"Última oportunidad" - читать интересную книгу автора (Coben Harlan)Capítulo 9 Bebí. No soy un gran bebedor -la marihuana era mi elixir preferido en mis días de juventud-, pero encontré una botella de ginebra en un armario de la cocina. Tenía tónica en la nevera, que también tiene un dispensador automático de hielo. No había más que mezclarlo. Seguía viviendo en la vieja casa de los Levinsky. Es demasiado grande para mí, pero no tenía ánimos para apartarme de ella. Para mí era como un portal, una conexión vital (aunque fuera frágil) con mi hija. Sí, sé cómo suena, pero venderla habría sido como cerrarle una puerta. No puedo hacerlo. Zia quería quedarse conmigo, pero le supliqué que no lo hiciera. No insistió. Pensé en la canción cursi de Dan Fogelberg (no Dan Nosecuántos) en que los antiguos amantes hablan hasta el agotamiento. Pensé en Bogie interrogando a los dioses que harían que Ingrid Bergman entrara en su local, de todos los posibles. Bogie bebió cuando ella se fue. Parecía ayudarle. Tal vez también me ayudaría a mí. Me preocupaba una barbaridad que Rachel siguiera teniendo un efecto tan contundente sobre mí. De hecho era una tontería y era pueril. Rachel y yo nos habíamos conocido durante unas vacaciones de verano entre mi último año de instituto y el primero de la universidad. Era de Middlebury, en Vermont, y supuestamente era prima lejana de Cheryl, aunque nadie sabía con certeza en qué consistía su relación. Aquel verano -el verano de los veranos-, Rachel pasó una temporada con la familia de Cheryl porque los padres de ella estaban tramitando un divorcio difícil. Nos presentaron, y como he dicho antes, el autobús tardó un poco en atrepellarme. Quizá por eso el golpe fue más potente. Empezamos a encontrarnos. Salíamos mucho con Lenny y Cheryl. Los cuatro pasábamos todos los fines de semana en la casa de veraneo de Lenny en la costa de Jersey. Fue sin duda un verano magnífico, la clase de verano que todos deberían vivir al menos una vez en la vida. Si eso fuera una película, podríamos imaginar el montaje musical. Yo fui a la Universidad de Tufts cuando Rachel empezaba en el Boston College. Primera escena del montaje; bueno, seguramente nos pondrían en un barco en el Charles, y yo remaría, Rachel sostendría la sombrilla, con una sonrisa de prueba, al principio y luego burlona. No lo hicimos nunca, pero ya se entiende; Luego tal vez habría una escena de merienda en el campus, una toma de nosotros estudiando en la biblioteca, nuestros cuerpos entrelazados en un sofá, yo mirando fascinado a Rachel que leía su libro de texto, con las gafas puestas, recogiéndose el pelo detrás de la oreja con un gesto ensimismado. El montaje seguramente se cerraría sobre dos cuerpos agitándose bajo una sábana blanca de satén, a pesar de que ningún estudiante tenía sábanas de satén. Da igual, yo pienso en términos cinematográficos. Estaba enamorado. Durante unas vacaciones de Navidad, visitamos a la abuela de Rachel, una entrometida de la vieja escuela, con andador, en una residencia. La anciana nos tomó una mano a cada uno y nos declaró ¿Qué sucedió, pues? Nuestro final no fue nada fuera de lo común. Éramos jóvenes, supongo. En mi último año, Rachel decidió que quería pasar un semestre en Florencia. Yo tenía veintidós años. Me enfadé con ella y mientras estaba fuera, me acosté con otra mujer: un ligue de una noche con una alumna anodina de Babson. No significó absolutamente nada. Sé que no ayuda mucho, pero quizá debería importar. No lo sé. En fin, alguien de la fiesta se lo contó a otro y finalmente llegó a oídos de Rachel. Me llamó desde Italia y cortó conmigo, así sin más, lo que a mí me pareció una reacción exagerada. Como he dicho, éramos jóvenes. Al principio, fui demasiado orgulloso (léase: demasiado tonto) para suplicar y entonces, cuando empecé a calibrar las repercusiones, la llamé, le escribí y le mandé flores. Rachel no me contestó. Se había terminado. Habíamos terminado. Me puse en pie y me acerqué a mi escritorio. Busqué la llave que había pegado con cinta bajo el bufete y abrí el cajón de abajo. Saqué unas carpetas y encontré los secretos que había guardado debajo. No, no eran drogas. El pasado. Las cosas de Rachel. Encontré la foto familiar y la miré. Lenny y Cheryl todavía la tienen en su estudio, lo cual, comprensiblemente, había hecho que Monica se rebotase una barbaridad. Era una fotografía de los cuatro -Lenny, Cheryl, Rachel y yo- en una fiesta de mi último año. Rachel llevaba un vestido negro de tirantes y el recuerdo de cómo se le pegaba a los hombros todavía me deja sin respiración. Hace mucho tiempo de eso. Había seguido con mi vida, evidentemente. Siguiendo mi plan de vida, fui a la Facultad de Medicina. Siempre había sabido que quería ser médico. Casi todos los médicos que conozco dicen lo mismo. Pocas veces es una decisión de última hora. Y también había salido con chicas. Incluso tuve otro ligue de una noche (Zia, lo he contado antes), pero -y esto va a parecer penoso- incluso después de tantos años, no pasa un día sin que piense, aunque sea de pasada, en Rachel. Sí, sé que he idealizado el romance, si se quiere, de forma totalmente desproporcionada. De no haber metido la pata, probablemente no seguiría viviendo en un universo alternativo maravilloso, entrelazado con mi amada en el sofá. Como me dijo Lenny, en un momento de total sinceridad, si mi relación con Rachel había sido tan estupenda, debería haber sobrevivido a la más trillada de las infidelidades. ¿Estoy diciendo que nunca he amado a mi esposa? No. Al menos, creo que la respuesta es que no. Monica era guapa -indiscutiblemente guapa, su físico no tardaba nada en hacerte efecto-, y era apasionada y sorprendente. Además era rica y glamurosa. Intenté no compararla -lo que es una forma absurda de vivir tu vida-, pero no pude evitar amar a Monica en mi mundo estrecho y menos brillante posterior a Rachel. Con el tiempo, podría haberme pasado lo mismo si hubiera seguido con Rachel, pero eso es utilizar la lógica y, en cuestiones del corazón, la lógica no se aplica necesariamente. Los primeros años, Cheryl me informaba de mala gana de lo que hacía Rachel. Supe que había entrado en la Policía y se había hecho agente federal en Washington. No puedo decir que me sorprendiera mucho. Hace tres años, Cheryl me contó que Rachel se había casado con un compañero mayor que ella. Incluso después de tanto tiempo -hacía once años que Rachel y yo habíamos cortado- sentí que se me removían las entrañas. Con un golpe sordo tomé conciencia de que lo había estropeado todo. De algún modo siempre había creído que Rachel y yo nos estábamos tomando un tiempo libre, viviendo en una especie de animación en suspenso, hasta que llegara el día en que entraríamos en razón y volveríamos a estar juntos. Ahora ella se había casado con otro. Cheryl vio la cara que puse y desde entonces no ha vuelto a hablarme de Rachel. Mientras miraba la foto oí que paraba el SUV familiar. No me sorprendí. No me molesté en ir a abrir. Lenny tenía llave. Tampoco llamaba nunca. Ya sabría dónde estaba yo. Guardé la fotografía mientras Lenny entraba en la sala cargado con dos copas de papel enormes de colores brillantes. Lenny levantó las dos copas del 7-Eleven. – ¿Jerez o cola? – Jerez. Me dio un vaso. Esperé. – Zia ha llamado a Cheryl -dijo a modo de explicación. Ya me lo había imaginado. – No tengo ganas de hablar de ello -contesté. – Yo tampoco. -Lenny se instaló en el sofá, metió la mano en el bolsillo y sacó un grueso pliegue de papeles-. El testamento y la resolución de la herencia de Monica. Léetelo cuando puedas. -Agarró el mando y se puso a pasar canales-. ¿No tienes pomo? – No, lo siento. Lenny se encogió de hombros y se conformó con un partido de baloncesto universitario en la ESPN. Lo miramos unos minutos en silencio. Lo rompí yo. – ¿Por qué no me dijiste que Rachel se había divorciado? Lenny hizo una mueca y levantó la mano, como si quisiera parar el tráfico. – ¿Qué? -dije. – Congelamiento cerebral -siguió-. Siempre bebo demasiado deprisa. – ¿Por qué no me lo dijiste? – Creía que no íbamos a hablar de ello. – No es tan sencillo, Lenny -respondí mirándolo. – ¿Qué no lo es? – Rachel ha pasado una mala temporada. – Yo también -dije. Lenny miró el partido demasiado atentamente. – ¿Qué le pasó, Lenny? – No es asunto mío -negó con la cabeza-. Hace al menos quince años que no la ves. Catorce en realidad. – Más o menos. Sus ojos se pasearon por la habitación y se posaron en una fotografía de Monica y Tara. Apartó la mirada y tomó un sorbo de su bebida. – Tienes que dejar de vivir en el pasado, chico. Los dos nos pusimos a mirar el partido. Dejar de vivir en el pasado, había dicho. Miré la fotografía de Tara y me pregunté si Lenny hablaba de algo más que de Rachel. Edgar Portman recogió la correa de piel del perro. La agitó por la punta. A Edgar le decepcionaban las personas. Los perros nunca. En todo caso, Edgar necesitaba aire fresco. El paquete de hacía dieciocho meses había pasado todas las pruebas posibles del forense. La Policía no había encontrado nada. Edgar estaba bastante seguro, basándose en su pasada experiencia, de que los incompetentes de las fuerzas del orden tampoco encontrarían nada esta vez. Hacía dieciocho meses, Marc no le había escuchado. Aquel error, esperaba Edgar, no volvería a repetirse. Fue hacia la puerta con Edgar saltó la pequeña verja. Le dolían las piernas. La vejez. Aquellos paseos se le hacían cada día más pesados. Había empezado a utilizar un bastón casi siempre -había comprado uno que había utilizado supuestamente Dashiell Hammet durante una convalecencia de una tuberculosis- pero, sin saber por qué, Edgar no lo llevaba nunca cuando salía con El perro se puso a gimotear otra vez. Edgar miró a su compañero a los ojos. – Nos vamos, chico -dijo amablemente. Se abrió la puerta de la casa. Edgar se volvió y vio a su hermano Carson, que corría hacia él. Edgar vio la expresión de la cara de su hermano. – Dios mío -gritó Carson. – Veo que has visto el paquete. – Sí, claro. ¿Has llamado a Marc? – No. – Bien -dijo Carson-. Es un engaño. Tiene que serlo. Edgar no contestó. – ¿No estás de acuerdo? -dijo Carson. – No lo sé. – No puedes creer que siga viva. Edgar dio un suave tirón a la correa. – Es mejor esperar los resultados de las pruebas -dijo-. Entonces lo sabremos con seguridad. Me gusta trabajar por la noche. Siempre me ha gustado. Soy afortunado con la profesión que he elegido. Me gusta mi trabajo. No es nunca una tarea rutinaria o monótona o algo para ganarse la vida y punto. Yo desaparezco en mi trabajo. Como un atleta concentrado, me olvido de todo cuando estoy jugando mi partido. Cruzo la zona. Y es cuando estoy mejor. Sin embargo, aquella noche -tres noches después de encontrarme con Rachel- estaba libre. Estuve sentado en el salón y cambiaba canales. Como muchos varones de nuestra especie, le doy demasiado al mando. Puedo ver varias horas de nada. El año pasado, Lenny y Cheryl me regalaron un reproductor DVD, y me explicaron que mi reproductor de vídeo estaba abocado a la extinción. Miré su reloj. Pasaban unos minutos de las nueve. Podía ponerme un DVD y meterme en la cama a las once. Acababa de sacar el DVD de su caja y estaba a punto de meterlo en el aparato -para eso todavía no tienen un mando- cuando oí ladrar a un perro. Me levanté. Una familia se había mudado dos casas más abajo. Tenían cuatro o cinco niños, creo. Es difícil concretar cuando hay tantos. Parecen fundirse los unos en los otros. Todavía no me había presentado, pero había visto en su jardín un perro lobo irlandés del tamaño aproximado de un Ford Explorer. Creo que él ladraba. Aparté la cortina. Miré por la ventana, y por alguna razón -una razón que no sé articular adecuadamente- no me sorprendió lo que vi. La mujer estaba exactamente en el mismo lugar donde la había visto hacía dieciocho meses. El abrigo largo, el pelo liso, las manos en los bolsillos: era todo igual. Me daba miedo perderla de vista, pero tampoco quería que me viera. Me puse de rodillas y me coloqué a un lado de la ventana, al estilo superdetective. Con la espalda y la mejilla apretada contra la pared, sopesé mis opciones. En primer lugar, no la estaba observando. Eso significaba que podía marcharse sin que yo me enterara. Vaya, muy mal. Tenía que arriesgarme a echar un vistazo. Aquello era lo primero. Volví la cabeza y me arriesgué a mirar. Seguía allí. La mujer seguía delante de la casa, pero se había movido unos pasos y estaba más cerca de mi puerta principal. No tenía ni idea de lo que aquello quería decir. ¿Y ahora qué? ¿Y si salía y hablaba con ella? Aquello parecía una buena idea. Si echaba a correr… bueno, creo que la seguiría. Me arriesgué a echar otro vistazo, y cuando lo hice, me di cuenta de que la mujer estaba mirando directamente a mi ventana. Me eché atrás. Maldita sea. Me había visto. Estaba claro. Agarré la parte baja de la ventana, dispuesto a abrirla, pero ella ya había empezado a caminar calle arriba. Ah, no, otra vez no. Llevaba puesta una bata quirúrgica -todos los médicos que conozco tienen una para estar en casa- e iba descalzo. Corrí hacia la puerta y la abrí. La mujer estaba casi al final de la calle. Cuando me vio en la puerta, dejó de caminar apresuradamente y echó a correr. La perseguí. A la porra mis pies. Una parte de mí se sentía ridicula. No soy un corredor muy rápido con dos piernas. Seguramente tampoco soy el más rápido con una, y allí estaba yo persiguiendo a una desconocida porque estaba parada delante de mi casa. No sabía lo que esperaba encontrar. Probablemente la mujer estaba dando un paseo, y yo la había asustado. Seguramente llamaría a la Policía. Había visto su reacción. Ya era bastante malo que hubiera matado a mi familia y me hubiera salido con la mía. Ahora estaba persiguiendo a mujeres desconocidas por el barrio. No me detuve. La mujer dobló por Phelps Road. Me llevaba mucha ventaja. Balanceé los brazos y obligué a mis piernas a acelerar el paso. Los guijarros de la acera se me clavaban en las plantas de los pies. Intenté correr por la hierba. La había perdido de vista, y estaba agotado. Había corrido quizás unos cien metros y ya me notaba falto de respiración. La nariz me empezaba a gotear. Llegué al final de mi calle y doblé a la derecha. Pero no vi a nadie. La calle era larga y recta y estaba bastante bien iluminada. En otras palabras, debería estar a la vista. Por alguna razón absurda, miré también al otro lado, detrás de mí. Pero la mujer tampoco estaba allí. Corrí por la ruta que había tomado. Miré hacia Morningside Drive, pero no había señales de ella. La mujer había desaparecido. Pero ¿cómo? No podía haber corrido tan rápido. Ni Cari Lewis era tan rápido. Me paré, apoyé las manos en las rodillas, y aspiré un oxígeno muy necesario. Piensa. A ver, ¿podía ser que viviera en una de aquellas casas? Tal vez. Y si era así, ¿qué? Esto significaría que estaba paseando por su barrio. Había visto algo que le había llamado la atención. Se había parado a echar un vistazo. ¿Como había hecho hacía dieciocho meses? Bien, en primer lugar, no sabía si se trataba de la misma mujer. Entonces, ¿dos mujeres se habían parado delante de la casa exactamente en el mismo lugar como dos estatuas? Era posible. O puede que fuera la misma mujer. A lo mejor le gustaba mirar las casas. A lo mejor le interesaba la arquitectura o algo así. Sí claro, la tan deseada arquitectura de las casas de las afueras de dos pisos de los años setenta. Y si su visita era totalmente inocente, ¿por qué había echado a correr? «No lo sé, Marc, pero quizá -y esto es sólo una puñalada en la oscuridad- corría porque un chiflado la perseguía.» Me sacudí la voz de la conciencia y eché a correr de nuevo, buscando no se sabe qué. Pero cuando pasé por la casa de los Zucker, me detuve de golpe. ¿Era posible? La mujer había desaparecido sin más. Yo había mirado las dos calles adyacentes. No estaba en ninguna de las dos. Esto significaba: A, que vivía en una de las casas; B, que estaba escondida. O bien: C, que había cogido el camino de los Zucker hacia el bosque. Cuando era pequeño, a veces atajábamos por el jardín trasero de los Zucker. Había un camino que llegaba al jardín de la escuela. No era fácil de encontrar, y a la vieja señora Zucker no le gustaba que le pisáramos el césped. Nunca nos decía nada, pero se ponía junto a la ventana, con su pelo encrespado en forma de colmena, y nos miraba furiosa. Al cabo de un tiempo, dejamos de usar el sendero y utilizamos el camino más largo. Miré a izquierda y derecha. Ni rastro de ella. ¿Podía ser que la mujer conociera el camino? Corrí hacia la oscuridad del jardín trasero de los Zucker. Casi me esperaba que la vieja señora Zucker estuviera en la ventana de la cocina, mirándome enfadada, pero se había mudado a Scottsdale hacía años. Ya no sé quién vive en la casa. Ni siquiera sabía si el sendero seguía existiendo. El jardín estaba oscuro como boca de lobo. No había luces en la casa. Intenté recordar dónde estaba exactamente el sendero. De hecho, no tardé nada. Estas cosas se recuerdan. Es automático. Corrí por él y algo me sacudió en la cabeza. Oí el golpe sordo y caí de espaldas. La cabeza me daba vueltas. Miré hacia arriba. A la débil luz de la luna, vi un columpio. Uno de esos modernos, de madera. No estaba allí en mi infancia, y no lo había visto en la oscuridad. Sentía náuseas, pero el tiempo era crucial. Me puse de pie con demasiada confianza, y me tambaleé. El sendero seguía allí. Lo tomé con toda la rapidez de que fui capaz. Las ramas me arañaban la cara. No me importaba. Tropezaba con las raíces. No me importaba. El sendero Zucker no era largo, como máximo diez o quince metros. Salí a un gran claro de campos de fútbol y béisbol. Había sido bastante rápido. Si la mujer había tomado esta ruta, aún podría localizarla en el parque deportivo. Veía la niebla humeante de las luces fluorescentes que procedían de los aparcamientos de los campos. Una vez en el claro examiné rápidamente los alrededores. Vi varias porterías de fútbol y una especie de cadena. Pero ninguna mujer. Maldita sea. La había perdido. Otra vez. Se me encogió el corazón. No lo sé. Bueno, si lo piensas bien, ¿qué sentido tenía? Aquello era una estupidez, la verdad. Me miré los pies. Me dolían de mala manera. Noté un hilillo de lo que debía ser sangre en el talón derecho. Me sentía como un idiota. Como un idiota derrotado, encima. Me di la vuelta… Un momento. A lo lejos, bajo las luces del aparcamiento, había un coche. Un coche solitario, que se destacaba en su soledad. Asentí para mí mismo y seguí el hilo de mis pensamientos. Pongamos que el coche perteneciera a la mujer. ¿Por qué no? Y si así no fuera, tampoco se habría perdido nada. Pero si era suyo, si había aparcado allí, era más lógico. Aparca, cruza el bosque, se coloca frente a mi casa. No tenía ni idea de por qué había hecho todas estas cosas. Pero en aquel momento, decidí creer que era suyo. Bueno, si era así -si ése era su coche- entonces podía concluir que todavía no se había marchado. No se me había escapado. ¿Qué había pasado entonces? La descubro, corre, toma el camino… … y se da cuenta de que la podría seguir. Casi hice chasquear los dedos. La mujer misteriosa sabría que yo había crecido en aquel barrio y que por tanto conocería el camino. Y si yo lo hacía, si de algún modo adivinaba (como era el caso) que había cogido aquel sendero, entonces la vería en el claro. ¿Qué haría ella entonces? Lo pensé y la respuesta se me ocurrió en seguida. Se escondería en el bosque junto al sendero. Seguramente la mujer misteriosa me estaba observando en aquel preciso momento. Sí, sé que esta argumentación apenas se puede calificar de conjetura. Pero me parecía correcta. Muy correcta. ¿Qué haría yo? Solté un gran suspiro y dije en voz alta «Maldita sea». Bajé los hombros como si me sintiera derrotado, intentando no exagerar demasiado, y me dirigí arrastrando los pies por el camino hacia la casa de los Zucker. Bajé los ojos, mirando a izquierda y derecha. Caminé despacio, con los oídos atentos, esforzándome por oír un roce de algún tipo. La noche siguió silenciosa. Llegué al final del camino y seguí andando como si volviera a casa. Cuando estaba inmerso en la oscuridad, me agaché en el suelo. Me arrastré como un comando bajo el columpio, mirando hacia el sendero. Me paré y esperé. No sé cuánto rato estuve allí. Probablemente no más de dos o tres minutos. Estaba a punto de abandonar cuando oí un ruido. Seguía tumbado boca abajo, con la cabeza levantada. Distinguí una silueta que iba por el camino. Me levanté a toda prisa, intentando no hacer ruido, pero fue inútil. La mujer se volvió hacia el ruido y me vio. – Espere -grité-. Sólo quiero hablar con usted. Pero había vuelto a meterse en el bosque. Desde el sendero, el bosque se veía denso y oscuro, muy oscuro. La podía perder con facilidad. No tenía intención de arriesgarme. Otra vez no. Tal vez no pudiera verla, pero aún podía oírla. Salté hacia la espesura y casi inmediatamente me golpeé contra un árbol. Vi las estrellas. Vaya, qué tontería había hecho. Me paré a escuchar. Silencio. Se había detenido. Se escondía otra vez. ¿Qué podía hacer? Tenía que estar cerca. Consideré mis opciones y luego pensé «A paseo». Recordando dónde había oído un ruido por última vez, salté hacia allí, con los brazos extendidos, las manos y los brazos alargados al máximo para que mi cuerpo cubriera el mayor territorio posible. Caí sobre un matorral. Pero mi mano izquierda tocó algo más. Intentó arrastrarse, pero cerré con más fuerza los dedos alrededor de su tobillo. Me pateó con la pierna libre. Yo me aferré como un perro que clavara los dientes en su presa. – ¡Suéltame! -gritó ella. No reconocí la voz. No solté el tobillo. – ¡Haz el favor de soltarme! No. Recuperé el equilibrio y la atraje hacia mí. Todavía estaba demasiado oscuro, pero mis ojos empezaban a adaptarse. Di otro tirón. Ella rodó de espaldas. Ahora estábamos bastante cerca. Finalmente pude verle la cara. Tardé un momento en reconocerla. El recuerdo era antiguo, para empezar. La cara, o lo que podía ver de ella, había cambiado. Parecía distinta. Lo que la delató, lo que me ayudó a reconocerla, fue la forma en que le había caído el pelo sobre la cara durante nuestra escaramuza. Aquello me resultaba casi más familiar que sus rasgos: la vulnerabilidad de la postura, la forma en que evitaba el contacto visual. Y evidentemente, vivir en aquella casa, la casa que siempre había asociado tan estrechamente a ella, había mantenido su imagen en la primera fila de mis bancos de memoria. La mujer se apartó el pelo de la cara y me miró. Me sentí retroceder a la época de la escuela, el edificio de ladrillo que estaba a escasos doscientos metros de distancia de donde nos encontrábamos. Quizás aquello tenía alguna lógica. La mujer misteriosa que había estado contemplando la casa donde había vivido. La mujer misteriosa era Dina Levinsky. |
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