"Los mundos fugitivos" - читать интересную книгу автора (Shaw Bob)

Capítulo 5

La antigua ciudad de Ro-Atabri era inmensa.

Toller llevaba junto a la baranda de la barquilla más de una hora, mirando hacia abajo la mancha creciente de intrincadas líneas y dibujos coloreados que diferenciaban la ciudad del terreno de alrededor. Se le había educado para que considerase a Prad, la capital de Overland, como una impresionante metrópoli, y se había imaginado a Ro-Atabri mucho mayor, pero igual en esencia. La realidad de la histórica sede del poder kolkorronés era, sin embargo, algo para lo que no estaba preparado.

Sintió que esa enorme diferencia de tamaño también implicaría de algún modo una diferente esencia, e incluso algo más que eso. Todas las ciudades, villas y pueblos de Overland habían sido planificadas, y por tanto sus características principales derivaban de la voluntad de arquitectos y constructores; pero desde lo alto, Ro-Atabri tenía un aspecto de crecimiento natural, el de un organismo vivo.

Allí estaba, tal y como la recordaba de las descripciones que su abuela paterna, Gesalla Maraquine, solía hacerle cuando era un niño. Ahí estaba el río Borann serpenteando hacia la bahía de Arle, la cual se abría en el golfo de Tronom; hacia el este estaba el monte Opelmer coronado de nieve. Cercada y moldeada por los accidentes naturales, la ciudad y sus barrios periféricos se extendían sobre la tierra como un enorme liquen de manipostería, hormigón, madera de brakka y arcilla que representaba siglos de esfuerzos de multitudes de seres humanos. Los grandes incendios que prendieron el día en que comenzó la Migración habían dejado su huella aún visible en algunas zonas, pero la duradera obra de albañilería había sobrevivido intacta y serviría a la humanidad de nuevo en alguna era futura. Unas manchas de color rojo y marrón anaranjado demostraban que los desafortunados Hombres Nuevos habían empezado a cubrir los edificios renovando los tejados.

—¿Qué te parece, joven Maraquine? —dijo el comisionado Kettoran, apareciendo junto a Toller. Ahora que la gravedad había vuelto a la normalidad se sentía mucho mejor y dedicaba un vivo interés a todos los asuntos de la nave.

—Es grande —dijo simplemente Toller—. No puedo abarcarlo todo. Hace que la historia parezca… real.

Kettoran se rió.

—¿Te crees que la inventamos?

—Podrían haberlo hecho, por lo que respecta a la mayoría de la generación presente, pero esto… me martillea la mente. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Lo comprendo perfectamente. Piensa en cómo me siento yo… —Kettoran se inclinó un poco más sobre la baranda y su cara alargada se animó—. ¿Ves esa mancha cuadrada de color verde justo al oeste de la ciudad? Ése es el viejo cuartel espacial, ¡el lugar desde donde despegamos hace cincuenta años! ¿Podríamos aterrizar allí?

—Parece un lugar tan bueno como cualquier otro —dijo Toller—. Las desviaciones laterales en este vuelo han sido muy leves, y las que se han producido fueron contrarrestadas por otras. La decisión la tiene el comodoro espacial, desde luego, pero yo diría que allí es donde vamos a aterrizar.

—Sería ideal. Un completo y perfecto ciclo.

—Desde luego —admitió Toller, ya sin escuchar.

Su atención estaba absorbida por la idea de que el vuelo de diez días entre los dos planetas estaba a punto de acabar, y que muy pronto tendría oportunidades ilimitadas para cortejar a Yantara. Ni siquiera la había vuelto a ver desde el incidente del cuernazul, y esa falta de contacto había aumentado su obsesión hasta el punto de que la perspectiva de ver otro planeta por primera vez le parecía una aventura menor comparada con el poder hablar a la condesa cara a cara y tal vez conquistarla.

—Te envidio, joven Maraquine —dijo Kettoran, contemplando con nostalgia el escenario natural sobre el cual se habían desarrollado las escenas de su juventud—. Ante ti tienes todo un mundo de posibilidades.

—Tal vez… —sonrió Toller, saboreando su propia interpretación de las palabras del comisionado—. Quizás tenga razón.


El pueblo de Styvee comprendía poco más de unas cien casas, e incluso en sus mejores días sólo habría albergado unos pocos cientos de personas. Toller estuvo tentado de tacharlo de la lista, pero entonces hubiera sido necesario falsificar un informe de inspección, y no podía permitirse el caer en tan mezquina falta de honestidad. Durante un momento estudió el trazado de la villa, advirtiendo que su plaza central era muy pequeña, incluso para un lugar tan apartado.

—¿Qué opina, cabo? —dijo, poniendo a prueba la opinión del joven—. ¿Vale la pena intentar descender sobre esos escasos metros de hierba?

Steenameert se inclinó sobre la baranda para estimar la perspectiva.

—Yo no me arriesgaría, señor. Hay muy poco ángulo de deriva, y no tenemos ni idea de cómo son las corrientes alrededor de ese grupo de almacenes tan altos.

—Eso es lo que yo estaba pensando. Todavía podrás ser un buen piloto —dijo Toller, jovialmente—. Nos dirigiremos hacia esos prados del este, junto al río, y descenderemos allí.

Steenameert asintió. Su rostro normalmente colorado se volvió aun más encarnado con el elogio. Toller le había tomado afecto a Steenameert desde aquél primer encuentro —cuando descendió en paracaídas desde el vacío interplanetario—, y había mostrado un interés especial para que estuviera en su tripulación durante el vuelo a Land. Ahora estaba preparando personalmente a Steenameert para una promoción de rango, en cierto modo para fastidio del teniente Correvalte, que había pasado el obligado año en un escuadrón de entrenamiento.

Toller se volvió hacia Correvalte, quien oficialmente debería de haber dirigido la maniobra de aterrizaje y que demostraba su frustración haraganeando en su asiento con una postura de exagerado aburrimiento.

—Teniente, designe un hombre para que guarde la nave y que los otros se preparen para inspeccionar la villa. El paseo les vendrá bien.

Correvalte saludó, muy correctamente, y abandonó el puente. Toller mantuvo una expresión cuidadosamente neutral mientras observaba al teniente descender por una corta escalera hacia la plataforma principal de la barquilla. Ya había decidido recompensar a Correvalte recomendándolo para una capitanía antes de tiempo; sin embargo también había decidido no hacérselo saber hasta que la presente misión estuviera terminada.

Era mitad del antedía, y en la región ecuatorial de Land el calor solar estaba ya caldeando la tierra. La mayor parte de la barquilla estaba bajo la sombra de la cámara de gas, hecho que confería al ambiente de más allá un aspecto sobrecogedor, por lo brillante y vivido. Cuando la nave realizó un lento semicírculo para afrontar la leve brisa, descendiendo al mismo tiempo, Toller vio que los campos que rodeaban el pueblo habían recuperado casi totalmente su uniforme tono verde natural.

Sin ninguna estación que orquestase los ciclos de maduración, cada planta en estado salvaje tendía a seguir el suyo propio. Una parte de las plantas estaba en tempranos estadios de crecimiento, mientras que otras estaban en su punto culminante de madurez y otras marchitándose ya, devolviendo al suelo sus materias. Desde tiempo inmemorial, los campesinos kolkorroneses habían seleccionado semillas de plantas aprovechables en tandas sincrónicas, creando normalmente seis cosechas al año; como resultado, las zonas cultivadas presentaban un patrón de bandas de varios colores.

Aquí, después de décadas de abandono, esos patrones habían desaparecido casi del todo, y las hierbas comestibles y otros cereales habían vuelto lentamente a la anarquía botánica. El avanzado estadio de la degradación llevó a Toller a sospechar que el pueblo de Styvee no fue uno de los ocupados por los Hombres Nuevos después de que la plaga ptertha barrió a la población humana normal. Si ese era el caso, la inspección de la villa prometía una serie de experiencias desagradables y bastante deprimentes.

Las últimas fases de la extinción racial, hacía medio siglo, se habían sucedido tan rápidamente que no hubo tiempo para que los moribundos enterrasen a sus muertos…

Ese pensamiento enturbió el humor de Toller, recordándole lo equivocado que había estado en sus suposiciones de que la llegada de la flota a Land le daría incontables oportunidades para estar en compañía de la condesa Vantara. En el fondo de ese error había un simple hecho histórico.

La migración de Land a Overland se había planeado cuidadosamente y podría haberse llevado a cabo en etapas sucesivas, pero al final se realizó bajo circunstancias de pánico y caos. Con la ciudad de Ro-Atabri ardiendo, con las masas revueltas y perdida la disciplina del ejército, la evacuación se llevó a cabo con sólo unos minutos de anticipación para los refugiados; en tal urgencia no se transportó ni un solo libro en el viaje entre los dos planetas. Se llevaron grandes cantidades de joyas y fajos de billetes, pero ni una sola pintura, ni un poema escrito, ni una partitura.

Aunque los hombres y mujeres de la cultura se quejarían más tarde de haber dejado su espíritu detrás, el rey Chakkell y sus herederos se lamentarían de un descuido más enojoso. Con todo el alboroto y la confusión, a nadie se le había ocurrido traer ni un solo mapa de Kolkorron, del imperio, o del propio Land. Desde la época de la Migración hasta los días presentes —aunque la familia real kolkorronesa aún reclamaba su soberanía sobre el Viejo Mundo—, la falta de mapas había resultado más molesta que cualquier otra; no obstante, la situación había cambiado completamente.

El príncipe Oído, el único descendiente que quedaba de Daseene, estaba en la cincuentena, y toda su vida había estado contrariado por la negativa de la Reina a abdicar. Y a medida que la debilidad de su madre prometía abrirle camino, su frustración aumentaba al saberse heredero de un reino cuya riqueza real y potencial eran casi un misterio absoluto.

Aunque Toller no lo sabía, Oído había convencido a Daseene para postergar la circunnavegación de Land hasta que se hubiera llevado a cabo un examen detallado de Kolkorron. Esa era la razón por la que, en vez de desplazarse junto a la nave de Vantara en una fascinante vuelta al planeta, Toller se veía enredado en una serie de escalas aéreas de un pueblo desierto a otro. Llevaba en Land casi veinte días, y en todo ese tiempo no había visto a Vantara, que estaba ocupada en tareas similares por otra región del país.

Al igual que la ciudad de Ro-Atabri le había impresionado por su gran tamaño, Kolkorron le sobrecogía por su multiplicidad de centros —grandes, medianos y pequeños—, que en otra época habían sido necesarios para albergar a su población. Habiendo vivido toda su vida en Overland, donde era posible volar durante horas sin ver una sola casa, Toller se sintió agobiado, oprimido por la gran interferencia del hombre en el paisaje natural. Había empezado a visualizar el antiguo reino como una enorme colmena hirviente en la que cada individuo contaría muy poco. Incluso el saber que allí había nacido su abuelo le sirvió de poco para contrarrestar sus sentimientos negativos hacia la campiña sometida e invadida de Kolkorron.

Contempló malhumorado el grupo de casas y grandes edificios que integraban Styvee, que parecían inclinarse con los movimientos de la aeronave. Los antiguos mapas y periódicos que habían encontrado en Ro-Atabri mostraban que su importancia principal derivaba del hecho de que la villa contenía una estación de bombeo, que había sido vital para la irrigación de una zona considerable de la tierra de labranza situada al norte del río local y del sistema de canales. Era necesario que Toller inspeccionase la estación e informase de sus condiciones.

Sin dejar de vigilar a Steenameert y su manejo de la aeronave, Toller consultó su lista y confirmó que después de haber reconocido Styvee sólo le quedarían tres localidades por examinar. Si no se producía ninguna complicación, podría volver al campamento base en la capital antes de la noche breve del día siguiente. Vantara probablemente también habría vuelto para entonces a Ro-Atabri. Ese pensamiento le ayudó a desechar algunos de sus presentimientos sobre la misión que realizaba, y comenzó a silbar al propio tiempo que sacaba su espada de un cajón. La magnífica arma de acero, que había pertenecido a su abuelo, era demasiado voluminosa para pasearla por los estrechos confines de la nave, pero nunca se aventuraba a salir sin llevarla atada a un costado. Esto aumentaba su sensación de parentesco con el otro Toller Maraquine, aquél cuyas proezas nunca tendría la posibilidad de emular.

Un minuto más tarde, gracias a las cortas descargas de los propulsores secundarios, el fondo de la barquilla hizo contacto con la tierra, y el cañón de cuatro anclas disparó sus ganchos hacia la hierba. Los hombres saltaron inmediatamente por el lateral de la barquilla portando cuerdas con las que asegurar doblemente la nave contra la posibilidad de torbellinos calientes, que solían recorrer las inmediaciones del ecuador.

—Motores parados, señor —dijo Steenameert, buscando con la mirada a Toller mientras cerraba la válvula del depósito neumático que alimentaba de cristales al propulsor—. ¿Qué tal ha sido el aterrizaje?

—Pasable, pasable —Toller usó un tono de voz que demostraba que estaba más complacido con la actuación del cabo de lo que afirmaban sus palabras—. Pero no te quedes ahí todo el día esperando felicitaciones. ¡Afuera tú también!

Como ya le había ocurrido otras veces, en su breve paseo por los alrededores del pueblo Toller se sintió extrañamente cohibido, como si unos observadores ocultos estuvieran acechando cada paso que daba. Sabía cuan absurda era esa idea, y sin embargo era incapaz de olvidar que él y sus hombres serían un blanco fácil si unos defensores con rifles apareciesen en las ventanas de los pisos superiores. Su inquietud, decidió, provenía de la idea de que estaba haciendo algo que no tenía ningún derecho a hacer, que el último lugar de descanso de tanta gente no debía perturbarse…

Una retahila de maldiciones procedente de alguien situado unos metros a su izquierda le hizo mirar en esa dirección. El hombre esquivó cuidadosamente algo que Toller no pudo ver debido a la alta hierba.

—¿Qué era eso, Renko? —dijo, sabiendo en el fondo la respuesta que le daría.

—Un par de esqueletos, señor… —la amarilla camisa del uniforme de Renko mostraba manchas en varios sitios por el sudor; cojeaba visiblemente—. Casi me caigo encima de ellos, y por poco me rompo el tobillo.

—Si no se le cura pronto, anotaré el incidente en su hoja de servicios —dijo Toller secamente—. Se enfrentó a dos esqueletos; resultaron vencedores ellos.

El comentario desencadenó las risas de los otros hombres y la cojera de Renko desapareció rápidamente.

Al llegar al pueblo el grupo se desplegó según el procedimiento habitual, entrando los hombres en las casas e informando de su estado al teniente Correvalte, que realizaba numerosas anotaciones en el cuaderno de informes. Toller aprovechó la oportunidad para buscar un relativo aislamiento, paseándose solo por las estrechas callejuelas y las ruinas de los jardines. El abandonado estado de los edificios le convenció de que Styvee no había sido ocupado por los Hombres Nuevos; que desde hacía medio siglo las familias humanas no habían revivido con su presencia las derruidas estructuras de piedra.

En el exterior no había esqueletos visibles, pero eso no era extraño según la experiencia de Toller. En la fase última y más virulenta de la plaga de los pterthas, las víctimas habían sobrevivido sólo dos horas después de la infección; sin embargo algún instinto parecía haberles empujado a buscar lugares de reclusión en donde morir. Era como si algún sentimiento innato de propiedad hubiera sido ultrajado por la idea de ensuciar sus propias comunidades con cadáveres descompuestos. Unos cuantos habían conseguido llegar hasta sitios pintorescos o que ofreciesen una buena perspectiva, pero en general los ciudadanos del viejo Kolkorron habían elegido morir en el retiro de sus casas, muy a menudo en la cama.

Toller había perdido la cuenta de las veces que había visto patéticas escenas familiares consistentes en esqueletos masculinos y femeninos unidos en un último abrazo, muy a menudo con estructuras óseas menores yaciendo entre ellos. La visión de tantos recordatorios de la futilidad de la existencia había impregnado su espíritu de una honda melancolía que a veces superaba a su entusiasmo natural. Ahora, sin ningún pudor, trataba de no entrar en las silenciosas viviendas siempre que podía evitarlo.

Su paseo por la villa le condujo a un gran edificio sin ventanas que había sido construido a la vera del río. Parte de él se adentraba en el agua. Identificando la estructura como la estación de bombeo —la cual era el principal elemento de interés en la zona—, la rodeó hasta llegar a una gran puerta de la pared norte. La puerta había sido construida con una madera de veta fina reforzada con tiras de brakka, y parecía intacta después de cincuenta años de abandono. Estaba cerrada y, como Toller había adivinado, apenas vibró cuando lanzó contra ella su considerable peso.

Murmurando con fastidio, se dio la vuelta, protegió los ojos del sol con la mano y atisbó hacia el pueblo. Pasó más de un minuto hasta que divisó la figura voluminosa de Gabbleronn, el sargento especialista encargado del mantenimiento de la aeronave. Gabbleronn acababa de salir de lo que habría sido alguna vez un almacén de algo, y se estaba metiendo en el bolsillo un pequeño objeto. Pareció sobresaltarse cuando Toller le llamó, y respondió a la orden con una evidente falta de entusiasmo.

—No estaba robando, señor —protesto al acercarse—. Sólo he cogido una candelera hecha de esa madera negra. No tiene ningún valor, señor; es un recuerdo para mi esposa, para cuando vuelva a Prad. Lo devolveré.

—Eso no importa —le interrumpió Toller— Quiero que se abra esta puerta. Traiga de la nave todas las herramientas que necesite. Arránquela de sus goznes si es preciso.

—¡Si, señor!

Aparentemente aliviado, Gabbleronn examino con gran atención la puerta durante un momento, luego saludó y se alejo corriendo.

Toller se sentó en los escalones de piedra y se acomodó lo mejor que pudo mientras esperaba a que el sargento volviese. El calor aumentaba a medida que el sol ascendía, y el cielo estaba tan brillante que sólo eran visibles unas pocas estrellas diurnas. Directamente encima de él, el gran disco de Overland ocupaba el centro del cielo con un aspecto fresco e impoluto, y sintió una oleada de añoranza por aquellos espacios abiertos y limpios. Todo el planeta de Land era un enorme cementerio —ruinoso, fantasmagórico, polvoriento y triste—, e incluso la presencia de Vantara en algún lugar sobre el horizonte apenas compensaba la negatividad que empezaba a imponerse en su mente. Sería diferente si pudiera disfrutar de su compañía, pero eso de estar tan cerca y sin embargo totalmente apartado de ella, era mucho peor que…

«¿Qué estoy haciendo?», pensó de repente. «¿En que clase de hombre me estoy convirtiendo? ¿Me voy a pasar la vida lamentándome, sin hacer nada? ¿Melancólico y añorante, como un pálido adolescente?»

Esas preguntas le impulsaron a levantarse, y estaba paseándose en impacientes círculos, con una mano en la empuñadura de la espada, cuando vio a Correvalte aproximarse seguido del resto de la tripulación. El teniente iba examinando sus notas mientras andaba, con aspecto atareado, eficaz y cómodo en el ambiente que le rodeaba. Toller sintió cierta envidia, acompañada de una momentánea sospecha de que Correvalte tenía la capacidad para ser un oficial mejor que él.

—El informe está casi terminado, señor, excepto la inspección de la estación de bombeo —dijo Correvalte—. ¿Ha entrado en el edificio?

—¿Cómo iba a entrar con esa maldita puerta atrancada? —le preguntó Toller—. ¿Tengo aspecto de fantasma que pueda colarse por las grietas de la madera?

Los ojos del teniente se abrieron y después se volvieron veladamente impersonales.

—Perdone, señor, no me di cuenta.

—He enviado a Gabbleronn a por algunas herramientas —le cortó Toller, ya avergonzado por su exhibición de malhumor—. Vaya a ver si necesita ayuda para traerlas. No me apetece entretenerme en este cementerio más de lo necesario.

Mientras Correvalte realizaba uno de sus ultracorrectos saludos, Toller se dio la vuelta y caminó por la orilla del río hasta llegar a un estrecho puente de madera. Desde lejos el puente le había parecido bastante sólido, pero al examinarlo de cerca vio que su estructura tenía un aspecto esponjoso de color gris blanquecino, que delataba que había sido devorado por algún insecto comedor de madera. Sacó la espada y golpeó uno de los soportes de la barandilla. Se partió ofreciendo muy poca resistencia a la hoja y cayó al río, llevándose con él una parte de la barandilla. Media docena más de golpes fue suficiente para partir las dos vigas principales del puente, enviando toda la estructura podrida al agua, entre nubes de madera molida y el zumbido de unas diminutas criaturas aladas que habían sido perturbadas en su tarea.

—Ya habéis comido bastante —dijo Toller, dirigiéndose imaginariamente a las multitudes de insectos y larvas que aún debían de quedar dentro de los maderos—. Ahora, a beber un poco.

Esa escasa actividad física, por muy ligera que hubiera sido, le ayudó a relajar las tensiones de su mente, y se sintió de mejor humor cuando desanduvo sus pasos hacia el pueblo. Llegó a la estación de bombeo justo cuando Gabbleronn y dos de sus ayudantes lograban abrir la puerta con la ayuda de una larga palanca.

—Buen trabajo —dijo Toller—. Ahora veamos qué maravillas de la ingeniería se encuentran en el interior.

Antes de llegar a Land ya sabía por sus estudios de historia que en el planeta no había metales, y que la madera de brakka se había empleado en cosas para las que, en Overland, el diseñador actual habría elegido hierro, acero o algún otro metal apropiado. Las maquinarias con engranajes y otros componentes de tensión hechos de madera negra, le parecieron aparatosos y pintorescos, reliquias de una era primitiva.

Pasó adelante por un corto pasillo, hasta una gran cámara abovedada que contenía una enorme maquinaria de bombeo. Las ventanas del techo tenían una costra de mugre, pero aún se filtraba la suficiente luz a través de ellas como para mostrar que la maquinaria, aunque cubierta de polvo, estaba completa y en buen estado. Las partes no hechas de brakka —vigas y puntales— eran de la misma madera de veta pequeña que la puerta de la estación, un material que evidentemente resistía a los insectos o no era del gusto de ellos. Toller examinó una de las vigas con la uña del pulgar y le impresionó su dureza aún después de cincuenta años de abandono.

—Creo que se le llama madera de rafter, señor —dijo Steenameert, acercándose a él—. Ya ve por qué era preferida por los constructores.

—¿Cómo sabes su nombre?

Steenameert se sonrojó.

—He leído descripciones muchas veces en…

—¡Oh, no!

La voz era del teniente Correvalte, que estaba recorriendo el perímetro de la cámara, abriendo las puertas de las salas laterales. Se apartó de una puerta, sacudiendo la cabeza, y Toller supo en seguida que habría presenciado algo desagradable. «Esto, se dijo, es lo que esperaba desde que entramos en el pueblo. Sabía que algo malo nos aguardaba, y no me apetece nada tener que verlo».

Sabía también que no podía eludir el inspeccionar personalmente el hallazgo, si no quería que se corriese la voz entre los tripulantes de que se estaba volviendo blando. Lo máximo que podía hacer era retrasar el tétrico momento. Se inclinó sobre la palanca y el retén de control y apartó con la mano el polvo que lo cubría, fingiendo tener un interés especial en el diseño, mientras observaba a sus hombres. La reacción de Correvalte había excitado su curiosidad y, por turnos, iban entrando en la habitación. Nadie se quedaba más de unos segundos y, aunque eran hombres endurecidos por su profesión, todos parecían preocupados y pensativos cuando volvían a la cámara principal.

«Tengo una cita en esa habitación», pensó Toller, «y no sería correcto demorarla más».

Se enderezó, llevándose la mano inconscientemente a la empuñadura de la espada, y se dirigió hacia la puerta que le esperaba. La habitación del otro lado le pareció la celda de una prisión. Estaba desprovista de muebles y tristemente iluminada por un tragaluz roto en el techo inclinado. Alineados junto a las paredes, en posición sentada, había unos veinte esqueletos. Los restos de vestidos y faldas, así como la presencia de collares y pulseras de cerámica, informaron a Toller de que habían pertenecido a mujeres.

«No es tan terrible», pensó. «Es ley de vida, de muerte, que la plaga fuese imparcial. Atacó a las mujeres al igual que a los hombres, y desde que llegué a este aciago planeta he visto muchos, muchos…»

Su mente se detuvo, congelada, al captar un hecho que no había percibido a primera vista. Enroscado dentro de la depresión pélvica de cada esqueleto había otro: una estructura menuda de frágiles huesos que era todo lo que quedaba de un bebé cuya vida había terminado antes de empezar propiamente.

Sí, la plaga fue muy imparcial.

Toller deseó poder darse la vuelta y salir huyendo de la habitación, pero la mortal frialdad de su mente se había filtrado hasta su cuerpo, paralizando sus miembros. El tiempo se había distorsionado, los segundos se alargaron hasta convertirse en eras, y sintió que estaba destinado a pasar el resto de su vida helado en el mismo lugar, en ese umbral del pesimismo y la pura desesperanza.

—Los habitantes del pueblo debieron de traer aquí a todas sus mujeres embarazadas, esperando que estos muros las protegieran —dijo el teniente Correvalte detrás de Toller—. ¡Mire! Una de ellas iba a tener gemelos.

Toller decidió no buscar ese refinamiento del horror. Librándose de su parálisis, se dio la vuelta y salió de la sala, plenamente consciente del atento escrutinio que le dedicaron todos los miembros de su tripulación.

—Anote —dijo a Correvalte—. Diga que inspeccionamos la maquinaria de bombeo y la encontramos en buenas condiciones para volver a hacerla trabajar en breve.

—¿Eso es todo, señor?

—No he visto nada más que pueda interesar a nuestra soberana —dijo Toller en un tono casual, dirigiéndose lentamente hacia la entrada de la estación, disimulando la angustia que sentía, la necesidad urgente de comprobar que la sensatez de la luz del sol aún podía encontrarse en el mundo exterior.

Las celebraciones del Día de la Migración tomaron a Toller totalmente por sorpresa.

Había concluido su inspección y volvió al campamento base cuando faltaba menos de una hora para la noche breve, habiendo perdido toda noción del día que era. Cosa rara en él, se sentía profundamente cansado. La noticia de que era el día 226, el aniversario de los primeros aterrizajes en Overland, no había logrado animarlo, y se fue directamente a la cama después de entregar la nave al sargento Codell. Ni siquiera la noticia de que Vantara había vuelto a la base el día anterior le había sacado de su letargo, del cansancio de espíritu que lo entristecía todo.

Ahora estaba tumbado en la oscuridad de su habitación —parte de los cuarteles que habían albergado en otro tiempo a la guardia del Gran Palacio—, y se veía incapaz de dormir. Nunca había sido dado a la introspección ni al examen de conciencia, pero comprendía muy bien que el origen de aquel cansancio no era físico. Era un cansancio mental, una fatiga física inducida por un largo periodo de hacer algo que no le agradaba, de ir contra su propia naturaleza.

Antes del viaje se había imaginado a Land como un enorme osario, y la realidad se había adaptado más que de sobra a sus suposiciones, culminando en el tétrico hallazgo en la estación de bombeo de Styvee. Quizás estaba siendo demasiado indulgente consigo mismo. Quizás, como alguien nacido en una posición privilegiada, estaba apreciando por primera vez cómo era la vida para los seres corrientes, que se veían obligados a pasar sus días en una especie de esclavitud que él detestaba y que les había sido impuesta desde arriba. Toller trato de recordar que su abuelo, el otro Toller Maraquine, no habría permitido que se perturbase tan pronto su ecuanimidad. Por muchas horribles visiones y experiencias que el auténtico Toller Maraquine hubiera tenido que afrontar, se habría protegido de su embate con un escudo de firmeza e independencia. Pero… pero…

—¿Cómo voy a encontrar lugar en mi cabeza para veinte esqueletos ordenadamente alineados contra la pared, con otros veinte esqueletos enroscados en sus cunas pélvicas?

Otros veintiúno, debería de haber dicho. «¿No te diste cuenta de que una de las mujeres iba a tener gemelos? ¿Qué puedes hacer con dos pequeños enanitos, con unas frágiles varillas blancas en vez de huesos, que se hicieron compañía en la muerte en vez de en la vida?»

Una fuerte explosión de carcajadas procedente de los jardines del palacio hizo que Toller se levantara con exasperación, sudando. Los hombres y mujeres se estaban emborrachando, alcanzando un estado en el que podrían estrechar la mano a los esqueletos y dar palmaditas a los bebés no nacidos, con sus cráneos aún bifurcados. Toller pensó que la única perspectiva que tenía esa noche de dormir era administrarse una gran cantidad de alcohol.

Dando la bienvenida a esa oportuna idea, sintiendo que su cansancio interior cedía un poco, se vistió y salió de la habitación. Orientándose con dificultad por los desconocidos pasillos, llegó por fin al lado norte de los jardines, en donde estaba el centro de la fiesta.

Se había elegido esa zona porque estaba pavimentada y por tanto se había conservado mejor que las otras durante las décadas de abandono. Incluso en el patio de armas, situado detrás del palacio, las hierbas y matojos llegaban hasta la cintura. En el jardín se habían encendido pequeñas hogueras, cuyas luces eran absorbidas en parte y reflejadas suavemente por las fuentes ornamentales, estatuas y arbustos, haciendo que el lugar pareciese mucho mayor que de día.

Parejas y pequeños grupos paseaban por la penumbra centelleante, mientras otros estaban de pie junto a la larga mesa que se había dispuesto para el refrigerio. En la expedición había tres veces más hombres que mujeres, lo que significaba que las mujeres que estaban de un humor oportuno aquella noche disfrutaban de un exceso de situaciones románticas, mientras que los hombres que eran rechazados se dedicaban a comer, beber, cantar y relatar historias obscenas.

Toller encontró al comisionado Kettoran y a su secretario junto a la mesa, sirviendo comida y bebida. Los dos hombres parecían divertirse con aquella humilde tarea, demostrando al resto que a pesar de su alto rango sabían entenderse con ellos.

—Bienvenido, bienvenido, bienvenido —gritó Kettoran cuando divisó a Toller aproximándose—. Ven a beber algo con nosotros, joven Maraquine.

Toller pensó que el comisionado estaba sobreactuando un poco en su papel, quizás temeroso de que alguien no lo entendiese, pero era una debilidad inofensiva, nada objetable.

—Gracias, tomaré una gran jarra de vino tinto kailiano.

Kettoran sacudió la cabeza.

—En esta ocasión, ni vino ni cerveza. Se trata de llevar una carga útil en las naves, ¿sabes? Tendrás que contentarte con coñac.

—Pues entonces coñac.

—Te dejaré probar algo del bueno, en uno de mis mejores vasos.

El comisionado se agachó detrás de la mesa y un momento después se levantó con una copa de cristal reluciente llena hasta el borde. Estaba alargándosela a Toller Maraquine cuando la alegre expresión de su rostro cambió bruscamente para ser reemplazada por una mezcla de sorpresa y dolor. Toller tomó la copa en seguida y observó con preocupación cómo Kettoran se presionaba con ambos brazos la parte inferior de su caja torácica.

—Tyre, ¿estás bien? —preguntó ansiosamente Wotoorb—. Te dije que debías descansar más…

Kettoran inclinó la cabeza brevemente hacia su secretario, y luego guiñó un ojo a Toller.

—Este viejo idiota se piensa que va a vivir más que yo —sonrió, tras haber desaparecido aparentemente su malestar, cogió su vaso y lo alzó hacia Toller—. A tu salud, joven Maraquine.

—A la suya, señor —dijo Toller, incapaz de devolverle la sonrisa.

Kettoran examinó su rostro atentamente.

—Hijo, espero que no me consideres impertinente, pero ya no pareces el mismo joven gallo de pelea que capitaneaba la nave durante el viaje a Land. Parece que algo te ha acoquinado…

—¡Acoquinarme yo! —Toller rió con incredulidad—. No se inquiete, señor; yo no me ablando tan fácilmente. Y ahora, si me perdona…

Se dio la vuelta y se alejó de la mesa, molesto por los comentarios del comisionado. Si los efectos de su desazón podían ser detectados tan fácilmente por alguien que apenas le conocía, ¿qué posibilidades tenía de conservar el respeto de su propia tripulación? Mantener la disciplina ya era bastante difícil a veces, sin contar con que los hombres le considerasen como una planta de invernadero que podía marchitarse con el aliento frío de la primera adversidad. Bebió un poco de coñac y se paseó por el jardín cerca del perímetro, manteniéndose apartado de la zona más bulliciosa, hasta que encontró un banco de mármol desocupado. Agradecido por la soledad, se sentó.

En el cielo la estrecha franja iluminada de Overland se encontraba en el centro de la Gran Rueda, ese enorme remolino de luminosidad que dominaba el cielo nocturno durante la última parte del año. Varios cometas extendían sus estelas a través del espacio, e innumerables estrellas —algunas de ellas como faros de colores— se sumaban al esplendor, ardiendo con una permanencia fija que contrastaba con los efímeros pasos de los meteoros.

Toller se concentró en la gran copa, que debía de contener cerca de un tercio de la botella de coñac, tragando el líquido caliente a sorbos lentos y regulares. Era una noche en la que hubiera sido bueno tener compañía femenina, pero ni siquiera la idea de que Vantara podía estar sólo a una docena de metros en el fragante anochecer logró provocar alguna respuesta dentro de él. También era una noche para afrontar verdades, para desechar ilusiones, y lo cierto del asunto era que la condesa se había convertido en una enemiga desde su primer encuentro como adultos, que ahora le despreciaba y que así sería mientras él permaneciese en su memoria.

«Además», le volvió el pensamiento acechante, «¿cómo puedes siquiera pensar en cortejar a una mujer cuando te miran veintiún esqueletos en miniatura?»

Toller siguió bebiendo metódicamente hasta que la copa estuvo vacía, después revisó su estado. A pesar del cansancio aún no había conseguido aturdirse con el alcohol. En el centro de su mente persistía una conciencia perversa que le decía que necesitaría aún otra copa grande totalmente llena para escapar a la mirada increpadora de los veintiún esqueletos de bebés, y hundirse en la inconsciencia antes de que la noche profunda se tragase al planeta.

Se levantó, tan estable como un árbol bien enraizado, y estaba a punto de dirigirse hacia la mesa para beneficiarse de la generosidad de Kettoran, cuando vio a una mujer que se aproximaba a él. Era delgada y de cabello oscuro, y supo antes de ver bien su cara que era Vantara. Llevaba el uniforme completo —sin duda para distanciarse de esos oficiales que estaban dispuestos a olvidar su rango por una juerga— y Toller se preparó para una escaramuza verbal. No tuvo que esperar mucho.

—¿Qué es esto? —dijo ella, en tono desenfadado—. ¿Andas sin la espada? Claro, qué estúpida he sido al olvidarlo: no hay ningún rey que cargarse en esta pequeña reunión.

Toller asintió con la cabeza, captando la referencia a su abuelo, que en su época había sido apodado popularmente «el Regicida».

—Muy graciosa, capitana.

Se dispuso a seguir, pero ella lo detuvo colocándole una mano en el brazo.

—¿No tienes nada más que decir?

—No —Toller se desconcertó por el inesperado contacto físico—. Sólo puedo añadir que voy a rellenar mi copa.

Vantara levantó la vista hacia él, frunciendo un poco el entrecejo mientras examinaba sus facciones.

—¿Qué te ocurre?

—No entiendo la pregunta.

—¿Dónde está el gran guerrero, Toller Maraquine segundo, que es inmune a las balas? ¿Tiene la noche libre?

—Nunca se me han dado bien los acertijos, capitana —dijo Toller con dureza—. Ahora, si me perdonas, me iré a buscar otra de las soporíferas pociones del comisionado.

Vantara le cogió la mano con que sostenía la copa, agachando un poco la cabeza, y él sintió que su contacto le quemaba la piel.

—¿Coñac? Tráeme uno, por favor. Pero no de tamaño gigante.

—¿Quieres que te traiga una copa? —dijo Toller, consciente de que debía parecer algo lerdo.

—Sí, si no te importa —Vantara se sentó y se acomodó en el banco—. Te esperaré aquí.

Sintiéndose ligeramente asombrado, Toller se acercó de nuevo a la mesa de refrigerios y consiguió una nueva copa gigante repleta de coñac y otra normal para Vantara, además de los gestos e insinuaciones de Kettoran y Wotoorb.

Mientras volvía al banco, vio que un ptertha se acercó al jardín. Su forma de burbuja destelleaba, aunque apenas era visible con la difusa luz. Subía en una corriente ascendente desde una de las hogueras cuando fue advertida su presencia por un animado grupo. Armando un gran alboroto, comenzaron a tirarle ramitas y piedras. Uno de los palos dio contra el ptertha y éste súbitamente dejó de existir. Entre todos los espectadores se alzaron los vítores y aplausos.

—¿Has visto eso? —dijo Vantara, cuando Toller se aproximó a ella—. ¡Escúchalos! Están contentos porque han logrado matar algo.

—Los pterthas mataron a muchos de los nuestros en su época —replicó Toller, sin conmoverse.

«Incluyendo esos veintiún bebés no nacidos».

—De modo que apruebas que se mate por deporte.

—No, no —dijo Toller, advirtiendo que volvía el viejo antagonismo de Vantara y sintiéndose incapaz de responder a él—. No apruebo que se mate por nada, ni por deporte ni por otra razón. Ya he visto suficientes obras de carnicero para toda la vida —se sentó, entregó a Vantara su copa y dio un sorbo de la suya.

—¿Es eso lo que te pasa?

—No me pasa nada.

—Ya sé, eso es lo que te pasa. Es natural que… —Vantara se interrumpió—. Lo siento. Y también haber sido más enrevesada de lo necesario.

—¿Me has pedido esa copa únicamente para ocupar las manos?

Toller dio un trago de su coñac, reprimiendo una mueca cuando una excesiva cantidad de ardiente líquido le atravesó la garganta.

—¿Por qué estás tan decidido a emborracharte esta noche?

—¡Por el amor de…! —Toller dejó escapar un exasperado suspiro—. ¿Es esta tu forma normal de conversar? Si lo es, te estaría muy agradecido de que fueras a sentarte a otra parte.

—Perdona otra vez —Vantara le dedicó una sonrisa conciliadora y bebió de su copa—. ¿Por qué no llevas tú la conversación, Toller?

El uso informal y casi íntimo de su nombre de pila sorprendió a Toller, sumándose al misterio del cambio de actitud hacia él. La observó pensativamente y descubrió que en la penumbra su rostro era insoportablemente bello: una armonía de facciones perfectas que sólo podía haber existido en la mente de un artista inspirado.

Se le ocurrió que de repente e inesperadamente una de sus fantasías se había hecho realidad: ella, con toda su increíble femineidad estaba junto a él. Y aquella era una noche para el amor. Y había una conmovedora suavidad en su voz. Y era deber de todo ser humano experimentar toda la felicidad que fuera posible siempre que pudiera —no importaba cuántos pequeños esqueletos hubiera visto—, porque la naturaleza producía millones de seres de todas las especies por la razón precisa de que unos cuantos serían desafortunados, y si un miembro de la afortunada mayoría no saboreaba la vida al máximo sería una traición para esos otros que se habían sacrificado en su nombre.

Ahora era cosa suya el hacer el máximo esfuerzo para ganarse el objeto de sus deseos, atrayéndolo hacia él con sus cualidades de fuerza, valor, comprensión, resistencia, saber, humor y generosidad. Quizás un cumplido bien escogido sería la mejor manera de empezar.

—Vantara, pareces tan… —se interrumpió, consciente de la mirada escrutadora que no había visto en ninguno de esos esqueletos menudos, y escuchó como si no fueran suyas las palabras que salían de su boca—. ¿Qué está ocurriendo aquí? Siempre que nos hemos encontrado te has comportado como una perra arrogante y ahora, de repente, me llamas por mi nombre y el propio aire se funde con tu calidez y amabilidad. ¿Qué es lo que estás tramando?

Vantara se rió, atragantándose al mismo tiempo.

—¡Arrogancia! Tú me hablas de arrogancia. ¡Tú, que siempre te acercas a una mujer haciendo sonar tu armadura de macho y blandiendo en el aire tu fálica espada!

—Eso es lo más retorcido y…

Vantara le hizo callar alzando una mano con los dedos abiertos, como levantando una barrera entre sus ojos y sus bocas.

—No digas nada más, Toller, te lo ruego. Ninguno de los dos lleva su armadura esta noche y por tanto podemos ser heridos muy fácilmente. Aceptemos las cosas como son durante esta hora; bebamos juntos y hablemos. ¿Estás de acuerdo?

Toller sonrió.

—¿Cómo no iba a estarlo cualquier hombre razonable?

—¡Muy bien! Ahora dime por qué ya no eres el Toller Maraquine que siempre he conocido.

—¡Volvemos al mismo tema!

—Nunca lo abandonamos.

—Pero…

Toller la contempló con perplejidad durante un momento y entonces ocurrió algo impensable: comenzó a hablar libremente de lo que había en su cabeza, a confesar su debilidad recientemente descubierta, a reconocer su creciente creencia de que no sería capaz de seguir el ejemplo de su abuelo. En ese punto, mientras estaba describiendo el trágico hallazgo en la estación de bombeo de Styvee, su voz falló y experimentó un terrible temor de no poder continuar. Cuando hubo terminado dio otro trago de su coñac, pero descubrió que ya no le apetecía. Dejó a un lado la copa y se contempló las manos, y se preguntó por qué se sentía tembloroso como quien acabase de surgir de la más horrible experiencia.

—Pobre Toller —dijo Vantara con suavidad—. ¿Qué te ha hecho la vida para que te avergüences de los buenos sentimientos?

—Te refieres a ser débil.

—No es debilidad sentir compasión, o tener dudas, o necesitar el contacto humano.

A Toller se le ocurrió una forma de reparar las grietas de su fachada personal.

—No me vendría mal una buena dosis de contacto humano —dijo irónicamente—. Siempre que fuera del apropiado.

—No hables así, Toller, no hay ninguna necesidad —Vantara dejó también su copa y pasó una pierna por encima del banco, de manera que quedó sentada frente a él—. Muy bien, puedes tocarme si quieres.

—Así no es como yo…

Toller se calló cuando Vantara tomó sus manos y se las llevó a los pechos. Estaban calientes y firmes, incluso a través de la gruesa tela bordada del chaleco de capitán. Se acercó un poco más.

—Te ruego que no me malinterpretes —susurró Vantara—. No voy a irme a la cama contigo; este grado de contacto humano es suficiente para las necesidades de este momento.

Sus labios se separaron ligeramente invitándole a besarla, y él aceptó la invitación como en un sueño, apenas capaz de creer lo que estaba ocurriendo. La absoluta femineidad de ella inundó sus sentidos, reduciendo los sonidos del jardín a un remoto murmullo. Vantara y él se mantuvieron en la misma posición durante un tiempo largo e indeterminado, quizás diez minutos, quizás veinte, repitiendo el beso una y otra vez, incansablemente, sin sentir ninguna necesidad de variar o aumentar la comunión física. Toller era consciente de su sensación de alivio y relajación parecida a la que sigue a la unión sexual, pero ésta era más profunda y tenía un componente que prometía una mayor permanencia.

—No sé lo que me has hecho —dijo—. Una farmacia se haría rica si fuera capaz de meter en un frasco esta medicina.

—Yo no he hecho nada.

—¡Claro que sí! Estaba tan cansado de este viejo planeta que incluso el vuelo de circunnavegación me parecía un aburrimiento. Ahora, de repente, estoy otra vez deseando que llegue. No estaremos realmente juntos en el cielo, pero no dejaré de buscar tu nave con la vista, día tras día, y de noche no desembarcaremos en las ciudades cementerios. Me encargaré de ello. Podemos…

—¡Toller! —Vantara lo observó de una manera extrañamente cautelosa—. Te dije que no malinterpretes lo que ha pasado entre nosotros.

—No estoy presuponiendo nada, te lo aseguro —dijo Toller en seguida con tono casual, sabiendo que mentía, sintiendo una nueva certeza eufórica de que en ese aspecto él conocía a Vantara mejor que ella misma—. Sólo estoy diciendo que…

—Perdona que te interrumpa —le cortó Vantara—, pero estás haciendo al menos una presuposición bastante grande.

—¿Y cuál es?

—Que tomaré parte en el vuelo.

Toller tuvo un estremecimiento.

—¿Cómo no vas a tomar parte? Estás aquí porque eres un capitán del aire, y la vuelta al planeta es la parte más importante de toda la misión. El comodoro espacial Sholdde no te excusará.

Vantara sonrió casi avergonzada.

—Confieso que ya había imaginado algunas dificultades en ese sentido, pero sucede que mi querida abuela, la Reina, había previsto que podía ocurrir algo de esto, y dio al comodoro instrucciones de que no se me negasen mis demandas —sonrió otra vez—. Tengo la impresión de que no derramarás muchas lágrimas cuando me vaya.

—¿Cuando te vayas? —Toller comprendió perfectamente lo que Vantara había dicho, pero aun así sus labios articularon la pregunta—. ¿Dónde piensas ir?

—A casa, desde luego. Detesto este planeta cansado y tétrico incluso más que tú, Toller; así que mañana me escaparé a Overland, y dudo que alguna vez puedan convencerme de que vuelva.

Vantara se levantó, rompiendo simbólicamente los lazos de la gravedad de Land, poniendo el abismo interplanetario entre ella y Toller, y cuando volvió a hablar su voz tenía tal nota de insinceridad que fue como una bofetada para él:

—Quizás volvamos a encontrarnos en Prad, en algún año futuro.