"Última oportunidad" - читать интересную книгу автора (Coben Harlan)

Capítulo 8

– No bebas más zumo de manzana -dijo Cheryl a su hijo Conner, de dos años.

Yo estaba en la línea de banda con los brazos cruzados. Hacía un poco de frío, con el frescor helado y húmedo de finales de otoño en Nueva Jersey, de modo que me puse la capucha del jersey de los Yankees sobre la gorra. También llevaba puestas unas gafas de sol Ray-Ban y capucha. Me parecía mucho al retrato policial de Unabomber.

Estábamos en un partido de fútbol de niños de ocho años. Lenny era el entrenador. Necesitaba un ayudante y me había reclutado, supongo que porque soy la única persona que conoce que sabe menos de fútbol que él. Aun así nuestro equipo iba ganando. Creo que el marcador estaba en ochenta y tres a dos, pero no estoy seguro.

– ¿Por qué no puedo beber más zumo? -preguntó Conner.

– Porque el zumo de manzana te da diarrea -explicó Cheryl con la paciencia de una madre.

– ¿Ah, sí?

– Sí.

A mi derecha, Lenny ahogaba a los niños en una constante corriente de ánimo.

– Eres el mejor, Ricky. Adelante, Petey. A eso le llamo yo empuje, Davey.

Siempre añadía una «y» al final de sus nombres. Y sí, era irritante. Una vez, llevado por el entusiasmo, me llamó Marky. Una vez.

– ¿Tío Marc?

Sentí un tirón en el pantalón. Miré a Conner, que tiene veintiséis meses.

– ¿Qué pasa, chico?

– El zumo de manzana me da diarrea.

– Me alegro de saberlo -dije.

– Tío Marc.

– ¿Sí?

Conner me miró con seriedad.

– La diarrea no es mi amiga -dijo.

Miré a Cheryl. Ella intentó sonreír, pero también parecía preocupada. Volví a mirar a Conner.

– Bien dicho, chico.

Conner asintió, satisfecho de mi respuesta. Lo quiero. Me rompe el corazón y me alegra la vida en la misma medida y exactamente al mismo tiempo. Veintiséis meses. Dos meses más que Tara. Observo cómo crece con adoración, y con una añoranza que podría calentar un horno.

El niño volvió con su madre. Desparramado alrededor de Cheryl estaba el producto de su cosecha de mani-mula. Había cartones de zumo Minute Maid y barritas Nutri-Grain. Había pañales Bebé Seco (¿en oposición a Bebé Mojado?) y toallitas húmedas de aloe vera para nalgas delicadas. Había biberones anatómicos de Evenflo. Había panecillos de canela y zanahorias pequeñas bien limpias, y naranjas y pomelos cortados (a lo largo, a prueba de atragantamientos), y dados de lo que yo esperaba que fuera queso, todo ello herméticamente sellado en bolsitas individuales cerradas al vacío.

Lenny, el entrenador jefe, estaba gritando la estrategia del partido a nuestros jugadores. Cuando atacamos, les dice: «¡Golead!». Cuando defendemos, les aconseja: «¡Detenedlos!». Y a veces, como en ese momento, ofrecía agudas relaciones sobre las sutilezas del juego: «¡A chutar!».

Lenny me miró después de gritar aquella frase cuatro veces seguidas. Le hice una señal de ánimo con el pulgar y una inclinación de cabeza. Quiso hacerme un corte de mangas, pero había demasiados testigos menores. Volví a cruzar los brazos y miré el campo con los ojos entornados. Los chicos estaban equipados como profesionales. Llevaban protecciones y los calcetines subidos por encima de los refuerzos de las espinillas. La mayoría llevaba grasa negra bajo los ojos, a pesar de que apenas brillaba el sol. Había dos que incluso llevaban tiritas para abrir las fosas nasales. Miré a Kevin, mi ahijado, intentando chutar la pelota, como había ordenado su padre. Y entonces me atacó como un puñetazo.

Me tambaleé hacia atrás.

Era así como sucedía siempre. Estaba mirando un partido o cenando con unos amigos u operando a un paciente o escuchando una canción por la radio. Estaba haciendo algo normal y corriente, me encontraba bastante bien, y de repente, pam, me quedaba ciego.

Se me humedecieron los ojos. Antes del asesinato y el secuestro esto no me había sucedido nunca. Soy médico. Sé cómo interpretar el papel, tanto en la vida profesional y personal. Pero ahora siempre llevo gafas de sol, igual que las estrellas de serie B egocéntricas. Cheryl me miró y volví a notar su preocupación. Hice un esfuerzo por sonreírle. Cheryl se estaba volviendo guapa. Esto pasa a veces. A algunas mujeres les favorece la maternidad. Había dado a su aspecto físico una profundidad y riqueza que rozaba lo celestial.

No quiero ser malinterpretado. No me paso el día llorando. Sigo viviendo mi vida. Estoy afligido, claro, pero no a todas horas. No estoy paralizado. Trabajo, aunque todavía no he tenido valor para viajar al extranjero. Sigo pensando que debo permanecer cerca, por si surge alguna pista. Sé que esta forma de pensar no es racional y quizás es engañosa. Pero todavía no estoy preparado.

Lo que me pasa -lo que me provoca ese sobresalto repentino- es la forma en que la pena parece disfrutar pillándome desprevenido. La pena, cuando la ves venir, si no se puede controlar, al menos se puede manipular, refinar, ocultar. Pero a la pena le gusta ocultarse en los matorrales. Disfruta saliendo de repente de la nada, sobresaltándote, burlándose de ti, despojándote de tu fingida normalidad. La pena te adormece, lo que hace el ataqué de ceguera mucho más chocante.

– Tío Marc.

Era Conner otra vez. Hablaba muy bien para su edad. Pensé en cómo habría sonado la voz de Tara, y tras las gafas de sol, se me cerraron los ojos. Presintiéndolo, Cheryl se levantó para llevarse al niño. Pero la aparté con un gesto.

– ¿Qué hay?

– ¿Y la caca?

– ¿Qué le pasa?

Me miró y cerró un ojo para concentrarse.

– ¿La caca es mi amiga?

Menuda pregunta.

– No sé, chico. ¿Tú qué crees?

Conner sopesó su pregunta con tanta intensidad que parecía a punto de explotar. Finalmente, contestó:

– Es más amiga que la diarrea.

Asentí gravemente con la cabeza. Nuestro equipo metió otro gol. Lenny levantó los puños y gritó «¡Bien!». Casi dio una voltereta para felicitar a Craig (o debería decir Craigy), el goleador. Los jugadores se unieron a él. Se dieron muchas palmaditas. Yo no me apunté. Mi misión, creía, era ser el compañero impasible para compensar el histrionismo de Lenny: el Tonto y el Llanero Solitario, Abbot y Costello, Rowan y Martin, el Capitán y Tenille. Equilibrio.

Miré a los padres en las bandas. Las mujeres se unen en grupitos. Hablan de, sus hijos, de los logros de sus hijos y de actividades extraescolares, y nadie escucha mucho porque los hijos de los demás son aburridos. Los padres ofrecían más variedad. Algunos grababan en vídeo. Otros daban ánimos a gritos. Otros tiranizaban a sus hijos de una forma que se acercaba a la locura. Otros hablaban por los móviles y jugaban constantemente con aparatos electrónicos portátiles de algún tipo, para superar el mono de toda una semana inmersos en el trabajo.

¿Por qué acudí a la Policía?

Desde aquel día me han dicho infinidad de veces que lo que pasó no es culpa mía. Hasta cierto punto, soy consciente de que mis acciones es posible que no hubieran cambiado nada. Probablemente, nunca habían tenido ninguna intención de dejar que Tara volviera a casa. Podría ser que estuviera muerta incluso antes de la primera llamada de rescate. Podría haber muerto de forma accidental. Quizá les entró el pánico o estaban colocados. ¿Quién sabe? Yo seguro que no.

Y, bueno, ahí está el problema.

Por supuesto, no puedo asegurar que no tengo la culpa. Elemental: toda acción tiene una reacción.

No sueño con Tara, o, si lo hago, los dioses son lo bastante generosos para no permitir que lo recuerde. Pero esto probablemente es otorgarles mucho mérito. Lo diré de otro modo, quizá no sueñe concretamente con Tara, pero sí sueño con la furgoneta blanca con la placa de matrícula mezclada y el rótulo magnético robado. En mis sueños oigo un ruido, sofocado, pero estoy casi convencido de que es el llanto de un bebé. Ahora sé que Tara estaba en la furgoneta, pero en mi sueño no me acerco a la furgoneta. Tengo las piernas profundamente enterradas en el barro de la pesadilla. No puedo moverme. Cuando al final me despierto, no puedo evitar preguntarme lo más obvio. ¿Estaba Tara tan cerca de mí? Y, lo más importante: ¿de haber sido más valiente, habría podido salvarla allí mismo?

El árbitro, un chico de instituto larguirucho de sonrisa bonachona, tocó el silbato y gesticuló con la mano por encima de la cabeza. Fin del partido. Lenny gritó: «¡Hurra!». Los niños de ocho años se miraron unos a otros desorientados. Uno preguntó a un compañero: «¿Quién ha ganado?», y el compañero se encogió de hombros. Se pusieron en fila, al estilo de la Copa Stanley de hockey, para los apretones de manos finales.

Cheryl se levantó y me puso una mano en la espalda.

– Bien hecho, entrenador.

– Sí, es todo mérito mío -dije.

Ella sonrió. Los chicos empezaban a acercarse. Los felicité con mi inclinación de cabeza estoica. La madre de Craig había llevado una caja de cincuenta Dunkin Donuts con un dibujo de Halloween. La madre de Da ve tenía cajas de algo llamado Yoo-Hoo, una excusa perversa para comer chocolate con leche con sabor a tiza. Me metí un bollo en la boca y me sacudí el azúcar.

– ¿De qué es? -preguntó Cheryl.

– ¿Los hay de diferentes sabores? -dije encogiéndome de hombros.

Observé a los padres comunicándose con sus hijos y me sentí espantosamente fuera de lugar. Lenny vino hacia mí.

– Una gran victoria, ¿a qué sí?

– Sí -contesté-. Somos los mejores.

Me hizo un gesto para que le siguiera. Obedecí. Cuando estuvimos donde no podían oírnos, Lenny dijo:

– La herencia de Monica está casi resuelta. Ya no creo que tarde mucho.

– Vale -dije, porque tanto me daba.

– También he redactado tu testamento. Tienes que firmarlo.

Ni Monica ni yo habíamos hecho testamento. Lenny me había advertido que lo hiciéramos. Tienes que poner por escrito quién se queda tu dinero, me recordaba, quién tiene que educar a tu hija, quién va a ocuparse de tus padres, bla, bla, bla. Pero no le hicimos caso. Íbamos a vivir para siempre. Las últimas voluntades y los testamentos eran para…, bueno, para los muertos.

Lenny cambió de tema rápidamente.

– ¿Te vienes a casa a hacer una partida de futbolín?

El futbolín, para los que carezcan de una educación básica, es un juego de sobremesa con figurillas de jugadores de fútbol pegadas a un palo.

– Ya soy el campeón del mundo -le recordé.

– Eso era ayer.

– ¿No puedo disfrutar un poco más de mi título? Todavía no tengo ganas de soltarlo.

– Entendido.

Lenny volvió con su familia. Vi que su hija, Marianne, lo acorralaba. Gesticulaba como una loca. Lenny bajó los hombros, se sacó la cartera y cogió un billete. Marianne lo cogió, le dio un beso a su padre en la mejilla y salió corriendo. Lenny la miró desaparecer, negando con la cabeza. Sonreía. Me volví.

Lo peor de todo -o debería decir lo mejor- era que tenía esperanzas.

Lo que encontramos aquella noche en la cabana de mi abuelo: el cadáver de mi hermana, cabellos que pertenecían a Tara en el parque (el ADN lo confirmó) y un pelele rosa con pingüinos negros como el de Tara.

Lo que no encontramos y, de hecho, todavía no hemos encontrado: el dinero del rescate, la identidad de los cómplices de Stacy, si existían, y a Tara.

Exacto. No encontramos a mi hija.

El bosque es grande y ancho, ya lo sé. La tumba sería pequeña y fácil de esconder. Podrían haber puesto rocas encima. Un animal podría haberla encontrado y arrastrado su contenido más adentro. El contenido podría estar a kilómetros de distancia de la cabana de mi abuelo. Podría estar en cualquier otra parte.

O podría ser -aunque esta idea me la guardaba para mí- que no hubiera ninguna tumba.

Así que todavía tenía esperanzas. Como la pena, la esperanza se oculta, aparece y se burla de ti, y no te deja nunca. No sé cuál de las dos es la más cruel.

La Policía y el FBI piensan que mi hermana tal vez actuó en connivencia con personas muy perversas. Aunque nadie está seguro de si la intención original fue el secuestro o el robo, casi todos están de acuerdo en que a alguien le entró miedo. Quizá creían que Monica y yo no estaríamos en casa. Quizá creían que sólo se encontrarían a una canguro. En todo caso, nos vieron, y actuaron en un estado inducido por las drogas, y alguien disparó. Después otra persona disparó, por eso las pruebas de balística muestran que Monica y yo fuimos atacados con dos 38 diferentes. Luego se llevaron al bebé. En algún momento traicionaron a Stacy y la mataron con una sobredosis de heroína.

Siempre hablo en tercera persona del plural porque las autoridades también creen que Stacy tenía al menos dos cómplices. Uno sería el profesional, el calculador que sabía cómo cobrar el rescate, mezclar las dos matrículas y desaparecer sin dejar rastro. El otro cómplice sería el «nervioso», por así decirlo, el que nos había disparado y debía de haber causado la muerte de Tara.

Evidentemente algunos no creen en esta teoría. Algunos creen que sólo hubo un cómplice -el profesional frío- y que la que tuvo miedo fue Stacy. Según esta teoría, ella fue la que disparó la primera bala, probablemente a mí, ya que no recuerdo haber oído disparos, y luego el profesional mató a Monica para tapar el error. Esta teoría se basa en una de las pocas pistas que tuvimos después de la noche en la cabana: un traficante de drogas que, como parte de un extraño trato por otro cargo, admitió ante las autoridades que Stacy le había comprado un arma, una 38, una semana antes del asesinato-secuestro. Esta teoría se apoya también en el hecho de que los únicos cabellos y huellas encontrados en la escena del crimen eran de Stacy. El profesional habría sido cuidadoso y habría usado guantes mientras que un cómplice drogado no lo habría hecho.

Pero hay otros que no se tragan tampoco esta teoría, que es por lo que ciertos miembros del Departamento de Policía y el FBI se aferran a un tercer escenario más obvio.

Yo era el cerebro.

La teoría es más o menos ésta: en primer lugar, el marido es siempre el principal sospechoso. Segundo, mi Smith amp; Wesson del 38 no ha aparecido. No dejan de marearme con esta pregunta. Ojalá tuviera una respuesta. Tercero, yo no quería tener hijos. El nacimiento de Tara me obligó a un matrimonio sin amor. Creen que tienen pruebas de que yo estaba pensando en divorciarme (algo que sí, ciertamente, yo había considerado) y por eso lo planeé todo, de arriba abajo. Invité a mi hermana a mi casa y quizá la convencí para que me ayudara y así cargara con la culpa. Tengo el dinero del rescate escondido. Maté y enterré a mi propia hija.

Es horrible, sí, pero ya no puedo enfadarme. Estoy demasiado agotado. Ya no sé ni dónde estoy.

El principal problema de esta hipótesis es, por supuesto, que es difícil de encajar que me dieran por muerto. ¿Maté yo a Stacy? ¿Me disparó ella? O -que suenen los tambores- ¿existe una tercera posibilidad, una mezcla que une las dos teorías en una? Algunos creen que sí: yo estaba detrás de todo, pero tenía otro cómplice además de Stacy. Este cómplice mató a Stacy, quizá contra mi voluntad, quizá como parte de mi gran plan para desviar mi culpabilidad y vengarme por haberme tiroteado. O algo por el estilo.

Y así sucesivamente.

En suma, hablando claro, no tienen nada y yo tampoco. Ni el dinero del rescate. Ni idea de quién lo hizo. Ni idea de por qué. Y lo más importante: ningún cadáver pequeño.

Así estamos ahora, un año y medio después del secuestro. Teóricamente el caso sigue abierto, pero Regan y Tickner se dedican a otros casos. No he sabido nada de ellos desde hace casi seis meses. Los medios nos dieron la lata durante algunas semanas, pero como no surgió nada nuevo, también traspasaron su atención a comederos más jugosos.

Los Dunkin Donuts se habían acabado. Todos fueron hacia el aparcamiento repleto de monovolúmenes. Después de los partidos, los entrenadores llevamos a nuestros atletas al Schrafft's Ice Cream Parlor, una institución en nuestra ciudad. Todos los entrenadores de todas las ligas de todas las edades siguen la misma tradición. El local estaba a tope. Nada como un cucurucho de helado en el gélido otoño para que el frío penetre hasta los huesos.

Me puse a contemplar la escena mientras lamía mi cucurucho de cookies-n-cream. Hijos y padres. Aquello era demasiado para mí. Miré el reloj. De todos modos tenía que irme. Busqué la mirada de Lenny y le indiqué que me marchaba. Con los labios formó las palabras «tu testamento». Por si no me había enterado, hizo el gesto de firmar con la mano. Le indiqué que lo había entendido. Subí al coche de nuevo y encendí la radio.

Me quedé un rato quieto mirando el ir y venir de familias. Sobre todo observaba a los padres. Calibraba sus reacciones con las actividades más domésticas, esperando ver una chispa de duda, algo en sus ojos que me consolara. Pero no lo vi.

No estoy seguro de cuánto tiempo estuve así. No más de diez minutos, supongo. Pusieron una vieja canción de James Taylor que me devolvió a la realidad. Sonreí, puse el coche en marcha, y me fui al hospital.


Una hora después, me estaba lavando para comenzar la operación de un niño de ocho años con un -en terminología familiar tanto para los legos como para los profesionales- accidente facial. También estaba Zia Leroux, mi socia.

No sé por qué decidí hacerme cirujano plástico. No fue ni la canción de los dólares fáciles ni la idea de ayudar a la humanidad. Había querido ser cirujano prácticamente desde el principio, aunque me veía más en el campo vascular o cardíaco. Pero la vida da vueltas de una forma curiosa. Durante mi segundo año de residencia, el cirujano cardíaco que dirigía nuestra rotación era un necio, por decirlo de algún modo. En cambio, el médico encargado de cirugía reconstructiva, Liam Reese, era increíble. El doctor Reese tenía aquella aura envidiable, aquella combinación de atractivo físico, seguridad en sí mismo y calidez interior que atraía a los demás de forma natural. Tenías ganas de agradarle. Querías ser como él.

El doctor Reese se convirtió en mi mentor. Nos mostró la parte creativa de la cirugía reconstructiva, un proceso de rompecabezas que te obligaba a encontrar nuevas formas de volver a unir lo que estaba destruido. Los huesos de la cara y el cráneo son la parte más compleja del paisaje esquelético del cuerpo humano. Los que los reparamos somos unos artistas. Somos músicos de jazz. Si hablamos con cirujanos ortopédicos o torácicos, pueden explicar de forma bastante concreta sus procedimientos. Nuestro trabajo -la reconstrucción- nunca es exactamente igual. Improvisamos. El doctor Reese me lo enseñó. Apeló a mi atracción por la técnica con charlas sobre microcirugía, injertos óseos y piel sintética. Recuerdo haberle visitado en Scarsdale. Su esposa era una mujer hermosa de piernas largas. Su hija era la primera de la escuela. Su hijo era capitán de un equipo de baloncesto y el chico más simpático que he conocido en mi vida. A los cuarenta y nueve años, el doctor Reese murió en un accidente de coche en la Ruta 684, cuando iba a Connecticut. Hay quien vería en esto algo siniestro, pero yo no.

Cuando estaba terminando la residencia, me dieron una beca de un año para formarme en cirugía oral en el extranjero. No la pedí para ser un benefactor; la pedí porque parecía interesante. Pensé que aquel viaje sería mi versión del viaje en mochila por Europa. No lo fue. Todo fue mal desde el principio. Nos quedamos atrapados en una guerra civil en Sierra Leona. Tuve que tratar heridas tan horribles, tan inimaginables, que costaba creer que la mente humana pudiera recabar la crueldad suficiente para infligirlas. Pero incluso en medio de toda aquella destrucción, me sentía extrañamente exaltado. No he intentado discernir por qué. Como he dicho antes, me estimula. Tal vez en parte fuera la satisfacción de ayudar a personas que lo necesitaban mucho. O quizás este trabajo me atrajo como a otras personas les atraen los deportes de riesgo, ya que necesitan sentir el peligro de la muerte para sentirse completas.

Cuando volví, Zia y yo fundamos Un Mundo, y nos pusimos a trabajar. Me encanta lo que hago. Quizá nuestro trabajo sea como un deporte de riesgo, pero también tiene -y me disculpo por el juego de palabras- su cara humana. Me gusta. Me gustan mis pacientes y también me gusta la distancia calculada, la frialdad necesaria de lo que hago. Me preocupo por mis pacientes, pero luego se va… la intensidad del afecto mezclada con un compromiso pasajero.

El paciente del día nos presentaba un reto bastante complicado. Mi santo patrón -el santo patrón de muchos en cirugía reconstructiva- es el investigador francés René LeFort, quien lanzaba cadáveres desde el tejado de una taberna para ver cuáles eran las pautas de las fracturas naturales de la cara. Seguro que impresionaba a las damas. Sus experimentos también incluían dejar caer pesos cada vez mayores sobre cráneos de cadáveres para mesurar hasta qué punto eran graves las fracturas maxilares. Actualmente, algunas fracturas llevan su nombre: más concretamente, LeFort tipo I, LeFort tipo II, LeFort tipo III. Zia y yo miramos otra vez las películas. La visión Water era la mejor, pero la Caldwell y la lateral la reforzaban.

Hablando en términos sencillos, la línea de la fractura de aquel niño de ocho años era un LeFort tipo III, que había causado una separación completa de los huesos faciales y el cráneo. De haber querido habría podido arrancar la cara del chico como si fuera una máscara.

– ¿Accidente de coche? -pregunté.

– El padre estaba borracho -contestó Zia asintiendo.

– No me lo digas. Él está estupendamente, ¿a qué sí?

– Hasta se acordó de ponerse el cinturón.

– Pero no de ponérselo a su hijo.

– Ya sería pedir demasiado. Con lo cansado que estaría de levantar el vaso tantas veces

Zia y yo empezamos nuestras vidas en dos lugares muy diferentes. Como la canción clásica de los setenta, de Story, Brother Louie, Zia es negra como la noche mientras yo soy más blanco que blanco (mi tono de piel, descrito por Zia: «panza de pez bajo el agua»). Yo nací en el Beth Israel Hospital, en Newark, y crecí en las calles de las afueras de Kasselton, en Nueva Jersey. Zia nació en una cabana fangosa de un pueblo cercano a Port-au-Prince, Haití. Durante el reinado de Papa Doc, sus padres fueron encarcelados por razones políticas. Nadie sabe muchos detalles. Su padre fue ejecutado. Su madre estaba destrozada, cuando la soltaron. Cogió a su hija y escapó en lo que podría calificarse vagamente de balsa. Tres pasajeros murieron en el trayecto. Zia y su madre sobrevivieron. Llegaron al Bronx, donde se pusieron a vivir en el sótano de una peluquería. Se pasaban el día barriendo cabellos. Según Zia, no había forma de librarse de los pelos. Los tenían en la ropa, pegados a la piel, en la garganta, en los pulmones. Viviría para siempre con la sensación de tener un pelo en la boca y no poder arrancárselo. Aún hoy, cuando Zia está nerviosa, se toca la lengua con los dedos, como si quisiera arrancarse un recuerdo del pasado.

Cuando terminamos la operación, Zia y yo nos sentamos a descansar en un banco. Zia se desató la mascarilla y se la dejó caer sobre el pecho.

– Coser y cantar -dijo.

– Amén -contesté-. ¿Cómo te fue anoche?

– De vómito -dijo-. Y no es una descripción precisa.

– Lo siento.

– Los hombres son un asco.

– Como si no lo supiera.

– Empiezo a desesperarme -dijo ella-. Estoy pensando en volver a acostarme contigo.

– Me asombras -dije-. ¿Es que no tenéis criterio las mujeres?

Su sonrisa era cegadora, el blanco brillante contrastaba con su piel oscura. Medía casi un metro ochenta, era musculosa y tenía unos pómulos tan altos y angulosos que parecía que fueran a rasgarle la piel.

– ¿Cuándo vas a empezar a salir con chicas? -preguntó.

– Ya salgo.

– Me refiero el tiempo suficiente para tener una relación sexual.

– No todas las mujeres son tan fáciles como tú, Zia.

– Qué pena -dijo ella, dándome un cariñoso codazo.

Zia y yo nos acostamos una vez, y los dos supimos que no se repetiría. Así nos conocimos. Ligamos en mi primer año de Medicina. Sí, un ligue de una noche. He tenido mi ración de ligues de una noche, pero sólo dos han sido memorables. El primero acabó en desastre. El segundo -éste- acabó en una relación que valoraré siempre.

Eran las ocho de la noche cuando nos quitamos las batas. Fuimos con el coche de Zia, una cosita diminuta llamada BMW Mini, al Stop-n-Shop de la avenida Northwood y compramos algo de comer. Zia charló sin parar mientras empujábamos los carritos por los pasillos. Me gustaba que Zia hablara. Me transmitía energía. En la charcutería, Zia cogió número. Miró el tablero y frunció el entrecejo.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Embutido de cabeza de jabalí de oferta.

– ¿Qué le pasa?

– Cabeza de jabalí-repitió ella-. ¿Qué genio del marketing se ha inventado este nombre? Oye, tengo una idea. ¿Por qué no ponemos a nuestros mejores cortes nombres de los animales más asquerosos. No, espera. Los nombres de sus cabezas.

– Pues tú siempre lo pides -dije.

Se quedó pensativa.

– Sí, tienes razón.

Fuimos a la caja. Zia puso primero sus cosas. Coloqué la barrita divisoria y descargué mi carrito. Una cajera corpulenta empezó a pasar nuestros productos.

– ¿Tienes hambre? -preguntó.

Me encogí de hombros.

– No me importaría comer algo en Garbo's.

– Pues vamos. -Zia echó un vistazo por encima de mi hombro y se quedó con la mirada fija. Entornó los ojos y una expresión rara cruzó su cara-. ¿Marc?

– ¿Sí?

Ella hizo una mueca.

– No, no puede ser.

– ¿Qué?

Todavía mirando por encima de mi hombro, Zia hizo un gesto con la barbilla. Me volví lentamente y cuando la vi, sentí una puñalada en el pecho.

– Sólo la he visto en fotos -dijo Zia-, pero ¿no es…?

Logré asentir con la cabeza.

Era Rachel.

El mundo se cerró a mi alrededor. No tendría por qué sentirme así. Lo sabía. Hacía años que habíamos roto. Después de tanto tiempo, debería sonreír. Debería tener una sensación de añoranza, de nostalgia, un recuerdo doloroso de un tiempo en que era joven e ingenuo. Pero no, no era eso lo que sentía. Rachel estaba a diez metros de mí y todo volvió de golpe. Lo que noté fue un anhelo demasiado fuerte, un deseo que me desgarró, que hizo que reviviera intensamente el amor y el desamor.

– ¿Estás bien? -preguntó Zia.

Asentí de nuevo.

¿Alguien cree que todos tenemos una sola alma gemela, un solo amor predestinado? Allí, a tres cajas de distancia en el Stop-n-Shop y bajo un rótulo que decía caja rápida – máximo i 5 artículos, estaba el mío.

– Creía que se había casado -dijo Zia.

– Se casó -dije yo.

– No lleva anillo. -Zia me dio un codazo-. Vaya, esto es emocionante.

– Sí -dije-. Ésta es una ciudad excitante.

– Eh, ¿sabes lo que parece? -siguió Zia chasqueando los dedos-. Aquel disco horroroso que tú ponías. La canción que iba de encontrarse al viejo amor en el colmado. ¿Cómo se titulaba?

La primera vez que había visto a Rachel, cuando era un chico de diecinueve años, el efecto fue relativamente apacible. No hubo ninguna explosión. Ni siquiera creo que la encontrara atractiva. Pero como descubriría poco después, me gustan las mujeres cuyo atractivo crece con el tiempo. Empiezas pensando «vale, es bastante guapa» y al cabo de unos días, dice algo o inclina la cabeza de una determinada manera cuando lo dice, y, patapam, es como si te hubiera atropellado un autobús.

Volví a sentirme así en aquel momento. Rachel había cambiado, pero no demasiado. Los años tal vez habían endurecido su escurridiza belleza, ahora más marcada y angulosa. Estaba más delgada. Llevaba el pelo negro recogido en una cola. A los hombres les suele gustar el pelo suelto. A mí siempre me ha gustado recogido, por todo lo que expone, supongo, sobre todo con los pómulos y el cuello de Rachel. Llevaba vaqueros y una blusa gris. Sus ojos garzos estaban bajos, la cabeza inclinada en aquella pose de concentración que yo conocía tan bien. Todavía no me había visto.

– Same Old Lang Syne -dijo Zia.

– ¿Qué?

– La canción de los amantes del supermercado. De un tal Dan Nosecuántos. Se llamaba así, Same Old Lang Syne -y luego añadió-: Creo que se llamaba así.

Rachel buscó su cartera y sacó un billete de veinte. Iba a dárselo a la cajera. Levantó la mirada y fue entonces cuando me vio.

No puedo precisar exactamente qué cruzó por su cara. No pareció sorprendida. Nuestros ojos se encontraron, pero no vi en ellos alegría. Miedo, tal vez. Quizá resignación. No lo sé. Tampoco sé cuánto rato estuvimos así.

– Creo que es mejor que os deje -susurró Zia.

– ¿Eh?

– Si cree que estás con una chica tan guapa como yo, pensará que no tiene posibilidades.

Creo que sonreí.

– ¿Marc?

– Sí.

– La forma en que te has quedado. Con la boca abierta como un tonto. Das un poco de miedo.

– Gracias.

– Ve a saludarla -dijo Zia, y sentí que me empujaba con la mano.

Mis píes empezaron a moverse, pero no recuerdo que el cerebro les mandara ninguna orden. Rachel dejó que la cajera le guardara las cosas en bolsas. Dio unos pasos hacia mí e intentó sonreír. Su sonrisa siempre había sido espectacular, de las que te hacen pensar en poesía y lluvias primaverales, un deslumbramiento que puede cambiarte el día. Pero aquella sonrisa no fue así. Era más tensa. Era dolorida. Y me pregunté si se contenía o si ya no podía sonreír como antes, si algo había apagado su voltaje permanentemente.

Nos paramos a un metro de distancia, sin saber si el protocolo exigía que nos diéramos un abrazo, un beso o un apretón de manos. Y no hicimos ninguna de las tres cosas. Me quedé allí y sentí el dolor por todas partes.

– Hola -dije.

– Me alegro de ver que te acuerdas de cómo ligar -contestó Rachel.

Simulé una sonrisa desenvuelta.

– ¿Eh, nena, cómo va eso?

– Mejor -dijo ella.

– ¿Vienes mucho por aquí?

– Bien. Ahora toca decir: «¿No nos conocemos de algo?».

– No -arqueé una ceja-. No podría haber olvidado a una chica tan guapa como tú.

Nos reímos. Lo estábamos intentando de verdad. Los dos éramos conscientes de ello.

– Estás guapa -dije.

– Tú también.

Un breve silencio.

– Vale -dije-. Se me han acabado los tópicos y las bromitas forzadas.

– Guau -dijo Rachel.

– ¿Por qué estás aquí?

– Para comprar comida.

– No, quiero decir…

– Sé lo que quieres decir -interrumpió-. Mi madre se mudó a un piso en una urbanización de West Orange.

Algunos mechones se le habían escapado de la cola y le caían sobre la cara. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no apartárselos.

Rachel miró a otro lado y luego a mí.

– Me enteré de lo de tu esposa y tu hija -dijo-. Lo siento.

– Gracias.

– Quise llamarte o escribirte, pero…

– Me dijeron que te habías casado -dije.

– Se acabó -dijo moviendo con rapidez los dedos de la mano izquierda.

– Y que eras agente del FBI.

– También se acabó. -Rachel bajó la mano.

Más silencio. Tampoco sé cuánto rato estuvimos así. La cajera estaba atendiendo al siguiente cliente. Zia se colocó detrás de nosotros. Se aclaró la garganta y alargó la mano a Rachel.

– Hola, soy Zia Leroux -dijo.

– Rachel Mills.

– Me alegro de conocerte, Rachel. Soy socia de Marc en la consulta. -Luego lo pensó mejor y añadió-: Sólo somos amigos.

– Zia -dije.

– Ah, bueno, perdona. Oye, Rachel, me gustaría quedarme a charlar, pero tengo prisa. -Señaló la salida como para dar más fuerza a su argumento-. Quedaos charlando. Marc, te recojo aquí más tarde. Mucho gusto, Rachel.

– Lo mismo digo.

Zia se fue a toda prisa. Yo me encogí de hombros.

– Es una doctora estupenda.

– Estoy segura. -Rachel agarró su carro-. Me esperan en el coche, Marc. Me he alegrado de verte.

– Yo también -dije.

Pero con todo lo que había perdido, había aprendido algo, ¿no? No podía dejarla marchar. Me aclaré la garganta y añadí:

– Deberíamos volver a vernos.

– Sigo viviendo en Washington. Vuelvo mañana.

Silencio. Mis entrañas se convirtieron en gelatina. Mi respiración era forzada.

– Adiós, Marc -dijo Rachel. Pero aquellos ojos garzos estaban húmedos.

– No te vayas todavía.

Intenté no parecer suplicante, pero no creo que lo consiguiera. Rachel me miró, y lo vio todo.

– ¿Qué quieres que te diga, Marc?

– Que tú también quieres que nos veamos.

– ¿Sólo eso?

– Tú sabes que eso no es todo -respondí con un gesto de negación.

– Ya no tengo veintiún años.

– Yo tampoco.

– La chica que amabas está muerta y desaparecida.

– No -dije-. Está frente a mí.

– Ya no me conoces.

– Pues volvamos a conocernos. No tengo prisa.

– ¿Así de fácil?

– Sí -intenté sonreír.

– Yo vivo en Washington. Tú vives en Nueva Jersey.

– Pues me mudaré -insistí.

Pero incluso mientras estaba diciendo estas palabras impetuosas, Rachel hizo una mueca y reconocí mi fanfarronada. No podía dejar a mis padres ni romper mi sociedad con Zia ni… ni abandonar mis fantasmas. En algún punto entre mis labios y sus oídos el sentimiento se estrelló y se quemó.

Rachel se volvió para marcharse. No se despidió de nuevo. Miré cómo empujaba el carrito hacia la puerta. Vi cómo la puerta se abría automáticamente por algún mecanismo electrónico. Vi a Rachel, el amor de mi vida, desaparecer otra vez sin mirar atrás. Me quedé quieto. No la seguí. Sentí que mi corazón caía y se agrietaba, pero no hice nada para detenerla.

Es posible que, después de todo, no hubiera aprendido ninguna cosa.