"La paja en el ojo de Dios" - читать интересную книгу автора (Niven Larry, Pornelle Jerry)

9 • Su Alteza ha decidido

El palacio del Virrey dominaba la única ciudad importante de Nueva Escocia. Sally contempló con admiración la inmensa estructura y señaló emocionada la onda de colores que cambiaban a cada movimiento del planeador.

—¿Cómo consiguen ese efecto? —preguntó—. No parece una película de aceite.

—Son piedras legítimas de Nueva Escocia —contestó Sinclair—. Nunca verá rocas como éstas. No había vida aquí hasta que no sembró el planeta el Primer Imperio. El palacio es de roca de todos los colores, que está exactamente igual que cuando brotó del interior.

—Es maravilloso —le dijo ella.

La plaza era el único edificio que tenía a su alrededor espacio abierto. Los habitantes de Nueva Escocia se agrupaban en pequeños viveros, y desde el aire era fácil ver formas circulares como anillos crecientes de un tronco de árbol que indicaban la construcción de grandes generadores de campo para protección de la ciudad.

—¿No sería más fácil —preguntó Sally— trazar un plan urbanístico utilizando ángulos rectos?

—Sería más simple, sí —contestó Sinclair—. Pero han sido doscientos años de guerra. Pocos se arriesgaban a vivir sin la protección de un Campo… no es que no confiemos en la Marina y en el Imperio —añadió rápidamente—. Pero no es nada fácil abandonar hábitos tan antiguos. Preferimos vivir algo más apretados y poder defendernos mejor.

El planeador descendió en círculo sobre el tejado de lava del Palacio. Abajo las calles eran manchas de color. A Sally le sorprendió lo pequeña que era la capital de aquel sector del Imperio.

Rod dejó a Sally y a sus oficiales en un cómodo vestíbulo y siguió las indicaciones de un marcial infante de marina. La Cámara del Consejo era una mezcla de sencillez y esplendor, paredes de roca sin adornos contrastando con alfombras de lana y tapices. De las altas vigas colgaban estandartes de guerra.

El infante de marina indicó a Rod un asiento. Justo frente a él había un alto estrado para el Consejo, y encima el trono del Virrey que dominaba completamente la estancia; sin embargo, hasta el trono quedaba eclipsado por un inmenso sólido de Su Soberana e Imperial Alteza y Majestad, Leónidas IX, Emperador de la Humanidad por la gracia de Dios. Cuando había un mensaje del trono del mundo, la imagen revivía, pero ahora mostraba a un hombre de no más de cuarenta años que vestía el negro medianoche de almirante de la Flota, sin adornos de condecoraciones o medallas. Unos ojos oscuros miraban fijamente a todas las personas que había allí.

La estancia se llenó enseguida. Había miembros del parlamento del sector, oficiales de la marina y del ejército, civiles asistidos por angustiados funcionarios. Rod no sabía lo que le aguardaba, pero percibió miradas celosas de los que había tras de él. Era, con mucho, el oficial más joven de la primera fila de asientos. El almirante Cranston ocupaba uno situado dos más a la izquierda del de Blaine y saludó protocolariamente a su subordinado.

Se oyó un gong. El mayordomo de Palacio, negro carbón, látigo simbólico en la correa de su uniforme blanco, se acercó al estrado que había sobre ellos y golpeó el suelo con el cetro de su cargo. Una hilera de hombres penetró en la estancia, ocupando todos puestos en el estrado. Los consejeros imperiales eran menos impresionantes que sus títulos, concluyó Rod. La mayoría parecían hombres apresurados… pero muchos tenían el mismo aire del retrato del Emperador, la misma capacidad para mirar más allá que los que estaban en la estancia hacia algo que sólo podía sospecharse. Se sentaron impasibles hasta que sonó otra vez el gong.

El mayordomo hizo un gesto y golpeó tres veces el suelo con su cetro.

—Su EXCELENTÍSIMA ALTEZA STEFAN YURI ALEJANDROVITCH MERRILL, VIRREY DE Su MAJESTAD IMPERIAL MÁS ALLÁ DEL SACO DE CARBÓN. QUE DIOS CONCEDA SABIDURÍA A SU MAJESTAD ILUSTRÍSIMA.

Todos se levantaron. Mientras lo hacía, Rod pensaba en lo que estaba pasando. Sería fácil ser cínico. Después de todo, Merrill era sólo un hombre. Su Majestad Imperial era sólo un hombre. Hombres como los otros, pero tenían la responsabilidad del destino del género humano. El Consejo podía asesorarles. El Senado podía debatir. La Asamblea exigir y demandar. Sin embargo, una vez oídas todas las peticiones en conflicto, ponderados todos los consejos, alguien debía actuar en nombre de la Humanidad… No, el ceremonial de introducción no era exagerado. A quienes poseían aquel poder había que recordárselo.

Su Alteza era un hombre alto y flaco, de tupidas cejas. Llevaba el uniforme de gala de la Marina, con discos solares y cometas al pecho, condecoraciones ganadas en años de servicio. Cuando llegó a su trono, se volvió al sólido que había sobre él y se inclinó. El edecán dirigió el saludo de lealtad a la corona antes de que Merrill tomase asiento y saludase al Consejo.

El Duque Bonin, presidente supremo del Consejo, ocupaba su puesto en el centro de la gran mesa.

—Señores, por orden de Su Alteza se reúne el Consejo para considerar la cuestión de la nave alienígena procedente de la Paja. Quizás la sesión sea larga —añadió sin el menor sarcasmo.

—Todos tienen el informe de nuestra investigación de la nave alienígena. Puedo resumirlo en dos puntos significativos: los alienígenas no tienen ni el Impulso Alderson ni el Campo Langston. Por otra parte, parecen tener otras técnicas considerablemente más avanzadas que las que haya tenido nunca el Imperio… e incluyo en esto al Primero.

Hubo exclamaciones en la estancia. Muchos de los regidores del Imperio y la mayoría de sus súbditos otorgaban una reverencia casi mítica al Primer Imperio. Bonin cabeceó significativamente.

—Consideremos ahora lo que debemos hacer. Su excelencia el señor Traffin Geary, Ministro de Asuntos Exteriores del sector.

El señor Traffin era casi tan alto como el Virrey, pero ahí terminaba la semejanza. En vez de la figura delgada y atlética de Su Alteza, sir Traffin era como un barril.

—Alteza, caballeros. Hemos enviado un emisario a Esparta y enviaremos otro en esta misma semana. La cápsula era más lenta que la luz, y fue lanzada hace más de cien años. No hay peligro en unos cuantos meses. Propongo que preparemos una expedición a la Paja, pero que esperemos primero a recibir instrucciones de Su Majestad. —Geary se mordió truculentamente el labio inferior mientras contemplaba a los concurrentes—. Sospecho que esto sorprenderá a muchos de ustedes que conocen mi carácter, pero considero esta cuestión de suma importancia. Lo que decidamos afectará al destino del género humano.

Hubo murmullos de aprobación. El Presidente hizo un gesto al hombre que estaba a su izquierda.

—Señor Richard MacDonald Armstrong, Ministro de Guerra del sector.

En contraste con el volumen del señor Traffin, el Ministro de Guerra era casi diminuto, y sus pequeños rasgos ajustaban con su cuerpo, nada atlético; su piel daba una sensación de suavidad. Sólo los ojos eran duros, y parecían ajustarse a los del retrato que había sobre él.

—Entiendo muy bien la postura del señor Traffin —comentó Armstrong—. No me preocupa esta responsabilidad. Es para nosotros un gran consuelo saber que en Esparta los hombres más sabios de la raza corregirán nuestros fallos y errores.

No parece tener demasiado acento de Nueva Escocia, pensó Rod. Sólo un leve matiz; pero el hombre era evidentemente un nativo. Rod se preguntó si no sabrían todos hablar como los demás cuando querían hacerlo…

—Pero quizás no tengamos tiempo —dijo suavemente Armstrong—. Considerémoslo. Hace ciento trece años, como muestran muy bien nuestros archivos, la Paja resplandeció con tal brillo que eclipsó la luz del Ojo de Murcheson. Luego, un buen día, el brillo se apagó. No hay duda de que fue entonces cuando la cápsula pudo girar e iniciar la desaceleración en nuestro sistema. Los lásers que la lanzaron llevaban mucho tiempo activados. Los constructores tardaron por lo menos ciento cincuenta años en desarrollar una nueva tecnología. Piensen en eso, señores. En ciento cincuenta años los hombres de la Tierra pasaron de naves de guerra impulsadas por el viento a desembarcar en la Luna terrestre. De la pólvora a la bomba de hidrógeno. Y sólo ciento cincuenta años después, el Impulsor Alderson, el Campo, diez colonias interestelares, y el Condominio. Cincuenta años más tarde la Flota abandonó la Tierra para fundar el Primer Imperio. Eso es lo que pueden ser ciento cincuenta años para una raza en pleno desarrollo, señores. Con eso nos enfrentamos.

»¡Yo digo que no podemos permitirnos esperar! —la voz del anciano atronó llenando la estancia—. ¿Esperar órdenes de Esparta? Con todos los respetos a los asesores de Su Majestad, ¿qué pueden decirnos ellos que no sepamos? Cuando puedan responder ya habremos enviado nosotros más informes. Quizás hayan cambiado ya las cosas aquí y no nos sirvan de nada sus instrucciones. ¡Es mejor que cometamos nuestros propios errores!

—¿Qué recomienda usted? —preguntó secamente el presidente del Consejo.

—He ordenado ya al almirante Cranston que reúna todas las naves de guerra que pueda desviar de las tareas de patrullaje y vigilancia. He enviado a Su Majestad una petición urgentísima de fuerzas adicionales para el sector. Ahora propongo que vaya a la Paja una expedición de la Marina y descubra lo que pasa allí mientras los talleres transforman el suficiente número de naves para asegurarnos que podremos destruir, en caso preciso, los mundos natales de los alienígenas.

Hubo exclamaciones en la estancia. Uno de los miembros del Consejo se levantó precipitadamente exigiendo atención.

—Doctor Anthony Horvath, Ministro de Ciencias —anunció el Presidente.

—Alteza, señores, me faltan palabras —comenzó Horvath.

—Ojalá fuese cierto —murmuró el almirante Cranston, que se sentaba a la izquierda de Rod.

Horvath era un hombre maduro, cuidadosamente vestido, de gestos precisos y palabras igualmente precisas, como si intentase decir exactamente aquello y nada más. Hablaba con mucho sosiego, pero sus palabras llegaban a todos los rincones de la estancia.

—Señores, no hay nada amenazador en esta cápsula. Llevaba sólo un pasajero, que no ha tenido ninguna posibilidad de informar a los que le enviaron. —Horvath miró significativamente al almirante Cranston—. No hay el menor indicio de que los alienígenas posean una tecnología que les permita viajar más rápido que la luz, ni la menor sugerencia de peligro; sin embargo el señor Armstrong habla de reunir a la Flota. ¡Actúa como si toda la Humanidad estuviese amenazada por un alienígena muerto y una vela de luz! Y yo pregunto: ¿es esto razonable?

—¿Qué es lo que usted propone, doctor Horvath? —preguntó el Presidente.

—Estoy de acuerdo con que se envíe una expedición. Estoy de acuerdo con el ministro Armstrong en que sería absurdo esperar que el Trono redactase instrucciones detalladas desde esa gran distancia de tiempo. Enviemos una nave de la Marina si eso hace que todos se sientan más tranquilos. Pero llenándola de científicos, personal del cuerpo diplomático, representantes de la clase comercial. Ir en son de paz lo mismo que ellos vinieron en son de paz. ¡No tratar a esos alienígenas como si fuesen simples piratas! No habrá otra oportunidad como ésta, señores. El primer contacto entre humanos y alienígenas inteligentes. Encontraremos, sin duda, otras especies inteligentes, pero nunca volveremos a encontrar la primera. Lo que hagamos ahora figurará en nuestra Historia para siempre. ¡No echemos un borrón en esta página!

—Gracias, doctor Horvath —dijo el Presidente—. ¿Más comentarios? Los hubo. Todos se pusieron a hablar a la vez hasta que por fin se restableció el orden.

—Caballeros, hemos de tomar una decisión —dijo el Duque Bonin—. ¿Qué aconsejan a Su Alteza? ¿Debemos enviar una expedición a la Paja o no?

Esto se resolvió rápidamente. Los grupos militares y científicos superaban en número sobradamente a los que apoyaban a sir Traffin. Se enviarían naves en cuanto fuese posible.

—Magnífico —dijo Bonin—. ¿Y el carácter de la expedición? ¿Militar o civil?

El edecán golpeó el estrado con su cetro. Todas las cabezas se volvieron hacia el alto trono en el que Merrill había permanecido sentado impasiblemente a lo largo del debate.

—Agradezco al Consejo su asesoramiento, pero no necesitaré ninguna sugerencia sobre esta última cuestión —dijo el Virrey—. Dado que se relaciona con la seguridad del Reino no puede plantearse ningún problema de prerrogativas de sector.

El imperioso parlamento quedó truncado cuando Merrill se pasó la mano por el pelo. La volvió rápidamente a su regazo al darse cuenta de lo que hacía. Asomó a su rostro una leve sonrisa.

—Aunque sospecho que la opinión del Consejo podría coincidir con la mía. Señor Traffin, ¿apoyaría su grupo una expedición puramente científica?

—No, Alteza.

—No creo necesario preguntar su opinión al señor Ministro de Guerra. El grupo del doctor Horvath quedaría en minoría en una votación, de todos modos. Como el planear una expedición de esta naturaleza no requiere la presencia del Consejo en pleno, veré inmediatamente en mi oficina al doctor Horvath, a sir Traffin, al señor Armstrong y al almirante Cranston. Almirante, ¿está aquí el oficial del que me habló?

—Sí, Alteza.

—Que venga también.

Merrill se levantó y abandonó su trono con tal rapidez que el edecán no tuvo ninguna posibilidad de cumplir con el ceremonial de su cargo. Golpeó con retraso el estrado con su cetro y miró al retrato imperial.

—POR DECISIÓN DE SU ALTEZA QUEDA DISUELTO ESTE CONSEJO. QUE DIOS CONCEDA GRAN SABIDURÍA A Su ALTEZA. DlOS SALVE AL EMPERADOR.

Mientras los demás abandonaban la Cámara, el almirante Cranston cogió a Rod por el brazo y le condujo a través de una puertecilla que había junto al estrado.

—¿Qué piensa usted de todo esto? —preguntó Cranston.

—Bueno, he estado en reuniones del Consejo en Esparta en las que creí que iban a acabar a puñetazos. El viejo Bonin sabe muy bien cómo debe dirigirse una reunión como ésta.

—Sí. Comprende usted entonces todo este tinglado político, ¿no? Supongo que lo entenderá mejor que yo. Quizás puede ser mejor candidato de lo que yo pensaba.

—¿Candidato para qué, señor?

—¿No le parece evidente, capitán? Sus superiores y yo lo decidimos anoche. Llevará usted la MacArthur hasta la Paja.