no sería demasiado serio en condiciones de baja gravedad, era un daño difícil y lento de arreglar, y el causante siempre encontraría buenas razones para lamentar su error.

Después de que Toller comenzó a accionar los pequeños propulsores transversales, durante un largo rato pareció que el empuje no tenía ningún efecto; pero luego, con una perezosa lentitud, el gran disco de Overland empezó a desplazarse hacia arriba. Mientras éste aparecía por encima de la baranda de la nave, suspendido ante la tripulación en toda su magnitud, la inmensa convexión del Viejo Mundo emergió por debajo del globo y se deslizó hacia abajo. Hubo un momento durante el cual, simplemente girando la cabeza de un lado a otro, Toller pudo ver los dos planetas expuestos en toda su integridad para permitir la inspección: las dos arenas en las que los humanos habían luchado todas las batallas de la evolución y la historia.

Sobrepuestas sobre cada planeta, e iluminadas de forma similar por el costado, estaban las otras naves de la flota. Se hallaban en diferentes posiciones, con cada piloto realizando la inversión a su propia marcha, formando arcos de condensación blanca procedentes de los propulsores laterales que complementaban las agrupaciones de nubes a miles de kilómetros por debajo. Y encerrando el espectáculo, estaba el luminoso y helado panorama del universo: los círculos y espirales y rayos de radiación plateada, los campos de estrellas brillantes, predominando las azules y blancas, los silenciosos cometas y los fugaces meteoros.

Fue una visión que emocionó y al mismo tiempo estremeció a Toller, enorgulleciéndole por el valor de su pueblo al atreverse a cruzar el vacío interplanetario en aquellas frágiles estructuras de tela y madera, a la vez que le recordó que, a pesar de todas sus ambiciones y sueños, los hombres no eran más que pequeños microbios que avanzaban trabajosamente de un granito de arena al otro.

No le hubiera gustado admitirlo —como a ninguno de sus compañeros—, pero se sintió más cómodo cuando la maniobra de inversión estuvo terminada y la nave volvió a descender a los dominios naturales para los humanos. A partir de ahora el aire se haría más denso y caliente, y menos hostil a la vida, y todas las preocupaciones de Toller recobrarían su justa importancia.

—Así es como se hace —dijo, devolviendo el mando de la nave a Correvalte—. Que el mecánico convierta otra vez el motor en la modalidad de quemador y que se asegure de que la calefacción funcione correctamente.

Toller enfatizó este punto porque, aunque el ambiente se volvería realmente menos duro a medida que la nave perdiese altura, la dirección del flujo de aire se invertiría. La gran cantidad de calor que se perdía en la superficie del globo sería llevada hacia arriba por la corriente, en vez de bañar la barquilla con su bálsamo invisible que ayudaba a proteger a los ocupantes del frío mortal de la zona media.

El motor debía pararse para poder realizar la transformación de un vehículo impulsor a un vehículo productor de gas caliente para el vuelo aerostático convencional, y Toller aprovechó ese momento de quietud para entrar en la cabina en busca de algún alimento. Nadie había nunca explicado la desconcertante sensación de caída que los hombres experimentaban dentro y cerca de la zona de ingravidez, pero ésta había anulado su apetito durante más de un día, y como consecuencia, se hallaba en una situación ambivalente de necesidad de comer y falta de ganas. La muestra de alimentos que encontró en la bolsa de provisiones —tiras de carne y pescado secos, cereales, bayas y frutos arrugados— no era demasiado seductora. Revolvió entre lo que encontró y finalmente cogió una rebanada de pastel de trigo que masticó sin entusiasmo.

—¡No desesperes, joven Maraquine! —el comisionado Kettoran, que se había instalado en una de las sillas de la mesa del capitán, fingía estar animado—. Pronto estaremos en Ro-Atabri, y en cuanto lleguemos te llevaré a alguno de los mejores lugares del mundo para comer. Sí, ya sé, estarán en ruinas; pero te llevaré de todas formas.

Kettoran guiñó un ojo a su secretario, Parlo Wotoorb, que estaba sentado frente a él, y ambos, divertidos, encogieron sus estrechos hombros, resultando extrañamente parecidos.

Sin dejar de masticar, Toller asintió con seriedad reconociendo el chiste. Kettoran y Wotoorb habían sido contemporáneos de su abuelo. Lo habían conocido de verdad —un privilegio que él envidiaba—, y ambos habían sobrevivido hasta una edad bastante avanzada sin pérdidas aparentes de sus facultades. Toller dudaba que él alcanzase los setenta con el mismo grado de fortaleza y resistencia. Siempre le había parecido que había algo especial en los hombres y mujeres que habían vivido los grandes acontecimientos de la historia reciente: la plaga de los pterthas, la migración, la conquista de Overland, la guerra entre los planetas hermanos. Era como si sus caracteres y espíritus hubieran sido templados en la severa prueba de su tiempo, mientras que él estaba destinado a vivir en un periodo dormido, sin saber con seguridad si tendría el privilegio de poder responder a algún reto. Por mucho que lo intentaba, no podía imaginar que las insulsas y monótonas circunstancias de su tiempo le ofreciesen aventuras que pudieran compararse con las que habían hecho ganar a Toller, el Regicida, su lugar en la leyenda. Incluso el viaje entre los planetas, que había sido en otro tiempo el peligroso límite de la experiencia de los hombres, se había convertido en una rutina.

Un súbito resplandor entró a raudales por las portillas del lado izquierdo de la habitación, momentáneamente rivalizando con los prismas de la luz solar que cruzaban la mesa oblicuamente desde la pared opuesta; y alguien afuera, en la plataforma abierta, soltó un grito de miedo.

—¿Qué ha sido eso?

Toller iba a salir por la puerta, entorpecido por la falta de gravedad, cuando se produjo un terrible estruendo, como el del terremoto más fuerte que jamás hubiera oído. La sala se inclinó, y los pequeños objetos repiquetearon ruidosamente en sus soportes.

Los ecos del trueno aún retumbaban cuando Toller llegó a la abertura de la puerta y logró impulsarse fuera de la cabina. La nave se tambaleaba violentamente con las corrientes de aire que producían chirridos y crujidos en el cordaje. El teniente Correvalte y el mecánico estaban atando las cuerdas junto al motor, con sus rostros consternados vueltos hacia el noroeste. Toller miró en la misma dirección y vio un remolino de un brillo feroz que disminuía rápidamente alejándose hacia la nada. Inmediatamente el cielo recuperó su quietud, el silencio absoluto, exceptuando las débiles voces provenientes de los hombres de otras naves.

—¿Era un meteoro? —gritó Toller, consciente de la simpleza de la pregunta.

Correvalte asintió.

—Uno muy grande, señor. No nos chocó por un kilómetro, quizás más, pero durante un momento pensé que nos había llegado el fin. No quisiera volver a ver nada igual.

—Probablemente no lo verás —dijo Toller, tranquilizador—. Que el montador examine la envoltura por si ha sufrido algún daño, sobre todo en las uniones de los montantes. ¿Cómo se llama ese tipo?

—Getchert, señor.

—Bueno, dile a Getchert que mire bien. Ya es hora de que haga algo para ganarse el pan en este viaje.

Mientras Correvalte se alejaba hacia la estructura de popa, donde los miembros sin rango de la tripulación tenían su alojamiento, Toller asió una cuerda transversal y se desplazó hasta la baranda. Ahora que se había llevado a cabo la inversión podía ver sólo las naves de su mismo escalón, y por debajo, los globos de las cuatro naves primeras; pero en general todo parecía en orden. Había realizado muchos ascensos a la zona de ingravidez, y como resultado había llegado a acostumbrarse a la idea de la insignificancia del hombre en relación con el cosmos. Sus naves eran tan pequeñas, y el universo tan grande, que resultaría bastante improbable que una de las deslumbrantes balas cósmicas encontrase un blanco humano.

Resultaba irónico que sólo cinco minutos antes se hubiera lamentado interiormente de la monotonía del vuelo interplanetario; pero si tenía que producirse algún peligro, preferiría que fuese de los que era posible afrontar y superar. Había más bien poca gloria en ser objeto de la exterminación casual por un instrumento ciego de la naturaleza, un vulgar fragmento de roca atravesando velozmente el vacío desde…

Toller alzó la cabeza, dirigiendo la mirada al sureste, hacia la parte del cielo donde el meteoro debía de haberse originado, y se sintió intrigado al distinguir lo que parecía una pequeña nube de luciérnagas doradas. La nube era casi circular, aumentaba rápidamente de tamaño, y sus componentes se volvían más brillantes a cada segundo. La contempló, absorto, incapaz de recordar si había visto algo similar entre los centelleantes tesoros del espacio, y entonces, como el repentino enfoque de una imagen en un sistema óptico, recuperó el sentido de la proporción y la perspectiva, y comprendió con horror:

¡Estaba contemplando un conjunto de meteoros que parecían dirigirse directamente hacia la flota!

Su entendimiento transformó el espectáculo, como si pudiera acelerar el ritmo de los acontecimientos. El conjunto se abrió radialmente como una flor carnívora, abarcando silenciosamente su campo de visión, y supo entonces que podía estar aún a cientos de kilómetros. Incapaz de moverse o siquiera de gritar, se asió a la baranda y contempló cómo los deslumbrantes objetos se abrían aún más, corriendo hacia la periferia de su visibilidad, en un profundo silencio a pesar de las increíbles energías que se expandían.

«Estoy a salvo», se dijo Toller. «Estoy a salvo por la sencilla razón de que soy una presa demasiado pequeña para esos monstruos de fuego. Incluso las naves son demasiado pequeñas».

Pero algo nuevo estaba ocurriendo. Se estaba produciendo un cambio radical. Los caballeros de obsidiana del lejano cosmos, que habían buscado su curso a través del vacío absoluto durante millones de años, al fin habían encontrado un medio más denso, y se destruían a sí mismos contra las barreras de aire, las fortificaciones gaseosas que protegían los planetas gemelos de intrusos cósmicos.

Por muy beneficioso que fuese el encuentro para cualquier criatura viviente de la superficie de Land u Overland, era un mal augurio para los viajeros cogidos por sorpresa en el estrecho puente de aire entre los dos planetas. Los meteoros, sometidos a una tensión insoportable, empezaron a explotar, y al fragmentarse en miles de partículas divergentes sin duda se volverían más indiscriminados en la elección de sus blancos.

Toller se estremeció cuando, con un baño de luz y con un restallar amortiguado de truenos, los meteoros desintegrados llenaron momentáneamente todo el cielo. Y de repente estaban tras él. Se volvió y vio todo el fenómeno invertido, el gran disco de radiación contrayéndose mientras se alejaba hacia el espacio remoto. La principal diferencia de su aspecto radicaba en que ahora era menos corpuscular; el círculo era una zona casi uniforme de fuego turbulento. Al abandonar la periferia de la tenue atmósfera de los planetas gemelos, las feroces balas fueron privadas de su combustible y rápidamente se perdieron de vista. Un silencio de perplejidad envolvió la ciudadela de naves.

«¿Cómo hemos sobrevivido?», pensó Toller. «¿Cómo hemos podido…?»

Entonces se apercibió de unos gritos, procedentes de algún lugar no muy por encima de él. Se produjo una explosión típica de la reacción del pikon y el halvell, y supo que como mínimo una de las naves había sido menos afortunada que las otras.

—Apartémonos —grito el teniente Correvalte, que se había quedado helado en el puesto de mando.

Toller se agarró a la baranda, estirándose impacientemente hacia arriba para ver más allá de la curvatura del globo, mientras Correvalte empezaba a accionar intermitentemente uno de los propulsores laterales.

Segundos más tarde se presentó ante los ojos de Toller el inusitado espectáculo de un cuernazul flotando en el aire, iluminado sobre un fondo de estrellas diurnas. La explosión debía de haberlo arrojado fuera de la barquilla en la que era transportado. Aullaba aterrorizado, y agitaba sus patas acabadas en pezuñas mientras caía imperceptiblemente hacia Land.

Toller volvió su atención a la nave accidentada, que ahora se hizo visible. El globo había quedado reducido a una bóveda informe de bandas de tela. Los cuatro lados de la barquilla se habían desprendido de la base, y aún giraban lentamente como parte de un anillo irregular formado por figuras de hombres, cajas de municiones, rollos de cuerda y desperdicios generales. Aquí y allá entre la confusión flotante se producían destellos y chisporroteos que emitían oleadas de condensación blanca al mezclarse pequeñas cantidades de pikon y halvell que, al no estar confinadas, ardían inofensivamente sobre el fondo en tonos pastel de Overland.

Los miembros de la tripulación de los otros tres globos ya se lanzaban por los costados de sus naves para empezar los trabajos de rescate. Toller examinó las forcejeantes figuras humanas que formaban parte del caos central, y sintió un gran alivio cuando llegó a la conclusión de que ninguno de ellos estaba muerto. Supuso que la barquilla habría recibido un golpe indirecto de alguno de los diminutos fragmentos de meteoro y que se habría volcado, provocando de este modo que los cristales verdes y púrpuras se mezclasen y se inflamasen, posiblemente dentro de los tanques del motor.

—¿Estamos siendo atacados? ¿Vamos a morir? —las palabras temblorosas provenían del comisionado Kettoran, cuyo rostro, pálido y alargado, apareció por la puerta de la cabina.

Toller se disponía a explicar lo que había ocurrido cuando advirtió un movimiento en la baranda de la nave de Vantara. La dama navegante se encontraba en un costado, acompañada de la figura menor y menos llamativa de la teniente. Incluso a esta distancia, la sola visión de la princesa fue suficiente para turbar a Toller. Vio que Vantara y su oficial parecían estar fijando su atención en el aún resistente cuernazul. El animal había perdido todo el impulso proporcionado por la explosión y estaba, aparentemente, en una posición fija a medio camino entre la nave de Vantara y la de Toller.

Él sabía, sin embargo, que la permanencia de la relación espacial era una ilusión. El cuernazul y las naves estaban sometidos a la gravedad de Land, y todos caían hacia la superficie que se hallaba miles de kilómetros más abajo. Una diferencia de suma importancia era que las naves tenían un cierto grado de frenada gracias a los globos de aire caliente, mientras que el cuernazul caía libremente. Cerca de la zona de ingravidez la diferencia de velocidades era difícil de detectar, pero no obstante existía, y en virtud de las leyes físicas se incrementaría cada vez más. A menos de que se llevase a cabo alguna acción para evitarlo, el cuernazul, un valioso animal, estaría condenado a una fatal caída de más de un día y una noche, la misma sobre la que todos habían tenido pesadillas.

Vantara y la teniente —cuyo nombre había olvidado Toller— tenían las manos ocupadas, y en pocos segundos se dio cuenta en qué. Saltaron por encima de la baranda con la agilidad que proporciona la ingravidez, y Toller vio que llevaban las mochilas personales de vuelo. Estas unidades, alimentadas por gas mezcla, eran un lejano recuerdo de los antiguos sistemas neumáticos inventados precipitadamente en la época de la guerra interplanetaria. A pesar de su avanzado diseño, resultaban bastante traicioneras para un operador inexperto.

La evidencia de este hecho se produjo inmediatamente cuando Vantara, al no lograr mantener la fuerza propulsora de acuerdo con su centro de gravedad, dio un lento vuelco y tuvo que ser ayudada y estabilizada por su compañera. Toller comprendió en seguida que las dos mujeres, obviamente intentando recuperar el cuernazul, podían ponerse en peligro ellas mismas. El asustado animal seguía coceando con sus pezuñas, y un golpe de éstas sería más que suficiente para aplastar un cráneo humano.

—Nos libramos por poco —gritó por encima del hombro a Kettoran mientras cogía una unidad de vuelo de un soporte cercano—. ¡Pregúntaselo a Correvalte!

Saltó por encima de la baranda y se impulsó en el aire soleado con la unidad aún en la mano. Los planetas hermanos, con todos sus intrincados detalles, llenaban el cielo a cada lado, y el espacio intermedio estaba ocupado por filas de naves bulbosas y espirales de humo y condensación a través de las cuales podían verse figuras humanoides en miniatura afanándose en enigmáticas tareas. Las estrellas diurnas y los cometas y nebulosas más brillantes completaban eficazmente todo un complejo de fenómenos visuales.

Toller, que dominaba el manejo de las unidades de vuelo, se ajustó la mochila alrededor del torso mientras se desplazaba. Se orientó hacia el cuernazul y se propulsó con una larga descarga que le llevó directamente hacia él. El terrible frío de la zona media, acrecentado por la corriente, le mordió los ojos y la boca.

Vantara y su teniente estaban ahora cerca del cuernazul, que aun rugía y aullaba aterrorizado. Se aproximaron un poco más y estaban empezando a desenrollar la cuerda que habían traído cuando Toller utilizó su retropropulsor para llegar a detenerse cerca de ellas. Tardó un buen rato en alcanzar una distancia desde donde pudiera hablar a Vantara y, a pesar de las extrañas circunstancias, sintió una cosquilleante emoción debida a la presencia de ella. Las moléculas de su cuerpo parecían estar reaccionando a un aura invisible que la rodeaba. Aquel rostro ovalado, parcialmente ensombrecido por la capucha del traje espacial, era tan encantador como él lo recordaba: enigmático, enormemente femenino, desconcertante por su perfección.

—¿Por qué no podemos encontrarnos en lugares normales como todo el mundo? — dijo Toller.

La condesa le echó un breve vistazo, después se giró sin cambiar la expresión y habló con su teniente.

—Si le atamos las patas traseras será más fácil.

—Preferiría primero intentar calmar al animal —replicó la teniente—. Es demasiado arriesgado ponerse detrás mientras esté tan asustado.

—¡Pamplinas!

Vantara hablaba con la enérgica confianza de alguien que desde la infancia había tenido a su disposición grandes establos. Formando un lazo corredizo con la cuerda, se acercó al cuernazul en una nube de condensación. Toller estaba a punto de gritar una advertencia cuando el animal, que no había dejado de contorsionar la cabeza de un lado a otro, dio un golpe violento con ambas patas traseras. Una de sus enormes pezuñas rozó la cadera de Van-tara, alcanzando el material del traje sin llegar a tocarle el cuerpo. La fuerza del impacto la hizo girar sobre sí misma, siendo frenada en seguida por la rígida cuerda que aún sostenía. Si la pezuña del cuernazul le hubiera dado en la pelvis, la habría herido seriamente, y era obvio que ella lo había comprendido, pues su rostro estaba pálido cuando recuperó la estabilidad.

—¿Por qué tiraste de la cuerda? —preguntó a su teniente, con una voz agria de furia—. ¡Tiraste de mí! ¡Podría haberme matado!

La teniente abrió la boca y dirigió una airada mirada a Toller, considerándolo tácitamente como un testigo.

—Milady, yo no hice tal…

—No discutas, teniente.

Dije que debíamos de calmar al animal antes de…

—No vamos a organizar aquí un tribunal de investigación —le interrumpió Vantara, formando con el aliento espirales de condensación ante su cara—. Si de repente te has convertido en una experta en el trato de animales, puedes rescatar ese malhumorado y estúpido saco de huesos. De todas formas, es de bastante mala raza.

Se volvió en el aire y se impulsó de nuevo hacia la nave. La teniente la observó alejarse, luego miró a Toller, con una inesperada sonrisa engordando sus ya rechonchas mejillas.

—La teoría es que si esa pobre criatura hubiera sido de buena raza, habría sabido que no debía de cocear a un miembro de la familia real…

Toller sintió que la frivolidad estaba fuera de lugar.

—La condesa se salvó por pelos.

—La condesa siempre provoca estas situaciones —dijo la teniente—. La razón por la que se decidió a ser ella quien recuperase el cuernazul, en vez de delegarlo a cualquier otro, fue que quería demostrar su dominio innato sobre los animales. Cree con toda su mente y todo su corazón en los mitos más preciados de la aristocracia: que sus hombres han nacido con un instinto connatural para el mando, que sus mujeres están dotadas para cualquier rama de las artes, y…

—¡Teniente! —la irritación de Toller había ido creciendo durante el discurso, y de repente no pudo contenerla más—. ¡Cómo te atreves a hablarme de esa forma acerca de un superior! ¿No te das cuenta de que podría hacerte castigar severamente?

Los ojos de la teniente se abrieron con sorpresa, luego adquirió una expresión de desengaño y resignación.

—No…, tú también. ¡Otro que también cae!

—¿De qué estás hablando?

—Todos los hombres que la conocen… —la teniente se interrumpió, sacudiendo la cabeza—. Pensaba que después del asunto del informe sobre el choque… ¿Sabes que la bella condesa Vantara hizo todo lo que pudo para intentar privarte de tu mando?

—¿Sabes que debes usar un tratamiento deferente cuando te diriges a un oficial superior?

Toller era vagamente consciente de que había algo de ridículo en sus maneras, sobre todo teniendo en cuenta que los dos estaban suspendidos en el azul vacío de entre los discos turbulentos de los planetas; pero era incapaz de escuchar pasivamente mientras Vantara era criticada de forma tan ácida.

—Lo siento, señor —el rostro de la teniente había perdido toda expresión, y su voz era neutral—. ¿Quiere que me ocupe del cuernazul?

—¿Cómo te llamas, por cierto?

—Jerene Pertree, señor.

Toller se sintió ahora pomposo, pero no veía otro camino para salir del lío en el que se había metido.

—En esta expedición no faltan personas expertas en tratar con animales. ¿Estás segura de que no saldrás volando?

—Me crié en una granja, señor.

Jerene abrió la válvula de su unidad propulsora durante un corto tramo, lo suficiente como para producir el empuje que la llevase hasta la cabeza del cuernazul. Los ojos saltones del animal giraron en círculo cuando ella se acercó, y alrededor de la boca se concentraron unos filamentos de baba. Toller sintió una punzada de inquietud —esas enormes mandíbulas podían fácilmente desgarrar la carne humana bajo el más grueso de los trajes—, pero Jerene estaba emitiendo unos suaves sonidos que parecieron producir un efecto inmediato en el cuernazul. Deslizó un brazo alrededor del cuello y comenzó a acariciar la frente del animal con la mano libre. Éste se rindió a las caricias, volviéndose visiblemente dócil, y en pocos segundos la teniente pudo bajarle los párpados sobre aquellos ojos fijos de color ámbar. Jerene hizo un gesto hacia Toller, indicándole que se acercase con la cuerda.

Éste se impulsó hasta allí, ató los pies traseros del animal, desenrolló un poco más de cuerda y repitió el proceso con las patas delanteras. No estaba acostumbrado a ese tipo de trabajo, y todo el rato estuvo temiendo una violenta respuesta del animal cautivo; sin embargo éste le permitió terminar la operación sin ningún percance.

Para entonces el caos de arriba ya estaba controlado. La nave destruida había sido abandonada. La superficie de Overland estaba casi totalmente oculta por las estelas de condensación que los hombres de otras naves rociaban por sus escapes al intentar salvar las provisiones. Se gritaban unos a otros, y parecían casi animados al comprender que el daño había sido mínimo para la flota, comparado con lo que podía haber ocurrido. A Toller se le ocurrió que la expedición había tenido suerte en otro aspecto: si el encuentro con el grupo de meteoros no hubiera sucedido tan cerca de la zona de ingravidez, la recuperación habría sido mucho más difícil, si no imposible. Todos los objetos caían hacia Land, pero la velocidad de descenso era tan lenta que a estas alturas podía despreciarse.

También ascendían autoimpulsados unos hombres provenientes de las cuatro naves del primer escalón, entre los que se hallaba el comodoro espacial Sholdde, oficial jefe ejecutivo de la expedición. Sholdde era un duro y lacónico cincuentón, muy apreciado por la Reina gracias al entusiasmo con que asumía las tareas difíciles. El hecho de que hubiera perdido una nave, aunque no pudiera achacársele ninguna culpa, le iba a poner irritable y difícil de tratar durante el resto del vuelo.

—¡Maraquine! —gritó a Toller—. ¿Qué te crees que estás haciendo ahí? Vuelve a tu nave y mira a ver cuántas provisiones puedes aceptar a bordo. No deberías estar perdiendo el tiempo por un miserable saco de pulgas.

—¡Cómo se atreve a llamarme saco de pulgas! —murmuró Jerene en dirección a Sholdde, aparentando indignación—. Saco de pulgas lo serás tú.

—Oye, ya te he advertido sobre…

Toller, que había estado a punto de amonestar a la teniente por su falta de respeto hacia los oíiciales superiores, se encontró con un brillo irónico en aquellos ojos marrones y su resolución se disipó. Le gustaba la gente que podía hacer chistes en los momentos tensos, y tenía que admitir que a él le hubiera costado reunir el valor necesario para acercarse tanto a la cabeza del aterrado cuernazul.

—Ya puedes volver a tu nave —dijo, refrenándose—. Los granjeros pueden recoger su cuernazul cuando estén dispuestos.

—Sí, señor.

Jerene se apartó del amansado animal y dirigió la mano a los mandos de su unidad propulsora. Toller sintió que había sido injusto.

—Por cierto, teniente…

—¿Señor?

—Lo hiciste muy bien con el cuernazul.

—Muchas gracias, señor —dijo Jerene, sonriendo modestamente de un modo que Toller interpretó casi con certeza como una burla hacia él.

La observó alejarse con su propulsor, dejando un cono de condensación blanca, y sus pensamientos volvieron inmediatamente a Vantara. Había estado a punto de ser dañada por la coz del cuernazul, y había hecho lo correcto al volver a su nave en seguida. Era una pena, sin embargo, que al hacerlo le hubiera privado de la oportunidad de establecer una mejor relación.

«Pero tengo tiempo», pensó, decidido a tomárselo con filosofía. «Habrá todo el tiempo del mundo cuando lleguemos a Land».