"La paja en el ojo de Dios" - читать интересную книгу автора (Niven Larry, Pornelle Jerry)2 • Los pasajerosHorace Hussein Chamun al Shamlan Bury Índico el último de los artículos que se llevaría con él y despidió a los criados. Sabía que esperarían a la salida de su Una vez solo en la habitación se sirvió un gran vaso de vino. Era un vino de poca calidad introducido después del bloqueo, pero él apenas si lo advertía. El vino estaba oficialmente prohibido en Levante, lo que significaba que los traficantes pasaban cualquier producto alcohólico a sus clientes, incluso a los ricos como la familia Bury. Horace Bury nunca había llegado a apreciar realmente los licores caros. Los compraba para mostrar su riqueza, y para entretenerse; pero para él cualquier cosa servía. El café era una cuestión distinta. Era un hombre bajo, como la mayoría en Levante, de piel oscura y nariz prominente, ojos negros y ardientes, rasgos afilados, gestos rápidos y un temperamento violento que sólo percibían sus más íntimos allegados. Solo ya, se permitió un gesto colérico. Sobre la mesa tenía un documento enviado desde el despacho del almirante Plejanov, e interpretó fácilmente las frases formulariamente corteses que le invitaban a abandonar Nueva Chicago y lamentaban el que no hubiese ningún pasaje civil disponible. La Marina sospechaba, y él sentía que un frío remolino de cólera amenazaba con dominarle a pesar del vino. Se mantenía tranquilo exteriormente, sin embargo, sentado ante su mesa. ¿Qué tenía contra él la Marina? Los servicios secretos tenían sospechas, pero ninguna prueba. Era el odio habitual de la Marina Espacial a los comerciantes imperiales, debido, pensaba, a que algunos miembros del estado mayor de la Marina eran judíos, y todos los judíos odiaban a los levantinos. Pero la Marina no podía tener ninguna prueba, porque si no no le invitarían a bordo de la Y debía seguir guardándolo. Bury le había pagado cien mil coronas con promesa de más. Pero no tenía confianza alguna en Stone: dos noches antes, Bury había visto a determinados hombres en la parte baja de la calle Kosciusko y les había pagado cincuenta mil coronas, por lo que esperaba que muy pronto Stone guardara silencio eterno. Podría susurrar secretos en su tumba. ¿Quedaban más cabos sueltos?, se preguntó. No. Lo que ha de suceder sucederá, alabado sea Dios… sonrió. Aquel pensamiento brotaba de modo espontáneo, y se despreciaba a sí mismo por aquella superstición estúpida. Que su padre alabase a Dios por sus éxitos; la fortuna sonreía al hombre que no dejaba nada en manos del azar; como él, que había dejado muy pocas cosas al azar en sus noventa años normales. El Imperio había llegado a Levante diez años después de nacer Horace, y al principio su influencia fue muy escasa. En aquellos tiempos la política interior era distinta y el planeta ingresó en el Imperio con unas condiciones casi iguales a las de los mundos más avanzados. El padre de Horace Bury pronto comprendió que el imperialismo podía ser rentable. Pasó a ser uno de los elementos utilizados por los imperiales para gobernar el planeta, y amasó una inmensa fortuna: vendió audiencias con el gobernador, y traficó con la justicia como con berzas en la plaza del mercado, pero siempre cuidadosamente, siempre dejando que otros afrontasen la cólera de los hombres del servicio interior. Su padre fue cuidadoso con las inversiones y utilizó su influencia para conseguir que Horace Hussein se educase en Esparta. Le había puesto incluso un nombre sugerido por un oficial de la Marina Imperial; sólo más tarde se enteraron de que Horace era bastante común en el Imperio y que además resultaba un poco cómico. Bury ahogó el recuerdo de sus primeros días en las escuelas de la Capital con otro vaso de vino. ¡Había aprendido! Y ahora invertía el dinero de su padre y el suyo propio. Horace Bury no era un personaje del que uno pudiera reírse. Le había costado treinta años, pero sus agentes habían conseguido localizar al oficial que le había puesto aquel nombre. Las grabaciones de su agonía estaban ocultas en la casa que tenía Bury en Levante. Él había sido el último en reír. Ahora compraba y vendía hombres que reían por él, compraba votos en el Parlamento, naves, y había comprado casi aquel planeta de Nueva Chicago. El control de Nueva Chicago daría a su familia influencia allí, más allá del Saco de Carbón, donde el Imperio era débil y se descubrían todos los meses nuevos planetas. Un hombre podía encontrar… ¡Cualquier cosa! El ensueño había ayudado. Ahora citaba a sus agentes, el hombre que estaba al cargo de sus intereses allí, y Nabil, que le acompañaría como criado en la nave. Nabil era un hombre bajo, mucho más que Horace, más joven de lo que parecía, con una cara de hurón que podía adoptar miles de expresiones, y muy hábil con el puñal y el veneno, cuyo uso había aprendido en diez planetas. Horace Hussein Bury sonrió. Así que los imperiales le mantendrían prisionero a bordo de sus naves… Mientras las naves no se dirigiesen a Levante, les dejaría. Pero cuando llegasen a un puerto de gran tráfico, podría resultarles difícil hacerlo. Rod trabajó durante tres días en la Lentamente la Se soldaron las placas del casco, utilizando enormes fragmentos de armadura de las naves de guerra de la Unión. Sinclair hizo maravillas adaptando a la Cargill y Sinclair estuvieron a punto de darse de puñetazos discutiendo algunas de las adaptaciones, sosteniendo Sinclair que lo importante era que la nave estuviese lista para el espacio, e insistiendo el teniente en que nunca podría controlar las reparaciones de las instalaciones de combate porque ni Dios sabía lo que se había hecho en la nave. —No me agrada oír esa blasfemia —decía Sinclair cuando Rod se acercó a ellos—. ¿No es suficiente que tenga que soportar lo que se ha hecho ya a la nave? —¡No, a menos que quieras hacer también tú de cocinero, chapucero maniático! Esta mañana no hubo manera de hacer funcionar la cafetera. Uno de tus artilleros se apoderó del calentador microndular. Ahora, por amor de Dios, haz que lo devuelva… —Muy bien, te lo devolveré cuando me encuentres piezas para la bomba que estoy reemplazando. A ti, claro, te da igual que la nave pueda luchar de nuevo o no. Para ti, es más importante el café. Cargill tomó aliento y luego continuó: —La nave puede luchar —dijo en lo que parecía una discusión de niños— hasta que alguien le hace un agujero. Entonces hay que arreglarla, Ahora suponte que yo tuviese que reparar esto —dijo, indicando con la mano algo que Rod estaba casi seguro que era un extractor-transformador de aire—. Ahora esta maldita cosa está toda medio fundida. ¿Cómo voy a saber yo lo que está dañado? ¿O si está dañado? Supón… Pero en ese momento Rod consideró que era mejor intervenir. Envió al ingeniero jefe a un extremo de la nave y a Cargill al otro. No resolverían su disputa hasta que la Blaine pasó una noche internado bajo el control del teniente médico. Salió con el brazo inmovilizado en un gran envoltorio como una almohada. Estuvo receloso y especialmente alerta durante los días siguientes, pero nadie llegó a reírse, al menos lo bastante alto como para que él lo oyera. Al tercer día de hacerse cargo del mando, Blaine hizo una inspección. Se paralizaron todos los trabajos y se dio rotación a la nave. Luego Blaine y Cargill la recorrieron. Rod sintió la tentación de aprovecharse de su experiencia anterior en la En el espaciopuerto de Nueva Chicago aguardaba una compañía completa de infantes de marina. Como el general del Campo Langston de la ciudad había caído, habían cesado por completo las hostilidades. En realidad, la mayoría de la agotada población parecía dar la bienvenida a las fuerzas imperiales con un alivio más convincente que los desfiles y los vítores. Pero la rebelión de Nueva Chicago había sido una gran sorpresa para el Imperio; no sería difícil que se repitiese pronto. Así pues, los infantes de marina patrullaban el espaciopuerto y guardaban las naves imperiales, y Sally Fowler sintió sus miradas mientras caminaba con sus criados bajo la ardiente luz del sol hacia la nave. No la molestaron. Era la sobrina del senador Fowler. Sólo podían contemplarla. El vehículo era grande, y estaba vacío en sus dos tercios. Los ojos de Sally se posaron sobre dos hombres bajos y oscuros (Bury y su criado, y no había duda alguna sobre quién era quién) y cuatro hombres más jóvenes que mostraban temor, ansiedad y desconcierto. Mostraban a las claras que eran de las zonas más remotas de Nueva Chicago. Nuevos reclutas, pensó. Ocupó uno de los últimos asientos del fondo. No tenía ganas de hablar con nadie. Adam y Annie la miraron con expresión preocupada, y luego se sentaron enfrente. Ellos sabían. —Es bueno poder irse —dijo Annie. Sally no contestó. No sentía nada en absoluto. Tenía esa sensación desde que los soldados imperiales habían irrumpido en el campo de concentración. Con ellos había llegado buena comida, un baño caliente, ropas limpias y respeto hacia ella… y sin embargo nada de esto la había afectado. Nada sentía. Aquellos meses en el campo de concentración habían quemado algo en su interior. Quizás de manera permanente, pensaba. Aquello le molestaba remotamente. Cuando Sally Fowler dejó la Universidad Imperial de Esparta con su título de doctora en antropología, convenció a su tío de que en vez de enviarla a la escuela graduada la enviase de viaje por el Imperio, para visitar las provincias recién conquistadas y estudiar directamente las culturas primitivas. Escribiría incluso un libro. —Después de todo —había insistido—, ¿qué voy a hacer aquí? Donde me necesitan es allí, más allá del Saco de Carbón. Sally tenía una imagen mental de su triunfal regreso, con publicaciones y artículos eruditos, consiguiendo un puesto destacado en su profesión en vez de esperar pasivamente a que algún joven aristócrata se casase con ella. Sally se proponía casarse, pero no mientras no dispusiese de algo más que su herencia. Quería ser algo por sí misma, servir al reino en algo más que darle hijos para que muriesen en naves de combate. Sorprendentemente, su tío había aceptado. Si Sally hubiese sabido algo más de la gente que lo que enseña la psicología académica, podría haber comprendido por qué, Benjamín Bright Fowler, el hermano más joven de su padre, no había heredado nada, había obtenido su puesto dirigente del Senado a base de coraje y habilidad. Como no tenía hijos consideraba como hija suya a la única superviviente de su hermano, y estaba harto de las jóvenes cuyo único mérito eran sus parientes y su dinero. Sally y una compañera de clase habían salido de Esparta con los criados de Sally, Adam y Annie, hacia las provincias, para estudiar las culturas humanas primitivas que la Marina Espacial descubría constantemente. Algunos planetas llevaban trescientos años o más sin que los visitase ninguna nave, y las guerras habían reducido hasta tal punto sus poblaciones que los supervivientes habían retrocedido a la barbarie. Camino de un mundo colonia primitivo, hicieron una parada en Nueva Chicago para cambiar de nave, cuando estalló la revolución. Dorothy, la amiga de Sally, estaba fuera de la ciudad aquel día, y nunca más se volvió a saber de ella. Los guardias de la Unión del Comité de Salud Pública habían sacado a Sally de sus habitaciones del hotel, y le habían quitado cuanto tenía de valor y encerrado en el campo prisión. Durante los primeros días la situación en el campo era más o menos aceptable. Nobleza imperial, funcionarios civiles y antiguos soldados imperiales hacían el campo más seguro que las calles de Nueva Chicago. Pero día a día aristócratas y funcionarios del gobierno fueron retirados del campo y no volvió a vérseles, añadiéndose a la mezcla delincuentes comunes. Adam y Annie la localizaron, y los otros habitantes de su tienda eran ciudadanos imperiales, no delincuentes. Sally sobrevivió primero días, luego semanas y por último meses de presión bajo la noche negra interminable del Campo Langston de la ciudad. Al principio había sido una aventura, aterradora, desagradable, pero nada más. Luego comenzaron a disminuir la raciones, y siguieron disminuyendo, y los prisioneros empezaron a pasar hambre. Hacia el final los últimos signos de orden habían desaparecido. No se cumplían las normas sanitarias. Cadáveres hinchados yacían en montones junto a las verjas días y días hasta que venían a por ellos los escuadrones encargados de recoger a los muertos. Aquello se convirtió en una pesadilla interminable. Su nombre apareció en la verja: el Comité de Salud Pública la reclamaba. Los otros compañeros juraron que Sally Fowler había muerto, y, como los guardianes raras veces entraban en la zona de los prisioneros, pudo librarse del destino que tuvieron otros miembros de las familias gobernantes. Cuando las condiciones empeoraron, Sally encontró una nueva fuerza interior. Intentó convertirse en un ejemplo para el resto de los de su tienda. Todos la consideraban su jefe, con Adam como su primer ministro. Si ella lloraba, cundía el pánico. Y así, a los veintidós años normales de edad, el pelo negro convertido en una maraña, la ropa sucia y rota y las manos ásperas y sucias, Sally no podía siquiera refugiarse en un rincón y llorar. Lo único que podía hacer era soportar la pesadilla. En la pesadilla se oyeron rumores de naves imperiales en el cielo sobre la cúpula negra… y rumores de que los prisioneros serían sacrificados antes de que las naves pudiesen penetrar. Sally había sonreído fingiendo no creer posible tal cosa. ¿Fingiendo? Una pesadilla no era algo real. Luego habían irrumpido los infantes de la Marina Imperial, dirigidos por un hombre alto cubierto de sangre, con las maneras de la Corte y un brazo en cabestrillo. La pesadilla había terminado entonces, y Sally esperaba despertar. La habían limpiado, alimentado, vestido… ¿Por qué no despertaba? Sentía su alma envuelta en algodón. La aceleración le oprimía el pecho. Las sombras en la cabina eran afiladas corno cuchillas. Los reclutas de Nueva Chicago se apretujaban en las ventanillas, charlando. Debían de estar ya en el espacio. Pero Adam y Annie la observaban con ojos preocupados. Estaban gordos cuando llegaron por primera vez a Nueva Chicago. Ahora la piel de sus caras colgaba en pliegues. Sally sabía que le habían dado gran parte de sus propios alimentos. Sin embargo parecían haber sobrevivido mejor que ella. Me gustaría poder llorar, pensó. Debería llorar. Por Dorothy. Esperaba que ellos le dijesen que Dorothy había aparecido. Nada. Desapareció en el sueño. Una voz grabada dijo algo que ni siquiera intentó escuchar. Luego sintió que la opresión del pecho desaparecía y que estaba flotando. Flotando. ¿Iban a dejarla realmente marchar? Se volvió bruscamente hacia la ventana. Nueva Chicago brillaba como cualquier mundo semejante a la Tierra, sus rasgos distintivos indiferenciables ya. Mares resplandecientes, tierras, todos los matices del azul, se combinaban con el blanco escarcha de las nubes. Su tamaño iba disminuyendo. Sally apartó la vista ocultando la cara. Nadie debía ver aquel gesto feroz. En aquel momento podría haber ordenado que destruyesen por completo Nueva Chicago. Después de la inspección, Rod dirigió las ceremonias del culto en la bodega hangar. Cuando acabaron el último himno el vigía de control anunció que los pasajeros llegaban a bordo. Blaine se ocupó de que la tripulación volviese a su trabajo. No habría domingos libres mientras la nave no estuviese en perfectas condiciones de combate, dijesen lo que dijesen las tradiciones del servicio sobre domingos en órbita. Blaine escuchó a los hombres mientras pasaban, atento a cualquier indicio de descontento. Pero oyó, por el contrario, conversaciones normales, y sólo los refunfuños esperados. —Muy bien, sé perfectamente lo que es una paja —decía Stoker Jackson a su compañero—. Puedo entender lo que es tener una paja en un ojo. Pero, en nombre de Dios, ¿cómo puedo tener en un ojo una —Claro, claro. ¿Qué es una viga? —¿Qué es una viga? Ah, ya, tú eres de Tabletop, ¿verdad? Bueno, una viga es madera cortada…, madera. Viene de un árbol. Un árbol, es decir, un Las voces se perdieron. Blaine siguió caminando rápidamente hacia el puente. Si Sally Fowler hubiese sido la única pasajera se habría sentido feliz de encontrarla en la bodega hangar, pero deseaba que aquel Bury comprendiese su relación inmediatamente. No quería que pensara que el capitán de una de las naves de guerra de Su Majestad salía a recibir a un comerciante. Desde el puente Rod observó las pantallas mientras el vehículo cuneiforme se situaba en la misma órbita y era remolcado a bordo, penetrando en la Recibió a los pasajeros el brigadier Whitbread. El primero fue Bury, seguido de un hombre pequeño y oscuro que el comerciante no se molestó en presentar. Ambos llevaban ropa razonable para el espacio, pantalones bombachos con apretadas bandas en los tobillos, túnicas con cinturón, todos los bolsillos con cremallera o cerrados con velero. Bury parecía irritado. Maldijo a su sirviente, y Whitbread registró pensativo sus comentarios, proponiéndose hacerlos pasar más tarde por el cerebro de la nave. El brigadier envió al comerciante al interior con otro oficial de más baja graduación, pero esperó a la señorita Fowler para acompañarla él mismo. Había visto fotografías de ella. Acomodaron a Bury en los compartimentos del capellán, y a Sally en la cabina del primer teniente. La razón ostensible de que ella tuviese habitaciones mayores era que Annie, su criada, tendría que compartir su camarote. Los criados varones podían acomodarse con la tripulación, pero las mujeres, aunque fuesen tan mayores como Annie, no podían mezclarse con los hombres. Los tripulantes que llevaban mucho tiempo alejados de los planetas desarrollaban nuevos criterios estéticos. Jamás molestarían a la sobrina de un senador, pero con una criada era distinto. Todo parecía razonable, y si la cabina del primer teniente estaba próxima a las habitaciones del capitán Blaine, mientras que la del capellán estaba una planta más abajo y tres mamparos después, nadie podía quejarse. —Los pasajeros están a bordo, señor —informó el brigadier Whitbread. —Bien. ¿Están todos cómodos? —Bueno, la señorita Fowler lo está, señor. El oficial Allot acompañó al comerciante a su cabina… —Me parece muy bien. Blaine se retrepó en su asiento de mando. Lady Sandra (no, ella prefería que la llamaran Sally, según recordaba) no le había parecido que estuviese demasiado bien los breves momentos que la había visto en el campo prisión. Por lo que Whitbread decía, debía de haberse recuperado un poco. Rod había querido ocultarse cuando la reconoció saliendo de una tienda en el campo prisión. Estaba cubierto de sangre y polvo… y luego ella se había aproximado. Caminaba como una dama de la Corte, pero estaba flaca, hambrienta, y tenía grandes ojeras oscuras. Y aquellos ojos. Bueno, en dos semanas habría podido recuperarse, y ahora se libraba de Nueva Chicago para siempre. —Supongo que le habrán mostrado las estaciones de aceleración a la señorita Fowler —dijo. —Lo he hecho, señor —contestó Whitbread. Y las prácticas de gravedad nula, pensó. Blaine miró divertido a su brigadier. Leía sus pensamientos fácilmente. Bien, podía tener sus esperanzas, pero el rango tiene sus privilegios. Además, él conocía a la chica, la había conocido cuando ella tenía diez años. —Llaman de la Casa del Gobierno —informó el vigilante. La alegre y despreocupada voz de Cziller llegó hasta él. —¡Hola, Blaine! ¿Preparado para salir? El capitán de la flota estaba retrepado en una silla, soplando y chupando una enorme y recia pipa. —Sí, señor. —Rod iba a decir algo más, pero se detuvo. —¿Están bien acomodados los pasajeros? —Rod podría haber jurado que su antiguo capitán estaba riéndose de él. —Lo están, señor. —¿Y su tripulación? ¿Ninguna queja? —Sabe usted muy bien… Todo saldrá bien señor. —Blaine ahogó su cólera; le resultaba difícil enfadarse con Cziller, que, después de todo, le había entregado su nave, pero…—. No andamos sobrados de gente, pero nos las arreglaremos. —Escuche, Blaine, no lo hice por pura diversión. Pero es que no disponemos de los hombres necesarios para gobernar aquí, y tendrá usted tripulantes antes que nosotros. He enviado hacia su nave veinte reclutas, jóvenes locales que piensan que les gustará el espacio. En fin, quizás les guste. A mí me gustó. Bisoños que no sabían nada y a los que habría que enseñárselo todo, pero los oficiales podían ocuparse de eso. Veinte hombres significarían una ayuda. Rod se sintió un poco mejor. Cziller hurgó entre sus papeles. —Y le devolveré un par de escuadrones de sus infantes de marina, aunque dudo mucho que encuentren ustedes enemigos con los que combatir en Nueva Escocia. —Está bien, señor. Gracias por dejarme Salvo aquellos dos, Cziller y Plejanov se habían quedado con todos los brigadieres de a bordo y también con muchos de los mejores oficiales. Pero le habían dejado los mejores de todos. Bastaban aquellos para que todo siguiera en marcha. La nave vivía, aunque muchas literas pareciesen indicar que habían perdido la batalla. —De nada. Es una buena nave, Blaine. Lo más probable es que el almirante no le deje a usted seguir al mando de ella, pero quizás tenga suerte. Ya me ve a mí gobernando un planeta prácticamente sin nada. ¡No hay siquiera dinero! ¡Sólo vales del gobierno! Los rebeldes se apoderaron de todas las coronas imperiales y emitieron papel impreso. ¿Cómo demonios vamos a conseguir poner en circulación dinero real? —Es un problema, señor. Como capitán, Rod era teóricamente del mismo rango que Cziller. El nombramiento del almirante era sólo pura fórmula, para que los capitanes más veteranos que Cziller pudiesen, sin embarazo, cumplir sus órdenes como capitán de la flota. Pero Blaine aún tenía que pasar ante un comité de ascenso, y era lo bastante joven para que le preocupase aquella prueba. Quizás en seis semanas volviera a ser teniente. —Una cosa —dijo Cziller—. Le dije hace un momento que no había nada de dinero en el planeta, pero eso no es del todo exacto. Tenemos aquí algunos hombres —Comprendo, señor. —Así que vigile a Su Excelencia. Bueno, tendrá sus despachos y los nuevos miembros de su tripulación a bordo en el plazo de una hora. —Cziller miró su computadora—. Digamos cuarenta y tres minutos. Podrá usted marcharse tan pronto como estén a bordo. Cziller se guardó en el bolsillo la computadora y comenzó a hurgar en su pipa, mientras continuaba: —Dele recuerdos míos a MacPherson en los Talleres, y tenga en cuenta una cosa: si el trabajo se demora, y se demorará, no envíe informes al almirante. Lo único que conseguirá así es sacar de quicio a MacPherson. En vez de eso, invite a Jamie a bordo y beba whisky con él. No puede aguantar usted tanto como él, pero si lo intenta conseguirá más que con el memorándum. —Sí, señor —dijo Rod, vacilante. Comprendía de pronto hasta qué punto no estaba preparado para mandar la Cziller debió de leer sus pensamientos. Era una virtud que todos los oficiales que estaban bajo sus órdenes le habían atribuido. —Relájese, capitán. No le reemplazarán antes de que llegue a la Capital, y por entonces llevará ya mucho tiempo a bordo de la vieja Cziller dio una chupada a su inmensa pipa y dejó que una espesa nube de humo brotase de su boca. —Tiene usted mucho que hacer —prosiguió—, no quiero entretenerle. Pero cuando llegue a Nueva Escocia, procure fijarse en el Saco de Carbón. Hay pocas vistas en la galaxia que lo igualen. La Cara de Dios lo llaman algunos. La imagen de Cziller se desvaneció, y su oblicua sonrisa pareció quedar en la pantalla como la del gato de Cheshire. |
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