"El Cuarto Reino" - читать интересную книгу автора (Miralles Francesc)9Había tardado unos segundos en advertir que quien conducía era la japonesa andrógina del restaurante. Por efecto de la conmoción, había estado un buen rato mirando hacia atrás para comprobar si nos seguían, pero la intensidad del tráfico a aquella hora no parecía hacer viable una persecución. Para corroborar esta impresión, la conductora dijo: -No te preocupes: el peligro ha pasado. Al menos por ahora. La estudié unos segundos en silencio a través del espejo central. Efectivamente, era la muchacha del restaurante. El mono gris y la cabeza rapada al cero le daban desde la lejanía un aspecto amenazador, pero vista de cerca era tan femenina como cualquier otra chica de Tokio. – ¿Trabajas para Cloe? -le pregunté mientras girábamos por una avenida igualmente atestada de coches y camiones. – No exactamente. Digamos que las dos trabajamos para la Fundación, sólo que en mi caso es una colaboración puntual. Trabajo por mi cuenta. – Dos fiambres en una sola mañana -dije aparentando una frialdad que no tenía-. ¿Te das cuenta de que éste puede ser tu último trabajo? – Por mí no sufras -dijo mientras se encendía un cigarrillo corto y fino-. Y tampoco debes temer por tu vida. Ha habido un par de imprevistos, es cierto. Pero ahora lo tenemos todo bajo control. Estás protegido. – ¡Y un cuerno! -me salió del alma- Llévame al hotel ahora mismo. Recogeré mi maleta y desapareceré para siempre. No diré nada a nadie de lo que ha sucedido, aunque de todos modos no me creerían. – Ya he pensado en eso y tengo tu equipaje en el maletero. El hotel donde te has alojado no es el lugar más seguro para ti aquí y ahora. Lo entiendes, ¿no? – Desde luego. Espero que podamos, al menos, llegar al aeropuerto sin sembrar el camino de cadáveres. – No vamos al aeropuerto. – ¿Cómo has dicho? Estaba dispuesto a abrir la puerta del coche en el primer semáforo y bajar aunque tuviera que renunciar a mi equipaje. Pero ella había previsto esta reacción y dijo: – Tampoco es un buen lugar para ti. Los cadáveres de los que hablas aún están calientes y el aeropuerto de Narita será un campo de minas ahora mismo. Hay que dejar pasar un poco tiempo, y sobre todo movernos. Mientras nos movamos estaremos a salvo. – No me vengas con filosofías ahora. Si la Fundación ha decidido no dejarme marchar hasta que me haga con esa maldita foto, llévame hasta allí y acabemos de una vez. – A eso he venido -replicó tras aspirar ruidosamente lo que quedaba de cigarrillo y expulsar el humo por la ventana entreabierta-. ¿Dónde es? Le mostré las señas que me había dejado el coleccionista antes de pasar al mundo de los muertos. – Umeda Sky… -dijo como si evocara un lugar mítico-. Eso está en Osaka. ¿Has viajado alguna vez en un tren bala? Aparcamos el coche cerca de la estación central de Tokio, que es un enorme laberinto de pasillos, escaleras y hangares. Pero esta vez tenía a la mujer del mono gris que me orientaba entre la multitud. Yo corría un par de pasos por detrás de ella, que sorteaba los pasajeros con la gracilidad de una esquiadora de eslalon, y me costaba seguirle el ritmo. Sin duda, antes de dedicarse a aquello -aún no tenía claro en qué consistía- había sido una buena gimnasta. Nos detuvimos en un mostrador con varias azafatas que vendían billetes para el Mi acompañante se abalanzó sobre el primer mostrador vacío y dio rápidas instrucciones a la empleada, que imprimió dos billetes sin dejar de asentir a modo de reverencia. – La misión sube de categoría -comenté irónico-, ahora tengo una guía local que me llevará por el buen camino. ¿O te han contratado para vigilar que no me escape? – Soy tu guardaespaldas -dijo con una sonrisa de satisfacción-. La Fundación ha decidido que llegues vivo al final de esta historia. – Y luego me liquidaréis, como a Takahashi o al coleccionista. ¿No te parece curioso que hayan muerto justo después de pasar la información? – Eso lo puedes atribuir a la torpeza de nuestros enemigos, que siempre llegan demasiado tarde. No eres el único que quiere esa foto, ¿sabes? Por eso me pagan para protegerte. – Debes de ser experta en artes marciales como mínimo -añadí con sorna-. ¿O vas armada? Por cierto, todavía no sé cuál es tu nombre. – Me llamo Keiko. Fíjate en toda esta gente que corre a tomar su tren al aeropuerto, ¿te has fijado en que muchos llevan el mismo modelo de maleta? – No me había dado cuenta -repuse sorprendido por el rápido cambio de tema-, pero me encantaría tomar ese tren. – ¿Sabes por qué hay tantas iguales? -prosiguió ella-. Porque los japoneses no compran maletas, las alquilan. Como la mayoría sólo viajan una vez o dos en la vida, les tiene más cuenta. Además, aquí los apartamentos son tan pequeños que no les cabría en casa. -Por primera vez miré a mi guardaespaldas con cierta ternura. Aunque el pelo rapado le confiriera un estilo marcial, los temas de conversación eran propios de una chica joven, veintipocos años en todo caso, que se entusiasma con las anécdotas y curiosidades-. Pero no nos durmamos -concluyó-. El |
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