"Última oportunidad" - читать интересную книгу автора (Coben Harlan)

Capítulo 10

Nos sentamos a la mesa de la cocina. Preparé té, una mezcla de té verde chino que había comprado en Starbucks. Se suponía que tenía efectos calmantes. Ya se vería. Serví una taza a Dina.

– Gracias, Marc.

Incliné la cabeza, y me senté frente a ella. Conocía a Dina de toda la vida. La conocía de la forma que sólo un niño puede conocer a otro niño, del modo en que sólo pueden conocerse los compañeros de la escuela primaria, aunque no creo, mal que me pese, que nunca hubiera hablado con ella.

Todos tenemos a una Dina Levinsky en nuestro pasado. Era la víctima de la clase, la niña proscrita, de la que se burlaban y mostraban, la que te preguntas cómo ha podido mantener la cordura. Nunca la martiricé, pero la miré sin hacer nada un montón de veces. Aunque no viviera en la casa de su infancia, Dina Levinsky seguiría viviendo en mí. Como vive en todos. Rápido: ¿cuál era el niño de quien más se burlaban en tu escuela primaria? Sí, exacto, te acuerdas. Recuerdas su nombre y su apellido y cómo era. Recuerdas haberle visto volver a casa solo, o sentado en la cafetería en silencio. Lo que sea, pero te acuerdas. Dina Levinsky sigue en ti.

– Me han dicho que eres médico -dijo Dina.

– Sí. ¿Y tú?

– Soy diseñadora gráfica y artista. El mes que viene hago una exposición en el Village.

– ¿Pinturas?

– Sí-vaciló.

– Siempre fuiste una buena artista -dije.

– ¿Te habías dado cuenta? -preguntó ladeando la cabeza, sorprendida.

Hubo un breve silencio. Luego dije:

– Debería haber hecho algo.

– No, yo debería haberlo hecho -contestó Dina sonriendo.

Tenía buen aspecto. No es que se hubiera convertido en una belleza como los patitos feos de las películas. En primer lugar, Dina nunca había sido fea. Era vulgar. Quizá todavía lo era. Sus rasgos eran demasiado estrechos, pero sentaban mejor a su cara de adulta. Su pelo, tan lacio en su infancia, ahora tenía volumen.

– ¿Te acuerdas de Cindy McGovern? -preguntó.

– Claro.

– Era la que más me torturaba.

– Me acuerdo.

– Pues mira qué curioso. Hace años hice una exposición en una galería del centro, y apareció Cindy. Se me acercó, me dio un beso y un abrazo. Y quería hablar de los viejos tiempos: «¿Te acuerdas de lo zumbado que estaba el señor Lewis?» y cosas así. Estaba tan feliz, te lo juro, Marc, no se acordaba de lo que me había hecho. No disimulaba, creo. Simplemente había desterrado de su mente cómo me había tratado. Lo he visto otras veces.

– ¿Qué has visto?

Dina levantó la taza con las dos manos.

– Nadie recuerda haber sido el instigador. -Se quedó pensativa, mientras recorría la mirada con rapidez por la habitación. Yo pensé en mis propios recuerdos. ¿Era verdad que me había mantenido al margen, o aquello era también una forma revisionista de la historia?

»Es todo tan confuso -dijo Dina.

– ¿Volver a esta casa?

– Sí. -Dejó la taza-. Supongo que quieres una explicación.

Esperé.

Volvió a hacer movimientos rápidos con los ojos.

– ¿Quieres oír algo grotesco?

– Adelante.

– Aquí es donde me sentaba yo siempre. Cuando era pequeña. También teníamos una mesa rectangular. Siempre me sentaba en el mismo sitio. Cuando volví a este lugar…, no lo sé, gravité naturalmente hasta esta silla. Supongo…, supongo que en parte es por lo que estoy aquí esta noche.

– No sé si te entiendo.

– Esta casa -dijo-. Todavía me atrae. Me tiene atrapada -prosiguió, y se inclinó hacia delante. Sus ojos buscaron los míos por primera vez-. ¿Oíste los rumores, verdad? Sobre mi padre y lo que ocurrió aquí.

– Sí.

– Eran ciertos -dijo.

Me obligué a no parpadear. No sabía qué decir. Pensé en el infierno de la escuela. Intenté añadir a eso el infierno de su casa. Era incomprensible.

– Ahora está muerto. Me refiero a mi padre. Murió hace seis años.

Parpadeé y aparté la vista.

– Estoy bien, Marc. En serio. He seguido una terapia, en realidad todavía la sigo. ¿Conoces al doctor Radio?

– No.

– Es su nombre real. Stanley Radio. Es bastante famoso por la técnica Radio. He estado con él varios años. Estoy mucho mejor. He superado mis tendencias autodestructivas. Ya no me siento inútil. Pero es curioso. Lo superé. No, en serio. Las víctimas de abusos sexuales suelen tener problemas de compromiso y de sexo. Yo no. Soy capaz de tener relaciones íntimas sin problemas. Estoy casada. Mi marido es estupendo. No es un cuento de hadas, pero está muy bien.

– Me alegro -dije, porque no tenía ni idea de qué decir.

– ¿Eres supersticioso, Marc? -rae preguntó sonriendo de nuevo.

– No.

– Yo tampoco. Pero, no sé, cuando leí lo de tu esposa y tu hija, empecé a cavilar. Sobre esta casa. El mal karma y todos esos rollos. Tu esposa era encantadora.

– ¿Conocías a Monica?

– Nos conocimos.

– ¿Cuándo?

Dina no contestó inmediatamente.

– ¿Te suena el término «desencadenante»?

Lo recordaba de mis rotaciones en la Facultad de Medicina.

– ¿En términos de psiquiatría, quieres decir?

– Sí. Mira, cuando leí lo que había sucedido aquí, fue un desencadenante. Como con un alcohólico o un anoréxico. Nunca estás curado del todo. Algo ocurre -un desencadenante- y vuelves a las pautas antiguas. Volví a morderme las uñas. Empecé a infligirme daños físicos. Fue como… como si tuviera que enfrentarme a esta casa. Tenía que enfrentarme al pasado para poder derrotarlo.

– ¿Y era eso lo que hacías esta noche?

– Sí.

– ¿Y cuando te vi hace dieciocho meses?

– Lo mismo.

Me apoyé en el respaldo de la silla.

– ¿Con qué frecuencia pasas por aquí?

– Una vez cada dos meses, más o menos. Aparco en la escuela y cruzó el camino de los Zucker. Pero hay algo más en esto.

– ¿Más en qué?

– Mis visitas. Mira, esta casa todavía contiene mis secretos. Y lo digo en sentido literal.

– No te sigo.

– Siempre intento reunir valor para volver a llamar, pero no puedo. Y ahora estoy dentro, en esta cocina, y estoy bien. -Intentó sonreír para reforzar su afirmación-. Pero sigo sin saber si puedo hacerlo.

– ¿Hacer qué? -pregunté.

– Te estoy liando. -Dina empezó a rascarse el dorso de la mano, con fuerza y rapidez, clavando las uñas en la piel casi rasgada. Tenía ganas de cogerle la mano, pero me pareció demasiado forzado-. Lo escribí todo. En un diario. Lo que me ocurrió. Sigue aquí.

– ¿En la casa?

Asintió con la cabeza.

– Lo escondí.

– La Policía lo registró todo después del asesinato. Pusieron la casa patas arriba.

– No lo encontraron -dijo ella-. Estoy segura. Y aunque fuera así, es sólo un diario viejo. No tenían ningún motivo para quedárselo. Una parte de mí quiere que siga donde está. Ha terminado con él, no sé si me entiendes. Quiere dejar en paz a los muertos. Pero otra parte quiere sacarlo a la luz. Como si fuera un vampiro y la luz solar pudiera matarlo.

– ¿Dónde está? -pregunté.

– En el sótano. Tienes que subirte a la secadora para alcanzarlo. Está detrás de una de las tuberías, en el espacio que queda. -Echó un vistazo al reloj. Me miró y se abrazó a sí misma-. Se está haciendo tarde.

– ¿Estás bien?

Sus ojos se movían otra vez deprisa. Su respiración ya no era regular.

– No sé cuánto rato más puedo quedarme.

– ¿Quieres que busquemos tu diario?

– No lo sé.

– ¿Quieres que vaya a buscártelo?

Negó con fuerza con la cabeza.

– No. -Se levantó, respiró hondo-. Más vale que me marche.

– Puedes volver cuando quieras, Dina. A cualquier hora.

Pero ya no me escuchaba. Estaba aterrorizada y se dirigía a la puerta.

– ¿Dina?

Se volvió hacia mí de golpe.

– ¿La querías?

– ¿Qué?

– A Monica. ¿La querías? ¿O había otra?

– ¿De qué estás hablando?

Su cara palideció. Me miraba fijamente, retrocediendo, petrificada.

– Sabes quién te disparó, ¿verdad, Marc?

Abrí la boca, pero no me salió nada. Cuando recuperé la voz, Dina se había vuelto.

– Lo siento, me tengo que ir.

– Espera.

Abrió la puerta y salió a toda prisa. Me quedé mirando por la ventana cómo corría hacia Phelps Road. Esta vez, decidí no seguirla.

En lugar de eso, me volví, y con sus palabras -«Sabes quién te disparó, ¿verdad, Marc?»- resonando en mis oídos, corrí hacia la puerta del sótano.


Veamos, voy a explicarme. No iba a bajar al sombrío sótano a medio reformar para invadir la intimidad de Dina. No pretendía saber qué era lo mejor para ella, lo que podía salvarla de su horrendo dolor. Muchos de mis colegas psiquiatras no estarían de acuerdo conmigo, pero a veces me pregunto si el pasado no estará mejor enterrado. No tengo la respuesta, evidentemente, y como me recordarían mis colegas psiquiatras, yo no les pido su opinión sobre la mejor forma de arreglar una fisura palatal. En definitiva, de lo que estoy seguro es de que no soy yo quien tiene que decidir por Dina.

Y tampoco bajaba al sótano movido por la curiosidad sobre su pasado. No tenía ningún interés en leer los detalles del tormento de Dina. De hecho, no deseaba conocerlos en absoluto. Hablando egoístamente, sólo pensar que aquellos horrores hubieran tenido lugar en la casa que considero mi hogar ya me angustiaba bastante. Yo ya tenía suficientes angustias, francamente. No necesitaba oír ni leer más.

Entonces, ¿qué es lo que buscaba exactamente?

Apreté el interruptor. Se encendió una bombilla pelada. Mientras bajaba por la escalera, iba juntando las piezas. Dina había dicho varias cosas extrañas. Dejando de lado las más dramáticas por un momento, empezaba a tomar conciencia de las más sutiles. Era una noche de comportamiento espontáneo por mi parte. Decidí dejar que siguiera la tendencia.

En primer lugar, recordaba cómo Dina, cuando todavía era la misteriosa mujer de la acera, había dado un paso hacia la puerta. Ahora sabía, como me había dicho la propia Dina, que «intentaba reunir valor para volver a llamar».

«Volver.»

«Volver» a llamar a la puerta.

La deducción obvia era que Dina, al menos en una ocasión, había reunido el valor para llamar a la puerta.

En segundo lugar, Dina me había dicho que había conocido a Monica. No podía imaginar cómo. Es verdad que Monica también había crecido en aquella ciudad, pero por todo lo que sabía de ella, podría haber crecido en una época diferente y más opulenta. La finca de los Portman estaba en un extremo opuesto al de nuestro extendido suburbio. Monica había empezado a estudiar en un internado desde muy pequeña. En la ciudad no la conocía nadie. Recuerdo haberla visto una vez en el cine Colony el verano de mi último año en el instituto. La había observado. Monica me había ignorado descaradamente. Toda ella desprendía un lustre de belleza distante. Cuando la conocí años después -en realidad fue ella la que se me acercó- el halago me hizo perder la cabeza. De lejos, Monica parecía fabulosa.

Así pues, ¿cómo mi rica, remota y preciosa mujer había conocido a la pobre y desgraciada Dina Levinsky? La respuesta más probable, cuando se piensa en lo de «volver», era que Dina hubiese llamado a la puerta y Monica le hubiera abierto. Que se hubieran conocido así. Probablemente habían hablado. Probablemente Dina le había hablado a Monica del diario escondido.

«Sabes quién te disparó, ¿verdad, Marc?»

No, Dina, pero tengo intención de averiguarlo.

Había llegado al suelo de cemento. Cajas que nunca tiraría ni abriría estaban amontonadas por todas partes. Noté, tal vez por primera vez, que había manchas de pintura en el suelo. De gran gama de tonos. Seguramente estaban allí desde la época de Dina, un recordatorio de su único solaz.

La lavadora y la secadora estaban en el rincón izquierdo. Me acerqué a ellas lentamente entre las sombras que proyectaba la luz. Iba de puntillas, en realidad, como si temiera despertar a los perros de Dina. Una estupidez, la verdad. Como he dicho antes, no soy supersticioso y aunque lo fuera, aunque creyera en los espíritus del mal y cosas así, no había motivo para temer su enojo. Mi esposa estaba muerta y mi hija había desaparecido: ¿qué más podían hacerme? De hecho, debería molestarlos, obligarles a actuar, con la esperanza de que me hicieran saber qué le había ocurrido a mi familia, a Tara.

Allí estaba de nuevo. Tara. Todo volvía a ella finalmente. No sé cómo encajaba en todo aquello. No sé cómo su secuestro estaba relacionado con Dina Levinsky. Probablemente no era así. Pero no pensaba volver atrás.

Monica nunca me mencionó haber conocido a Dina Levinsky.

Me parecía muy raro. Es verdad que estoy construyendo esta ridicula teoría sobre pura espuma. Pero si Dina había llamado a la puerta, si Monica le había abierto, lo normal sería pensar que mi esposa me lo hubiera mencionado en algún momento. Ella sabía que Dina Levinsky había ido a la escuela conmigo. ¿Por qué mantener en secreto su visita, o el hecho de que se habían conocido?

Me encaramé a la secadora. Tuve que agacharme y mirar hacia arriba al mismo tiempo. Me llené de polvo. Había telarañas por todas partes. Vi la tubería y la toqué. La palpé alrededor. Fue difícil. Había un laberinto de cañerías, y me costaba meter el brazo entre ellas. Para una niña con los brazos delgados debía de haber sido mucho más fácil.

Finalmente pude pasar la mano entre el cobre. Deslicé las puntas de los dedos a la derecha y empujé hacia arriba. Nada. Moví la mano unos centímetros y volví a empujar. Se soltó algo.

Me arremangué y metí el brazo medio palmo más. Dos cañerías me presionaban la mano, pero se separaron un poco. Encontré un espacio vacío. Palpé, encontré algo y lo saqué.

El diario.

Era un cuaderno escolar clásico con la habitual portada negra satinada. Lo abrí y hojeé. La letra era minúscula. Me recordó a un tipo del centro comercial que graba nombres en un grano de arroz. La caligrafía inmaculada de Dina -que sin duda desmentía el contenido- empezaba al principio de la hoja y la llenaba hasta el final. No había márgenes ni a izquierda ni a derecha. Dina había utilizado ambas caras en todas las hojas.

No lo leí. Repito que no había bajado por eso. Volví a guardar el diario en su lugar. No sé en qué posición me dejaría esto ante los dioses -si el mero hecho de tocar podía desencadenar alguna maldición a lo rey Tut-, pero tampoco me importaba mucho.

Volví a tantear. Lo sabía. No sé por qué, pero lo sabía. Finalmente mi mano tocó algo. Me latía el corazón con fuerza. Era algo liso. De piel. Lo saqué. Cayó un poco de polvo. Me sacudí las partículas de los ojos.

Era el dietario de Monica.

Recuerdo cuando se lo compró en una tienda chic de Nueva York. Me había dicho que era para organizarse la vida. Tenía el consabido calendario y una agenda. ¿Cuándo se lo había comprado? No estaba seguro. Quizás ocho o nueve meses antes de morir. Intenté recordar cuándo lo había visto por última vez. No lo conseguí.

Sostuve la agenda de piel entre las rodillas y volví a colocar el panel del techo en su sitio. Cogí el dietario y salté de la secadora. Pensé que podía esperar a mirarlo arriba con mejor luz, pero no, no pude. Tenía una cremallera. A pesar del polvo se abrió con suavidad.

Cayó un CD y chocó contra el suelo.

Brillaba en la escasa luz como una joya. Lo cogí por los bordes. No llevaba etiqueta. Era de la marca Memorex. «CD-R», decía, «8o minutos».

¿Qué diantre era aquello?

Había una forma de averiguarlo. Subí corriendo y encendí el ordenador.