"El Cuarto Reino" - читать интересную книгу автора (Miralles Francesc)

8

El coleccionista resultó ser un octogenario que no hablaba una palabra de inglés. Al verme llegar solo se alarmó y repitió varias veces la palabra «Takahashi?».

Yo me encogí de hombros, como si no supiera de qué me estaba hablando, pero el viejo siguió pronunciando ese nombre que ahora tenía para mí connotaciones de ultratumba. Junté las palmas de las manos y apoyé sobre ellas la mejilla indicando que se había ido a dormir. Y de algún modo así era.

Al entender mi signo me miró con estupor y, acto seguido, me indicó que le siguiera por una sala bastante destartalada llena de estantes y vitrinas. Más que el estudio de un coleccionista parecía un almacén donde se guardaba documentación que raramente era consultada.

Traté de disimular mi nerviosismo contemplando con indiferencia los cientos de carpesanos, cajas y sobres que acumulaban polvo desde tiempos remotos. La muerte del traductor e intermediario había complicado la misión en extremo.

El viejo me condujo hasta una mesa de arquitecto donde había una colección de fotografías en blanco y negro cuidadosamente ordenadas. Parecían copias nuevas a partir de los negativos originales y sin duda pertenecían a una misma serie. Tenían como protagonistas a Hitler y a oficiales nazis de primer rango en lo que parecían distintas visitas protocolarias.

En un montoncito aparte, destacaba el retrato de una expedición de soldados nazis en un terreno árido y helado. No tuve ninguna duda de que todo aquello interesaba a la Fundación.

Según había dicho Takahashi antes de exhalar el último suspiro, aquél era el archivo privado de un coleccionista, y lo único que tenía que hacer era ver lo que había para luego adquirir una fotografía que no se hallaba allí.

Con el corazón aún agitado, entendí que debía mostrarme como un profesional acostumbrado a revolver hemerotecas y archivos. Y de hecho así era, pero los últimos acontecimientos me habían puesto en la picota y cada minuto que pasaba me ceñía más la soga al cuello.

Mientras el viejo hablaba para sí mismo en un japonés monótono, examiné cada una de las fotografías con aparente calma. Todas ellas llevaban en su reverso una etiqueta en francés con una breve descripción que incluía el lugar y la fecha de cada retrato.

Aquella serie procedía seguramente de alguna colección francesa de los tiempos de la ocupación. Tal vez hubiera sido adquirida incluso a un alto cargo del Gobierno de Vichy, ya que el buen estado de las imágenes y el minucioso etiquetaje demostraban que quien había custodiado aquellas fotos tenía conocimiento de causa e incluso era un entusiasta de la misma. Cómo habían llegado las fotos hasta Tokio era algo que nunca sabría, aunque podía suponer que el coleccionista se había hecho con ellas en alguna subasta internacional en la que quizá había intervenido el propio Takahashi como mediador.

Transmití al viejo la calidad e interés de la colección con varios murmullos de aprobación y él correspondió con una risita de orgullo. En la parte superior derecha de las etiquetas había una numeración, e hice notar a mi anfitrión que ésta saltaba de la fotografía 10 a la 12. A partir de aquí la serie continuaba hasta la 31.

El viejo asintió varias veces mientras musitaba algo atropelladamente. No necesitaba entender su idioma para deducir que la fotografía número 11 había sido vendida por él -y no precisamente a bajo precio- a esa tercera persona con quien debía ponerme en contacto ahora. Intuí que esa imagen era el meollo de todo el asunto que me había llevado hasta allí, por lo que no sería fácil hacerme con ella.

Con bastante ingenuidad por mi parte, gesticulé con los dedos para preguntarle dónde estaban los negativos de aquella serie. El coleccionista captó lo que le decía y suspiró agitando las manos, lo que quería decir que los negativos habían volado juntamente con la fotografía número 11.

Por consiguiente, el comprador había procurado que nadie más que él tuviera acceso a esa imagen, dejando el resto de las copias en manos del coleccionista.

Sin perder más tiempo, tomé un papel en blanco que descansaba en la misma mesa y tracé el número 11 junto con un gran interrogante. La pregunta estaba clara: ¿dónde había que ir para recomprar esa foto?

El viejo me miró cohibido, aunque por su mirada supe que estaba dispuesto a darme esa información. Supuse que Takahashi ya le había convencido con anterioridad -previo pago- de que me procurara el contacto, ya que sin pedirme nada a cambio anotó bajo mi pregunta:

Umeda Sky / 33.

Justo cuando guardaba el papel con estas señas, un zumbido del interfono hizo que el viejo se sobresaltara.

Al oír un segundo zumbido, largo e impertinente, supe que no podía ser nada bueno y un sudor frío empezó a empaparme la nuca. El coleccionista fue hacia la puerta refunfuñando algo en japonés.

Siguiendo un impulso automático y casi irracional, apilé todas las fotografías y tomé también el otro montón de la mesa. Sin saber por qué lo hacía, guardé las fotos en el bolsillo delantero de mi abrigo. No me proponía robar aquella documentación, pero la oficina del inconsciente -la cual trabaja a mayor ritmo cuando tenemos la guardia baja- había entendido que era mejor que no nos cazaran con aquellas fotografías sobre la mesa.

Oí cómo la puerta se abría y el viejo iniciaba una conversación con dos voces masculinas que estaban en el rellano. Justo entonces sonó mi teléfono móvil y el corazón se me aceleró aún más. La única persona que había llamado a ese aparato estaba ya criando malvas.

Me acerqué el teléfono a los labios y emití un saludo entre susurros. Reconocí al otro lado la voz de Cloe.

– ¿Dónde estás? -preguntó con familiaridad, como si fuera ella quien se hallara en la puerta y me estuviera buscando.

– Intuyo que en el lugar equivocado -repuse mientras oía cómo la conversación entre los tres subía de tono-. Pero al menos sé dónde está la fotografía.

– Leo, escúchame bien -dijo con una mezcla de suavidad y firmeza-. Limítate a hacer lo que te diga y todo irá bien, ¿de acuerdo? Si estás en el archivo, sal ahora mismo.

– Parece que todo el mundo quiere que salga de los lugares esta mañana -susurré-. Pero ahora no puedo: hay gente en la puerta.

– Lo sé -dijo para mi sorpresa-, por eso debes hacer lo que te digo. A la izquierda de la ventana hay una puerta metálica que da a la escalera de emergencia. Abajo te espera un Toyota Corolla.

Cuando corté la comunicación, el viejo ya venía hacia mí seguido de dos tipos trajeados de negro con cara de pocos amigos. Sin esperar más acontecimientos, me precipité sobre la puerta metálica, que se abría bajando una barra horizontal. Antes de que se cerrara a mis espaldas oí la voz quebrada del viejo, como si tratara de interceder a mi favor. Un segundo después, se escuchó un disparo.

Mientras volaba literalmente escaleras abajo, pude oír cómo los hombres de negro habían cruzado la puerta y bajaban a darme caza haciendo restallar las botas por las escaleras. No tenía duda de que en cuanto me tuvieran a tiro apretarían el gatillo, como habían hecho con el coleccionista.

Sin embargo, antes de que eso ocurriera, logré cruzar la puerta de la calle y salí dispuesto a pedir ayuda a gritos. Un coche rojo en doble fila con la puerta trasera abierta hizo que reservara mis fuerzas para la carrera final. En menos de dos segundos logré introducirme en el coche, que arrancó sin esperar a que cerrara la puerta.

Miré un momento atrás. Uno de los dos sicarios me escrutaba desde la puerta del edificio y se pasó el dedo índice de un lado a otro del cuello para indicarme que era hombre muerto.